Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Te fascina el Reich? —preguntó desembozada con malicia.
Demoró la respuesta, tal como Alberto recomendaba, “porque los espías de la Gestapo se meten bajo la alfombra”, y como le aconsejado el canónigo en su primera entrevista: “mejor no lo diga; ni siquiera aquí”. Pero Margarete transmitía confianza y Edith necesitaba liberarse de su opresión.
—Me produce asco.
Margarete aguardó que la joven que servía el té se alejase, añadió un chorrito de leche y lo revolvió pensativamente.
—Deberíamos vernos más seguido; tenemos valores en común.
Sugirió que concurriese a Cáritas, donde ella y también Lichtenberg trabajaban.
Le contó que se había doctorado de Asistente Social en la Universidad de Berlín y enseguida había sido convocada por el obispo Konrad Preysing para las tareas de ayuda que desplegaba la Iglesia alemana desde los duros tiempos de la inflación y el desempleo.
—Después de la Gran Guerra parecía que la noche había descendido para siempre sobre este sufrido país. Pero estábamos saliendo, Edith. La verdad es que la tan denostada República de Weimar progresaba hacia la solución de nuestros problemas. Por doquier florecía la creatividad, la inteligencia, la grandeza del espíritu. Nos hicieron trampas la impaciencia, la falta de raíces democráticas. Por un lado presionaba una izquierda fanática y por el otro una banda de criminales.
Edith estuvo tentada de cruzar sus labios con el índice, como había hecho el canónigo, pero se limitó a mirar en derredor para verificar si las palabras de Margarete no habían desencadenado una tormenta.
—Esta banda —continuó— hizo propicia la angustia de la gente y desató el viento de una extraordinaria ilusión. Su fuerza es el odio —bebió, depositó la taza sobre el platito ribeteado y se llevó una mano a la frente—. El odio es una energía inagotable; proviene del infierno y nos llevará al infierno.
Edith miró otra vez a las mesitas vecinas. En una pared sonreía el retrato de Pío XI.
—Es la primera vez que escucho expresarse de ese modo a una alemana en Berlín.
—¿Opinas distinto?
—No. Me ha impresionado tu... temeridad.
—Pero la temeridad no es virtud, es pecado.
—En la Argentina también fuimos traicionados por la impaciencia, también perdimos el camino de la sensatez y aplaudimos el quiebre de la legalidad.
—Cada vez hay menos gente que opina como nosotras, sólo que esa poca gente no se atreve a hablar: teme los campos de concentración.
—En la Argentina no llegamos a tanto.
—Dios no lo permita. ¡Ah, Edith —temblaron sus labios—, esos campos de concentración! ¡Qué invento!... Ya los han probado varios sacerdotes por haber pronunciado sermones críticos. A los nazis nada los inhibe: ésta es la sencilla clave de su triunfo. No imaginas cuánta ventaja tiene el desenfreno y la insensibilidad en este mundo dado vuelta. Los nazis han conseguido que el miedo cierre la boca de todo el país.
—Pero algunas críticas se filtran: me refiero a las protestas que se formulan en la intimidad del hogar, o en este barcito. Las embajadas transmiten en lenguaje cifrado más de una atrocidad; ¿cómo se enteran las embajadas?
—Simple: cada vez se sabe menos, pero las atrocidades son más. Edith —acercó su cara de heroína bíblica—: la gente ha sido doblegada por el terror y, para sobrevivir, prefiere creer al gobierno y su aparato de propaganda; la propaganda presenta las menores críticas como embustes de los traidores y de la campaña anti-alemana.
—¡¿Campaña antialemana?! Pero si se denuncian hechos evidentes. Cualquiera puede corroborar que son ciertos.
—La propaganda es una nueva droga. Con ella te convencen de que lo negro es blanco y lo blanco es negro. Empiezas a desconfiar hasta de tu propia percepción.
—¿Y cómo reacciona la Iglesia ante semejantes distorsiones?
Sobre el rostro de Margarete descendió una nube negra.
—¿No lo sabes acaso? Reacciona en forma desarticulada. Es muy triste. En 1931, dos años antes de que Hitler se adueñara del país, los obispos previnieron a la feligresía de que el racismo era una doctrina opuesta a las enseñanzas católicas. Pero después se llamaron a silencio. Mantienen una postura ambigua y temerosa. La llaman prudente, pero yo prefiero llamarla de otra forma —calló; a los pocos segundos lo dijo—: indigna.
—¿Y tu obispo, el obispo Konrad Preysing?
—Lamento decepcionarte, porque él es sólo una excepción. Lo amo por su inteligencia y su coraje. Pero es una excepción.
—La Santa Sede se ha pronunciado con fuerza. El Papa escribió la carta
Mit brennender Sorge.
—Es verdad, Pío XI —miró el retrato— mandó esa carta notable, que fue leída en muchas iglesias. Pero fue leída con pudor, casi en secreto. No fue lanzada a los cuatro vientos como un repudio franco. El gobierno había firmado un Concordato con Roma según el modelo de Letrán, que en apariencia beneficiaba a las dos partes. Pero ahora sólo sirve para mantener amordazada a nuestra jerarquía. Los nazis, con su prepotencia, le ganaron a la diplomacia vaticana. Parece increíble, porque las negociaciones parecieron excelentes para la Iglesia: estuvieron a cargo, nada menos, que del Secretario de Estado del Vaticano en persona.
—Monseñor Eugenio Pacelli.
—Así es.
—Lo vi en Buenos Aires, en el Congreso Eucarístico.
—Era un hombre muy inteligente y hábil, la mano derecha del Papa.
—Pero no te convence el Concordato.
—No —mordió una masita—. Además, no es sólo el Concordato. Me roe un malestar, Edith. Aunque a veces me pregunto qué autoridad tengo para cuestionar a la jerarquía eclesiástica.
—¿Qué es lo que te roe?
—Me subleva que la Iglesia alemana no se haya constituido en la fuerza moral que necesita mi país para detener su alegre marcha hacia la ruina. La inmensa mayoría, millones y millones de católicos no lo advierten y están felices. La clerecía, en cambio, ve lo que pasa, lo sabe muy bien, en el fondo condena a los nazis; pero calla. La Iglesia no es ingenua y no baila de alegría. Pero, te repito, hay millones de católicos que sí, porque no ven más allá de sus narices. Ya habrás oído sobre las grandes realizaciones de Hitler: suspendió el pago de las onerosas reparaciones de guerra, recuperó el Sarre, desafió con éxito al mundo y organizó un nuevo y poderoso ejército sin que las grandes potencias digan mu, creó la prohibida Fuerza Aérea, restableció la soberanía sobre Renania, construyó autopistas, premia a quienes humillan y saquean a judíos, promete ampliar nuestras fronteras con su tesis del espacio vital, ya devoró a Austria y pronto hará lo mismo con Checoslovaquia, organiza desfiles más grandiosos que los de los césares de Roma, eliminó la desocupación. ¡Estamos en el paraíso!
—Una maravilla.
—Una maravilla. Hemos pactado con el demonio. No te olvides de que la historia del doctor Fausto es una historia alemana. Mefistófeles es alemán. Ahora disfrutamos la primera parte, la fiesta.
—Me da rabia, Margarete.
—Los obispos se niegan a presentarse como una oposición. Incluso se niegan a difundir la prédica de algunos valientes párrocos. Como ha ocurrido siempre en la larga historia de la Iglesia, son los curas más jóvenes, los que están en contacto directo con los fieles, los que mejor honran el Evangelio. ¡Y bueno! ¿Acaso los discípulos de Jesús no fueron jóvenes y algunos muy jóvenes? Monseñor Preysing me contó sobre un sermón que provocó risas cuando el cura preguntó seriamente a los feligreses: “Por qué el pueblo venera tanto a la Virgen María?... ¿Será porque no tiene una sola gota de sangre aria?” Ese párroco fue internado en el campo de Dachau al día siguiente, por loco y por subversivo.
—No me digas que los obispos no se ocuparon de rescatarlo.
—Supongo que sí. Pero con los nazis resulta difícil; hay que ver con cuánto cinismo se lavan las manos. Por otra parte, ya te dije que los obispos quieren evitar la confrontación. El cardenal Clemens von Galen, por ejemplo, critico el libro racista de Alfred Rosenberg en 1934; ¿pero qué ocurrió después? Después se retrajo, se llamó a silencio. El cardenal Michael Faulhaber enfatizó la vigencia del Viejo Testamento junto al Nuevo para que se recuerde la importancia de los judíos en el plan de Dios, pero luego, igual que Clemens, calló también; incluso se niega a pronunciarse en contra de las leyes raciales.
—¿Cómo pueden dormir tranquilos?
—Lo mismo me pregunto yo. Mientras varios integrantes del bajo clero revelan coraje, el alto clero sostiene que hay que armarse de paciencia. Los párrocos gritan y los obispos cierran la boca. Fíjate que a poco de asumir Hitler aparecieron artículos en boletines parroquiales contra el odio. Y no en los artículos: en los sermones se criticó la violencia de los nazis y sus calumnias. Un volante repartido por un grupo de parroquias proclamaba “La salvación no viene de los arios sino, como Cristo dice, de los judíos”.
—Extraordinario.
—Hay más, y debería saberse. El semanario
Ketteler Wacht
fue confiscado en 1935 por contener artículos contra las diferencias raciales. Era 1935, cuando ya el régimen estaba consolidado. En Duisburg pasó algo distinto y casi fantástico. Te cuento: el párroco de esa localidad criticó a Hermann Muckermann, un científico nazi que inventaba crímenes judíos. Por esas críticas las Juventudes Hitlerianas invadieron el templo e interrumpieron el servicio religioso. Pero ahí ocurrió lo inesperado: la multitud, en vez de someterse, empezó a entonar una canción. Se me pone la piel de gallina al contarlo... ¡La multitud cristiana entonó una canción judía! Lo hizo con tanto fervor que los intrusos se limitaron a vocear sus consignas y retirarse frustrados.
—Impresionante, Margarete.
—De veras, ¿no? Puedo recordar unos pocos ejemplos más.
—Son los ejemplos que salvan el nombre de la Iglesia y de muchos alemanes.
—Pero son la excepción, no nos engañemos.
Al despedirse, Margarete le reiteró que fuese a trabajar a Cáritas.
—Aunque es muy peligroso.
—Lo haré.
—Brindarás más ayuda de la que te puedes imaginar.
—Dios lo quiera.
Fue a la Volksschule de la Platanen Alleé, como le habían indicado. Al frente, efectivamente, funcionaba The American Colony School. Eran establecimientos antagónicos. El primero alemán, el segundo extranjero; el primero nazi, el segundo democrático; el primero
judenfrei,
el segundo contaminado. La calle equivalía a una trinchera.
El uniforme de Rolf esfumaba los obstáculos. Ingresaba en la Volksschule cuando deseaba. Su amedrentante taconeo recorría aulas y patio. Decenas de ojos lo miraban con admiración y prudencia. Cuando entraba en una clase, todos se ponían de pie.
Esa mañana el docente palideció y, con esfuerzo, trató de proseguir su enseñanza de las matemáticas. Suponía que venían a evaluarlo por una delación. Pero Rolf se aburrió enseguida y anotó el nombre del maestro en su libreta. Se puso de pie y al instante fue imitado.
—
Heil Hitler!
—
Heil Hitler!
Sus tacos resonaron como golpes de timbal. Fue a la rectoría, donde el doctor Durchheim le reiteró su presta colaboración para lo que quisiera.
—Ninguna ayuda —replicó—. Vengo a tomar su café. Estoy empeñado en una evaluación objetiva.
—A sus órdenes —insistió Durchheim en posición de firmes—. Puede retornar a mi despacho cuantas veces desee.
—Ya me lo ha dicho.
Luego tuvo el placer de darle la espalda y enfilar hacia otro punto del edificio escolar. Nunca hubiera imaginado en Buenos Aires, cuando sufría a las bestias del Burmeister, que llegaría a poder mortificar a los docentes de un establecimiento en Berlín. Debía cumplir los dos objetivos que había pedido el ministerio: controlar si se obedecían las pautas educativas y organizar un ataque contra los alumnos del American School.
¿Qué enseñaban en biología, por ejemplo? Irrumpió en el aula, todos se pararon y Rolf fue a sentarse en el fondo. El maestro era un hombre de cabellos blancos, aunque no viejo. Parecía amable. Sin elevar demasiado la voz repetía: “Nosotros los nazis somos los mejores y prevaleceremos”.
Explicó que en la naturaleza se libraba una lucha perpetua entre los débiles y los poderosos.
—Ustedes deben liberarse de los sentimentalismos que ha inculcado la cultura judía —dijo—. Son falsos. Los débiles caen y caerán para gloria de los fuertes. Así es el mundo.
Ordenó a un niño del primer banco, no mayor de diez años, que leyese un poema sobre la eterna lucha entre el débil y el fuerte.
—Verán que no cabe la mínima discusión.
El niño pasó al frente, tomó con ambas manos las hojas que le tendió el maestro, enderezó su columna en posición de firmes y, con esmero, realizó la lectura. Sus compañeros escucharon modosos.
El poema, rimado, empezaba con el tranquilo vuelo de una mosca que, de súbito, caía sobre una víctima diminuta, casi invisible. La víctima imploraba por su vida, ya que no representaba peligro alguno para la mosca. Era débil e insignificante; con palabras conmovedoras pedía que le tuviese lástima y no la destruyera. “De ningún modo —rechazó la mosca—, porque yo soy grande y tú pequeña”.
El poema proseguía con el eslabón siguiente: una araña atrapaba a la mosca en su tela y después la devoraba llena de felicidad. Pero un gorrión, a su turno, picoteaba y se comía a la araña, sordo a su vez a los ruegos de quien tejía tan bellas telas y se había comido a la mosca. Al rato un gavilán mataba y engullía al gorrión, en cuyo intestino se disolvía la araña.
El niño se aclaró las cuerdas vocales y prosiguió con su lectura. Sus labios se movieron secos al describir que un zorro audaz y veloz cazaba al hermoso gavilán. Pero después un perro mordía con furia al zorro y lo liquidaba. La secuencia era implacable, porque acto seguido un lobo mataba al perro. Y finalmente un cazador daba muerte al lobo de un certero tiro en la cabeza.
—Bien —dijo el maestro a sus impresionados alumnos—. Como pueden darse cuenta, el fuerte nunca perdona al débil. ¿Cómo empieza el poema? —esperó una respuesta, pero los niños no se atrevían a equivocarse—. Empieza con la imploración de la víctima: “por favor, déjame ir, soy tan pequeña e indefensa”. A ver, Johann, lee el comienzo otra vez.
El niño levantó los papeles y repitió el verso. Sus compañeros se animaron a sonreír ante la desesperación de la víctima.