Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—No para los nazis —dijo Margarete.
—No para los nazis —aceptó el hombre—. Los nazis tienen el espantoso mérito de haber sincerado la cosa. ¿Sabe a qué me refiero, Edith? A que dicen sin eufemismos, de manera brutal, lo que indirectamente proponía nuestra prédica: hacerlos desaparecer. Nosotros mediante el bautismo y las expulsiones, los nazis mediante el terror. Ahora los quieren borrar de Alemania. Yo estoy seguro, sin embargo, de que pronto los querrán borrar del mundo.
Margarete emitió un largo suspiro.
—De ahí que me parezca bien salvar conversos: al menos es un paso inicial de resistencia. Reiteramos un mensaje: para nosotros los católicos la discriminación racial se opone a la fe.
—No lo entienden —protestó Edith.
—Cierto. Hay hermanos ignorantes o crueles o egoístas que hasta se niegan a compartir la comunión con los judíos bautizados; ¿puede imaginarse un despropósito más grande?
Edith movió la cabeza.
—Sí, hay otro más grande —el obispo dirigió su mirada al cielo raso—: algunos católicos me han venido a ver para que les anule el matrimonio porque descubrieron que su cónyuge tenía un antepasado judío. ¿Qué le parece?
—¿Y los cordones en las iglesias? —agregó Margarete.
—Los cordones. Cuéntale, hija —la animó Preysing.
—He tenido que lidiar en varias iglesias con católicos que parecían alumnos de Lucifer, Edith: querían dividir las naves con un cordón para evitar su contacto con fieles de origen judío.
El dominico depositó una bandeja de plata con el café, la jarra de agua, vasos y pequeñas servilletas blancas.
—Ahora rezo por los católicos que desobedecen al Reich —el prelado llenó los vasos y bebió del suyo—. En nuestras circunstancias también la desobediencia ha dejado de ser un pecado para convertirse en virtud. Algunos católicos ya la ejercen debidamente. Son pocos, pero actúan como santos; espero que no se conviertan en mártires.
Levantó su café.
—Me conmovió un capellán del ejército. Fue llevado ante la corte marcial por decir a los soldados que el culto de la raza, de la sangre y de la tierra es burdo materialismo. Fuerte, ¿no? ¿Qué pasó entonces? Lo previsible: lo condenaron a prisión y lo expulsaron del cargo. Luego un cura de mi diócesis fue arrestado por criticar a la Justicia: “la Justicia que no condena los ataques contra los judíos, que son tan humanos como los demás hijos de Dios, no es Justicia”. Cuando lo dejaron salir vino compungido, seguro de que lo reprendería. No lo reprendí ni felicité. Se imagina que no puedo estimular su falta de prudencia. Pero —sonrió con malicia— debe de haberme entrado una basurita en el ojo y él lo interpretó como un guiño. Fue un guiño, en realidad. Y se sintió estimulado, naturalmente. En el primer sermón que pronunció ante su feligresía dijo, sin rodeos, que no existen diferentes cristianismos para las diferentes razas; y dijo más: que si los teóricos del Partido no estaban de acuerdo, que leyesen más seguido la Biblia. Consecuencia número uno: a este bravo sacerdote le dieron tres meses de prisión con trabajos forzados en el campo de Sachsenhausen. Moví cielo y tierra, como puede imaginar, pero no conseguí recuperarlo ni un día antes de cumplida la condena. Consecuencia número dos: no volverá a decir lo que dijo —se le humedecieron los ojos—. El campo de concentración lo ha deshecho.
—Esos campos... —murmuró Margarete con una mano en el corazón.
—Los nazis saben —continuó Preysing— que aumentan su poder mediante el terror y que el terror creciente anula las resistencias físicas y espirituales. Por eso quien desobedece a este régimen es un héroe moral. Yo rezo por estos héroes.
—Usted es valiente, monseñor. ¡No sabe cuánto me reconforta!
—No me avergüence, hija. No soy más valiente que monseñor Berning, quien apenas asumió Hitler habló del sufrimiento de los judíos pero... —hizo una larga pausa, tragó saliva—, luego se llamó a silencio. Habrá tenido sus razones. No soy más valiente que monseñor Faulhaber, o monseñor Groeber, o monseñor Bertram o monseñor Winter. Son pocos los que se pronuncian por una resistencia más dura.
Extendió su mano hacia el antebrazo de Margarete:
—Pero usted no afloje, hija. No me importan las facturas, ya sabe. La obra de San Rafael es lo más caritativo de este gigantesco y criminal manicomio. Debemos ayudar la emigración judía con toda nuestra fuerza. Antes de que sea tarde.
—¿En qué puede ser peor el futuro? —Edith pensaba que ya habían tocado fondo—. Los nazis humillan y maltratan a la gente como si fueran bestias; a los judíos les han quitado la ciudadanía y los derechos más elementales. ¿Qué más pueden hacerles? ¿Qué más? Los han empobrecido y desmoralizado. La mayoría ha perdido hasta los reflejos vitales. Están vencidos, entregados.
Konrad Preysing se rascó la nuca, acomodó el solideo y bebió el resto de su café.
—Los nazis obtuvieron este trágico resultado con una aparente legalidad, hija, sin guerra y con embajadas de todos los países en las calles de Berlín —se levantó, fue a su escritorio y extrajo varios cuadernos; los hojeó y separó uno—. Fíjese: en 1933 los nazis promulgaron cuarenta y dos leyes raciales, restringiendo a los judíos derechos para ganarse la vida, gozar de la ciudadanía plena y educarse normalmente. ¡Cuarenta y dos leyes antisemitas en un solo año! A esas medidas antihumanas, injustas, las llamaron “leyes” —dio vuelta una hoja—. En 1934 parecía que ya no había qué agregar. Usted acaba de decirme qué más pueden hacerles ahora. Bueno, en 1934 añadieron diecinueve medidas nuevas, tan crueles y espantosas como las anteriores. En 1935 reactivaron la inspiración y promulgaron veintinueve. En 1936, con motivo de las Olimpíadas, quisieron mostrarse benignos y rebajaron la producción de esas “leyes” a veinticuatro. Bajaron otra vez en 1937: veintidós. ¿Qué le parece? Un pozo sin fondo, una maldad inagotable. Y en este terrible 1938 ya van... —dio vuelta otra hoja del cuaderno— van, ¿cuántas le parece?
—No llevo la cuenta, monseñor. Estoy pasmada.
—Entonces escuche —hizo bocina con la mano—: ¡han pasado las setenta! ¿Qué tal? Es el frenesí, los nazis están más productivos que nunca. Claro, no podía ser de otra forma: masticaron Austria sin resistencia, comprueban que la prensa internacional es inoperante y que en Evián treinta y dos países manifiestan en forma oblicua que no les importa el destino de los judíos. Se han excitado como fieras. Ahora exigen disparates tales como que todo judío varón agregue a su nombre la palabra Israel, y toda mujer la palabra Sara. Y si ese varón o mujer tiene un nombre derivado de la palabra
Deutsch,
debe suprimirlo.
—¡Inventan cada cosa! —resopló Margarete.
—Pero con un objetivo: aumentar el oprobio. De ahí mis pronósticos lúgubres, muy lúgubres. Cada mes, cada año, será peor.
—Me cuesta imaginar algo peor. Estoy tan alterada que mi fantasía ha dejado de funcionar.
Preysing se llevó ambas manos a la cabeza no sólo como gesto de sufrimiento, sino para impedir que algunos monstruos escaparan de su cráneo. Luego, con los oscuros párpados caídos, farfulló:
—Edith: hasta ahora los nazis han recurrido a la máscara de la ley. Inclusive han cuidado ciertas formas; con hipocresía, es cierto, pero las han cuidado. Pero se están dando cuenta de que no es necesario: el mundo les teme y los deja hacer. Entonces, ¿qué vendrá a continuación?
—¿Qué quiere decir? —Edith había enronquecido.
—¿Hace falta ser vidente? La militarización y el desenfrenado espíritu bélico sólo pueden llevar a una Segunda Guerra Mundial. ¿Hace falta ser vidente para percibir que tanta deshumanización de los judíos sólo puede conducir a su matanza masiva? ¡No queda otro camino!
Konrad Preysing se hundió en el sillón y las mujeres miraron el piso. Guardaron silencio. Luego Margarete recogió los papeles en su hondo portafolios. Lo hacía con fatiga, lentamente. El obispo llenó otra vez los vasos con agua. Parecía necesitar mucho líquido para apagar el incendio de su corazón.
—Mi padre fue asesinado por los nazis —evocó Edith con la voz entrecortada—. Ocurrió hace cuatro años. Luego murió mi madre, de un tumor cerebral.
—Margarete me informó. Espantoso. Imagino la extrema pesadumbre que cayó sobre usted. La impotencia y la rabia. Es difícil hallar consuelo ante cualquier crimen, pero es más doloroso aún cuando se trata de crímenes como éstos, tan injustos. Cuesta percibir los designios de Dios.
—Estuve enojada con Dios. Creo que sigo enojada. Hoy, frente a nuestro domicilio, asesinaron a un anciano de la misma forma que a mi padre.
Margarete y el obispo la acariciaron con los ojos.
—En este mes —prosiguió Edith— los judíos celebran Iom Kipur, el Día del Perdón. Cada Iom Kipur es el aniversario de la muerte de papá. Lo había ido a buscar al término del servicio y un pelotón nazi lo mató a golpes. Desde entonces, para Iom Kipur, necesito ir a una sinagoga. Es mi infaltable homenaje.
—¿Me está pidiendo permiso? —susurró Preysing.
—No sé si es eso.
—Si es permiso, lo tiene ya. Si es mi opinión, le digo que vaya, por supuesto. Pero tenga cuidado.
—Te presentaré a Cora Berliner —propuso Margarete—. Es la principal colaboradora del doctor Leo Baeck, el más respetado rabino de Alemania. Ella te dirá a qué servicio te convendría asistir. Todas las sinagogas están vigiladas.
—Edith —el obispo tendió ambas manos sobre la cabeza de ella; pero su voz adquirió una grave resonancia—: no sólo le doy permiso, sino que le ruego: acompañe al pueblo de Israel, el pueblo de su padre, en estas dolorosas circunstancias —le apoyó el pulgar en la frente—. Tiene mi bendición.
Salieron del palacio por la misma disimulada puerta por donde habían entrado y caminaron con falsa tranquilidad hacia la parada del tranvía. Por suerte encontraron asiento. En la parada siguiente vieron una patrulla nazi que se detenía ante una tienda que exhibía los carteles injuriosos y una enorme estrella de David pintada con cal sobre la vidriera. Un uniformado permanecía en el vehículo con el motor en marcha mientras los otros irrumpían en su interior con las armas desenfundadas. El tranvía cerró las puertas y reanudó la marcha, pero Edith torció el cuello para enterarse: alcanzó a observar que empujaban a los clientes a la calle, gritándoles; a un hombre le pusieron el revólver en la cabeza. Margarete se limitó a cambiar la posición de su portafolios.
Edith apoyó su sien contra el vidrio. En esa calle abundaban los carteles:
Juden unerwunscht
(judíos no deseados) y
Nur für Juden
(sólo para judíos). Un banco amarillo se diferenciaba en un pequeño parque de los otros, negros, verdes o blancos; Edith ya lo conocía por su infaltable anuncio
Nur für Juden;
pero siempre aparecían vacíos porque nadie se animaba a gozar de esa cortesía, desde luego, a menos que estuviese al borde del colapso.
Margarete le habló sobre Cora Berliner y el rabino Leo Baeck. Sobre Baeck había escuchado en la Argentina a Bruno Weil y Elías Weintraub, quienes se deshicieron en elogios sobre su sabiduría y ejemplar coraje.
Descendieron en la séptima parada, ingresaron a la ruinosa Sociedad San Rafael y saludaron a quienes se amontonaban en la salita de espera. Se refugiaron en la oficina de Margarete porque necesitaban imperiosamente otra taza de café.
—Ya no es fácil que un judío pase por ario; conocen todos los trucos. Deberás manejarte con astucia. Las recomendaciones de monseñor Preysing son correctas.
—Tengo madre aria y pasaporte argentino. Para alguien medianamente razonable...
—No continúes. Se acabaron los razonables —depositó la taza sobre una pila de carpetas.
—El nazismo es un disparate, Margarete. Un disparate que genera ensañamiento.
Margarete se incorporó.
—A la inversa: el ensañamiento creó el disparate. Bueno, debemos trabajar. ¿No sientes el hedor de la angustia?
Mientras atendían a mujeres arrastrando niños y a viejos llorando el arresto de sus familiares, Edith volvía una y otra vez a preguntarse si su deseo de concurrir a una sinagoga no desencadenaría una tragedia. Pensó que Alberto las pagaría mal y Cora Berliner y el rabino Baeck también, por vincularse con alguien como ella munida de pasaporte diplomático. No estaba en Buenos Aires para poder darse el lujo de reunirse con judíos. Cora era funcionaria de la
Reichsvertretung
judía, puesta bajo la lupa de la Gestapo; debían tenerle registrado cada suspiro. Había tenido un desempeño brillante en la administración prusiana hasta que las leyes raciales la obligaron a renunciar. Era una bella y valiente experta en estadísticas. Se convirtió en la mano derecha del “cardenal” Leo Baeck. Margarete la había conocido en Cáritas, adonde había llevado dos familias convertidas para que les brindasen ayuda. Se midieron los quilates y reconocieron que podían haber sido gemelas.
En cuanto a Leo Baeck, Margarete lo describió con más entusiasmo que a su venerado monseñor Preysing. Lo vio en media docena de ocasiones y le escuchó dos conferencias. Además de rabino, era un académico que daba clases sobre Talmud, homelética, escribía trabajos filosóficos y, últimamente, traducía los Evangelios del griego al hebreo con el fin —decía— de mostrar cómo se expresaban los judíos en su lengua original desde hacía dos mil años, incluido un judío llamado Jesús.
Las horas se densificaron. A la semana siguiente se reunió con Cora Berliner, pese a los riesgos que implicaba. Al verla y escucharla percibió el fulgor del bronce. No imaginaba que bajo tanta opresión circulase una tenaz resistencia judía. Cora era burbujeante y dulce. Le brindó suficiente información como para llenar varios boletines de la Hilfsverein. Pero ya no se trataba de datos, sino de riesgos mortales. Esta gente escribía una epopeya, pensó Edith, con una entereza que daba escalofríos. Mientras la observaba evocó a Alexander: “¡si me viese! ¡si papá supiera!” En la segunda oportunidad le manifestó su impaciencia por conocer al “cardenal”. Cora prometió ocuparse.
Edith ya no sabía a qué atribuirlo. Si fue el honesto Preysing o la audaz Margarete o la intrépida Cora o el conjunto de recias experiencias en San Rafael: había disminuido su miedo. Se desconocía. Pensó que los seres valientes contagian un elixir que bombea desde el fondo del alma. El elixir circulaba por sus venas. La insistencia de Bruno Weil y Elías Weintraub para combatir parecía distante, ocurrida en el siglo pasado; pero ambos seguían activando en su corazón. Felicitaban su renacido coraje, eran parte del elixir.