La máscara de Ra (6 page)

Read La máscara de Ra Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La máscara de Ra
9.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Amerotke esperó ante la entrada a que apareciera uno de los sacerdotes menores.

—¿Mi señor Amerotke?

—Quiero purificarme.

—¿Habéis pecado? —replicó el sacerdote de acuerdo con el ritual.

—Todos los hombres pecan —manifestó Amerotke, como indicaba el protocolo—. Pero quiero sumergirme en la verdad, purificar mi boca y limpiar mi corazón.

El sacerdote señaló la piscina, depurada gracias a los ibises que bebían en sus aguas.

—¡La diosa aguarda!

Amerotke se quitó la túnica, los anillos y el pectoral. Se desanudó el taparrabos y se lo dio todo al sacerdote, quien dejó las prendas en un banco de basalto. Entonces Amerotke bajó los escalones que se sumergían en el agua; las paredes de la piscina estaban revestidas con azulejos verdes y el agua, que manaba de una fuente, resplandecía con la luz del sol. Inspiró profundamente y cerró los ojos: olió los aromas que venían de las cocinas y los tenderetes de comida, el débil hedor de la sangre de los mataderos detrás del templo. Aguardó y una vez más inspiró muy hondo; esta vez el aire era puro. Tendió una mano y el sacerdote le echó en la palma unos cuantos granos de natrón que llevaba en una copa de oro. Amerotke los humedeció con unas gotas de agua, frotó las palmas y se lavó la cara. Sólo entonces se echó hacia adelante y comenzó a nadar lentamente, dejando que todo su cuerpo se sumergiera en el agua. Abrió los ojos, y disfrutó de la frescura que se llevaba las impurezas, despejaba su mente y le devolvía el sentido de la armonía que necesitaba para juzgar el difícil y peligroso caso que le habían asignado. Llegó al otro extremo de la piscina, dio la vuelta y regresó a los escalones nadando como un pez. En cuanto salió del agua, se sacudió suavemente y se secó con los grandes retazos de lino que le dio el sacerdote. En cuanto acabó de vestirse, Amerotke bebió una copa pequeña de vino aromatizado con mirra y se dirigió a la capilla roja de Maat.

El recinto sólo estaba iluminado por las lámparas de alabastro colocadas en estantes a lo largo de las paredes. Cuando entró, un anciano sacerdote vino a su encuentro con un pebetero. El humo del incienso era espeso y fuerte. El sacerdote sostuvo el pebetero delante de Amerotke al tiempo que retrocedía, y el juez lo siguió a paso lento. El anciano se detuvo cuando llegó junto al
naos
, dejó el pebetero y abrió el camarín sagrado. Amerotke miró la estatua de Maat hecha de oro y plata, se postró ante ella y luego levantó la cabeza: la estatua estaba envuelta en una tela de oro. Miró el rostro y contuvo el aliento: el brillante pelo negro, el semblante perfecto, los labios carnosos y los ojos que un trazo negro hacía más rasgados. Tenía la certeza de que la diosa le hablaría, que aquellos labios se moverían pero no serían los de Maat, sino los de su esposa Norfret: hermosa, etérea, serena. Amerotke volvió a tocar el suelo con la frente antes de sentarse sobre los talones.

—¿Eres un seguidor de la verdad, Amerotke? —preguntó el anciano sacerdote, que se encontraba sentado junto al camarín, dando de este modo inicio al interrogatorio ritual.

—He prestado juramento; busco la justicia y la verdad.

—¿La justicia de quién?

—La del divino faraón.

—¡Larga vida, salud y prosperidad!

La voz del viejo sacerdote vaciló. Amerotke se dio cuenta de la incertidumbre. Desde luego, reflexionó, ¿quién era el faraón? ¿El niño Tutmosis III? ¿Hatasu la esposa del faraón muerto? ¿O el poder real estaba en manos de Rahimere, el visir y gran canciller?

—Si buscas la verdad —añadió el sacerdote con un tono más familiar—, ¿por qué te purificas en las aguas besadas por el ibis?

—He sido testigo de una muerte —replicó Amerotke—, me pesa el corazón, y mi mente está embotada.

—¿Por lo que has hecho o por lo que harás? —le retó el anciano.

Amerotke volvió a tocar el suelo con la frente por tercera vez. El sacerdote exhaló un suspiro, se puso de pie y cerró la puerta del camarín. Amerotke también se levantó sin volver la espalda en ningún momento al camarín mientras el viejo barría el suelo con unas plumas, para eliminar, de acuerdo con el ritual, todo rastro de la visita de Amerotke. En cuanto salieron del santuario, el sacerdote unió las manos y se inclinó.

—¿Has rezado para pedir sabiduría, Amerotke?

El magistrado se alejó, con objeto de evitar que les oyeran los sacerdotes que ahora se paseaban junto al estanque sagrado, buscó la sombra de un tamarindo; el anciano le siguió arrastrando los pies.

—Sabemos lo que pasará esta tarde en la Sala de las Dos Verdades —manifestó el sacerdote—. ¿No confías en mí, Amerotke?

—¡Tiya! —Amerotke le besó cariñosamente en la frente—. Eres un padre divino, te arrodillas a todas horas ante el camarín de la diosa en la Capilla Roja —el juez se rió—, pero no dejas de ser un incordio, como una de esas chinches que saltan en el agua.

—O el pez que caza a las chinches —replicó el anciano con un tono astuto. Los ojos reumáticos miraron al joven juez—. Eres un niño de palacio, Amerotke; un soldado de cierta fama, un juez con una reputación impresionante; tienes una esposa muy bella y dos hijos pequeños. —Tocó el pecho del magistrado—. Pero nunca tienes paz, ¿no es así? ¿De verdad crees en los dioses, Amerotke? ¿Es cierto lo que he escuchado? ¿Los chismes del mercado, los rumores del templo?

Amerotke desvió la mirada.

—Creo en el divino faraón —respondió con voz pausada—. El es la encarnación del dios Amón-Ra y Maat es su hija. Ella es la verdad y la justicia del dios.

—Una buena respuesta para alguien de la Casa de la Vida —comentó Tiya—. ¿Pero vives en la verdad, Amerotke? ¿O todavía te atormentan las pesadillas de que tu esposa no te quiere? ¿Que una vez yació con el apuesto capitán de la guardia que esta tarde tendrás que juzgar? —Se acercó un poco más, enjugándose el sudor del labio superior—. Ha llegado la estación de las nubes —añadió en voz baja—, pero en Tebas todavía se siente la mano del amado de Ra. Sin embargo, el faraón está muerto y muy pronto la huella que dejó la cubrirá la arena. ¡El tiempo de la espada! Muy pronto, Amerotke, tendremos encima la estación de la hiena. ¡Vigila con mucho cuidado por donde caminas!

C
APÍTULO
III

S
onaron los cuernos de carnero, rasgando el silencio del patio del templo mientras Amerotke se sentaba en su silla con incrustaciones de lapislázuli. El respaldo de cuero estaba ribeteado con oro, y las patas tenían la forma de leones agazapados. Ante él estaban los volúmenes de las leyes del faraón y a su derecha los escribas habían colocado un pequeño camarín de la diosa Maat. Cesó el bramido de los cuernos: el juicio estaba a punto de comenzar.

Amerotke dirigió una rápida mirada a Sethos, sentado en un taburete de cuero negro: quien era ojos y oídos del faraón se veía tenso y alerta como una serpiente a punto de atacar. La mirada del magistrado continuó recorriendo la sala. También los escribas estaban dispuestos a comenzar su trabajo; sentados con las piernas cruzadas en la posición de flor de loto, mantenían las tablas con las hojas de papiro sobre las rodillas, y todo el recado de escribir al alcance de la mano. Prenhoe captó la mirada, pero Amerotke no hizo caso de la leve sonrisa de su pariente: no debía mostrar, con gesto o palabra alguna, la tensión provocada por el caso a juzgar. En el fondo, Asural y la guardia del templo se ocupaban de los testigos. Los cuernos sonaron otra vez, y los miembros de la guardia real pertenecientes al regimiento de Horus escoltaron a Meneloto, hasta hacía poco capitán de la guardia, en su entrada a la Sala de las Dos Verdades.

Se trataba de un oficial alto, atlético, y caminaba con un leve balanceo. La nariz, un tanto ganchuda, le daba cierto aire arrogante, y mantenía la mirada fija al frente. La única señal de nerviosismo era que de vez en cuando se pasaba la lengua por el labio inferior.

Se detuvo junto a Sethos, lo saludó con una inclinación de cabeza y luego se sentó con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Miró directamente a Amerotke, y el juez le sostuvo la mirada, alerta a cualquier insinuación de burla, de mofa sardónica, en la expresión de los ojos o en el rostro curtido del soldado.

—Mi señor juez.

La voz de Sethos sonó como un trallazo y Amerotke casi dio un bote, pero disimuló la inquietud jugando con los anillos en los dedos.

—Tenéis mi atención —replicó el magistrado con voz tranquila.

—Mi señor juez —continuó Sethos, volviéndose ligeramente hacia Meneloto—. El caso que se os presenta lo trae la casa divina y se refiere a la muerte de nuestro amado faraón, Su Majestad Tutmosis II, hijo amado de Amón-Ra, la encarnación de Horus, rey de las Dos Tierras, que ahora ha viajado hasta el horizonte lejano y está con su padre en el paraíso.

Amerotke y los escribas agacharon las cabezas, murmurando una breve oración en memoria del monarca.

—¡Amón-Ra nos da la vida! —añadió Sethos—. Cuándo llama al hijo a su lado es una cuestión de su voluntad divina, pues todos estamos en manos de los dioses, como también sabemos que ellos están en las nuestras.

Amerotke parpadeó, se sentía admirado por la astucia de las palabras de Sethos. Un verdadero zorro. Cualquier defensa estaría basada en que la muerte súbita de Tutmosis II era algo vinculado con la voluntad divina, pero ahora el fiscal le había dado la vuelta.

—Todos tenemos obligaciones con el amado hijo de Amón-Ra. ¿Habéis leído los testimonios?

Amerotke asintió.

—El capitán Meneloto estaba a cargo del buen cuidado de la persona del faraón y de la seguridad de su nave, la
Gloria de Ra
. Ahora bien, en el mes de Hathor, la estación de las plantas acuáticas, el faraón, hijo amado de….

—Muchas gracias —le interrumpió Amerotke—. La personalidad divina del faraón muerto es bien conocida por todos nosotros. Por lo tanto, durante este juicio, las referencias a nuestro dios se limitarán a un sencillo «faraón»; así se acortará los parlamentos y se nos ahorrará muchísimo tiempo. No estamos aquí para debatir sobre teología —manifestó el juez, elevando un poco la voz—, sino para descubrir la verdad. La muerte de Tutmosis II fue un golpe terrible para el reino de las Dos Tierras, y los gritos de pena aún resuenan desde el delta hasta las Tierras Negras más allá de la Primera Catarata.

—Para gran regocijo de nuestros enemigos —intercaló Sethos.

Un murmullo de reproche sonó entre los escribas. Sethos inclinó la cabeza; aunque era un sumo sacerdote de Amón-Ra, el amigo del faraón, los ojos y oídos del rey, nunca debía interrumpir al juez supremo. Amerotke tocó el pectoral de Maat y levantó la mano derecha.

—Estamos aquí para esclarecer la verdad —afirmó con voz seca—. Los asuntos referentes a la defensa de nuestras fronteras son responsabilidad de la Casa de la Guerra. Podéis continuar.

Sethos se frotó las manos y miró el techo salpicado de estrellas.

—En ese caso —manifestó el fiscal—, éstos son los hechos: la nave real, la
Gloria de Ra
, atracó en el muelle de Tebas y el divino faraón descendió de su trono, salió de la cabina y subió a su palanquín para ser trasladado a la ciudad. Muchas personas, que tuvieron la fortuna de contemplar su rostro, comentaron que el faraón parecía estar enfermo, muy cansado como consecuencia de las pesadas obligaciones del Estado. En realidad, cuando el pie divino pisó el suelo de la cabina en la
Gloria de Ra
, fue mordido por una víbora. Cuando el faraón llegó al templo de Amón-Ra, el veneno ya corría por todo su cuerpo; cayó al suelo y murió.

—¿En qué otros lugares amarró la nave antes de llegar a Tebas? —preguntó Amerotke.

—Sólo atracó cuando el divino faraón fue a visitar la pirámide en Sakkara. En todas las demás ocasiones permaneció fondeada en el centro del río.

Amerotke miró a Meneloto.

—¿Erais el capitán de la guardia del divino faraón?

—Por supuesto.

—¿Teníais encomendada la seguridad de la
Gloria de Ra?

—Naturalmente.

Amerotke no hizo caso del tono de arrogancia en las respuestas del soldado.

—¿Revisasteis la cabina del faraón en busca de áspides y escorpiones?

—¡Tanto humanos como aquellos que se arrastran en el polvo! —replicó Meneloto.

Uno de los escribas soltó una risita, y Amerotke le miró con expresión de reproche.

—Capitán Meneloto, ¿sois consciente de la gravedad de los cargos presentados contra vos?

—Lo soy, mi señor. —La distinción fue otorgada a regañadientes—. También sé lo peligroso que es enfrentarse a un atacante bien armado, pero soy inocente de cualquier delito. La embarcación real fue revisada de proa a popa en Sakkara y lo mismo se hizo en todos los demás amarres. No se encontró ninguna víbora.

—Si ese es el caso —intervino Sethos—, ¿podría el capitán de la guardia decirnos qué descubrieron después de la muerte de nuestro muy amado faraón?

—¡Decídselo vos mismo! —contestó Meneloto, con voz tonante—. ¡Parecéis saberlo todo!

—Mi señor —le dijo Sethos a Amerotke—. Llamo a nuestro primer testigo.

Continuó el juicio, y las dos partes llamaron a sus testigos. Los de Meneloto juraron que era un soldado leal y concienzudo que había inspeccionado escrupulosamente la cabina en la nave real para evitar cualquier peligro a la persona del faraón. Sethos, impasible y objetivo, llamó a otros que declararon que no había sido así. Uno tras otro los testigos se acercaban y con las manos puestas en el camarín de Maat juraban decir la verdad.

A medida que se sucedían los testigos, mayor era la incertidumbre de Amerotke, pues había algo que no encajaba. No tenía ninguna duda de que Meneloto cumplió estrictamente con sus obligaciones; sin embargo, los miembros de la guardia real que se encargaron de revisar la nave encontraron una víbora enroscada debajo del trono. Mataron al
ofidio
y el cuerpo momificado fue una de las pruebas presentadas. Resultaba tan patético e inanimado, y sin embargo había acabado con la vida del divino faraón, provocando una conmoción que se había extendido hasta el delta y a través de las Tierras Rojas al este y al oeste de Egipto.

—¿Mi señor?

Amerotke levantó la cabeza. Sethos le observaba con una expresión curiosa.

—¿Mi señor, qué ocurre? ¿Estáis confuso ante las pruebas?

El magistrado apoyó la barbilla sobre las manos entrelazadas y se permitió una sonrisa. Miró hacia el patio donde comenzaba a extenderse la penumbra; se había levantado una brisa suave.

Other books

Brisé by Leigh Ann Lunsford, Chelsea Kuhel
Los héroes by Joe Abercrombie
Breaking Blue by Egan, Timothy
No Other Man by Shannon Drake
Lessons In Loving by Peter McAra