La máscara de Ra (27 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La máscara de Ra
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Echó una ojeada al campo de batalla: la masa principal del regimiento de Anubis había desaparecido en las nubes de polvo. Los hombres que habían escapado del combate huían junto con un puñado de carros de guerra. Los mitanni, en cuanto los descubrieron, enviaron fuerzas en su persecución. El conductor de Amerotke lanzó un grito de advertencia. El juez miró a la derecha, donde varios carros enemigos avanzaban en su dirección, ya fuera con la intención de cortarles el paso o de arrollarlos sin más. Amerotke cogió el arco, colocó una de las flechas largas, y se apoyó en el costado de la canasta, con los pies bien separados. Rogó para sus adentros que las ruedas no chocaran contra una piedra o que los caballos no tropezaran. Un vuelco significaría caer en manos del enemigo y los mitanni no hacían prisioneros. El conductor animaba a los caballos continuamente. Los carros egipcios eran más livianos, los caballos más rápidos, pero el tiro de Amerotke había recorrido este mismo camino el día anterior, y hoy había soportado el rigor de la marcha forzada. El caballo de la derecha comenzó a flaquear, y el carro se balanceó peligrosamente. Amerotke miró a la derecha; habían conseguido distanciarse de los mitanni. Sin embargo, uno de los carros enemigos, al mando de un oficial más experto, había iniciado una maniobra en arco con la intención de cortarle el paso. Ahora todo su mundo se había reducido a esto: los caballos al galope, el traqueteo de los carros, el suelo rocoso sobre el que parecían volar, el polvo ardiente y el carro enemigo, pintado de negro y oro, que avanzaba como una exhalación.

Amerotke vio que uno de los carros de su escuadrón avanzaba por la derecha para protegerlo. El conductor había visto la maniobra del carro mitanni y el juez dio gracias a los dioses por la bravura del oficial. Mientras el carro mitanni se acercaba, el oficial egipcio preparó el arco. El juez escuchó cómo el conductor le indicaba a gritos que disparara a los caballos. El oficial hizo su disparo y, de inmediato, su carro se apartó para despejar la línea de tiro del juez. Le resultaba difícil mantener el equilibrio, tan cerca del conductor. Contuvo la respiración y apuntó a los caballos; no tenía sentido disparar contra los soldados que se protegían con los escudos. Disparó la flecha. Por un momento, creyó que había fallado el blanco, pero entonces vio trastabillar a uno de los caballos mitanni. El carro se bamboleó violentamente y un segundo después cayó de costado. Los tres hombres de la dotación volaron por los aires mientras el carro se hacía astillas contra el suelo pedregoso. Amerotke se había librado de la persecución. Los caballos parecieron encontrar nuevas fuerzas y continuaron galopando hacia la empalizada del campamento egipcio que se divisaba en la distancia.

Hatasu estaba de pie en el parapeto y, en compañía de sus oficiales, no apartaba la mirada de las nubes de polvo que avanzaban por el horizonte, y de los súbitos y reveladores destellos.

—¡Carros que avanzan a toda velocidad! —le susurró Senenmut al oído—, ¡Es un ataque en masa!

La reina permaneció inmóvil, con el corazón en un puño. ¿Aquí se terminaría todo? ¿En mitad del desierto norteño? ¿Su cuerpo, en otros momentos ungido con los perfumes y aceites más finos, acabaría convertido en un despojo que se disputarían las hienas y los chacales? ¿No conocería los ritos del embalsamamiento, el ritual que permitiría a su Ka realizar el viaje a occidente? ¿Amón-Ra ya había dictado la sentencia? Notó que se le revolvía el estómago, que le flaqueaban las piernas mientras el sudor le brotaba por todos los poros. A su alrededor, el griterío de los oficiales era incesante. Los primeros carros de guerra dejaron atrás las nubes de polvo. Los que tenían mejor vista informaron que eran egipcios en retirada.

—Baja —le rogó Senenmut con voz ronca—. No eres un dios, mi señora.

Hatasu percibió el pánico que dominaba a los oficiales y soldados que la rodeaban. Sujetó a Senenmut por la muñeca.

—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?

Senenmut la obligó a bajar del parapeto, y ella le siguió dócilmente a través del campamento.

—¡Ve a la tienda! —dijo Senenmut, con un tono apremiante, al tiempo que le daba un leve empujón—. Prepárate para el combate.

Sin darle tiempo a responder, Senenmut se alejó, llamando a los oficiales. La actividad era frenética: los soldados corrían a recoger las armas, las dotaciones de los carros enganchaban los tiros, las trompetas tocaban a rebato, los oficiales se multiplicaban dando órdenes. Senenmut comprendió que aquí no tenía nada que hacer. En el enclave real, la guardia de la reina ya ocupaba sus posiciones en la empalizada. Los mercenarios, con los característicos cascos con cuernos, protegían la entrada. Senenmut se abrió pasó para dirigirse a la tienda de la reina. Encontró a Hatasu preparándose para el combate. Se había quitado la túnica y sobre el cuerpo desnudo se estaba colocando ahora una armadura que la cubría desde el cuello a las pantorrillas. Senenmut la ayudó a abrocharse las sandalias. Hatasu se echó al hombro el cinturón de guerra y, antes de que Senenmut pudiera impedírselo, cogió el yelmo de guerra azul de los faraones egipcios y se lo encasquetó en la cabeza. Desde el extremo más alejado del campamento les llegó el griterío de la tropa que se enfrentaba al primer ataque de los carros de los mitanni. Un oficial se presentó para informar de lo que estaba ocurriendo.

—¡El regimiento de Anubis fue cogido por sorpresa! —manifestó entre jadeos—. ¡El ejército mitanni los arrolló sin más y ahora los persiguen hasta el campamento!

Hatasu cerró los ojos. Senenmut le estaba dando consejos pero ella no comprendía ni una sola de sus palabras. En su mente era otra vez una niña que paseaba con su padre por los jardines reales. Él llevaba un bastón y le describía sus victorias trazando símbolos en la tierra.

—¡Mi señora!

Hatasu abrió los ojos. Amerotke, cubierto de polvo de pies a cabeza, con cortes en las mejillas y los hombros, había aparecido en la entrada de la tienda, escoltado por otros oficiales de su escuadrón. La reina le ordenó pasar y, sin pensarlo, cogió una copa de vino y se la puso en la mano.

—¡Estoy al corriente de lo sucedido! —manifestó la reina, señalando la mesa donde se amontonaban los mensajes—. Dímelo con toda claridad, Amerotke, ¿cuáles son nuestras posibilidades?

Amerotke bebió un trago de vino, dejó la copa y recogió un estilo que sumergió en un tintero con tinta roja. Descubrió que temblaba como una hoja. Se le llenaron los ojos de lágrimas y notó en el estómago una sensación extraña, como si hubiese bebido demasiado y ahora estuviera a punto de vomitar. Senenmut advirtió el temblor del juez.

—Ya se pasará —le animó—. Ya se pasará, Amerotke.

El magistrado se frotó los ojos. Había llegado a una de las entradas laterales del campamento a todo galope. Los centinelas le habían franqueado el paso sin tardanza. Por un momento, echó de menos la presencia de Shufoy y sus jocosas críticas.

—¡Escribe! —le ordenó Hatasu, con voz áspera.

Amerotke dibujó un rectángulo.

—Éste es el campamento —explicó mientras trazaba una segunda línea en la parte inferior del rectángulo—. Aquí tenemos el enclave real. —Marcó una doble raya vertical en el lado superior—. La puerta principal, ¿de acuerdo? El regimiento de Anubis, mal preparado y peor dirigido, huyó ante el enemigo. Ahora intentan buscar refugio en el campamento. —Trazó una flecha desde la izquierda en dirección a la entrada principal—. Aquí están los mitanni, y no se trata de una avanzadilla o de un par de escuadrones, sino de todos los regimientos de carros apoyados por tropas de infantería, con la intención de asaltar el campamento.

—Si lo hacen —opinó Hatasu—, lo mismo que el agua encontrarán el camino más fácil. No a través de la empalizada sino por la puerta principal: forzarán la entrada. La infantería se dispersará entre las tiendas y los carros. —Señaló la parte inferior del rectángulo—. Aquí es donde está el grueso de nuestros escuadrones de carros. —Movió el dedo un poco a la derecha para indicar el oasis—. Aquí acampa el resto de los escuadrones. Mi señor Senenmut, partiréis inmediatamente y asumiréis el mando de los escuadrones.

—¿Y vos, mi señora?

Hatasu arrebató el estilo de la mano de Amerotke y dibujó una flecha desde el enclave real hasta la entrada principal.

—Los carros de los mitanni pesan mucho más que los nuestros. Los caballos estarán cansados. Las dotaciones los abandonarán para dedicarse al saqueo. —Se volvió hacia uno de los oficiales—. ¿Sois Harmosie, comandante del regimiento de Isis?

—Sí, mi señora.

La reina escuchó con toda claridad el estrépito que provenía de la entrada principal, pero mantuvo la voz firme.

—A partir de este momento, tenéis el mando del campamento.

—¿Y mi señor Omendap?

—Continúa enfermo. Escuchad, sólo tenéis que cumplir una orden: organizad vuestras tropas para que formen un muro defensivo delante mismo del enclave. Debéis contener a los mitanni, pero no avanzaréis, y os lo repito, no avanzaréis hasta que ataquen nuestros carros.

Senenmut y Harmosie salieron para atender sus misiones. Hatasu, más tranquila, dio unas cuantas órdenes más, y después palmeó el hombro de Amerotke.

—Vamos allá, mi señor juez —dijo con un tono risueño—. Ha llegado el momento de dar a conocer nuestra sentencia al enemigo.

—¿Es la hora de matar? —replicó Amerotke, apenado.

—Sí, Amerotke —afirmó la reina, en voz baja—. ¡Para conquistar el poder tienes que matar! ¡Para conservar el poder tienes que matar! ¡Para ser más fuerte tienes que matar! ¡Si tienes sangre divina, es inevitable; no tienes otra elección!

C
APÍTULO
XIV

H
atasu, Amerotke y un grupo de oficiales se reunieron con los comandantes de los escuadrones de carros que se agrupaban en el extremo más alejado del campamento. La larga línea de carros se extendía hasta donde alcanzaba la vista, los caballos inquietos ante la inminencia del combate mientras los conductores revisaban los arneses y los guerreros comprobaban la provisión de flechas y de jabalinas. Los rayos del sol arrancaban destellos en los bronces, los dorados y en las armas. Las ruedas chirriaban mientras los carros se movían atrás y adelante. Los oficiales recorrían la línea, repitiendo a los hombres las mismas instrucciones. No debían hacer caso del caos en el campamento; tenían que avanzar detrás de la divina Hatasu. Los que ocupaban el extremo derecho trazarían un arco para atacar a los mitanni por el flanco y la retaguardia. El señor Senenmut avanzaría por la izquierda en un movimiento de tenazas que cerraría la trampa. La infantería y la guardia de la reina contendrían al enemigo en el centro. Encerrarían a los mitanni en un círculo mortal y la victoria acabaría siendo para el ejército egipcio.

Amerotke subió a su carro. El conductor había cambiado los caballos y sonrió al ver a su comandante.

—¡Esta vez, mi señor, nosotros les daremos la sorpresa!

El juez estaba a punto de replicar cuando oyó una ensordecedora aclamación que se propagó como el fuego por toda la línea. Hatasu, montada en su carro y rodeada por su escolta personal, pasaba revista a los escuadrones igual que si se tratara de un desfile. Vestía con el yelmo de guerra azul de los faraones y la armadura de bronce bruñido. En una mano empuñaba una lanza mientras que con la otra se sujetaba al borde de la canasta. Sin decir palabra, miraba a los hombres como si quisiera transmitirles con su presencia lo que estaba a punto de suceder. A pesar de la urgencia de la situación, llegó hasta el último carro y dio la vuelta. Amerotke sonrió. Hatasu era una actriz innata; inmóvil en el carro, con la lanza en alto, parecía la encarnación femenina de Montu, el dios de la guerra. El carro de la reina se situó en el centro de la línea. Hatasu bajó la lanza, y su carro se puso en marcha lentamente. Amerotke y los demás jefes de escuadrón la siguieron. Detrás, como un ensordecedor himno a la muerte, sonó el traqueteo de los centenares de carros. Todas las miradas se centraban en la pequeña figura junto al estandarte de Amón-Ra que ondeaba al viento. El conductor, uno de los lugartenientes de Senenmut, se volvió con el puño en alto.

«¡Larga vida, salud y prosperidad a la divina Hatasu!»

Un rugido saludó sus palabras. El carro de Hatasu aceleró un poco la marcha. Entre los escuadrones, un sacerdote entonó un himno de guerra.

«Hatasu, la destructora, como Sekhmet!»

«¡Hatasu!», replicó el rugido.

«¡Hatasu! ¡La espada de Anubis!»

«¡Hatasu!», respondió el clamor.

«¡Hatasu! ¡La lanza de Osiris!»

«¡Hatasu!»Miles de voces recogieron la letanía.

«¡Hatasu! ¡Conquistadora!»

«¡Hatasu! ¡Hija de Montu!»

«¡Hatasu! ¡Carne dorada de dios!»

Los carros avanzaban al trote. Amerotke se preguntó si el himno había sido espontáneo o preparado, pero ahora no tenía tiempo para pensar en el asunto. El carro de Hatasu avanzaba con la celeridad de un pájaro que sobrevuela el terreno. La escoltaban centenares de carros. Toda la tierra retumbaba con el batir de los cascos, el traqueteo de las ruedas, el chirriar de los arneses y el tintineo de los metales. Los comandantes comenzaron a dar las órdenes. La base de la línea aminoró la marcha mientras el extremo derecho apuraba el paso para trazar el enorme arco. La brisa fresca del crepúsculo les trajo el fragor de la batalla que se libraba en la puerta principal del campamento, aunque lo único que veían delante era una gran nube de polvo blanco.

Amerotke empuñó el arco, afianzando bien los pies. Los carros avanzaban cada vez más rápido. Los caballos, azuzados por los conductores, galopaban hacia los desprevenidos mitanni. Los ruidos de la batalla, el ansia de matar, eran un estímulo irresistible. Se acercaron a la nube y después los engulló el polvo mientras caían como saetas sobre las filas de los mitanni.

La confusión era indescriptible. Hombres y caballos yacían muertos o heridos en el suelo. Aquí y allá se veían las formaciones de la infantería egipcia trabadas en combate, aunque unos cuantos batallones enemigos se habían abierto paso hasta el campamento. La aparición de los carros egipcios los pilló completamente de sorpresa. Los mitanni habían abandonado los carros, que resultaban muy difíciles de maniobrar entre la masa de hombres, máxime cuando sus caballos habían llegado al límite de sus fuerzas, para dedicarse al pillaje.

Amerotke vio el espanto reflejado en los rostros del enemigo, Disparó una flecha tras otra hasta agotar la provisión, y después desenvainó la espada. Rostros, manos y pechos aparecieron ante él por un momento para desplomarse con terribles heridas, salpicándole a él y al cochero, e inundando el suelo de la canasta. A su alrededor, los hombres comenzaron a librar combates individuales. Cada vez resultaba más difícil distinguir entre amigos y enemigos a medida que el polvo cubría las armaduras, los estandartes, los cascos y los rostros. Amerotke miró por un momento al frente. Hatasu se adentraba en la filas enemigas, atacando con la lanza a diestro y siniestro, rodeada por unos cuantos miembros de su guardia que se encargaban de rematar a los mitanni heridos, al tiempo que protegían a la reina en su avance.

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