—Te esperaba más temprano. ¿Qué ha sucedido?
Amerotke miró a las criadas por encima de la cabeza de su esposa, quien se volvió y chasqueó los dedos. Toda la servidumbre, excepto Shufoy, se retiró en el acto. Norfret lo llevó a la enorme sala de banquetes, con las columnas pintadas de un color verde claro y adornadas en los dos extremos con flores de loto amarillas: encima de las pequeñas mesas pulidas se habían colocado de pan y frutas y en un extremo de la sala estaban los grandes cascos de vino que desprendían una agradable fragancia. El mobiliario, del mejor cedro y sicómoro con incrustaciones de marfil y plata, incluía divanes con reposacabezas, cofres de tapas curvas, además de sillas y taburetes. Tapices de colores decoraban las paredes, y las alfombras de lana teñida cubrían la mayor parte del suelo de mosaicos relucientes.
Cerraron las puertas. Norfret volvió a besarle en los labios y le hizo sentar en una silla junto a una de las mesas; luego le sirvió una copa de vino, ligero y refrescante.
—¿Qué ha pasado? Me han llegado rumores…
Amerotke fijó la mirada en la copa. ¿Tantas ansias tenía de saberlo? ¿Significaba tanto para ella?
—Meneloto es inocente —respondió—. Sólo los dioses saben la verdad oculta detrás de la muerte del faraón.
Bebió un trago de vino e intentó no hacer mucho caso del largo pero apresurado suspiro de Norfret. ¿Era de alivio?
—Tenía buen aspecto —añadió. Levantó la copa y le sonrió por encima del borde—. Mostraba su porte habitual. Tiene el coraje de un león. Pero él siempre ha sido así, ¿verdad?
Norfret se limitó a sonreír. Amerotke se maldijo para sus adentros. Ella no parecía en absoluto inquieta o asustada, y el magistrado comprendió que se estaba portando como un estúpido. El caso que le había tocado juzgar era la comidilla de Tebas. ¿Por qué no iba estar interesada su esposa? ¿Qué pruebas tenía, aparte de los rumores y cotilleos, de que ella había sido amiga íntima de Meneloto? Pero aun si era cierto ¿significaba que se habían acostado juntos?
—¡Papá! ¡Papá!
Los gritos fueron acompañadas por unos estrepitosos golpes en la puerta que se abrió a continuación. Los dos hijos de Amerotke, Ahmase y Curfay, desnudos excepto por los taparrabos y perseguidos por Shufoy, que imitaba a un mandril, entraron corriendo en la sala.
—¿Habéis comido? —Tiró de los bucles de cada uno de sus hijos. ¿Era posible que sólo hubiera una diferencia de dos años entre ellos? Si no hubiese sido porque Ahmase medía cuatro dedos más, le hubiese resultado difícil distinguirlos.
—Comeremos en la planta de arriba —anunció Norfret—. Así disfrutaremos de la brisa. —Obsequió a Shufoy con una sonrisa deslumbrante—. ¡Puedes venir con nosotros!
Subieron a la planta de arriba, donde los sirvientes habían servido pato asado, potes de miel y fuentes de verduras. Las lámparas estaban encendidas, y la silla de respaldo alto, que era la favorita del señor de la casa, se encontraba cerca de las puertas abiertas que comunicaban con el balcón. La noche era clara y las estrellas tan brillantes que Amerotke tuvo la sensación de que las tocaría si estiraba la mano. Los niños charlaban entre ellos y Norfret mantenía la cabeza inclinada para escuchar mejor a Shufoy. Amerotke nunca había comprendido la relación entre el enano y su esposa. Sabía que Shufoy la hacía reír con las divertidas descripciones del mercado, y de las astucias y las triquiñuelas de los comerciantes y mercaderes.
—¡Cuéntanos un cuento! —dijo Ahmase, en cuanto acabaron de comer—. ¡Papá, nos prometiste que nos contarías un cuento!
—Ah, sí.
—Lo prometisteis —afirmó Shufoy, con los ojos brillantes, mientras se frotaba el horrible hueco donde había estado la nariz—. ¡Me huelo una bonita historia!
Los niños y Norfret se rieron.
—Había una vez un faraón —comenzó Amerotke—, que construyó una sala del tesoro muy pero que muy segura. Tenía puertas secretas que sólo él podía abrir, pero no había pasajes secretos ni ventanas. Envenenó al arquitecto, el hombre murió y el perverso faraón no hizo ningún caso del sufrimiento de la pobre viuda y sus dos hijos.
—¿Qué faraón era? —preguntó Curfay.
Curfay, a sus cinco años, era un preguntón nato.
—Uno muy antiguo —respondió Amerotke—. El caso es que, una vez muerto el arquitecto, el faraón trasladó todo su oro y plata a la nueva sala del tesoro. Sin embargo, a la mañana siguiente del traslado, descubrió que faltaban parte del oro y la plata.
—¿Las puertas no estaban abiertas? —preguntó Ahmase.
—Las puertas continuaban cerradas y con los sellos intactos, y ya os dije que no había ventanas ni entradas secretas.
—¿Qué pasó entonces?
—El faraón pidió la opinión de sus consejeros más sabios. —Sonrió—. Pero continuaré con la historia mañana por la noche. Venga, es hora de irse a la cama.
Shufoy cogió a sus pupilos y se los llevó de la habitación. Amerotke miró a través de las ventanas abiertas en dirección al Nilo y se preguntó cómo habrían recibido en el palacio real el veredicto dado en la Sala de las Dos Verdades.
H
atasu, la esposa del gran dios Tutmosis II, que había viajado al horizonte lejano, ocupó su lugar en el círculo real del salón de las columnas de la Casa del Millón de Años, el palacio cercano al gran embarcadero sobre el Nilo. Se sentó en una silla delante de la mesa provista y miró a su alrededor. Aquella era la sala del trono, la fuente de todo el poder, pero la gran silla, el trono del viviente, con el hermoso dosel que mostraba la figura roja y dorada de Horus, y los brazos tallados como esfinges, estaba vacía. El escabel, bordado con hilo de oro, que mostraba los nombres de los enemigos de Egipto, se encontraba a un lado. Hatasu contempló las patas del trono, talladas con la forma de leones rampantes, y se mordió el labio inferior. ¡El trono debía ser suyo! Junto a la gran silla, sobre un pedestal, se encontraba la doble corona rojiblanca de Egipto, rodeada por la resplandeciente Uraeus, la cobra con los ojos hechos de rubíes, que infundía terror a los enemigos de Egipto. Al otro lado, sobre una mesa con la tapa de madreperla, estaban las insignias del faraón: el cayado, el látigo, la espada con forma de hoz y un poco más allá el
chepresh
, la corona de guerra del faraón.
Hatasu, ataviada con un sencillo vestido blanco y un collar alrededor del cuello, hacía lo imposible para ocultar sus sentimientos. Por derecho, aún debía llevar el tocado de buitre, la corona de las reinas de Egipto. Sin embargo, el encargado de las diademas, aquel sirviente de rostro avinagrado, aquella criatura al servicio de Rahimere el visir, le había dicho que no sería aceptable. Otros se habían aliado con él: el guardián de las joyas, el portador del abanico real, el mayordomo de los ungüentos reales; todos le habían dicho que su hijastro, Tutmosis, era, de hecho, el faraón, y que el círculo real decidiría quién asumiría la regencia.
«¿Qué edad tienes?», le había preguntado el encargado de las diademas.
«Sabes mi edad», le replicó Hatasu, con voz agria. «Aún no he cumplido los diecinueve». Se había tocado la garganta mientras añadía: «Pero dentro de mí llevo la marca del dios. Soy hija del divino faraón Tutmosis, y esposa del dios su hijo».
El encargado de las diademas le había vuelto la espalda, pero Hatasu estaba segura de que había murmurado a los otros sicofantes: «¿De veras?», cosa que había provocado risas bastante mal disimuladas.
«Sé donde querríais verme —pensó Hatasu mirando alrededor de la mesa—, me meteríais en la Casa de la Reclusión, en el harén con las otras mujeres, para que engorde atiborrándome de miel, pan y vino, y comiendo los mejores trozos de carne hasta terminar oronda como un tonel.» ¿En cuál de todos estos hombres podía confiar? Estaba aquí sólo por ser la hija de quien era y de quien había sido la esposa. Debía pensar con calma y mucha claridad. En el extremo más alejado se encontraba Rahimere, el gran visir, de rostro afilado y enormes bolsas debajo de los ojos. La nariz como el pico de un buitre hacía juego con su carácter. La cabeza afeitada y la constante expresión santurrona de Rahimere siempre le daba a Hatasu la impresión de estar viendo a un sacerdote. ¡Era astutísimo! Controlaba a los escribas de la Casa de la Plata y, por lo tanto, podía servirse a placer de los cofres llenos a reventar con lingotes de oro y plata, collares y piedras preciosas. Hatasu había aprendido muy pronto que todo hombre tiene un precio. ¿Rahimere los había comprado a todos? Los oficiales de la corte que se refrescaban el rostro con los abanicos perfumados o con plumas de avestruz. La fragancia refrescaba un poco el ambiente mientras que los abanicos ocultaban las expresiones. ¡No confiaba en ninguno de ellos! Eran como el agua, sencillamente se decantaban para el lado en que se inclinaba el recipiente. Así y todo, ¿quienes más estaban en el círculo? se preguntó la joven, abanicándose. Los demás eran diferentes: Omendap, comandante en jefe del ejército; siempre la había mirado con bondad aunque, la mayoría de las veces, parecía más interesado en sus pechos y su cuello que en su inteligencia. ¿Podía comprarlo con su cuerpo? ¿Y los otros soldados? Los comandantes de los regimientos de élite: el Amón, Osiris, Horas, Ra e Ibis. Los militares parecían francamente incómodos vestidos con las túnicas de lino blancas, y sujetando las pequeñas hachas de plata que eran el símbolo de sus cargos. ¿Qué le había dicho su padre?
«A los soldados, Hatasu, casi nunca se los puede comprar con oro y plata. Siempre lucharán por el faraón y la sangre real.»Hatasu notó una sensación extraña, miró a la izquierda y vio cómo un joven alto y bien afeitado la miraba fijamente. Se cubría la cabeza con un gorro muy ceñido y su rostro de mejillas regordetas y labios carnosos resultaba sumamente expresivo. El cuello de la túnica se veía algo sucio. Se tocaba suavemente la mejilla con el mango del espantamoscas de crin pero era su mirada lo que la retenía. Hatasu hizo un esfuerzo para no sonreír ante la lujuria de aquel escrutinio. Sin preocuparse en lo más mínimo de la etiqueta y el protocolo, el joven la estaba desnudando con los ojos. Asomó su lengua para lamerse la comisura de la boca. No parecía en absoluto molesto por haber sido descubierto ni cambió la mirada o la expresión. Le resultaba difícil estarse sentado quieto; mientras los demás ocupaban sus lugares y los ayudantes depositaban los documentos delante de cada uno de ellos, la mirada ardiente no flaqueó ni un momento.
Aquí tengo a un hombre al que podría comprar en cuerpo y alma, se dijo Hatasu, pero ¿quién era? Se volvió para hablar con el padre divino que estaba a su derecha, uno de los sumos sacerdotes del templo de Amón-Ra.
—¿Quién es aquel joven? —susurró—. ¿Aquel que parece estar tan molesto?
—Senenmut —gruñó el sacerdote—. Un advenizo hecho y derecho.
—¡Ah, sí! —Hatasu volvió a mirar de reojo al joven, esbozando una débil sonrisa. ¡Senenmut! Había oído hablar de él: un hombre que se había elevado de la nada, un valiente guerrero, un magnífico soldado. Dejó el ejército para entrar en la corte y ascendió rápidamente hasta convertirse en supervisor de las obras públicas del faraón, en la sección de monumentos y templos. ¡Recordaría su nombre!
Oyó un carraspeo y, al volverse, vio cómo Sethos, que acababa de sumarse a la reunión, la obsequiaba con una sonrisa al tiempo que le guiñaba un ojo. Hatasu sonrió, mucho más tranquila; era un alivio ver un rostro amigo: ella y Sethos se conocían desde hacía años. Necesitaría el apoyo de este poderoso y rico señor, un sacerdote de la más alta jerarquía, fiscal del reino, los ojos y oídos del faraón. Sethos había sido uno de los amigos íntimos de su difunto marido, su voz tendría mucho peso en el círculo real. Hatasu inspiró con fuerza, las aletas de la nariz dilatadas mientras recuperaba la compostura. No debía dejarse llevar por el genio, ni permitir que estos enemigos vieran lo débil y vulnerable que era en realidad. ¡Un día ellos besarían la tierra que pisaba! Hasta entonces, reflexionó Hatasu con los ojos cerrados, tendría que enfrentarse a otros peligros. Una y otra vez había sido llamada a la pequeña capilla de Set, otra carta llena de amenazas enviada por aquel astuto chantajista. Si estos secretos, mencionaba, fueran divulgados, Rahimere se le echaría encima como el cocodrilo que era y la Casa de la Reclusión le parecería una alternativa muy placentera en comparación con otras cosas que podían hacerle.
«¡Que se sepa!»Hatasu abrió los ojos, sobresaltada. Se habían cerrado las puertas de cedro, los escribas y los ayudantes habían abandonado la sala. Las lámparas de aceite resplandecían; había comenzado la sesión del consejo. Un sacerdote puesto en pie miraba hacia el trono vacío. De no haber muerto, Tutmosis estaría sentado allí pero su heredero dormía profundamente en la Casa de la Adoración, los aposentos privados del faraón.
—¡Todos te aclaman! —entonó el sacerdote, con las manos extendidas—. Rey del Alto y Bajo Egipto, portavoz de la verdad, preferido de Ra, el dorado Horus, señor de la diadema, señor de la cobra! ¡Gran halcón de plata que proteges Egipto con tus alas! —añadió el sacerdote, a pesar del hecho de estar hablando de un niño demasiado joven para tener esposa, y mucho menos para ir a la guerra—. ¡Poderoso toro contra los miserables etíopes! ¡Tus cascos aplastan a los libios!
El sacerdote continuó con el recitado de alabanzas mientras Hatasu reprimía un bostezo. Por fin, el sacerdote acabó con la letanía y se retiró. Rahimere dio un palmada y se inclinó hacia adelante, con una sonrisa de bienvenida.
—Tenemos asuntos que atender en el círculo real, el consejo está en sesión. —Miró a Bayletos, el jefe de los escribas, que se encontraba a su derecha—. ¡Los temas a considerar son secretos!
Hatasu adoptó una expresión impasible. Primero, se leyeron los informes de costumbre sobre el estado de las cosechas, las visitas de los enviados extranjeros, la cantidad de lingotes de oro y plata depositados en la Casa de la Plata, y la salud de las hermanas del faraón. La reina sólo levantó la cabeza cuando Senenmut dio un breve y muy exacto informe de las tumbas reales. La voz del joven era suave pero clara. No miró a Rahimere sino ala reina, quien cruzó las manos complacida. Lo notaba en lo más profundo de su pecho, allí estaba un hombre que el gran visir no había podido comprar. Omendap, que no decía gran cosa desde la muerte del faraón, informó concisamente del despliegue de las tropas y el estado de las fortificaciones en las fronteras, a lo largo del Nilo y cerca de la primera catarata. Hablaba con frases cortas y abruptas. Hatasu notó un cosquilleo en el estómago cuando Omendap describió un panorama preocupante. Los espías y exploradores informaban de movimientos en las fronteras de Egipto. En las Tierras Rojas, los grandes desiertos al este y al oeste de Egipto, los libios reagrupaban a sus tropas. Los exploradores de la región sudeste hablaban de los rumores transmitidos por los vagabundos del desierto, según los cuales las tribus etíopes se habían enterado de la muerte del faraón, y recomendaban abiertamente a todos los pobladores del desierto que no hicieran caso de las patrullas fronterizas y los puestos aduaneros. Si no había faraón, afirmaban, no había razones para pagar tributos. Por último, más allá de la carretera de Horus que cruzaba todo el Sinaí hasta Canaán, los mitanni esperaban vigilantes.