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Authors: Marcos Aguinis
—Pero estaba bien.
—No esperábamos esto, francamente.
Desapareció con la camilla tras una puerta que sólo podía trasponer el personal del sanatorio.
A los cuarenta minutos mandó a informar que la paciente se estaba recuperando. A los setenta una enfermera preguntó por Alberto Lamas Lynch.
—Por favor, acompáñeme.
El corazón le saltaba. Se dejó conducir y apareció en el consultorio del médico. Lo esperaba masajeándose las órbitas.
—Sea franco, doctor. Estoy dispuesto a saber la verdad.
—Para eso estamos aquí. Los dos, a solas.
—¿Es grave?
—Ya ha recuperado el pulso y la conciencia. Hubo una gran hemorragia. Podía haber sido la ruptura de un órgano interno. Suele ocurrir en estos accidentes.
Alberto retorcía sus dedos.
—Pero fue una hemorragia de matriz.
—¿Cómo dice?
—El accidente produjo un aborto.
Alberto palideció.
—Estaba embarazada. ¿No lo sabía?
—No —se secó la frente.
—Tuve que hacer lo único que cabe en estos casos: un raspaje. Ella está bien.
Alberto no sabía qué decir. Lo rodeaba un espacio negro. Al rato se le ocurrió una afligida pregunta:
—¿Podrá tener hijos en el futuro?
Galíndez se inclinó sobre el respaldo de su butaca y midió la respuesta.
—Entiendo que sí. No hubo daño genital. Fue un aborto espontáneo; es decir, provocado por la caída, por el accidente.
—¿No es seguro?
—En medicina no existe lo seguro. Poco antes le había dicho que estaba en condiciones de alta.
—Dios mío. Pobre Edith.
—Quise hablar primero a solas con usted.
—Me doy cuenta, gracias. Es terrible. Dios mío.
—Supongo que nadie sabía lo del embarazo; ustedes son sólo novios.
—Ni siquiera lo sabía Edith. No habrá tenido tiempo de darse cuenta.
Galíndez volvió a frotar sus órbitas.
—Tendré que dar una explicación al resto de la familia.
—Sería la ruina de mi novia —se le trabaron las palabras, apretó sus puños—. ¡Era lo único que faltaba!
—Quisiera ayudarlos.
—No le pido que mienta, doctor, pero... —tenía la lengua seca—, por favor, no diga que estuvo embarazada.
—Han visto que la trajimos al quirófano. Algo grave sucedía.
—Limítese a informar que controló una hemorragia. Con inyecciones, con transfusiones, qué sé yo. Pero no mencione el raspaje; nadie le va a preguntar semejante cosa.
Galíndez inspiró hondo.
—No sería mentir, doctor —Alberto le tendió ambas manos.
—Si me apuran, diré que fue una hemorragia intestinal. Si me apuran.
Pidió acompañarlo cuando transmitiese a Edith, en secreto, la penosa noticia. Se quedó junto a la puerta mientras el médico la examinaba. Le informó que ahora sí estaba en condiciones de alta. El yeso no constituía un problema y se lo removería antes de lo esperado; no existía amenaza de otra hemorragia. Después guardó silencio por un largo minuto mientras clavaba sus pupilas en las tristes ojeras de la paciente. Le comprimió la muñeca, como si quisiera tomarle de nuevo el pulso, y dijo que tal vez no se había enterado de que había estado embarazada, y que tuvo que someterla a un raspaje de útero.
Edith abrió grandes los párpados. Asomaron lágrimas gruesas mientras buscaba a Alberto, quien enseguida le tendió su mano. Galíndez se levantó para dejarle lugar. Alberto le susurró palabras de consuelo mientras ella rodaba por un laberinto lúgubre: Dios o el azar la tironeaban por un camino incomprensible. Se preguntó si debía sentir alivio o vergüenza. Y apretó su frente sobre el pecho de su amado para no tener que mirarle la cara.
—Podrás tener hijos en el futuro —murmuró Alberto con amor y ese amor la conmovía hasta los huesos—. Te hicieron el raspaje para detener la hemorragia, mi dulce. Eso es todo. No hay daño, ningún daño. Estás bien.
—Querido...
—Fue un accidente que pudo haber terminado en tragedia, pero terminó bien.
—Es horrible.
—Se convertirá en simple anécdota, ya verás.
—¿Te parece?
—Claro que sí.
—¿Me seguís amando? —se le cortó la voz.
—Muchísimo.
—Soy mala, Alberto.
—¡Qué estás diciendo! Sos un ángel. Y yo te amo.
El médico se acercó.
—De esto sólo estamos enterados nosotros tres.
—Sí —confirmó Alberto—. No quiero que mi familia sospeche que estuviste embarazada.
—Hasta luego —Galíndez enfiló hacia la puerta—. Hipócrates me perdone.
Alberto se levantó y le estrechó la mano.
—Hipócrates lo felicita.
-1935-
El tren lo dejaba a pocas leguas de El Fortín. En la pequeña estación lo esperaba un peón llamado Anastasio que vestía alpargatas y chiripá. Saludaba llevándose dos dedos al ala del sombrero, le cargaba el bolso de brin y guiaba el sulky. Siempre era el mismo peón y el mismo sulky negro con festones. Salían de las manzanas que conformaban el pueblito y trotaban por un camino de tierra. El peón usaba bigote fino y llevaba al cuello un pañuelo azul. Rolf le hacía preguntas sobre El Fortín y sobre el doctor Lamas Lynch, pero el hombre era tan parco que parecía ausente.
En la primera visita Ricardo Lamas Lynch lo recibió vestido de gaucho, con botas provistas de espuelas, bombachas ceñidas con chiripá, una rastra cubierta de monedas, chaleco abierto y facón plateado. Ordenó al peón que le hiciera conocer los potreros. La visión de la estancia que pudo tener entonces Rolf fue sólo parcial, pero suficiente para quedar anonadado. El campo abierto, salpicado por miles de vacas le produjo una sensación desconocida. Luego lo excitó la doma de potros. En un rodeo asegurado con estacas y alambrados un peón tras otro montaban animales convulsos. Los rabiosos corcoveos impedían que permanecieran largo rato sobre la precaria montura. Los animales resoplaban, pateaban y corrían atrayendo curiosos.
Los huéspedes disponían de habitaciones individuales. En su pensión de la calle Alsina jamás las sábanas olieron a lavanda ni eran planchadas con almidón. Además había una toalla para las manos y otra para el cuerpo, artículos de tocador, bata y pantuflas; en su vida había usado bata y pantuflas.
En su tercera visita apareció el padre Gregorio Ivancic y muchas personas que se la pasaron hablando de política. Rolf aguzó el oído, como era su deber, y registró referencias a Hitler, el nacionalsocialismo y los amigos de la comunidad germana. No pudo saber quiénes eran esos amigos, pero sí enterarse de que los invitados de ese día eran miembros de organizaciones nacionalistas.
Ivancic parecía más cadavérico que cuando lo había visto por primera vez aquella noche en la oficina de Lamas Lynch. Luego de una ronda de mate con tortas fritas se dispuso a celebrar misa en la capilla de la estancia. A la salida del oficio Rolf reconoció una fusta.
Pronto lo supo. Hans Sehnberg era el instructor que Lamas Lynch había contratado para quienes deseaban un entrenamiento parecido al de la SA. No se sorprendió de encontrarse con Rolf.
—¡Qué gusto verte!
En un instante Rolf ató cabos: podría informar a Botzen sobre el horrible descubrimiento. “Botzen querrá asesinar a este increíble Hans”, pensó.
Como en las otras ocasiones, hubo cabalgatas, doma y asado. En la sobremesa del almuerzo se agregaron payadores; templaron sus guitarras y se dejaron arrastrar por un diálogo chispeante.
A su término se dividieron las opciones: algunos prefirieron ensayar en el polígono y otros jugar al truco. Los jóvenes siguieron a Sehnberg al interior de la casa, donde recibieron explicaciones sobre el programa del día. Después fueron a practicar en un descampado.
Rolf eligió el polígono, donde erró varios tiros. La rabia por su hallazgo le tensaba el pulso. Cerca, Ricardo Lamas Lynch pegaba con excelente puntería. Al cabo de un par de horas decidieron regresar. Ricardo se puso al lado de Rolf y, por momentos, le apoyaba el brazo en el hombro, amistosamente. Rolf se esforzó por averiguar sus relaciones con Hans. Pudo enterarse de que el estanciero lo conocía desde hacía más de un año y se veían con frecuencia.
—Es muy divertido.
Trató de entender el significado oculto de esa palabra porque de Hans no podía decirse que fuera divertido. Le gustaba la cerveza y a menudo terminaba borracho como su padre, pero, igual que él, jamás producía gracia.
Por la noche regresaron los payadores. Circularon bandejas con empanadas y fiambres surtidos mientras se escanciaban las damajuanas. Luego se sentaron a comer en la galería. Sirvieron locro y puchero español hasta el hartazgo; algunos elegían la comida criolla y otros la hispánica, pero Rolf no se privó de devorar ambas. Limpió los platos y la repetición de los platos hasta que sintió su abdomen en la garganta. Los postres incluyeron pastelitos con dulce de membrillo y fruta. Luego té, café y más vino. Cuando llegaron los licores a Rolf le costó ponerse de pie. Lo hizo con torpeza, fue al baño y regresó. La última copa de coñac le produjo una vivificante llamarada.
Tuvo pesadillas y despertó en medio de la noche con ganas de vomitar. Abrió la ventana, hizo inspiraciones profundas y se masajeó. Luego dio vueltas en la cama hasta que se durmió. Pero volvió a despertar, más nauseoso aún y con la boca seca. Retornó a la ventana: el silencio era compacto. Las sombras de los árboles se recortaban en el estrellado cielo. Dejó la ventana abierta y se cubrió con una manta tejida.
Oyó pasos asordinados, clandestinos. Crujieron apenas las maderas. Los pasos se acercaron a su puerta y Rolf tensó los músculos. Pero no se detuvieron, no venían a buscarlo: siguieron rumbo a la primera habitación, la más grande, la del doctor. Luego oyó el movimiento de un picaporte y el levísimo chirrido de las bisagras. Permaneció quieto como una escultura mientras estiraba su oreja.
Volvieron los malestares. Eructó. Quizás debía vomitar, como hacía su padre. La noche pampera se había puesto fría. Salió al pasillo y caminó con prudencia, imitando al que se había dirigido al cuarto de Lamas Lynch. Vio una lista de luz debajo de la puerta: no se había equivocado. Encendió la lámpara del baño y se miró al espejo fileteado de bronces: estaba untuoso y caótico. Se lavó la cara, el cuello, y se echó aire con la toalla. No le entusiasmaba provocarse el vómito tocando el fondo del paladar. Orinó y regresó al pasillo. La lista de luz que se asomaba debajo de la puerta de Lamas Lynch era menos intensa. Rolf se sostuvo de la pared al percibir risas ahogadas. Esperó una palabra reveladora, pero en vano.
Se acostó y se adormiló. El vómito que debió haberse provocado con los dedos emergía de sus profundidades. Despertó empapado de transpiración. Corrió a volcar buena parte de la cena. Le martillaba la frente. Otra oleada le cortó el aliento; fue intensa y lo liberó de los últimos restos de comida. Se lavó de nuevo. Hizo buches, bebió agua.
Al salir, su espalda se adhirió al muro penumbroso cuando vio a Hans Sehnberg: emergía en calzoncillos del cuarto de Lamas Lynch. También el energúmeno se sobresaltó, pero no pudo retroceder. Percibió su mueca, primero de sorpresa, luego de picardía. Caminó por el largo corredor y sus hombros se encogían de cuando en cuando.
Acordaron la fecha de casamiento. Raquel y Salomón decidieron venir más seguido a Buenos Aires con el propósito de ayudar a Cósima en los preparativos de la boda.
Compraron casi todo el ajuar en Harrods. No sólo ropa, sino mantelería, sábanas, toallas, vajilla. Tía Raquel insistía en que Edith no apurase las decisiones y que estuviera dispuesta a volver cuantas veces se le antojase para corregir los pedidos. Los vendedores tenían mucha paciencia con las novias porque realizaban operaciones importantes: aceptaban cambios de preferencias, desplantes, caprichos y hasta deshacían paquetes con moño apenas lo reclamaban. Un camioncito verde llevaba y traía las cajas a domicilio.
La ceremonia tendría lugar en la iglesia del Socorro. Allí concurrían los Lamas Lynch y sus relaciones; era casi una prolongación del hogar, una capilla privada. Ante su altar incandescente contraía enlace lo más granado de Barrio Norte. Pero en esa iglesia oficiaba el padre Gregorio Ivancic, quien había empezado a destacarse por sus fogosos sermones que no parecían salir de sus mejillas chupadas, sino de un brasero. Abordaba temas políticos y familiares que hacían temblar a los pecadores. Su severidad lo había convertido en el confesor preferido de las esposas de hombres poderosos: necesitaban una firme contención ante el libertinaje de sus maridos.
Ivancic no ocultaba su desdén por los enemigos del Señor. No se salvaban los ateos, ni los masones, ni los comunistas, ni los liberales, ni los protestantes de cualquier denominación, ni los socialistas, ni los tibios. Eran un nido de víboras que amenazaban el talón de la Iglesia. De quienes jamás se olvidaba era de los pérfidos judíos que “asesinaron al Señor” y “niegan al Señor”. A Gimena se le cerraba el pecho cada vez que Ivancic ingresaba en las tétricas referencias a “esa raza”.
Durante año y medio ella y el cura habían hablado, urdido planes y realizado acciones para liberar a Alberto del hechizo. Gimena confesaba y rezaba. Finalmente concluyó que había pasado incontables horas junto a Dios, la Virgen y los santos, y había recibido una íntima y terrible revelación. Ella había detestado a Edith sin conocerla; pero en la estancia Los Cardos sintió que se diluían sus resistencias. Le tuvo pena por su ropa de ciudad, y por querer humillarla a traición. Edith era dulce e indiscutiblemente bonita. Cuando el alazán la arrastró hacia el campo abierto, quiso morir. Luego, en el sanatorio, conoció a su madre, que sostenía un rosario y vestía luto. Eran católicas, tanto como ella misma. Su oposición no tenía demasiado fundamento.
Entonces volcó su incertidumbre en el confesionario. Gregorio Ivancic dijo que era una pésima resignación. Insistió en que un Lamas Lynch perjudicaba su apellido al unirse con una apátrida. Pero Gimena no tenía fuerzas para reanudar la lucha; el matrimonio era inevitable. Ivancic impartió algunas penitencias y decidió proseguir la conversación fuera del confesionario.
La recibió en su sacristía, la miró a los ojos y opinó que, si de todas formas se realizaría el casamiento, la novia no debía ser acompañada al altar por un hombre que no perteneciera a la fe católica. Gimena se retorció los dedos y comprendió que tenía razón. Ivancic explicó lo obvio: delante de la multitud que llenaría las naves, Salomón Eisenbach ofrecería el enojoso espectáculo de no rezar ni persignarse. Pero ella, cabizbaja, le recordó que ése era el único hombre que quedaba de la exigua familia.