—Los mitanni se han apoderado de un oasis y de una de nuestras guarniciones en el noreste. Sus escuadrones de carros están muy cerca. Han saqueado las minas y utilizado el oro y la plata para sobornar a los nómadas del desierto, por eso no han regresado nuestros exploradores. La información que teníamos es falsa: Tushratta está a un sólo día de marcha, su ejército nos dobla en número, está bien abastecido y mejor armado, dispone de unos seis mil carros de guerra pesados. Si consiguen romper nuestras líneas, mi señora, arrollarán el campamento. —Extendió las palmas en un gesto de impotencia.
—¿Atacarán? —preguntó Hatasu, poniendo las manos sobre las rodillas.
Amerotke, al verla, pensó en la diosa Maat. Había desaparecido toda expresión de su rostro, que se veía ahora poseído de la calma más absoluta. La reina miró por encima de las cabezas de sus colaboradores.
—No podrán esconderse siempre —opinó Senenmut—, porque corren el riesgo de que comiencen a escasear los alimentos y el agua. Nos presentarán batalla y nos matarán a todos.
Hatasu agachó la cabeza, y permaneció sentada en silencio. En el exterior se oían los gritos de llamada de los centinelas, y los relinchos de los caballos.
—Le prometiste la vida al mitanni —le recordó Amerotke a Senenmut.
—Mi señor Amerotke, vivirá un poco más y su muerte será rápida. Si lo dejaba marchar podía regresar con sus amos e informarles de lo vulnerables que somos, o, todavía peor, divulgar entre los nuestros la magnitud del ejército mitanni. Nos siguen centenares de personas, la típica chusma que escolta a cualquier ejército. Siempre son los primeros en enterarse de las noticias. Nos abandonarían y detrás se marcharían los neferu. En cuestión de días nos veríamos reducidos a la mitad.
—No tardarán en atacar —manifestó Hatasu con voz enérgica—. Mi señor Amerotke, te llevarás tres carros y no te apartarás del Nilo. Ordena a Nebanum que traiga al regimiento de Anubis a marchas forzadas. Mi señor Senenmut, asumiré el mando. El estado de salud de Omendap continuará siendo un secreto. Quiero que se refuerce el perímetro defensivo, los carros de guerra se trasladarán un par de kilómetros al norte, y aquí sólo quedará una dotación mínima. —Se levantó, dando una palmada—. Amanecerá dentro de una hora, Amerotke. —Se acercó a la mesa para coger uno de sus sellos personales, y se lo entregó—. Si Nebanum se niega a obedecer mis órdenes, ¡mátalo! —Dio otra palmada—. ¡Vamos, vamos! ¡No hay tiempo que perder!
Amerotke se marchó casi a la carrera y muy poco después abandonó el campamento al frente de su pequeño grupo de carros. Tomaron la misma carretera sinuosa y polvorienta por la que habían viajado el día anterior, pero en sentido contrario, y esto le produjo una sensación extraña mientras el cielo se iluminaba con las primeras luces del alba. El Nilo, con las riberas cubiertas de un verde exuberante, rielaba con las ondas de la calima; las bandadas de pájaros remontaban el vuelo, asustadas por la súbita aparición de algún animal, un cocodrilo o un hipopótamo, entre las sombras de los cañaverales. A su izquierda, el desierto comenzaba a adquirir una tonalidad dorada rojiza, como si quisiera dar la bienvenida a los rayos del sol. Desapareció el frescor de la alborada, el roció se evaporó en un abrir y cerrar de ojos y asomó el sol como una gloriosa bola de fuego. Los conductores, atentos a las órdenes de Amerotke, mantenían los carros bastante juntos, de tres en fondo, con uno en la vanguardia y otro en el flanco izquierdo para evitar cualquier sorpresa desagradable. Para la hora en que el sol emergió entero sobre el horizonte, los conductores habían puesto los caballos al galope, aunque el bamboleo de los carros ligeros hacía que el viaje fuera muy incómodo con tanto vaivén.
Se detuvieron al mediodía, muy cerca del río, en un pequeño bosquecillo que ofrecía un poco de protección contra el calor agobiante. Después de alimentar y dar de beber a los caballos, comieron los soldados. Lo mismo que Amerotke, llevaban uniformes de combate con coselete de bronce, faldellines de lino reforzados con cintas de cuero y sandalias bien ceñidas. Los conductores llevaban además una protección adicional en el cuello y los hombros. Los carros iban equipados con arcos, flechas y jabalinas.
En ningún momento los soldados cuestionaron sus órdenes. Pertenecían al escuadrón de Amerotke y, si él lo ordenaba, continuarían el viaje de regreso hasta Tebas sin rechistar. No obstante, el magistrado era consciente de la inquietud que les dominaba. Por un lado tenían al Nilo, con el nivel de agua bastante bajo, y por el otro, el desierto silencioso y omnipresente. Amerotke se preguntó si ya habían comenzado a circular los rumores. ¿Intuían los hombres que un gran ejército mitanni se cernía sobre ellos? Viajaban de regreso para avisar al Anubis que debía acelerar la marcha y, por lo tanto, debían sospechar que algo no iba bien. Amerotke subió a un pequeño montículo y, con los brazos en jarra, contempló la extensión desértica, con el rostro contraído por el terrible calor. El aire ondulaba sobre la superficie ardiente, desfigurando y retorciendo las lejanas formaciones rocosas y los socavones; «por allí podría avanzar todo un ejército —se dijo— y, sin embargo, mantenerse oculto». Llamó a los hombres.
—¡Debemos continuar la marcha!
Volvieron a enganchar los tiros. Amerotke tuvo la extraña sensación de que los observaban. Los caballos, descansados, avanzaron al trote ligero, rompiendo el silencio con el batir de los cascos, el traqueteo de las ruedas y los gritos de los conductores.
Cuando llegaron al campamento del Anubis, la noche todavía era joven. Amerotke ordenó a sus hombres que permanecieran fuera y aprovecharan para comer y beber las pocas provisiones que les quedaban. Después, entró en el campamento acompañado por un oficial. El regimiento acampaba siguiendo el ritual. Todo estaba en el sitio correcto: la empalizada y las trincheras de defensa construidas hasta el último detalle. En el centro se alzaba el santuario del dios. En cambio, por ninguna parte se veía señal alguna de la actividad frenética de un regimiento en pie de guerra. Nebanum, con los ojos enrojecidos de sueño, salió de su tienda con una túnica de lino sobre los hombros. Nebanum, un hombre de facciones afiladas y párpados caídos, se rascó la calva y bostezó mientras Amerotke se presentaba. Después le ordenó al sacerdote que se encontraba a su lado que le trajera un vaso de cerveza. El general bebió una trago para enjugarse la boca y escupió el líquido casi sobre los pies de Amerotke.
—Así que os envía Omendap —comentó, mirando por encima del hombro de Amerotke el estandarte plantado delante del santuario—. Supongo que traéis una orden para que me apure. Pero sólo puedo marchar con el debido cuidado de mi persona y de mi caballo. —Volvió a bostezar.
—Mi señor. —Amerotke sonrió al tiempo que se acercaba. Sacó el cartucho que le había entregado. Hatasu—. No me envía el general Omendap sino su alteza real.
Nebanum se obligó a sonreír y, de acuerdo con el protocolo, se inclinó ceremoniosamente y rozó el cartucho con los labios.
—Mis órdenes son muy sencillas —añadió Amerotke—. Estoy aquí para reafirmar el poder del faraón.
—Larga vida, salud y prosperidad —murmuró Nebanum, con un tono cínico.
—Tenéis que emprender la marcha dentro de una hora —le comunicó Amerotke, desenvainando la espada, y su subordinado lo imitó—. De lo contrario, os ejecutaré ahora mismo y asumiré el mando. Ésa es la voluntad del divino faraón.
La transformación de Nebanum fue algo sorprendente. Amerotke comprendió que Hatasu y Senenmut habían cometido una grave equivocación. Habían tratado a este general con mano blanda y él se había aprovechado hasta el abuso. Sin embargo, como cualquier otro oficial, debía obedecer la autoridad del faraón sin rechistar.
En menos de una hora, todo el campamento estaba en pie. Se cargaron los carromatos con los pertrechos, se engancharon los tiros en los carros de guerra y, antes de que saliera el sol, todo el regimiento de Anubis avanzaba por la carretera a marchas forzadas. Las columnas de hombres sudorosos, con todo el equipo de combate, caminaban en dirección norte, al ritmo marcado por los tambores y las trompetas.
Amerotke ordenó a su escuadrón que permaneciera en la retaguardia. A medida que transcurría la mañana, poco o nada pudieron ver a izquierda o derecha debido a las espesas nubes de polvo que levantaban los miles de pies y los carros que custodiaban los flancos.
El regimiento se había mostrado un tanto desconcertado por la inesperada orden de marcha; los soldados se habían quejado de las magras raciones y de las incomodidades de avanzar a paso redoblado, pero no tardaron en amoldarse. Los sacerdotes cantaban himnos guerreros que eran coreados por los batallones. Sin embargo, a medida que pasaban las horas y el calor iba en aumento, el dolor de los músculos acalambrados y el polvo que lo envolvía todo y dificultaba la respiración, impusieron un silencio interrumpido únicamente por el traqueteo de las ruedas de los carromatos y el ritmo machacón de los miles de pies. De vez en cuando hacían una pausa para distribuir un poco de agua y después reanudaban la marcha.
El sol estaba bastante bajo cuando Amerotke vio las primeras señales de que se encontraban cerca del campamento de Hatasu. En la polvorienta llanura se veían arbustos, hierbajos y alguno que otro árbol. El calor ya no era tan agobiante. De pronto, escuchó los gritos de aviso en la vanguardia. Los carros de los exploradores regresaban a todo galope. Amerotke le ordenó al conductor que acelerara la marcha. En aquel mismo momento, algo parecido a una sucesión de truenos sonó a su derecha. Llegó a la vanguardia de la columna donde Nebanum y sus oficiales discutían la situación. Ellos también habían escuchado el tronar y visto la enorme nube de polvo que se movía por el este. Uno de los carros de los exploradores alcanzó a la columna y se detuvo. El conductor estaba herido; tenía una flecha clavada en un hombro. El explorador se apeó de un salto, arrojó el arco roto al suelo y después se arrodilló delante de Nebanum.
—¡Los mitanni, mi señor! ¡Miles de carros! —informó a viva voz.
Pero Nebanum no le escuchó. Permanecía inmóvil como una estatua, con la mirada perdida en la distancia.
—¡En nombre de todo lo que es sagrado! —intervino Amerotke—. ¡Ordenad a vuestros hombres que se desplieguen!
Miró hacia el grueso de la columna donde la confusión crecía por momentos. Algunos de los veteranos procuraban poner un poco de orden en los batallones, pero los reclutas se dejaban llevar por el pánico ante la visión de la pavorosa nube de polvo y el estruendo que la acompañaba. Cada vez eran más los que rompían filas y echaban a correr hacia la retaguardia sin hacer caso de los gritos de los oficiales, como una inmensa marea humana. En el rostro de Amerotke apareció una expresión de horror cuando vio surgir la primera línea de carros de guerra. Eran centenares con los caballos galopando como el viento. Los mitanni cargaban en masa, con los estandartes desplegados en la vanguardia. Estalló el caos en el regimiento de Anubis. Los carros egipcios salieron al encuentro del enemigo. Algunos batallones de infantería formaron una barrera de escudos, y un puñado de oficiales corrieron a ocupar sus puestos. Nebanum, en cambio, montó en su carro y le ordenó al conductor que pusiera a los caballos a todo galope, para escapar de aquella ola de bronce que se les echaba encima.
Amerotke maldijo a gritos. No podían faltar más que unas pocas leguas para el campamento de Hatasu. Si el Anubis rehuía el combate, los mitanni no tendrían más que seguirles hasta las posiciones egipcias. Comenzó a dar voces para llamar a los miembros de su escuadrón. Sólo acudieron un par de carros; de los demás, no había ni rastro. Los mitanni acortaban distancias; las cabezas de los caballos lanzados al galope subían y bajaban, sacudiendo los penachos de guerra. El sol resplandecía en las guarniciones de bronce de los carros. Amerotke vio las armaduras de placas negras del enemigo, los grotescos cascos de combate. En el aire, el sonido de las flechas era como el zumbido de un descomunal enjambre. Los hombres comenzaron a caer y entonces, como una ola que se abate sobre la playa, los mitanni alcanzaron las filas dispersas del regimiento. El frente de la columna se salvó de la primera carga pero en el centro se estaba produciendo una verdadera carnicería. Los egipcios caían arrollados por los caballos, o si no destrozados por las púas afiladas que llevaban las ruedas de los carros. Unos cuantos valientes intentaron subirse a los carros enemigos, aunque no sirvió de nada porque antes de que pudieran conseguir sus propósitos fueron abatidos a golpes de espada, atravesados por las jabalinas o las flechas disparadas por los arqueros mitanni. Los carros del enemigo eran más pesados que los egipcios, con las ruedas colocadas en el medio de la caja, y el eje reforzado para soportar la carga del conductor, el lancero y el arquero. La carga parecía un juego de niños; los egipcios caían uno detrás de otro. El flanco derecho del regimiento se hundió sometido a un ataque de lanceros.
Los conductores mitanni azotaban a los caballos para abrirse paso como una guadaña entre las filas egipcias. Desapareció hasta el último resto de disciplina. Los soldados arrojaban los escudos, los arcos y las espadas para que no los estorbaran en la huida. El pánico acabó con cualquier cosa parecida al orden. Detrás de los carros de guerra de los mitanni, aparecieron sus tropas de infantería. De vez en cuando tumbaba un carro mitanni y los egipcios se apresuraban a matar a los tres hombres de la dotación antes de que sus compañeros acudieran a rescatarlos. Los soldados se apiñaban cada vez más en la vanguardia de la columna que, hasta el momento, era donde casi no se habían producido bajas. La primera oleada de carros mitanni comenzaba a dar la vuelta para volver a la carga. El polvo dificultaba la visión, pero en el cielo ya habían aparecido los primeros buitres atraídos por el ruido y el olor de la sangre.
—¡Mi señor! —Uno de los oficiales de Amerotke se acercó al carro—. ¡Mi señor, debemos avisar al ejército!
Amerotke asintió con un ademán. Después cerró los ojos y pensó en la disposición del enorme rectángulo del campamento egipcio. En el extremo más apartado se encontraba el enclave real. Tendría que evitar la entrada principal y seguir por el lado este. Así podría avisar a Hatasu y Senenmut de la amenaza que estaba a punto de caer sobre el ejército. Le hizo una seña al conductor. El hombre exhaló un suspiro de alivio y sacudió las riendas. El carro de Amerotke salió disparado; los caballos, inquietos y asustados por el estrépito del combate, estaban ansiosos por escapar del escenario de la matanza. En cuestión de minutos, los animales avanzaban a todo galope. Amerotke le gritó al conductor el rumbo que debía seguir, y se lo repitió para asegurarse de que le había escuchado en medio del estrépito de las ruedas y el batir de los cascos.