—Es muy importante —concluyó Omendap—, que este consejo designe a un regente para que actúe en nombre del faraón.
—¡Dejadme marchar! —manifestó Ipuwer, comandante del regimiento de Horus, descargando un puñetazo contra la mesa—. ¡Escojamos a nuestros oponentes! ¡Traigamos a nuestros enemigos a Tebas donde les aplastaremos las cabezas y colgaremos sus cuerpos de las murallas para que sirvan de advertencia a todos los demás!
—¿Contra quién debemos marchar? —replicó Omendap—. ¿Contra los libios? No han hecho nada malo. ¿Los nubios? Quizá planean alguna travesura, pero por ahora están tranquilos. ¿Cómo sabemos que nuestros enemigos no han establecido una gran alianza secreta, que no están esperando que les ataquemos? Lo considerarán una muestra de debilidad y también un pretexto para la guerra. —Sus palabras produjeron un escalofrío entre los presentes.
Ipuwer se movió incómodo en su silla.
—Hay dos asuntos que reclaman una solución inmediata —prosiguió Omendap—: la muerte del faraón es un misterio que necesita ser aclarado, y hay que designar a un regente.
El comandante en jefe miró a Sethos. El fiscal del reino se apresuró a volver la vista hacia Hatasu que le respondió con una sonrisa.
—De acuerdo —intervino Rahimere, mirando a Hatasu con una expresión de malicia—. ¿Cómo va el caso contra el capitán Meneloto?
—No va —replicó Sethos, con un tono seco—. Todos los aquí presentes están enterados de lo ocurrido en la Sala de las Dos Verdades. Amerotke, el juez supremo, en lugar de resolver el misterio, lo ha complicado todavía más; ha suspendido la vista hasta mañana por la mañana.
Hatasu escuchó con atención mientras Sethos ofrecía un breve resumen de todo lo ocurrido en el tribunal. El fiscal del reino no la miraba y la reina sujetó el borde de la mesa con las dos manos. Un silencio siguió a las palabras de Sethos. «Rahimere va a atacar ahora», se dijo Hatasu. El gran visir había cogido el matamoscas y se golpeaba suavemente la mejilla con el mango del instrumento.
—¿Fue eso prudente? —preguntó.
—Sí, ¿fue eso prudente? —agregó su sicofante y mandado, Bayletos, jefe de los escribas de la Casa de la Plata.
En el rostro de Rahimere apareció una sonrisa taimada y sus ojos de lagarto se desviaron hacia Hatasu.
—El divino faraón ha viajado al horizonte lejano —comentó el visir—. Su marcha nos ha causado una profunda pena y angustia. Los ciudadanos de Tebas se cubren de polvo, echan cenizas sobre sus cabezas. Los lamentos se escuchan desde el más lejano norte en el delta, y en el sur hasta más allá de la primera catarata. ¡Sin embargo, se ha ido! ¿Para qué investigar la razón de su marcha? Un víbora mordió su talón. ¡Ésa fue la voluntad de los dioses!
Hatasu permaneció en silencio; no les diría ni una palabra de aquello que le habían ordenado hacer. La persona que había escrito las cartas del chantaje había dejado bien claro cómo se debía explicar la muerte del faraón. Le resultaba imposible olvidar aquella terrible mañana cuando su marido se había desplomado delante de la gran estatua de Amón-Ra. Habían trasladado el cadáver a una capilla lateral. Mientras lloraba su muerte, había encontrado otra carta dirigida a ella, escrita por la mano desconocida. Le daba instrucciones precisas sobre lo que debía hacer. ¿Qué otra alternativa tenía excepto obedecer? Hatasu notó que se le ponía carne de gallina. El chantajista debía estar aquí, tenía que ser uno de estos hombres. ¿El propio Rahimere? Tenía que ser uno de los miembros del círculo real. Hatasu se había creído capaz de descubrirlo por su cuenta. ¿Acaso no habían llegado las cartas antes del regreso de su marido? En aquella ocasión, casi todos los miembros del círculo real habían regresado anticipadamente a Tebas, mucho antes de que volviera el faraón.
—¿Mi señora?
Hatasu levantó la cabeza; deseó que el hilillo de sudor que le recorría la frente no hubiera aparecido pero no se atrevió a levantar la mano para enjugarlo.
—Os pido perdón, mi señor visir. Estaba perdida en los dulces recuerdos de mi amado marido.
Hatasu se sintió complacida al ver que algunos de los comandantes asentían con una expresión de reproche en sus rostros. ¿Quizá Rahimere se había pasado de la raya? Después de todo, ella era la desconsolada viuda. Su marido, el divino faraón, había muerto en circunstancias misteriosas. Tenía todo el derecho de ordenar una investigación.
—Mi señora —insistió Rahimere. Sus ojos de lagarto parpadearon como lo hacían siempre que era sarcástico—. ¿Consideráis prudente que este asunto se convierta en el tema favorito de todos los cotilleos en el mercado? ¿Es verdad, mi señor Sethos, que como fiscal del reino os opusisteis a plantear el caso? ¿No fue ése vuestro consejo?
—Mi señor visir. —Senenmut levantó la mano derecha—. Mi señor visir, si la señora Hatasu, si su alteza —Senenmut recalcó el título— desea investigar este asunto, dejemos que así sea. Nadie de los aquí presentes ha hablado en contra. Nadie de los aquí presentes ha planteado ninguna objeción. El señor Amerotke es bien conocido como un hombre íntegro. Existe un misterio detrás de la muerte del divino faraón y en consecuencia debe ser investigado.
—Estoy de acuerdo —manifestó Sedios—. Le recomendé a su alteza que no siguiera adelante con el tema como un caso de Estado. Sin embargo, como reina que reclama justicia…
Las palabras de Sethos provocaron un murmullo de aprobación y Hatasu se sintió más tranquila. Así y todo, Rahimere no estaba dispuesto a renunciar a la ventaja. «Da vueltas como un chacal» —pensó Hatasu—. «Quiere hacerse con la regencia y está dispuesto a controlar el consejo. Está decidido a demostrar que soy una cabeza hueca, una tonta. ¡Quiere mandarme a la Casa de la Reclusión! Coger al joven Tutmosis por el hombro y autoproclamarse regente del faraón». ¿Cuánto tiempo sobreviviría ella en la Casa de la Reclusión, desprovista de dinero, poder e influencia?
Rahimere acababa de abrir la bolsa de cuero con adornos de plata donde llevaba, como todos los demás miembros del consejo, los informes y documentos privados.
—Acabo de escuchar la opinión de Omendap sobre el estado de nuestras fronteras —dijo el gran visir—, y los informes recibidos de nuestros espías. Ésta es la razón de nuestro encuentro. Sin embargo, las noticias son todavía mucho más graves. Dispongo de pruebas… ¿cómo lo diría? —Sonrió mientras sacaba un documento—, pruebas de que los príncipes de Libia y Etiopía están considerando establecer una alianza contra Egipto.
—Todo eso está muy bien —replicó Senenmut, con un tono insolente en su voz—. Pero, mi señor visir, a quien los dioses quieran conceder salud, riqueza y prosperidad, estábamos, si no me equivoco, discutiendo el informe de mi señor Sethos sobre el caso presentado ante mi señor Amerotke en la Sala de las Dos Verdades.
Hatasu miró a los demás. Sethos sonreía, con la cabeza baja y algunos de los generales se cubrieron el rostro con las manos. Rahimere había sido tan malicioso, albergaba tantas ganas de atacar, que había cometido una grave ofensa contra el fiscal general al pasar de un tema a otro sin siquiera un «con vuestro permiso». El rostro del visir enrojeció de furia; movió las manos para indicar a sus ayudantes que no intervinieran en esta discusión.
—Mis disculpas, mi señor Sethos —manifestó, con voz ahogada—. ¿Cuál es vuestro consejo?
—Debemos permitir que la justicia siga su curso —respondió Sethos tranquilamente—. Dejemos que mi señor Amerotke dicte su veredicto, tendremos que esperar su decisión. —Sethos apoyó las manos sobre la mesa, separando los dedos. Miró la pintura en la pared que tenía delante, una gloriosa escena en azul, verde y oro que representaba las victorias de los ejércitos de Egipto sobre la gente del mar—. Sugiero que mi señor Amerotke sea invitado a unirse al círculo real. Es, como todos sabéis, un hombre íntegro y sabio. Quizá nos interese que las preguntas que quiera formular se respondan aquí y no en la Sala de las Dos Verdades—. Además —añadió Sethos, con un tono astuto—, tal vez necesitemos su buen consejo y sapiencia en los meses venideros.
—Pues entonces, que así sea —afirmó Rahimere—. Se hace tarde. —Dio un par de golpes con el dedo en un trozo de pergamino que tenía sobre la mesa—. Haremos un receso y después discutiremos el siguiente tema. Debemos enviar un ejército al sur, hasta la primera catarata.
—¿Por qué? —preguntó Omendap.
—Porque es de allí de donde vendrá el ataque —respondió Rahimere—. Debemos decidir cuál será el ejército y cuáles los miembros del círculo real que ayudarán al comandante en jefe. —La mirada del visir se posó por un instante en Hatasu—. ¿Quién mandará el ejército del faraón? —Rahimere dejó el matamoscas sobre la mesa—. He traído vino, el mejor de Moeretia. Bebamos una copa antes de reanudar la discusión.
La reunión fue suspendida. Los presentes recogieron los papiros y los guardaron en las pequeñas bolsas de cuero colgadas del respaldo de las sillas. Hatasu pasó la mano sobre la mesa; las uñas pintadas de rojo brillaron a la luz de las lámparas de aceite y las antorchas. La pintura era tan roja, tan líquida, que parecía como si hubiera sumergido las puntas de los dedos en un charco de sangre. «Si es necesario —se dijo— lo haré. Me tratan como si fuera una gata pero tengo garras y las usaré».
Sabía lo que Rahimere iba a recomendar, pues deseaba ver a Omendap y algunos de los otros generales lejos de Tebas: enviaría al sur a los regimientos de élite. El visir también recomendaría que ella fuera con las tropas, porque esa siempre había sido la costumbre. Si el faraón, el dios, no iba porque era un niño, ¿por qué no enviar entonces a la viuda del dios Tutmosis? Las tropas así lo exigirían. ¿No había marchado su abuela contra los libios? Rahimere aprovecharía la ausencia de Hatasu para maquinar un complot. Había una posibilidad todavía peor, pensó la reina mientras tecleaba con los dedos en la superficie de la mesa. ¿Qué sucedería si ejército no conseguía la victoria? ¿Regresaría a Tebas para encontrarse con una casa vacía? ¿La encerrarían? Su mente trabajaba a una velocidad febril. No podía oponerse, no podía recomendar que fuera Rahimere: él era el gran visir, su tarea consistía en permanecer en la capital y ocuparse del gobierno.
—¿Mi señora?
Hatasu alzó la mirada. El resto del círculo real estaba de pie. Sethos, que hablaba con dos de los escribas, la miraba con una expresión extraña. Se habían abierto las puertas para permitir la entrada de los ayudantes y los sirvientes. La reina miró a su izquierda; Senenmut se encontraba a su lado con dos copas llenas de vino.
—Mi señora, ¿todavía lloráis?
Hatasu aceptó la copa de vino.
—La señora todavía llora —respondió, pero le sonrió a Senenmut con los ojos—. Os agradezco vuestro apoyo—
—Si no os sentís bien —dijo Senenmut, alzando la voz—, entonces, mi señora, os recomiendo tomar el aire, os despejará.
Hatasu salió al balcón junto a Senenmut, con la copa de vino en la mano. El aire nocturno, cargado con el perfume de las flores del jardín, le trajo agridulces recuerdos de su tímido marido, Tutmosis. A él le encantaba pasear con ella por el jardín, mientras hablaban sobre algún proyecto o discutían temas religiosos. Sí, Tutmosis siempre había mostrado un gran interés por los dioses, su naturaleza y su función. Ella acostumbraba a escucharlo sólo a medias, pero ¿debía hacer lo mismo con Senenmut? Tendría que vigilar con mucha atención a este hombre.
—Una noche cálida y tranquila —comentó Senenmut—. Una noche ideal para dedicarla a la diosa Hathor.
—La diosa del amor —replicó Hatasu, sin volver la cabeza—. Es una diosa a la que no he prestado mucha atención. —Miró de reojo a su acompañante—. Al menos, por el momento.
—Una actitud muy prudente, mi señora. Ésta es la estación de la hiena, el año de la langosta. —Senenmut hablaba deprisa—. Más allá de nuestras fronteras, en las Tierras Rojas, los enemigos de Egipto se preparan. Sin embargo, mucho más peligrosas son las víboras dispuestas a atacar en vuestra propia casa.
Hatasu le miró por un instante. ¿Estaba enterado de lo que ocurría? ¿Era Senenmut el chantajista?
—Habláis de víboras —manifestó Hatasu, con voz fría.
—Es lo más apropiado, alteza. —Senenmut remarcó el título con toda intención. Se acercó un poco más—. Alteza —susurró en tono ronco—, debéis confiar en mí.
—¿Por qué?
—Porque no podéis confiar en nadie más.
—¿Os ha sobornado Rahimere?
—Lo intentó.
—¿Puedo saber por qué rehusasteis la oferta?
—Por tres razones, mi señora: la primera, no me cae bien; la segunda, os prefiero a vos; y la tercera, que el soborno ofrecido no era lo bastante grande.
Hatasu se echó a reír.
—Muy bien, ahora decidme la verdad. —La reina pasó la copa de vino a la otra mano, y al hacerlo rozó la del hombre—.¿Cómo
os
puedo sobornar?
—Con nada, mi señora. Pero, si tengo éxito, con todo.
—¿Con todo? —repitió Hatasu burlona. Le sonrió con picardía; sintió que la dominaba la excitación, allí tenía a un hombre que la deseaba; que la deseaba con desesperación y que estaba dispuesto a arriesgarlo todo por tenerla—. Decidme una cosa, mi muy capacitado supervisor de obras públicas, ¿cuál será la verdadera recomendación de Rahimere?
—Recomendará que se envíe un ejército al sur. Omendap ostentará el mando.
—¿Estuvisteis con mi marido en Sakkara?
Senenmut meneó la cabeza.
—¿Qué tenía que hacer un supervisor de obras públicas acompañando a un ejército?
—En otros tiempos fuisteis un soldado. Según me han dicho, capitán de un escuadrón de carros de guerra. —Le miró de los pies a la cabeza, imitando la actitud de una mujer que observa a un luchador antes de hacer su apuesta—. Tenéis las muñecas fuertes, las piernas firmes, el pecho ancho y no mostráis temor.
—Soy el supervisor de las obras públicas del faraón —insistió Senenmut con un tono seco—. Como os he dicho, Rahimere recomendará que un ejército marche hacia el sur y que vos lo acompañéis.
—Eso ya lo sé.
—No debéis negaros. —Senenmut se acercó un poco más, mirando por encima de la cabeza de la mujer como si discutiera algo de menor importancia—. Acompañad al ejército —insistió—, estaréis más segura. Si permanecéis en Tebas os matarán. Yo iré con vos.
—¿Qué pasará si fracaso?
—Entonces, fracasaré con vos.
—¿Y si triunfo? —preguntó Hatasu con sorna.
—Entonces, mi señora, triunfaré completamente.