Amerotke se preguntó qué estaría pasando en Tebas. ¿Estarían seguros Norfret y los niños? ¿Shufoy habría seguido sus instrucciones? Apareció un oficial para comunicarle que el general Omendap le enviaba sus saludos y que todos los miembros del consejo de guerra debían presentarse en el enclave real. El juez exhaló un suspiro y se puso de pie. Cruzó todo el campamento para llegar al enclave. En el interior de la tienda de Omendap ya se encontraban todos los demás, sentados en taburetes de campaña y cada uno con una pequeña mesa a su disposición. Hatasu tenía el mismo aspecto impecable de siempre, sentada entre Senenmut y el comandante en jefe. Sethos, los principales escribas de la Casa de la Guerra y los comandantes de los regimientos reales y de mercenarios, ocupaban sus asientos dispuestos en semicírculo delante de la reina. Los ayudantes distribuyeron los rollos de papiro con los informes de intendencia, las distancias recorridas. La conversación era de trámite. En cuanto se retiraron los ayudantes, Hatasu cogió la pequeña hacha de plata de Omendap y dio unos golpecitos sobre la mesa para pedir silencio.
—Los mitanni —anunció—, se encuentran mucho más cerca de lo que creíamos.
—Entonces —intervino Sethos—, no podremos continuar marchando hacia el mar.
—¡No es lo que esperábamos! —protestó Omendap—. Tushratta está demostrando ser tan astuto y escurridizo como una mangosta. Esperábamos encontrarnos con algún grupo dedicado al pillaje, sostener algunas escaramuzas con sus carros de guerra dispuestos a demorar nuestra marca. Hasta el momento, no ha sido así. Nuestros exploradores no han regresado, excepto uno, y según dijo no vio señal alguna de los mitanni. Sin embargo, unos nómadas le hablaron de un gran ejército por el noreste, miles de carros de guerra, soldados de infantería y arqueros.
Amerotke sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Comprendió el alcance de las palabras de Omendap. No se trataba de una incursión de menor importancia: los mitanni avanzaban con todas sus fuerzas. Pretendían enfrentarse al ejército egipcio y saldar las cuentas pendientes de una vez para siempre.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó uno de los comandantes.
—Ésa es la buena noticia —respondió Senenmut con un tono festivo—. Disponemos de cuatro regimientos. Veinte mil hombres además de tres mil mercenarios, aunque algunos de estos últimos no son dignos de mucha confianza. De los veinte mil, hay cinco mil con carros de guerra. —Miró por un instante el papiro que tenía en la mesa y después se pasó las manos por el rostro.
Amerotke se dio cuenta de su inquietud.
—Quizá los mitanni doblen esa cantidad —añadió Senenmut.
—¿Doblar? —intervino Sethos—. Si nuestros informes son tan escasos, ¿por qué no triplicar o cuadruplicar?
Senenmut se limitó a contemplar al fiscal del reino.
—Quizás estéis en lo cierto —manifestó Hatasu—. Tushratta y los mitanni habrán conseguido mercenarios, todos aquellos que rechazan estar sometidos al gobierno del faraón. Si continuamos avanzando hacia el norte podríamos llegar al gran mar y vernos obligados a emprender el camino de regreso. Si nos apartamos del Nilo para ir hacia el noreste, entraremos en las Tierras Rojas donde el agua y las provisiones son escasas. Podríamos ir dando tumbos durante meses, expuestos a un ataque por sorpresa, o lo que es peor, permitir que los mitanni nos rodeen.
—Con la consecuencia —señaló Amerotke—, de que mientras nosotros estamos en el norte, Tushratta avance hacia Tebas.
—Sabemos que están cerca —insistió Hatasu—. No hay ninguna duda de que han matado a nuestros exploradores.
—O que se han pasado al enemigo.
—Mañana por la mañana —continuó Hatasu—, enviaremos tres escuadrones de carros de guerra. Cada uno recorrerá el máximo de distancia posible y después regresarán trazando un arco. Pero hay algo mucho más importante —dijo la reina, señalando a Amerotke—. El regimiento de Anubis aún no se ha unido a nosotros. Cuatro mil hombres y quinientos carros. Vos, mi señor Amerotke, os encargaréis de ir en su busca y de decirle a su comandante que avance a marchas forzadas.
—Pronto se dice —apuntó Sethos, con la cabeza gacha.
El silencio siguió al comentario del fiscal, porque todos los presentes en la tienda eran conscientes de la amenaza. El comandante del regimiento de Anubis, Nebanum, era miembro del círculo de Rahimere, y nadie depositaba mucha confianza en su lealtad a la corona. Había salido de Tebas después del ejército pero había insistido en mantener una distancia de dos o tres días de marcha. Hatasu se levantó.
—Hasta que dispongamos de nuevos informes —manifestó, devolviéndole a Omendap la insignia del mando—, el ejército permanecerá aquí. —Inclinó levemente el torso hacia adelante—. Caballeros, os deseo buenas noches.
Amerotke se quedó para discutir diversos asuntos con los demás y aceptó la opinión de Sethos de que eran como perros persiguiéndose sus propias colas. Después, regresó a su tienda, encendió la lámpara y se sentó en el catre de campaña, con la mirada perdida en el infinito. ¿Qué pasaría cuando se encontrara con Nebanum? ¿Qué haría si el comandante se negaba a apresurar la marcha? Al cabo de un rato, se tendió en el catre, bien arropado con la gruesa capa, cerró los ojos y murmuró una oración a Maat.
En otra parte del campamento, bastante apartado del enclave real, el jefe de los
amemet
también rezaba a su temible y espantoso dios. A su alrededor se encontraban los miembros de la banda, con las armas apiladas muy a mano. Al jefe no le preocupaban los mitanni o la perspectiva de una terrible batalla. Ésta no era la primera vez que marchaba en la estela de un gran ejército. Allí donde iban los ejércitos, siempre había oportunidades para el pillaje y el saqueo. Si finalmente se encontraban con el enemigo y había combates que representaran un auténtico peligro para su seguridad, él y su banda de asesinos desaparecerían en la noche. Por supuesto que había aceptado el pequeño cofre lleno de oro y plata, la bolsa de perlas y el encargo correspondiente. Debía seguir al ejército y cumplir con las órdenes que recibiría en el momento oportuno.
El jefe de los
amemet
exhaló un suspiro. Hasta el momento, la marcha había sido monótona y agotadora. Sus hombres habían robado todo lo posible en las aldeas cercanas y estafado a los soldados. ¿Qué pasaría si se confirmaban los rumores y los mitanni estaban muy cerca? Contempló las estrellas en el firmamento y luego cerró los ojos. No esperaría mucho más sino que desaparecería en las sombras. Después de todo, se dijo mientras se acostaba, él era un profesional y sólo podía trabajar con los materiales que le daban.
—¡Amerotke! ¡Amerotke! ¡Despierta!
Senenmut le sacudía por el hombro.
—¡No digas nada! —le ordenó Senenmut—. ¡Ven conmigo!
Amerotke recogió la capa, se calzó las sandalias y siguió al lugarteniente de Hatasu. En el exterior la temperatura era muy baja y reinaba el silencio, roto únicamente por las llamadas de los centinelas y alguno que otro relincho. De las fogatas sólo quedaban los rescoldos. El juez siguió a Senenmut hasta la tienda de Omendap donde, para su sorpresa, se encontró con Hatasu y Sethos junto al catre de campaña del comandante en jefe. Omendap yacía de costado, con las mantas en el suelo. En la mesa junto a la cama había una copa tumbada. Un médico mantenía un cuenco contra los labios de Omendap, que no paraba de gemir al tiempo que intentaba apartar al médico, con el rostro pálido y bañado en sudor.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Hatasu, furiosa.
—Mi señor, le estoy dando mandrágora, coniza y azufre con un poco de opio. Debo limpiar su estómago.
El médico insistió hasta conseguir su propósito. Omendap vomitó violentamente en el bol sostenido por el hombre. Una y otra vez el general recibió el mismo tratamiento y cada trago era seguido por un vómito. De vez en cuando, el médico le daba a beber un poco de agua. Senenmut recogió una pequeña ánfora de vino y se la pasó a Amerotke.
—Es Charou —le informó Senenmut.
Amerotke leyó la etiqueta. El ánfora procedía de la bodega particular de Omendap y, según la fecha apuntada en la etiqueta, la habían sellado hacía unos cinco años. Acercó el recipiente a la nariz y notó en el acto el olor acre.
—¡Lo han envenenado! —afirmó Hatasu en voz baja—. Cogió el ánfora de su propia reserva. Hemos comprobado las demás; algunas están bien y otras contienen veneno.
La reina comenzó a pasearse de una esquina a otra de la tienda, jugueteando con el anillo que llevaba en el anular. Vestía una sencilla camisa de dormir blanca y no se había molestado en abrocharse las sandalias. Amerotke se dijo que tenía todo el aspecto de un chiquilla asustada.
—¿Lo hicieron aquí? —preguntó el magistrado.
—Aquí o en Tebas —contestó Senenmut—. El general se abastecía de su bodega privada. No creo que fuera muy complicado colarse para dejar unas cuantas ánforas de vino envenenado. La inscripción en la etiqueta es probable que sea falsa, lo mismo que el lacre. Seguramente, Omendap ni siquiera se preocupó en comprobarlo. Esto tanto podría haber ocurrido esta noche o mañana como la semana pasada. Todo dependía del ánfora que cogiera.
—¿Vivirá? —le preguntó, Hatasu al médico.
—No os lo puedo decir, mi señora —respondió el hombre sin interrumpir el tratamiento—. El general es fuerte, de una constitución física muy recia.
—¿Cómo os enterasteis? —quiso saber Amerotke.
—Nuestros espías trajeron al único superviviente de una patrulla mitanni —le informó Senenmut—; todavía lo retienen más allá de los corrales. Como no quería despertar al campamento, vine a decírselo directamente a Omendap y me lo encontré agonizante. Desperté a la señora Hatasu, a mi señor Sethos y llamé al médico.
—Hemos hecho todo lo que está en nuestras manos —afirmó Hatasu. Sujetó al médico por el hombro—. Esto tiene que mantenerse en secreto, ¿lo entiendes? —Le apretó un poco más—. ¡Si se te ocurre abrir la boca, mandaré que te corten la cabeza!
El médico, un anciano de rostro afilado, le devolvió la mirada.
—Os comprendo, mi señora. Si la tropa se entera del atentado contra Omendap…..
—¡Senenmut! —Hatasu chasqueó los dedos—. Ordena que algunos de tus hombres vigilen la tienda. Deben impedir que entre nadie, y con eso me refiero a sea quien sea. Médico, si Omendap muere, tú también morirás, pero si vive, llenaré de oro puro ese cuenco que tienes en las manos.
Siguieron a la reina fuera de la tienda y se dirigieron a la suya. Amerotke se sorprendió al ver su sencillez: un catre, unos cuantos cofres y una pequeña mesa con copas y una jarra de agua. Las prendas estaban dispersas por el suelo. En un perchero estaba la armadura, la corona de guerra azul de Egipto y, al pie, la rodela y el cinturón de guerra con la espada curva y la daga. Hatasu se sentó en un taburete, y, por un momento, se cubrió el rostro con las manos. Los demás, sin decir palabra, se sentaron en el suelo a su alrededor.
—Esto tenía que acabar pasando —manifestó en un arranque de furia, mirando a sus colaboradores—. Omendap estaba condenado. ¡Cuando regrese a Tebas, le arrancaré las pelotas a Rahimere, se las haré tragar y después le cortaré la cabeza! —Se enjugó la saliva que asomaba por la comisura de los labios; su rostro se veía pálido y tenso, los ojos enormes—. Cogeré a todos y a cada uno de ellos. ¡Los mandaré crucificar en las murallas de Tebas! Rahimere y su camarilla no quieren otra cosa que Hatasu y su ejército mueran en el desierto.
—Mi señora, no sabemos si Rahimere es el responsable del atentado contra la vida de Omendap —le advirtió Amerotke.
—No sabemos, no sabemos —se burló Hatasu, meneando la cabeza—. ¿Qué piensas hacer ahora, Amerotke? ¿Convocar al tribunal? ¿Escuchar a los testigos?
Amerotke hizo un amago de levantarse, pero Senenmut se lo impidió, cogiéndole de la muñeca.
—Mi señora, Amerotke sólo pretendía avisaros, porque el asesino podría ser algún otro. No es éste el momento de señalar a nadie. El dios Amón-Ra sabe la verdad, y se hará justicia.
—Aquí no tenemos dioses —replicó la reina—. No tenemos otra cosa que arena, viento y un calor infernal.
Lo dijo con tanta pasión, con tanta fiereza, que Amerotke se sintió sorprendido por el odio reflejado en la voz de la joven. ¿Creía en algo? ¿Hatasu había cambiado tanto que su único dios era la ambición? ¿Su deseo de gobernar?
Hatasu respiró lenta y pausadamente hasta recuperar el control.
—¡Senenmut, manda a que traigan al mitanni!
Senenmut se apresuró a cumplir la orden. Al cabo de unos minutos aparecieron los guardias escoltando a un hombre con el rostro magullado, la barba y el bigote pegoteados con sangre seca, y la armadura de cuero negra desgarrada. Tenía un ojo cerrado, y sus captores le habían arrancado los pendientes de las orejas. Los guardias empujaron violentamente al prisionero, quien cayó al suelo ante los pies de Hatasu. Ésa era la primera vez que Amerotke veía a un guerrero mitanni: era bajo, fornido, con la mitad delantera de la cabeza afeitada, y el pelo negro y aceitado largo hasta los hombros. Lo primero que hizo fue pedir agua, Senenmut se agachó a su lado y le ofreció una calabaza con agua. El hombre bebió con desesperación.
—¡Vas a morir —le dijo Senenmut—. Lo que has de decidir es si quieres morir en el acto o atado a una cruz en el desierto para que las hienas y los chacales te devoren poco a poco.
El prisionero se sentó en cuclillas, reanimado por el agua.
—¿Comprende nuestra lengua? —preguntó Sethos.
Senenmut habló una vez más, en un lenguaje áspero y gutural. El mitanni se volvió, los labios torcidos en una mueca, lamiéndose los cortes en las comisuras con la lengua hinchada. El egipcio agregó un par de frases más y después miró a Hatasu.
—Le he ofrecido la vida.
—¡Por mí puedes ofrecerle hasta el trono de Tebas! —replicó la reina.
El rostro de Senenmut fue empalideciendo a medida que continuaba el interrogatorio. Tragaba saliva como si se estuviera ahogando; el prisionero advirtió la inquietud de su enemigo y se echó a reír hasta que Senenmut lo hizo callar de una sonora bofetada. El lugarteniente de la reina miró a los guardias.
—¡Lleváoslo fuera del campamento y cortadle la cabeza!
Los guardias cogieron al prisionero por los brazos y lo sacaron de la tienda. Senenmut cerró la solapa para después volver a sentarse en el semicírculo delante de Hatasu.