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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (31 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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O’Leary bajó la cabeza y no volvió a tocar el asunto. Por consiguiente, el embajador Edmund von Thermann y su elegante baronesa Vilma pudieron asistir orondos a incontables ceremonias, como si el nazismo no estuviese castigando a la Iglesia y torturando curas en sus flamantes campos de concentración. Las aristocráticas reverencias se repetían una y otra vez ante clérigos, frailes, monseñores y obispos. Sembraban la convicción de que el Tercer Reich era un aliado del cristianismo. Por otro lado, así lo creían a pies juntillas los nacionalistas locales, cuya fe había encontrado en el delirio nazi un poderoso alimento.

A la salida del Tedeum el embajador Von Thermann estrechó la mano de mi tío y mi tío, advirtiendo mi presencia junto a colegas de la Cancillería, me llamó. Hizo las presentaciones con despliegue de floripondios. Tendí mi diestra y por primera vez toqué la piel de un SS; me asombró no encontrarla ni fría ni dominadora. Me dio un apretón medido y cordial, extrañamente común.

Comenté a Edith que la Argentina marchaba hacia una indigna neutralidad frente a los criminales nazis; en mi bolsillo guardaba la decodificación sobre las persecuciones que habían empezado contra los católicos. Ella me miró con sus profundas ojeras y sintió tanta náusea que le sobrevino un acceso de vómito. La ayudé incluso a lavarse la cara.

—¿Estás mejor?

No lo estaba.

—¿Querés recostarte?

Negó con la cabeza.

—Necesito que Dios me ayude, Alberto. Pero Dios calla, prefiere jugar a las escondidas.

—No blasfemes. Estoy seguro de que Él te protege de alguna forma.

—¿Protege? —empezó a llorar.

—¿No querés ir a las ceremonias del Congreso?

—Voy a ir, aunque estoy enojada.

—Si estás enojada con alguien, aceptás su existencia.

—¡Claro que creo en la existencia de Dios! ¡Pero me subleva su crueldad!

—No soy teólogo. Se me ocurre que quizá no le agrada gerenciar el mundo, y que eso lo ha delegado a sus criaturas. Él no puede ser cruel, sólo que nos otorgó la libertad. Y somos nosotros...

—Interesante. Pero sus criaturas gerenciamos peor. Ha delegado en gente salvaje. Cometió un error, Alberto.

—Tu sufrimiento te da derechos, querida. Se me ocurre que Dios no se enoja ni con tus blasfemias.

—No temo su ira: ya me castigó bastante.

En casa, durante la cena, informé que no iría con mi familia a los actos del Congreso Eucarístico.

—¿Qué te pasa? —reaccionó mamá—. ¿Te volviste masón?

—Voy a ir con Edith y su madre.

—Ah...

—Debo acompañarlas. Hace apenas un mes que las abatió la tragedia.

—¿Por qué vos? ¿No tienen familia?

—Muy poca.

—Bueno —dijo entonces mamá en tono agridulce—, tendrán amigos. No deberías sentirte tan obligado porque no sos su pariente... por ahora, y Dios no lo... —se le cortó la respiración.

—¡¿Qué significa entonces todo el Evangelio —hundí mis uñas sobre el mantel— si en estas circunstancias abandonase a un par de mujeres brutalmente dolidas?! Mamá: tu conducta no es de cristianos.

—¡Qué discurso! —se burló María Eugenia.

—Hijo —papá miró con inquietud a mi madre y apoyó su mano sobre la mía—. No sería de cristiano ni tampoco de hombre abandonarlas. Gimena: debes comprender.

A mamá se le llenaron los ojos de rabia.

El soberbio Monumento de los Españoles, a la entrada del parque Palermo, fue enfundado por una cruz colosal. Cuatro altares adosados a la cruz miraban hacia las avenidas.

Enlacé mis brazos a los de Edith y Cósima y avanzamos lentamente por entre la gente que pululaba como en un hormiguero. Desde que las había ido a buscar esa mañana, percibí el consuelo que les transmitía mi presencia.

Por momentos lloriqueaban, por momentos parecían disfrutar del clima arrebatado.

Edith seguía nauseosa. Le dije con tierno enojo que si no iba al médico, me encargaría de llevarla por la fuerza.

—Es la única violencia que puedo hacerte —sonreí.

—¡Lo superaré! —replicaba molesta.

Su madre comenzó a hilvanar una frase que interrumpió asustada. Estuvo por preguntar algo que ni quería imaginarse. Tuve la incómoda sensación de que se refería a nuestras relaciones íntimas pues, sin llegar a decirlo, había asociado vómito con embarazo. Pero era absurdo: jamás me había acostado con Edith. Su iracundia por la forma en que habían matado a Alexander justificaba ese y otros síntomas peores. Una prima de Mirta Noemí, por ejemplo, había muerto de pura pena tras el asesinato de su hermano menor por un gaucho loco.

Nos instalamos a cien metros del altar que daba a la Avenida del Libertador. La ceremonia de apertura comenzó con la lectura de un mensaje y una bula del Papa Pío XI. Causó un impacto inolvidable: desde Roma se pensaba en la remota Buenos Aires y la extensa Argentina; los textos hacían referencia a rasgos y virtudes del pueblo y el país. Luego se pronunciaron tres discursos que intensificaron la unción. El locutor reiteraba la promesa de que esa misma mañana se escucharía al Legado Papal en persona.

Cuando por fin llegó el minuto culminante, se detuvieron los latidos y varios fieles cayeron de rodillas. Tras un largo y compacto silencio sonó una voz pausada, llena y segura que hablaba sin papeles y en castellano perfecto. Monseñor Eugenio Pacelli, desde su esplendoroso palco, derramó frases breves y bien moduladas; eran gemas tiernas, elegantes. Se dirigió a cada individuo en forma separada, casi susurrándole al oído para penetrarle el corazón.

Después concelebró la misa.

A la mañana siguiente el clima superó lo vivido. Más de cien mil niños en ropas blancas hicieron una colectiva genuflexión durante una hora formando una gigantesca cruz horizontal en medio de un millón de personas. Edith no me soltaba la mano: el luto y los estímulos de la fe la zarandeaban de un lado al otro. Quizás entraba por instantes en el misterio de Quien da bienes y males, felicidad y tragedia, sin explicar ni advertir.

El Legado emergió radiante sobre el altar y recorrió a la masa fervorosa con la diestra en alto. Trazó cruces de bendición desencadenando una epilepsia de persignaciones, gestos y plegarias.

Por la noche Buenos Aires se iluminó con más de cien mil antorchas que desfilaron por las calles del centro. Era una demostración de fuerza religiosa sin precedentes. Los hombres caían de rodillas en medio de la calle ante el primer sacerdote que encontraban. Y los sacerdotes, con el deseo de mantener cierta solemnidad, se corrían hasta una columna, o buscaban la frescura de un zaguán o el umbral de un negocio donde escuchar y absolver. Yo mismo fui tentado por la insólita oferta y me confesé sobre la vereda, junto a un farol.

Como panes y peces se multiplicaban palabras, persignaciones, absoluciones, penitencias y consejos. Las avenidas siguieron pobladas hasta el amanecer. Muchos madrugaron en los cafés y los balcones para mirar a los caminantes que iban de una iglesia a otra. La prensa calificó esa agitada noche, noche mística.

Los peregrinos que vinieron de Alemania se concentraron en la iglesia de Guadalupe, pero Edith y su madre prefirieron volver una y otra vez a la de San Roque, aunque el padre Antonio Ferlic había desaparecido en el mar de feligreses para cumplir con sus tareas pastorales.

El último día del Congreso fue anunciado como Triunfo Eucarístico Mundial. Los diarios le dedicaron su primera página. Eugenio Pacelli iba a oficiar la misa en el altar-monumento. Para esta oportunidad se había fabricado un millón de hostias.

Anuncié a Edith y Cósima que las pasaría a buscar temprano; era la única forma de conseguir un buen lugar. La aglomeración, tal como se podía prever, fue mayor que en los días anteriores. Los acomodadores se reconocieron desbordados.

Pudimos encontrar asientos a cuarenta metros del altar. Un coro de niños con casulla roja y sobrepelliz blanca entonaba música. El Legado pronunció una homilía brillante. Era lo esperado. Pero lo inesperado se produjo al anunciar los altavoces que se escucharía al mismo Papa en una transmisión directa desde Roma. Si alguien jamás había sufrido una descarga en su cuerpo, esa vez la sintió en plenitud. Los técnicos habían logrado la inédita conexión y por la perpleja atmósfera de Buenos Aires se expandió la voz del Pontífice.

Apreté las manos de Edith y las de su madre.

A la tarde se concentró más gente todavía. El Legado recorrió en solemne carroza los vericuetos que le abrían los fieles, seguido por un cortejo deslumbrante: cuatro purpurados, decenas de arzobispos, doscientos obispos y miles de curas y seminaristas. Sobre sus hombros llovían las flores. Onduló por entre la multitud, avanzando poco a poco hacia el altar-monumento. Allí lo esperaba el presidente de la República con su entorchado uniforme. Tras los saludos de estilo, el jefe de Estado pronunció una oración.

Luego Pacelli volvió a convertirse en el centro de todas las almas. Bendijo al hervidero de gente con una mano que parecía alargarse hacia lo lejos, hasta abarcar la última irregularidad del horizonte. Pronunció su discurso de despedida con mayor calidez aún que las veces anteriores. Era obvio que estaba satisfecho: había conseguido imponer una renovación del apostolado. Y sabía mejor que muchos sobre los tiempos difíciles que se avecinaban.

Edith cayó en mis brazos.

—¡Ay, Alberto! ¡Cuánto te necesito!

Le acaricié la cabeza afiebrada.

—¡Cuánto te necesito! No te imaginás...

EDITH

La suma era intolerable: violación y asesinato. ¿Con quién compartir semejante carga? Oprimía la ausencia de Alexander; su cara noble de ojos verdes sólo miraba desde los retratos. Cósima y Edith lloraban a escondidas, para no potenciarse el dolor. A veces adivinaban sus pensamientos y se abrazaban.

Pronto la injusticia entró en desmesura.

Edith interpretaba sus náuseas como visceral rechazo a lo que había sucedido con su padre y con ella, eran signos de su furia. Pronto descubrió otra cosa: la violación tenía una monstruosa consecuencia. Espantada, sospechó el averno. Quiso matarse. Bañada en lágrimas, blandió su puño a Dios.

—¡No podés hacerme esto! ¡Es demasiado!

No tenía derecho a castigarla de esa forma. Ya era suficiente con la sola violación y el crimen. Un mes y medio más tarde las náuseas se acompañaron de vértigo y en dos ocasiones fue a dar contra la pared.

—Jesús —rezaba durante la noche—: llevame con papá...

Alberto exigía consultar al médico y Edith aún rogaba: “Jesús: que sea hepatitis, que sea cáncer”.

—Debe ser tu hígado —insistía Alberto—. No entiendo por qué te resistís a una consulta.

Si para ella era una maldición el presunto hijo que crecía en su vientre, ¿qué sería para Alberto? Empezó el derrumbe.

Necesitaba pensar su desgracia con otra persona. Sí, ¿pero con quién? No existía una sola en su horizonte afectivo que la pudiera sostener. Tampoco le brindaría una solución. Para estos casos no existe solución, sino vergüenza, ruina o muerte. Varias calles de Buenos Aires tienen declive y los tranvías aprovechan para aumentar su velocidad; bastaría pararse sobre las vías y en un instante acabaría su desgracia. Dios estaría conforme: ¿qué otro castigo podía armonizar con los que ya le había aplicado?

La preñez era evidente: no volvió a menstruar, crecía la cintura y aumentaba la pigmentación de los pezones. ¿Cuánto tiempo más resistiría consultar a un médico? Ni siquiera se animaba a descargar su pena en el confesionario porque le darían consuelos infantiles.

Una mañana despertó con el pelo mojado y quiso salir corriendo hacia lo de un rabino: quizás la religión de su papá ofrecía remedios diferentes. Pero no conocía rabinos; era católica y le dirían que fuese a lo de un cura. Subió a un tranvía con rumbo desconocido. Enfundada en su ropa de luto se sentó junto a la ventanilla. El duro banco de madera le pareció amistoso. Tiritaba el vagón como su alma. Las imágenes de las calles corrieron como las páginas de un libro. Se asombró de que la gente tuviera apuro. Se acarició el bajo vientre aún plano, ansiosa por cerciorarse de la nueva vida que habría eclosionado. Se trataba de un niño inocente, hijo suyo y nieto del asesinado Alexander Eisenbach. Pero era un bebé que no quería, porque el canalla de Rolf no merecía llamarse padre: era un monstruo bello y maligno como Lucifer. Y volvió a llorar, ahogadamente.

Al cabo de un tiempo impreciso se apeó en un barrio espectral. Caminó por calles de tierra, esquivó un grupo de chicos que jugaban a la pelota y le pareció que uno de ellos, con pelo rubio y ojos claros, muy provocador, se parecería a su hijo. Entonces se alejó presurosa, pero sin dejar de mirarlo: estaba sucio y maldecía.

Ingresó en una pequeña iglesia. La sobriedad de sus muros encalados derramaba silencio. Había pocas imágenes, tan opacas como el techo liso. Sobre el altar brillaban la Virgen y el Niño con colores artificiales. Unas pocas mujeres cubiertas con mantillas rezaban entre los bancos. Permaneció arrodillada y se esforzó en concentrarse.

Al rato vio dos confesionarios y decidió acercarse al más próximo. Se arrodilló.

Al escuchar la voz del cura no pudo contener su llanto. Pero tenía que hablar; apretó sus ojos hinchados, se sonó la nariz y dijo estar pronta. El cura pareció conmovido y esto dio fuerzas a Edith: “es un buen sacerdote, me va a comprender”. Entre las lágrimas que rodaban por sus mejillas y el hipo que cortaba sus frases, manifestó su rabia contra el destino (le salió la palabra “destino” en lugar de “Dios”). Dijo que había sufrido una injusticia espantosa. Habían matado a golpes a su padre, lo habían matado porque sí, porque era judío.

El sacerdote carraspeó y preguntó incómodo:

—¿Has dicho “judío”?

—Sí.

—Pero, tú...

—Soy católica.

—¿Me aseguras que eres católica?

—Sí, como mamá.

—¿Bautizada?

—Por supuesto.

La observación resultó lamentable. Fue un tajo que cortó la confianza de Edith. Si lo había asustado el judaísmo de su padre, cuánto más lo alteraría la historia de su violación. ¿Qué ayuda podía brindar alguien atado por prejuicios? Sólo prescribiría el consabido consuelo de rezar y rezar. Ella había sido violada por una bestia, en su vientre no había un simple hijo, sino un hijo del Mal. Y ese Mal le envenenaba la sangre. Tenía que matar el Mal o matarse a sí misma.

Quiso levantarse, pero escuchó que le preguntaba si tenía novio.

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