La Matriz del Infierno (51 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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En el Dreesen Hotel flameaban con protocolar respeto la bandera con la esvástica y la British Union Jack. Rolf aguardaba la aparición del Führer. Cuando lo vio con su habitual uniforme y rodeado de colaboradores, advirtió por primera vez que era decididamente menudo, algo blando, y caminaba con pasos cortos, casi femeninos. Este descubrimiento lo irritó. Palpó sus armas y lo siguió de cerca rumbo al muelle, donde inspeccionaría su yate personal. Con firmeza contuvo la legión de periodistas que ansiaba pegarse a su cuadrado bigote, en particular extranjeros que habían sido destacados para reportar el encuentro cumbre. Alguien susurró una frase que lo dejó frío.

—¡Mírale el hombro!

Cada pocos pasos el Führer sacudía su hombro derecho, ¡como Von Lehrhold! Expresaba nerviosismo: el gran hombre se sentía turbado. También arrojaba hacia adelante el pie izquierdo. Rolf le miró los ojos grises y pudo ver que lo rodeaban manchas negras de un mal dormir; tenía la piel seca, pronunciadas las arrugas del cuello y demasiado oscuro el flequillo. Sus adversarios decían algo inverosímil: que en su ascendencia rondaba la sombra de un judío.

Al regresar, Hitler hizo una mueca junto a Eberhardt Lust y Rolf advirtió que su compañero se ponía desusadamente pálido.

Junto a las legendarias aguas del Rhin, Rolf soñó con águilas y césares y despertó empapado. No recordaba otros detalles del sueño ni entendía el motivo de su angustia, pero se le ocurrió que probablemente estaba vinculado con su deber de cuidar al Führer. En la antigua Roma los asesinos de los emperadores eran quienes más cerca estaban de ellos; primero acuchillaron a Julio César y luego siguieron con Calígula, Nerón y tantos otros. Dietrich había advertido sin rodeos que la conspiración latía en el aparato del Reich.

EDITH

Margarete le había avisado que el obispo Preysing las esperaba a la mañana siguiente. A medianoche Edith fue despertada por gritos en la calle, casi al pie de su ventana. Una granizada de golpes acabó por ahogar los gritos de las víctimas.

Se sentó en el lecho, los ojos fijos en el inmóvil cortinado. Esperaba que se proyectasen las formas de los esbirros. Acababan de castigar brutalmente a un hombre y una mujer.

Desde que hubieron llegado, Edith y Alberto habían aprendido que bajo el terror era ridículo llamar a la policía, peligroso asomarse y suicida intervenir. El silencio que siguió a la masacre era más doloroso que los quejidos. Alberto también se sentó y la abrazó.

Al rato oyeron la irrupción de un vehículo. Creyeron que asaltarían la casa. Se estrecharon aun más, como si de esa forma pudiesen ahuyentar el peligro. Escucharon taconeos y saludos hitlerianos. Luego el vehículo se alejó raudo.

No pudieron hablar. Sin prender el velador Alberto fue a llenar dos vasos con agua. Bebieron y se volvieron a abrazar. Les costó dormirse.

A la madrugada estallaron los aullidos de Brunilda.

Edith corrió en camisón y la encontró en el living, doblada sobre el brazo del sofá. Vomitaba.

—¿Qué ocurre?

—En la vereda... Un viejo. ¡Ay!...¡Ahhhh! —la quebró otra arcada.

La condujo al baño y la ayudó a higienizarse. Tiritaba. Alberto, mientras, se había asomado a la calle. Entre el remolino de sus cabellos sin peinar, los efectos de la mala noche y el olor del vómito observó el cuerpo tendido en la vereda.

—No te acerques —advirtió a su mujer—. No te acerques a la ventana.

—¿Por qué?

—Un anciano asesinado, con el cráneo partido... Hay sangre y pedazos de cerebro.

—¡Dios!

Brunilda asintió con enérgicos movimientos de cabeza:

—Lo mataron anoche; yo escuché —sollozaba—. También gritaba una mujer, estoy segura de que era una chica joven, pero a ella se la llevaron. Nunca vi una cabeza abierta... ¡Ahhhh! —repitió la arcada.

—Es raro que no hayan limpiado los rastros del crimen —comentó Edith; necesitaba decir unas palabras, aunque fuesen necias.

—No es raro —replicó Alberto—. El asesinato de judíos resulta aleccionador.

Edith le hizo señas para recordarle que no estaban solos, que semejantes manifestaciones podrían costarles la vida. Pero Alberto, desencajado, transgredía sus propias recomendaciones: Brunilda no era nazi.

—Quieren que se conozcan sus hazañas.

Brunilda lo miró con espanto; en realidad, no lo entendía.

—Posiblemente el cadáver permanezca tendido por varias horas. Así se procedía en la Edad Media con las ejecuciones ejemplarizadoras.

—Alberto —Edith lo arrastró hacia el dormitorio para que la mucama no escuchase; cuando cerró la puerta, dijo—: Me recuerda el asesinato de papá —apretó los puños contra sus mejillas.

—Debemos irnos, Edith. Irnos cuanto antes. El perverso de García O’Leary o el fascista de mi tío decidieron castigar mi casamiento. Inventaron esta misión para zamparme en el horno. Creyeron que por tu mitad judía no te animarías a venir y que yo no tendría bolas para rechazar el ascenso, que esta misión nos separaría. Tuvieron razón: no tuve bolas para rechazar el ascenso, pero se equivocaron con vos, Edith.

Trepidaba rabia.

—No aguanto más. Saltearé jerarquías; no son jerarquías ecuánimes, son perversas. Fijate en el pobre Víctor French: también lo han convertido en prisionero.

—¿Qué harás?

—Recurriré a papá. Lo que no me atreví a hacer antes, lo haré ahora. Que llegue al ministro, al presidente. Que me den otro destino; cualquiera, aunque tenga una jerarquía menor.

—Sí, debemos irnos. No podré llegar ni al año de permanencia. Pero, si no queda otro recurso... —se interrumpió.

—¿Qué, entonces? —Alberto trató de ayudarla a pronunciar la temida frase; tal vez propondría volver sola a Buenos Aires.

—Si no queda otro recurso —dijo ella—, habría que pensar en suspender tu carrera diplomática... Digo suspender, no renunciar.

Alberto había pensado lo mismo.

No pudieron desayunar. Él partió hacia la Embajada y ella hacia el domicilio de Margarete.

—Estoy lista —dijo Margarete al verla.

Caminaron hacia el tranvía. Un grupo de SS las cruzó en un vehículo militar y Edith perdió las ganas de contarle el episodio que aún la tenía descompuesta. Por la ventanilla miró los edificios en cuyos frentes colgaban largos paños rojos con la esvástica negra. Cada día aumentaban las banderas y oriflamas, como si tuvieran la intención de no dejar casa, pared, columna, vidriera o persona que no perteneciera al nazismo.

Descendieron en la undécima parada. Era la primera vez que Edith concurría a la residencia de un obispo. Margarete la tironeó de la manga y doblaron la esquina para evitar la puerta principal.

Las recibió un monje dominico de hábito negro y crema, quien las condujo por pasillos estucados hasta un salón cubierto por grandes cuadros al óleo. En el centro, sobre una mesa, lucía una reproducción de
La Piedad
de Miguel Ángel. Las invitó a sentarse en los bancos laterales.

No alcanzaron a apoyar la espalda cuando se abrió otra puerta y el monje hizo señas para que ingresaran. La amplia habitación parecía compuesta por marfil y oro, con muebles de estilo francés y abundante luz natural que entraba por dos ventanales. El obispo se adelantó. Margarete dobló una rodilla y besó el rubí de su mano. Luego presentó a Edith, quien también se inclinó. Monseñor Konrad Preysing despidió al dominico.

—Bienvenida, hija —sonrió a Edith y sus ojos verdes, rodeados por oscuras arrugas, se posaron largamente sobre los suyos, como si tratase de adivinar qué pensamientos la angustiaban.

Margarete dejó la cartera en el piso e instaló su portafolios sobre la mesa. Se comportaba con evidente familiaridad. Extrajo su contenido: folletos, hojas con dibujos, listas y apuntes. Mirándola, Edith se preguntó si no había sido una locura andar por las calles con semejante material: cualquier SS pudo haber tenido la ocurrencia de averiguar qué llevaba.

—No te aflijas —percibió su susto—: nadie entendería mis papeles.

Monseñor Preysing se aprestó a escuchar. Y Margarete habló sin interrupciones durante diez minutos. Con voz pausada reconstruyó el informe de tres personas que acababan de salir de un campo de concentración. Luego refirió sus penosas andanzas por consulados de países latinoamericanos y europeos. Terminó con un largo suspiro.

—Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un cónsul brinde de buena gana una visa. El mundo no se ha vuelto nazi pero, por Dios, ¡cómo imita a los nazis!

El obispo empezó a caminar con los brazos a la espalda. Era un hombre delgado, de estatura media, aparentemente frágil. Su frente se extendía hasta la mitad del cráneo.

—Ave María, llena eres de gracia... —susurró.

—Nunca imaginé tanta insensibilidad internacional —agregó Margarete.

Preysing se detuvo frente a las mujeres, pero se dirigió exclusivamente a Edith.

—Más grave que los pecados que ahora comete el mundo al desinteresarse por el destino de tantos infelices, es el permiso que otorga a los nazis para que lleven adelante sus planes. Al comportarse como lo hace, el mundo ya no es neutral, sino cómplice. Y más grave aún es el precedente que establece para futuros avances del Mal —se alejó unos pasos y retornó con más rabia—. ¿Soy claro? El mundo está saboreando otro fruto prohibido: humillar al semejante sin esperar sanciones. ¡Es la más grande abominación! De ahora en adelante, con el precedente que establecen los nazis y aprueba el mundo, nadie se escandalizará porque se ofenda o aplaste a multitudes, se les arranquen los derechos y no se les brinde ayuda.

—Monseñor —dijo Margarete—, en la Conferencia de Evián...

—¡Conferencia vergonzosa! —la interrumpió; sus ojos verdes relampaguearon—. ¿Qué decidieron allí? ¡Nada! Se reunieron delegados de treinta y dos naciones por iniciativa de los Estados Unidos, no de una institución cualquiera. Treinta y dos naciones. Hitler había engullido Austria sin el mínimo pudor, los emigrantes aullaban pidiendo visas. ¿Qué decidieron? —volvió a mirar a Edith, lisonjeada e incómoda a la vez—. ¡Nada y nada! Estados Unidos aclaró desde el vamos que no modificaría sus restricciones inmigratorias. Gran Bretaña puso en claro que no disminuiría su prohibición para el ingreso de judíos en Palestina. Era como decir: “Criticamos a los nazis, pero dejamos que hagan su voluntad”. Esa repugnante Conferencia, Edith, Margarete... esa vergonzosa Conferencia nos ha dejado peor que antes. Mucho peor. Quedamos desamparados ante la soberbia del Mal. Ahora los nazis pueden comerse media Europa, o toda Europa.

—A mi marido le prometieron cuatro visas, pero exigen dinero. Se lo transmití a Margarete —murmuró Edith.

—¿Dinero? —sus órbitas lanzaban rayos—. ¡Por supuesto! Los pasaportes y las visas son el mejor negocio de estas alimañas. Y hay que pagar. Dinero por Derecho. La expulsión de judíos, sean o no bautizados, permite hacer fortunas rápidas. El Estado les confisca todo mientras los cónsules cobran disparates por las visas. Por el otro lado, funcionarios nazis que se jactan de la nueva moral, exprimen a judíos y cónsules mediante la extorsión. Es excitante para el patriotismo. Es su nuevo evangelio —se sentó y volvió a pararse; se le habían enrojecido las mejillas—. Fíjense que un jefe de la Gestapo quitó los pasaportes de una familia y, tras someterla a una horrible angustia, se los devolvió a cambio de las últimas monedas que les quedaban en los zapatos.

—Llevamos gastada una buena suma con estos corruptos —se quejó Margarete.

—Tiene mi bendición para seguir haciéndolo. Es el mejor gasto.

—Pero no me alcanza. Vea las facturas.

El obispo se desplomó sobre un pequeño sofá.

—¿Se siente bien, monseñor? —preguntó Edith.

El hombre tanteó un botón oculto bajo la mesita. Apareció el monje dominico.

—Tráiganos café y una jarra con agua, por favor —luego miró a Edith con afecto—. Estoy bien, hija, pero indignado. No freno mi furia aunque produzca taquicardia; no considero pecado a la indignación, menos en estas circunstancias. Diría que es una virtud de la que carece la mayoría de mis hermanos alemanes.

—Reconozco que, desde que llegué a este país —comentó Edith—, paso de asombro en asombro. Lo que sabía era apenas una crónica endulzada. Pero también he tenido algunas gratificaciones, como ver de cerca a un obispo tan cristiano como usted.

—¡Me indigna esta orgía del odio! Claro que sí. De todas formas, gracias por el halago, hija. Además de arrojarme facturas pesadas como rocas —guiñó—, Margarete me habló de usted; yo le pedí que la trajera. Sé que usted es judía por su padre y sé que es católica por la fe. Ahora veo que no se arredra ante un obispo. Los alemanes todavía se encogen ante un obispo, por lo menos la primera vez —sonrió.

—No he hablado con obispos: sólo los he escuchado, y de lejos.

—Créame que desearía ser más escuchado aún; pero acabaría mal. La Iglesia pasa por un momento horrible. Si será horrible que no se atreve a defender valores esenciales. Las manifestaciones públicas contra este neopaganismo son muy escasas.

—¿Por qué tanto silencio, monseñor? ¿Por qué esa renuncia al deber pastoral, humano? Sé que es peligroso...

—Porque los obispos, en esta tempestad, apuestan a la supervivencia. Mera supervivencia. Aseguran que esa supervivencia ya es suficiente, ya es una pared al absolutismo, una refutación a la homogeneidad que reclaman los nazis. No estoy de acuerdo, pero ellos sostienen que primero hay que preservar a la Iglesia, aunque en condiciones vergonzosas, y luego pensar en el resto.

—¿Eso es moral?

Monseñor Preysing apretó sus manos en oración.

—Temo que no. Y le informo por lo bajo que algunos teólogos piensan lo mismo.

—El otro día el canónigo Lichtenberg orilló el tema —comentó Margarete.

—A Lichtenberg, que es un santo varón, hay que recordarle que se cuide; es muy osado. Y yo, hijas mías, no tengo más remedio que obedecer a la mayoría episcopal. La mayoría ha decidido no enfrentarse con el régimen para, de esta forma, no darle excusas para las represalias. Nos limitamos a las acciones poco llamativas.

—Y escasas.

—Sí, lamentablemente, pero útiles. Por ejemplo, vigorizar la enseñanza religiosa donde sea. Por ejemplo, ayudar a los judíos bautizados.

—Y no bautizados también —intervino Margarete.

—Muy en secreto. Y casi nada, digamos la verdad —el obispo abrió los brazos con impotencia—. Debemos reconocer que no nos atrevemos. Pese a que algo muy fuerte nos obliga hacia ellos, porque nosotros hemos sembrado el antisemitismo durante más de mil años. Nuestra prédica fue maligna y fértil: inculcamos un antisemitismo religioso que se ha metido hasta la base del alma. ¿Qué cristiano arriesgaría sus bienes o su vida por un judío? El judío, según nuestra prédica, es pérfido y abominable. Por eso resulta menos difícil ayudar a los conversos porque, con su bautismo, han abandonado la condición maldita.

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