—No tenéis ningún derecho a estar aquí —manifestó, dándole la espalda.
—Vamos, vamos, mi señor Amerotke, ¿acaso os falla la memoria?
Amerotke se volvió hacia el visitante, con una sonrisa en el rostro.
—Habéis engordado un poco, mi señor Senenmut, pero esa mirada y esa voz, ¿cómo podría olvidarlas?
Se dieron la mano.
—Sin embargo, esta habitación es privada, es mi capilla particular —añadió el juez supremo.
—Por eso mismo estoy aquí —replicó Senenmut—. Mi señor Amerotke, os traigo los saludos de su alteza, la señora Hatasu, viuda del faraón divino.
—¡Sé muy bien quién es la señora Hatasu!
Senenmut, sin decir palabra, le entregó un pequeño cilindro de papiro que Amerotke desenrolló. La hoja llevaba al pie el cartucho del faraón. Besó el sello y a continuación leyó la breve nota.
El señor Amerotke y la señora Norfret están invitados a asistir al banquete que tendrá lugar esta noche en el palacio real. El señor Amerotke recibirá el anillo y el sello real, símbolos de su condición de miembro del círculo real.
—Un honor sorprendente —comentó Amerotke, pero al levantar la cabeza comprobó que Senenmut había desaparecido.
El sol, a punto de ocultarse bajo el horizonte, teñía la ciudad de un color rojizo, cuando Amerotke, acompañado de Norfret, dirigió el carro hacia la Casa del Millón de Años que se elevaba a las orillas del Nilo. Norfret se había mostrado muy satisfecha con el gran honor otorgado a su marido.
«Tienes que aceptarlo», le había dicho, cogiéndole una mano. «Te agrade o no, Amerotke, estás implicado en la política de la corte.»«Quieren hacerme callar», había replicado con un tono seco. «Quieren silenciarme o comprarme. La fuga de Meneloto, por no hablar de la súbita muerte del comandante Ipuwer, son demasiados problemas para un sólo día.»«Ninguna de esas cosas tienen nada que ver contigo. Meneloto es un soldado capaz. Se ha fugado y sabe cuidar de sí mismo.»Amerotke había observado el rostro de su esposa en busca de algún rastro de intranquilidad o consternación. Norfret le había devuelto la mirada sin vacilar.
«Tú sabes la verdad», había manifestado con voz firme. «Los dioses saben la verdad. Si nosotros estamos en posesión de la verdad, Amerotke, ¿qué nos importa lo que digan los demás?»Al final, como siempre, Norfret se había salido con la suya. El juez supremo se había sentido satisfecho y halagado por la discreta ambición de su esposa. Era verdad, había admitido Norfret, que le encantaba visitar la corte, participar en las fiestas donde podía enterarse de los últimos cotilleos, una oportunidad que no se debía desaprovechar. Amerotke le había dado un beso en la frente.
«Me recuerdas a una hermosa sombra», le había dicho, cogiéndola de las manos.
«¡Una sombra!», había replicado ella con un tono burlón, mientras le echaba los brazos al cuello y se ponía de puntillas para darle un beso en la nariz.
«Te gusta ir a las fiestas, pero no que te vean. Te encanta estar sentada sin que se fijen en ti, mientras tú no pierdes detalle de todo lo que dicen y hacen.»«Así fue como te encontré.»«También fue como te encontré a ti. ¿Lo recuerdas? Nos pasamos toda la velada mirándonos el uno al otro.»Norfret había soltado una carcajada y mientras se retiraba a sus habitaciones para cambiarse, le había dicho que debía vestirse con sus mejores galas.
Amerotke, con las riendas envueltas en la muñeca, miró de reojo. Vestía una túnica plisada nueva y el anillo de su cargo; como siempre, se había negado a llevar una peluca. No había olvidado nunca cómo, mientras servía en el escuadrón de carros de guerra, los soldados se burlaban de los oficiales que pretendían respetar los dictados de la moda incluso cuando salían con las patrullas por las Tierras Rojas. Norfret, en cambio, ofrecía un aspecto tan bello como la noche. Vestía una preciosa túnica de lino, y la larga peluca negra estaba entretejida con hilos de oro y plata. Lucía también unos pendientes de amatistas, y una preciosa gargantilla de lapislázuli le rodeaba el cuello. Su esposa iba muy entretenida charlando con Shufoy, que caminaba junto al vehículo, con la sombrilla en una mano y el bastón en la otra.
—Puedes subir y viajar con nosotros, Shufoy —le dijo, con un tono divertido—. Hay sitio de sobra. —Dio una palmada en el borde del canasto de mimbre—. No es un carro de guerra, y los caballos, que están castrados, no tienen ni una gota de fuego en la sangre.
—No me gustan los carros —afirmó el enano—. No me gustan las fiestas ni los banquetes. La gente no deja de mirarme a la cara y todos me hacen preguntas idiotas como: «¿Qué has hecho con la nariz?», y yo siempre tengo ganas de responder: «¡La tienes metida en tu trasero!».
Norfret celebró la salida del enano con una sonora carcajada.
Amerotke sujetó las riendas; miró cómo bajaban y subían los penachos rojos de los caballos y después echó una ojeada alrededor. Los muelles y las riberas del Nilo eran un desfile a todas horas: los puestos de cerveza estaban abiertos; en las callejuelas se amontonaban los marineros y soldados que iban a los prostíbulos o se paseaban tambaleantes, con las jarras en las manos, mirando a las muchachas y gastándose bromas a voz en cuello. Por supuesto, se fijaban en Norfret, pero una mirada a Amerotke, por no mencionar a los dos soldados que lo escoltaban en el trayecto hasta el palacio, era suficiente para que siguieran buscando una conquista más fácil.
Un buscón y autoproclamado mago se acercó al carro para ofrecer sus amuletos y bastones mágicos contra la mala suerte. Shufoy, ágil como un mono, se encargó de espantarlo.
Por fin llegaron a la calzada que conducía al palacio. Se había congregado una multitud, ansiosa de ver las idas y venidas de los invitados. Los arqueros y los infantes del regimiento de Isis se ocupaban de mantener el orden. Amerotke sacudió las riendas y los caballos aceleraron el paso. Cruzaron la puerta y siguieron por la avenida que cruzaba los amplios y bien cuidados jardines del palacio, un hermoso paraíso con paseos umbríos, estanques y grandes prados, donde pastaban las gacelas y las ovejas. Los guardias le indicaron el camino. Amerotke detuvo a los caballos y ayudó a Norfret a bajar del carro. Ordenó a los mozos que desengancharan a los animales, los secaran y les dieran de comer antes de encerrarlos en los establos. Los sirvientes los escoltaron a través de la puerta principal. Pasaron por un peristilo con grandes y bellas pinturas en las paredes, que mostraban las glorias de los faraones en el combate. Vieron las compañías de soldados que custodiaban la entrada de la Casa de la Adoración, la residencia privada del joven faraón. Por fin llegaron a la gran sala de banquetes, un enorme recinto con las columnas pintadas color rojo oscuro, y los capiteles con forma de pimpollos de lotos dorados. Las lámparas de alabastro decoradas con diferentes tonalidades, daban una luz suave que iluminaba los frescos de las paredes: árboles, pájaros multicolores, mariposas; todo pintado en la pulida superficie de yeso con una extraordinaria profusión de colores. Las enormes vigas del techo tenían inscritos jeroglíficos que auguraban salud, prosperidad y una larga vida a todos los presentes en la sala.
Amerotke echó una ojeada a la multitud: mujeres con los hombros desnudos, y a hombres con grandes pelucas oscuras. Reconoció a unos cuantos: Sethos, Rahimere, el general Omendap. Cada uno de ellos le saludó con un gestó imperceptible antes de seguir conversando con sus compañeros. Las criadas, que iban prácticamente desnudas excepto por unas diminutas faldas de tela, se ocupaban de ofrecer a los invitados una flor de loto como una muestra de bienvenida, además de pequeños platos con gollerías y copas de vino o cerveza. Norfret aceptó una copa y se alejó para saludar a una conocida mientras Amerotke permanecía cerca de la entrada. El murmullo de las conversaciones cesó bruscamente cuando se abrieron las puertas al otro extremo de la sala y Hatasu hizo su entrada. Amerotke se sorprendió al ver cómo había cambiado la reina desde la muerte de su marido. Siempre la había tenido por una mujer en las sombras, pero ahora la veía caminar con majestuosidad, las manos cruzadas delante, una hermosa visión ataviada con una túnica de lino casi transparente y muy ajustada. Llevaba la larga y brillante peluca negra aceitada con la corona de la diosa buitre, como un recordatorio para todos los presentes de que ella era la reina de Egipto. Un pectoral de plata colgado alrededor del cuello mostraba el mismo dibujo, mientras que en las muñecas llevaba unas grandes pulseras de oro que reproducían la imagen de una cobra. Se había pintado las uñas de las manos y los pies de un color rojo vivo, y sus ojos endrinos parecían incluso más grandes, más alargados, gracias al sorprendente maquillaje verde azulado.
Hatasu captó la mirada de asombro del juez supremo y sonrió. Algunos de los invitados se acercaron, pero ella los contuvo con un elegante ademán y cruzó la sala para saludarlo. En el hombro izquierdo desnudo le habían hecho un delicado tatuaje que representaba a Skehmet, la diosa leona, la ejecutora de las venganzas. «Viste como una princesa —pensaba Amerotke— pero avisa que es una guerrera.» Hatasu se detuvo frente a él y extendió la mano. Amerotke se disponía a hincar la rodilla en tierra como ordenaba la cortesía, pero la reina se lo impidió con un gesto, al tiempo que le miraba con una expresión de alegre picardía.
—Mi señor Amerotke. —La voz de Hatasu era queda, un tanto profunda—. ¿Cuántos años han pasado? ¿Diez, doce, desde que dejaste la corte de mi padre?
—Creo que doce, mi señora.
—Entonces, bienvenido seas en tu regreso.
Amerotke miró por encima del hombro de la reina. Los demás jerarcas, comandantes y escribas simulaban estar muy entretenidos en sus conversaciones pero no les quitaban ojo. Un poco más allá, cerca de una columna, Sethos tenía a Norfret cogida por una mano mientras charlaban. El fiscal del reino seguramente le estaba contando algo gracioso, porque Norfret echó la cabeza atrás y su risa argentina se escuchó por toda la sala.
—Te vi llegar —añadió Hatasu—. La señora Norfret está tan hermosa como siempre.
—En cuyo caso, la belleza mira a la belleza —replicó Amerotke.
Hatasu exhaló un suspiro. Amerotke se preguntó si se estaría riendo de él, al ver como apretaba los labios pintados con carmín. La reina inclinó la cabeza con mucha coquetería.
—Nunca serás un cortesano, Amerotke. Tus halagos son tan obvios.
—Soy un juez. Los halagos me cuestan.
—Siempre te han costado, Amerotke. —Lo miró con aprecio—. ¿Todavía estás locamente enamorado de la señora Norfret? Vi como mirabas furibundo a todos los presentes. —Se llevó una mano a la boca para disimular la risa—. Ah, Senenmut.
El supervisor de las obras públicas se había acercado a la pareja. Amerotke se sorprendió al ver lo cómodo que parecía estar, de pie junto a Hatasu como si fuese un miembro de la familia real, un príncipe del palacio. Amerotke estrecho la mano que le ofrecían.
—Lamento no haberme quedado más esta mañana —se disculpó Senenmut—. He creído que podías rehusar y que eso sería embarazoso para todos.
Le entregó una pequeña bolsa de cuero bordado. Hatasu la abrió y vació su contenido sobre la palma de la mano: se trataba de un anillo de oro. Luego cogió la mano de Amerotke y le puso el anillo. El juez supremo observó la joya; la gruesa y ancha sortija tenía grabados jeroglíficos que proclamaban al mundo que él era ahora uno de los «amigos del faraón», un miembro del círculo real con un asiento en el consejo y el deber de asesorar al faraón.
—No es un soborno —susurró Hatasu, con una mirada fría y dura—. Te necesito, Amerotke. Necesito tu capacidad de razonar, tu buen consejo, y, para serte sincera, tu sentido común.
Amerotke iba a preguntarle por qué, pero los sirvientes habían comenzado a colocar los cojines y las esteras delante de las pequeñas mesas preparadas para la cena real. Hatasu se despidió de Amerotke con una leve caricia en la mano y fue a saludar a los otros invitados.
Entraron las esclavas: una le puso a Amerotke un collar de flores alrededor del cuello, otra le ofreció una pastilla de perfume. El juez la rechazó pero todos los que llevaban pelucas las cogieron y las colocaron encima de las pelucas. Más tarde, a medida que aumentaba la temperatura, las pastillas se fundirían poco a poco y empaparían las cabezas con los más delicados aromas. Como era costumbre, los hombres se sentaron a un lado y las mujeres al otro. La cena consistía en carne asada, pollos, ocas, tordos y una gran variedad de panes con formas diferentes. Se abrieron las cubas de vino, colocadas en pedestales metálicos, cada una marcada con el año de la cosecha, y los coperos se encargaron de que las copas de bronce tachonadas con gemas estuvieran siempre llenas. Se repartieron servilletas y boles con agua. Junto a Amerotke se encontraba el general Omendap. El comandante en jefe se volvió hacia el juez mientras se lavaba los dedos en el bol y le guiñó un ojo.
—Bienvenido al círculo real —manifestó en voz baja.
Amerotke le respondió con una sonrisa; se había encontrado con el fornido general en diversas ocasiones, y lo tenía por un hombre bueno y honesto aunque con un rudo sentido del humor que ocultaba una inteligencia brillante y un genio sagaz. Omendap, considerado por todos como un gran guerrero, llevaba colgada alrededor del cuello la insignia de la flor de loto de oro que le había otorgado el faraón por su valor en el combate. Omendap se inclinó hacia su interlocutor.
—Todos estamos enterados de vuestro veredicto en el caso del pobre Meneloto. —Miró a su alrededor para asegurarse de que no había ningún sirviente escuchándoles—. ¡Dijisteis la verdad! El caso no tendría que haberse presentado nunca en la corte.
—¿Entonces, por qué lo hicieron? —preguntó Amerotke—. ¿Acaso no fue discutido en el círculo real?
—¡La esposa del dios insistió! —El comandante en jefe se volvió para mirar hacia donde se encontraba Hatasu, sentada en un pequeño taburete con forma de trono que la colocaba por encima de las demás mujeres—. Hubiese dicho que tenía más sentido común. En cualquier caso, no tardaréis en conocer cómo funciona la política del círculo real. —Omendap cogió la copa de vino y bebió un buen trago. El líquido le chorreó por la comisura de los labios—. Rahimere —hizo un gesto hacia la mesa donde se encontraba el gran visir, vestido de gala y cubierto de joyas, charlando con Bayletos, el jefe de los escribas— quiere ser el regente y lo mismo desea Hatasu.