—Estoy verdaderamente confuso, mi señor Sethos —replicó con voz pausada.
A Amerotke le pareció ver un cambio en la expresión del rostro de Meneloto. ¿Era esperanza, o sorpresa? ¿Acaso Meneloto suponía que Amerotke utilizaría el cartucho, el divino sello de la corte, para aprobar todas las acusaciones presentadas en su contra?
—Mi confusión es grande —prosiguió Amerotke—. Permitidme que os explique mis razones. —Levantó la mano izquierda—. Los testigos del capitán Meneloto juran que es un soldado muy profesional y concienzudo que se encargó de inspeccionar la nave real de proa a popa antes de zarpar de Sakkara sin encontrar nada anormal. —El magistrado levantó la mano derecha—. Por otro lado, el señor Sethos ha presentado testigos expertos para relatar cómo, después del fallecimiento del amado faraón, y en presencia del capitán de la nave real, se realizó una búsqueda y se encontró una víbora, a la que dieron muerte en el acto. ¿Estáis seguro? ¿Estáis seguro en el fondo de vuestro corazón, mi señor Sethos, de que esa víbora fue la causante de la muerte del faraón?
Sethos miró con frialdad al magistrado.
—¿Por qué sólo atacó al faraón? ¿Por qué a nadie más?
—Mi señor. —Sethos levantó las manos—. La cabina real estaba hecha con las mejores telas, tendidas sobre postes, los laterales y el frente abiertos para que el divino faraón disfrutara de la vista.
—¿Y bien?
—El trono real y el escabel se encontraban sobre una tarima hueca donde aparentemente se había ocultado la víbora. La maniobra de atraque de la nave real, y el hecho de que el faraón se encontrara junto a la tarima dispuesto a subir al palanquín, pudo haber despertado a la víbora. Atacó y luego volvió a ocultarse en la oscuridad donde la encontraron.
—Si fue así, ¿por qué el faraón no cayó inmediatamente?
El fiscal se inclinó ante el juez.
—Mi señor, el próximo testigo os aclarará la confusión. Se trata de Peay, médico de la casa divina.
—Conozco a Peay; es el médico personal del faraón, su esposa y de otros más. —Amerotke sonrió—. Un hombre de grandes conocimientos.
Los ujieres de la corte trajeron a Peay. Amerotke conocía la reputación del hombre bajo y moreno, una persona dada al cotilleo, un coleccionista de objetos preciosos, muy aficionado a hacer ostentación de su riqueza con los anillos que llevaba en los dedos y los pesados collares que le rodeaban el cuello. Tan lujosos, tan caros. Amerotke se preguntó cómo se las apañaba el médico para soportar el peso. Peay saludó al magistrado, puso la mano sobre el camarín y farfulló las palabras del juramento. Después, se tomó su tiempo para sentarse en el cojín a la derecha del juez.
—¿Señor, sabéis por qué se os ha llamado? —preguntó Amerotke.
—Yo era el médico personal del divino faraón —respondió Peay, con voz dura y gutural. A pesar de la riqueza y la educación, Peay no olvidaba su condición de provinciano. Miró a los asistentes, arreglándose las mangas de su túnica de lino, como si desafiara a cualquiera a que se burlara de su persona.
—La tarde que falleció el faraón —prosiguió Amerotke—, ¿fuisteis llamado al templo de Amón-Ra?
—Me llamaron, tal como dicta el protocolo, inmediatamente después de la puesta de sol.
—¿Comenzasteis con los preparativos para el viaje del divino faraón hacia el horizonte lejano?
—Así es. También busqué la causa de su muerte.
—¿Por qué? —le interrumpió Amerotke.
El médico se echó un poco hacia atrás, con una expresión de sorpresa en la mirada.
—El faraón se había desplomado. Padecía de la enfermedad divina, era epiléptico —tartamudeó Peay—. Creí en la posibilidad de un desmayo, uno de esos sueños profundos que produce esta enfermedad.
—Sin embargo, no fue así en este caso —señaló Amerotke.
—El alma del faraón había emprendido el viaje —respondió el médico, meneando la cabeza—. El pulso de la vida había desaparecido del cuello y las manos. Me sentía desconcertado porque la muerte había sido tan súbita —añadió Peay—. Le quité las sandalias y entonces, justo encima del talón, vi la mordedura de la víbora: una mancha de color morado oscuro, pues los colmillos se habían clavado muy a fondo.
—¿En qué pierna? —preguntó el magistrado.
—En la izquierda.
Amerotke apoyó la mano en la silla.
—¿La mordedura era mortal de necesidad?
—Por supuesto. La naja es terriblemente venenosa, es muy poco lo que podemos hacer.
—Aclaradme una cosa. Si el faraón fue mordido cuando iba a salir de la nave real, ¿por qué no se quejó de la mordedura?
—¡Ah! —Peay se balanceó atrás y adelante. De no haber recordado donde estaba, hubiera levantado un dedo admonitorio ante el juez como si estuviera dictando clases a los estudiantes en la Casa de la Vida—. Mi señor, debéis tener presentes dos hechos: el amado faraón se disponía a entrar en la ciudad; era un soldado, un guerrero victorioso sobre sus enemigos, y si sintió alguna molestia, procuró disimularla.
—Muy cierto —asintió Amerotke.
—En segundo lugar —prosiguió Peay—, quizá la mordedura no fue tan dolorosa. Sé de hombres mordidos que continuaron con sus actividades sin darse cuenta de que el veneno corría hacia sus corazones.
—¿Cuánto dura esa carrera?
Peay parpadeó, desconcertado por la pregunta del juez.
—Acepto la primera sugerencia —le explicó Amerotke—. Pero sin duda el faraón tendría que haberse desplomado mucho antes. ¿No es así?
—Depende, todo depende —farfulló el médico.
—¿De qué depende?
—El efecto puede variar de una persona a otra. —Peay se enjugó el sudor que le perlaba el rostro—. Según sea la constitución, el físico… Debéis recordar, mi señor, que el faraón no se movió hasta su llegada al templo. Cuando un hombre es envenenado, a más movimiento, más rápido actúa el veneno.
Amerotke recordó las instrucciones del verdugo al oficial ejecutado durante la mañana. Indicó con un ademán que aceptaba la explicación del médico.
—¿Estáis seguro de que era la mordedura de una víbora? —insistió.
Peay llamó como testigos de su declaración a aquellos que se habían encargado de preparar el cadáver del faraón para el entierro, y también a quienes lo habían transportado a través del Nilo hasta la ciudad de los muertos. Todos ellos, personas honradas y dignas de toda confianza, declararon bajo juramento lo que habían visto y cómo la mordedura de la víbora había sido de lo más aparente.
—Las pruebas —resumió Amerotke—, apuntan a que la víbora estaba a bordo de la nave real, la
Gloria de Ra
. Se podría decir, aunque hablo sin mucho conocimiento de los hábitos de tales ofidios, que la víbora subió a bordo mientras la embarcación navegaba por el Nilo, probablemente en Sakkara, cuando atracó en la ribera, en lugar de permanecer fondeada en medio de la corriente. Admito que es extraño que nadie la viera, pero las víboras suelen ocultarse en los lugares oscuros, y sólo aparecen si se las molesta. Esto es lo que aparentemente ocurrió en Tebas: el divino faraón tuvo muy mala suerte; fue mordido, disimuló la molestia pero, al entrar en el templo de Amón-Ra, cayó al suelo y murió. —El juez miró a Meneloto—. ¿Tenéis alguna prueba que nieguen estos hechos?
El capitán de la guardia del faraón levantó la cabeza.
Amerotke vio la débil sonrisa en el rostro del soldado y comprendió inmediatamente que Sethos había caído en una trampa. Era como cuando él jugaba al
senet
con su esposa: Norfret siempre mantenía el semblante impasible pero, en el segundo antes de atacar, de acabar el juego y hacerse con la victoria, le brillaban los ojos mientras apretaba los labios. Amerotke parpadeó, aquel no era el momento de pensar en su amada esposa.
—¿Queréis desafiar mis conclusiones? —preguntó.
—Sí, mi señor.
La réplica provocó un murmullo de asombro entre los presentes. Amerotke levantó una mano.
—Quiero llamar al sacerdote Labda.
—¿Quién es? —exclamó Sethos.
—Quiero llamar al sacerdote Labda —repitió Meneloto, respetando el protocolo del tribunal.
—¡Haced pasar al testigo! —ordenó Amerotke.
La multitud abrió paso mientras Asural escoltaba a un anciano cojo, los miembros como palillos, y la piel amarillenta por los años. El cráneo y la cara se veían mal afeitados y eso provocó algunas risitas. El jefe de la guardia le ayudó a sentarse en el cojín y después le guiñó un ojo a Amerotke que le miró impasible. El juez se dio cuenta del sufrimiento del viejo; cada movimiento de las articulaciones le hacía apretar los labios de la boca desdentada en una mueca de dolor. Cuando miró el camarín de Maat sobre el que debía prestar el juramento, tendió una mano que parecía una garra seca.
—No es necesario, señor —dijo Amerotke—, que toquéis el camarín; yo formularé el juramento como vuestro delegado.
—Me hacéis un gran honor y demostráis una gran compasión. —La voz del viejo sonó fuerte mientras sus ojos cubiertos por un velo blanco se volvían hacia Amerotke.
—Juro, mi señor Amerotke, mientras vuestra mano toca el camarín de Maat, que digo la verdad. No permaneceré mucho más en esta prisión de carne y preparo mi viaje a las tiendas de la eternidad.
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó el juez.
—Soy Labda, sacerdote de Meretseger, la diosa serpiente.
En el rostro de Sethos apareció una expresión de sorpresa al comprender por qué habían llamado al viejo sacerdote. Meretseger era venerada por los trabajadores de la ciudad de los muertos.
—¿Por qué se os ha citado? —le interrogó Amerotke,.
—Como sabéis, mi señor, el culto de la diosa serpiente involucra el estudio de los diferentes oficios: aquellos que habitan en las riberas del Nilo como también aquellas que abundan en las colinas y los valles alrededor de la ciudad de Tebas.
—¿Y bien? —tronó Sethos.
El anciano sacerdote ni siquiera se molestó en volver la cabeza.
—Para hablar sin rodeos, mi señor, os diré que la mordedura de la naja es la más letal de todas. Cualquier médico puede decir con toda razón que la acción del veneno es acelerada por la actividad de la víctima. Esto es bien cierto en el caso de un animal mordido por una víbora: reculan espantados y huyen al galope, pero no llegan muy lejos. Cuanto más se agitan más pronto les llega la muerte.
Amerotke quería interrumpirle pero continuó sentado con las manos sobre los muslos, sin decir palabra.
—Si —añadió el viejo—, nuestro amado faraón hubiera sido mordido cuando abandonaba su nave en el Nilo, nunca habría llegado a las puertas de la ciudad. El trayecto es demasiado largo; hubiera caído y muerto mucho antes de entrar en el templo de su padre, el divino Amón-Ra.
—¿Cómo podéis saberlo? —preguntó Sethos.
—Lo sé porque es la verdad —replicó Labda—. ¿Por qué iba a contar una mentira? Soy un hombre viejo, y estoy bajo juramento. No hay nada sobre serpientes que yo no sepa.
Amerotke observó a los presentes. La voz del anciano era clara y fuerte. Incluso los escribas habían dejado de anotar y ahora miraban a Labda. Si decía la verdad, si al divino faraón la naja no le había mordido antes de desembarcar de la
Gloria de Ra
, entonces ¿cómo había muerto?
—¿Revisaron el palanquín? —preguntó Amerotke—. ¿El trono real en el que se sentó Tutmosis mientras lo paseaban por la ciudad?
—Hice una revisión a fondo —contestó Sethos—. Ninguna víbora pudo esconderse allí, la hubieran visto con la consiguiente consternación. Además, y antes de que lo preguntéis, mi señor Amerotke, lo mismo vale para el templo de Amón-Ra. El divino faraón abandonó el palanquín al pie de las escaleras y subió. La esposa del faraón, la amada Hatasu, estaba arriba esperándole con los sacerdotes y las sacerdotisas, pero no advirtieron la presencia de ninguna serpiente.
Amerotke detestó este momento. Era como si los espectadores estuvieron esperando para verle realizar algún truco, algo mágico que permitiera reconciliar dos verdades opuestas.
—Mi señor —intervino Meneloto, con voz áspera—. Labda ha dicho la verdad. Por lo tanto, desafío en presencia de la diosa Maat, a quienes han presentado estos cargos que demuestren que soy un mentiroso.
—¿Cómo? —preguntó Sethos.
—Tenemos a prisioneros condenados en las celdas, hombres que han sido encontrados culpables y sentenciados a una muerte horrible en la horca o, en algunos casos, a tomar veneno. Dejemos que lleven a uno de ellos hasta el muelle en el Nilo, que una víbora muerda su talón, y que lo transporten a través de la ciudad. Mi señor Amerotke, juro por la diosa que si el hombre sobrevive, me declararé culpable, y acataré la acusación. Pero si muere, entonces os pediré, señor juez, que los cargos sean desestimados. —Meneloto miró a quien era ojos y oídos del faraón—. Sé que mi señor Sethos es sólo el portavoz de aquellos que me desean el mal, pero debe aceptar mi desafío. ¡Apelo a Amón-Ra, al divino Ka de nuestro amado faraón, cuya vida valoraba más que a la mía, para que se realice la prueba!
Amerotke se cubrió el rostro con las manos, la indicación formal de que el juez estaba considerando un veredicto que sería publicado. ¿Debía aceptar el desafío de Meneloto? Había apelado a los dioses, se dijo Amerotke, que fueran éstos quienes decidieran. Apartó las manos.
—Mi señor Sethos —preguntó con voz suave—, ¿cuál es vuestra opinión?
—Hay algo más —manifestó el anciano sacerdote—. El capitán Meneloto ha hablado con demasiada urgencia.
—¿En qué sentido? —quiso saber Amerotke.
—Hasta ahora, mi señor Amerotke —respondió el sacerdote, levantando una mano esquelética—, hemos hablado de tiempo y lugares. Pero pregunto, ¿alguno de los aquí presentes ha visto alguna vez a un hombre mordido por un áspid o una naja? Las mordeduras de algunas serpientes son como la picadura de una abeja. —Señaló el cuerpo disecado de la naja—. Pero la mordedura de esa víbora es como un hierro candente.
Amerotke mantuvo una expresión impasible. Se había preguntado cuándo sacaría a relucir ese punto la defensa de Meneloto. Sabía muy poco de ofidios pero, durante su servicio en el regimiento de carros de guerra del faraón, vio a un caballo mordido por una víbora idéntica a ésa y las convulsiones del desgraciado animal fueron horrorosas.
—Continuad —dijo.
—Que la diosa Meretseger sea testigo de que digo la verdad. Mi señor Sethos también lo sabe. Si al divino faraón le hubiese mordido esa víbora, sus convulsiones habrían sido terribles.