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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (50 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Ruschardt untó su pluma y redactó un breve mensaje. Era el 10 de marzo de 1938. Pensó que el capitán Botzen y varios monárquicos se sentirían felices.

Dos días más tarde Rolf fue entrevistado por dos oficiales que mandó el general Sepp Dietrich, jefe de la guardia personal del Führer.

Eberhardt Lust, de fino bigote rubio, y Rudolf Schleier, de ojos tan claros que parecían de algodón, le entregaron una orden que lo dejó atónito. Era el más inesperado de los premios. En menos de un minuto les comunicó estar listo.

Lo llevaron en un coche militar hasta una residencia del siglo XVIII donde había vivido Otto von Bismarck y ahora lo hacía el Führer. Frenaron ante una ronda de grandes Mercedes negros que esperaban la salida de varios ministros.

Se percibía el clima de tensión. Los choferes, parados junto a sus respectivas unidades, fumaban sin quitar los ojos del engalanado ujier que controlaba el acceso. Rolf fue conducido a través de una primera barrera, luego una segunda y se detuvieron en la tercera, a veinte metros del marmolado edificio.

De súbito los choferes arrojaron los cigarrillos al pavimento húmedo y los aplastaron con el pie. Se instalaron frente al volante y encendieron el motor. Diez soldados aparecieron desde el umbroso jardín lateral y marcharon para rendir honores. En la puerta central emergió un grupo de oficiales entorchados. Los automóviles avanzaron hacia la ancha escalinata, lentamente, como perezosos animales. El ujier abría la puerta trasera de cada vehículo con una reverente inclinación.

Rolf reconoció al general Ludwig Beck, Jefe del Estado Mayor del Ejército, cuya fotografía aparecía a menudo desde que había empezado la crisis austríaca. Estaba pálido y no contestaba a las gesticulaciones de sus nerviosos acompañantes.

La fila de automóviles recogió de uno en uno a los oficiales y ministros que venían de celebrar una trascendente reunión. Un nuevo grupo de soldados avanzó ruidosamente por el lado opuesto y formó con las armas al hombro. Sólo quedaban tres automóviles. Cinco motocicletas irrumpieron desde la calle, dieron una vuelta por el patio y se ubicaron delante de los relucientes vehículos. Rolf no sacaba los ojos del rectángulo negro de donde emergería el Führer en persona.

Una voz ordenó presentar armas y el ujier descendió rápidamente hasta el Mercedes central.

Aparecieron cuatro oficiales de la SS; dos se dirigieron al primero y dos al tercer automóvil. Luego emergió Adolf Hitler.

Rolf lo quiso devorar con los ojos. Tenía el cabello lacio y oscuro, los labios finos y una mirada glacial. Descendió la alfombrada escalinata prestando atención a cada peldaño. Se detuvo junto al ujier, que se doblaba hasta casi tocar las rodillas con su frente. Echó un vistazo en derredor y se ubicó en el asiento delantero, junto al chofer. El edecán se sentó detrás; otro oficial palpó su cartuchera y se sentó junto al edecán. Las motocicletas hicieron bramar los motores y la corta caravana se alejó majestuosamente.

Eberhardt Lust dijo a Rolf, apretándole el brazo:

—Bien, ya lo has visto. Ahora comenzarás a formar parte de su guardia personal.

Con Lust de un lado y Schleier del otro, fue introducido en la residencia por la puerta posterior.

En la correspondencia con su bienhechor de la Argentina trató de comunicar las pluviales experiencias recientes. Sus cartas no sólo satisfacían la curiosidad del capitán, sino que ordenaban sus increíbles pasos. Botzen, a su vez, era lacónico en las respuestas pero informaba lo importante, sobre todo que a su sufrida madre le hacía llegar dinero. Respecto de las investigaciones en torno a la muerte de Hans, no había novedades; por ahora no era aconsejable su regreso. A Rolf tampoco le interesaba.

No le interesaba en absoluto; su incorporación a la guardia personal del Führer lo había catapultado hacia la gloria. Ahora caminaba por el cielo.

Como bisoño integrante del cuerpo de elite que garantizaba la seguridad de Hitler, era también vigilado; cada guardián observaba a los otros porque la traición podía canalizarse por la vía menos esperada. También debía perfeccionar su entrenamiento y someterse a sacrificios durante las veinticuatro horas del día. Sin molestarse, Rolf aceptaba relevos inexplicables o bruscos cambios de agenda. Botzen lo felicitó y, enigmáticamente, añadió que le estaba llegando el momento decisivo.

La residencia que Hitler tenía en Berlín había sido objeto de radicales transformaciones. Rolf la pudo recorrer en forma segmentaria, según sus tareas. Era un laberíntico templo que no se dejaba conocer en forma total. Cuando penetraba en una nueva estancia lo sorprendía el tamaño, el color y el amoblamiento. Pisaba las mullidas alfombras que también pisaban las suelas del grande hombre y sentía emoción. Miraba las sillas y los sofás donde le indicaron que él solía acomodarse. Le explicaron que, con ayuda de los arquitectos Troost, Siedler y Speer, el arreglo interior había sido cambiado por completo; el fantasma de Bismarck no tendría ganas de volver. Un ruinoso salón de recepciones y un antiguo gabinete de trabajo, por ejemplo, se convirtieron en un cine; quedó espacio para la salita de música. Añadieron un ala para el salón de invierno y un comedor rodeado de columnas en mármol rojo para los banquetes oficiales. También se construyó un vestíbulo para recibir a las familias amigas. Toda la planta adquirió grandiosidad, con imponentes cuadros de la mitología grecorromana y esculturas desafiantes.

En el primer piso se alineaban los aposentos privados. Durante la ausencia del Führer Rolf fue conducido por Eberhardt Lust, quien tenía memorizado cada detalle. Había un primoroso estar neoclásico, una biblioteca llena de colecciones con lomos dorados, un dormitorio con baldaquino y un baño azulejado y con grifería del Ruhr. Sobre la espesa alfombra central del baño Hitler hacía ejercicios de bíceps y deltoides antes de los desfiles para mantener estirado durante horas su brazo derecho. Mareaba conocer tanta intimidad.

Un pasillo comunicaba con la habitación de huéspedes donde —se decía— a veces dormía Eva Braun. Una puerta separaba el sector de los ayudas de cámara, al que se le había adosado una oficina para resolver cualquier apuro. Rolf caminó prudentemente por el corredor que desembocaba en el espacio destinado a los secretarios de Hitler que trabajaban bajo lámparas de gran potencia. Tres escalones más abajo vio a los adjuntos de los secretarios y al jefe del servicio de prensa. Desde este lugar, pero también desde el opuesto, se accedía al gran despacho del general Sepp Dietrich, comandante de la guardia personal.

Rolf se cuadró ante su superior, cuya mirada lo atravesó el primer día de la frente a la nuca. Tras los taconeos y el
Heil Hitler!
de rutina, le explicó sus tareas, detalladamente. Dietrich era un hombre de mediana estatura cuya papada no guardaba proporción con la armonía de su cuerpo; tenía voz rugosa y cortante. Controlaba todos los movimientos de la residencia y estaba enterado del comportamiento de cada guardián.

Hitler había ordenado derribar las viejas encinas y hayas que había amado Bismarck y había instalado un vasto terraplén de césped, un estanque y una fuente. Le gustaba pasearse por allí; era su único deporte. Durante uno de esos paseos Rolf lo pudo contemplar por primera vez a sus anchas, gracias a que vigilaba el acceso al jardín y el Führer lo rozó al pasar a su lado; hasta olió el agua de colonia con que mojaba su cutis luego de afeitarse. Caminaba con Goebbels, que pretendía convencerlo de algo difícil porque movía incesantemente las manos. El Führer lo miraba de sesgo, detenía sus pasos, luego continuaba a buen ritmo en torno al estanque; de vez en cuando enganchaba sus pulgares en el grueso cinturón.

Después Rolf fue encargado de cuidar sus espaldas en pasillos y salas, en las recepciones y el salón de invierno donde gustaba tomar el té.

Hacia el final del primer mes de servicio el general Dietrich lo incluyó en las comitivas a Dresden, Lübeck y Hamburgo. Esto era fantástico. Mientras tenía a Hitler delante de sus ojos, Rolf no sólo dejaba de parpadear, sino que levantaba las orejas. Lo escuchó conversar tranquilo con sus ayudantes y se estremeció con sus gritos. El Führer se le comenzó a presentar bajo hipnotizantes formas opuestas.

En Lübeck se arrojó al lecho del confortable hotel, encendió el velador y se puso a releer el ajado volumen de
Mein Kampf
que siempre llevaba consigo. Necesitaba reconectarse con el ahora cercano titán que había logrado la resurrección de Alemania y mantenía en suspenso a las potencias de Europa. De los renglones brotaban frases conocidas y rotundas, frases cargadas de pólvora. Allí estaba la voluntad de un superhombre. Pero dejó de leer porque lo atraparon otras frases: las de Botzen. No eran claras como las de Hitler, pero sí inquietantes. Junto a la satisfacción por su meteórica carrera, manifestaba ambivalencias. Era un punto que lo incomodaba porque Botzen escondía algo. En la última carta había dicho que se acercaba el momento culminante. ¿Qué momento? ¿Qué es lo que realmente pretendía decir? En Lübeck durmió poco.

Hitler tenía la costumbre de prolongar las tertulias hasta que sus acompañantes no podían contener los bostezos. Su desajuste de horarios producía chirridos en la administración; por las mañanas aparecían funcionarios dormidos y malhumorados y a la hora del almuerzo empezaban locas corridas porque el Führer recién despertaba.

Durante un descanso Eberhardt Lust le explicó que el hábito de acostarse tarde y no quedarse quieto le venía al Führer de sus “años de lucha” en el llano. Terminó su jarra de café, se secó el fino bigote y agregó que por eso también necesitaba viajar de un lado al otro. Paraba en hoteles cuando recorría el país y su guardia debía efectuar revisiones minuciosas antes y después de su estancia. Gracias a ello, en el segundo mes de servicio Rolf conoció el
Deutscher Hof
de Nuremberg y el famoso
Elephant
de Weimar; en el tercer mes el
Drei Mohren
de Augsburgo; en el cuarto el
Eisenhut de
Rotenburgo y el confortable albergue cristiano de Stuttgart. También le gustaba detenerse en mesones de campo; las consideraba “peregrinaciones” equivalentes a las que habían efectuado los legendarios emperadores alemanes.

Para alivio de los subalternos, se concedía pausas en Munich y Berchtesgaden.

En junio, por su impecable desempeño, Rolf obtuvo otra recompensa: fue eximido de las cansadoras guardias. El general Dietrich le ordenó viajar como custodio armado en el vehículo que seguía al Führer. El grande hombre prefería sentarse junto al chofer. Desde su automóvil Rolf observaba cómo sus servidores, ubicados en el asiento posterior, le alcanzaban los objetos que reclamaba minuto a minuto.

En sus recorridas por el Reich lo acompañaba una caravana impresionante: la policía, coches con sus ayudas de campo, el automóvil con su médico de servicio; luego se encolumnaba el jefe de la cancillería del Partido, los adjuntos de Goering, Himmler y otros funcionarios de alto nivel; cerraban la fila equipos con radiofonía y automóviles con secretarios. Si el viaje era largo se añadía un camión de abastecimiento.

En julio pasaron tres semanas en Munich, la ciudad que el Führer más amaba. Hacia el mediodía un mayordomo ingresaba en el custodiado dormitorio con el desayuno y una bandeja llena de diarios y despachos urgentes. Hacia la una Rolf lo acompañaba de cerca al estudio de sus arquitectos favoritos, donde gozaba los proyectos de grandes obras; allí jugaba con planos y maquetas de su faraónico porvenir. Siempre llevaba consigo al joven Albert Speer, a quien acababa de designar arquitecto para las fabulosas construcciones partidarias de Nuremberg.

Cerca de las tres de la tarde almorzaba en el jardín íntimo de la
Osteria Bavaria,
donde Rolf efectuaba una previa inspección. Allí lo había escuchado burlarse de Goering porque era “un devorador de cadáveres”, incapaz de obviar la carne. Después realizaba visitas oficiales y se detenía en su domicilio de la Prinzregentstrasse para recobrar el aliento. Luego seguía al
Carlton Teestuben,
a la Briennerstrasse o la Casa de la Cultura Alemana, donde permanecía monologando durante horas.

Por la noche necesitaba cambiar otra vez de escenario y de interlocutores: la Casa de los Artistas en la Lembachplatz, la sede del Partido en Munich, la famosa Casa Parda y el casino del Führerbau. A menudo también se dirigía al café Heck y, cuando ansiaba respirar mejor, se alejaba hasta el Tegernsee.

Cualquiera fuese el sitio donde se hallase, Hitler recibía despachos y noticias. Sus colaboradores iban y venían con órdenes que el jefe formulaba de viva voz, de manera brusca, a veces con desdén. No levantaba el tono sino cuando tardaban en comprenderlo. En una oportunidad se hizo evidente su impotencia ante Himmler; entonces empezó a gritar a su inocente ayuda de campo y levantó el puño con ganas de pegarle. Rolf llevó automáticamente su mano al revólver.

Nunca leía los papeles que le aproximaban, sino que pedía una síntesis; tampoco demoraba sus dictados. Jamás se sentaba ante su escritorio. Las órdenes eran verbales y sus interlocutores debían transcribirlas y, a menudo, interpretarlas.

Hitler se tornaba introspectivo en Berlín. Al contrario de lo que sucedía durante sus permanencias en Munich, nunca iba a los cafés ni restaurantes. Salía para visitas oficiales, únicamente. Si quería ver empresarios o artistas, los invitaba a su residencia. Para eso utilizaba el gran comedor, compuesto por una mesa redonda con dieciséis sillas tapizadas en rojo. Encima del aparador diseñado por él mismo lucía una enorme pintura de Kaulbach sobre la diosa Aurora y su multitudinario cortejo.

Un asiduo concurrente era Joseph Goebbels, virtuoso ministro de la Propaganda, quien gustaba del sobrio menú y llenaba los tensos silencios que se producían cuando Hitler interrumpía su monólogo. Goebbels se burlaba de los ausentes; reía solo y contagiaba al Führer su risa seca, temible.

Después de la cena pasaban a la sala de cine para ver dos películas. Luego caminaban hasta el salón de fumar, donde Hitler se sentaba junto a la chimenea en su sillón favorito. Se servía té, champán y a veces chocolates. La conversación giraba en torno a las películas o alguna trivialidad. Rolf disfrutó más cine que en el resto de su vida, bebió champán y volvió a inspirar el aroma a colonia del admirado cutis.

En septiembre el Führer debía entrevistarse con el primer ministro de Gran Bretaña en Bad Godesberg, sobre las márgenes del Rhin. La cuestión checoslovaca parecía estallar.

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