Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
El
Lehrer
(maestro) —escribía Rust— no debía ser tratado como tal, sino como un
Erzieher
(educador, instructor). Su tarea consistía en imponer una disciplina de hierro, impartir órdenes y afirmar ideales. Lo esencial no era una educación indeterminada, sino una educación para la lucha. Quedaban prohibidas las enseñanzas que generaban discusión o ambigüedades.
El nuevo sistema no aceptaba ninguna clase de débiles —continuaba—. Aquellos que revelasen defectos corporales o incapacidad, debían ser expelidos.
—Hasta aquí va bien —pensó Rolf—. Me gusta.
La división entre chicas y varones debía ser tajante —proseguía el ministro—. Los sexos no tienen nada en común; su misión vital diverge: los varones serán soldados y las niñas madres. La educación compartida era un síntoma de degeneración. Por lo tanto, han de diferir las materias de unos y otras. Para los varones severa educación física y algo de matemáticas, lengua, biología e historia. Para las mujeres también algo de educación física, pero más higiene y economía. Se admitirían otras materias en la medida que apoyaran el ideal nacionalsocialista.
—Tiene coherencia —se entusiasmó Rolf al llegar al párrafo siguiente.
Los educadores debían permitir que los alumnos faltasen a clase si participaban en desfiles u otras manifestaciones nazis. El sistema educativo no tenía una misión autónoma, sino apoyar la revolución nazi; debía poner todas sus energías para ese fin. No importaba que las clases de historia salteasen capítulos o períodos, si vinculaban sus contenidos con el presente de gloria logrado por el Führer. La consigna era que la biología volviese una y otra vez sobre los fundamentos del racismo. Que la geografía mostrase el mapa de un Reich que se expandía sin cesar.
Mordió la manzana.
Las democracias basaban su docencia en la perfección de la cultura. Este error, monstruoso de verdad, era agravado por otro: la ilusión de que la cultura podía proveer a la nación de estabilidad. Falso. La estabilidad y la perfección sólo se obtienen mediante los hechos que lleva a cabo la gran personalidad que guía al pueblo. Así de simple.
Mojó el índice y dio vuelta la hoja. En la página diez Bernhardt Rust sintetizaba su pensamiento con párrafos memorables.
No interesaba la libertad ni el vuelo de la mente. La educación era sólo un entrenamiento para consagrarse al Poder. Y el Poder significaba apoyar con todos los medios y hasta el fin una devoción universal por el Führer.
La escuela debía seguir al Partido —insistía más adelante; Rolf golpeó de nuevo los almohadones para que lo ayudasen a estar mejor sentado—: sólo cuando las escuelas seguían los dictados del Partido, encontraban su lugar.
No se debía permitir el surgimiento de intelectuales que escinden y confunden. Ninguna inteligencia debía ser superior entre auténticos alemanes, porque todas estaban sometidas a la gran conciencia del Estado común. El Estado nacionalsocialista era más importante que el individuo y todo individuo debía estar preparado para sacrificarse por el Estado.
Llegó a la página dieciséis. Arrojó a un cesto el cabo de la manzana.
El ministro recomendaba dureza física y espiritual con los estudiantes. Si era necesario, aplicar la coerción y el castigo. Se trabajaba al servicio de inminentes guerras. No estaba permitido perder el tiempo.
Rolf estuvo tentado de subrayar varios renglones, pero no se atrevió a ensuciar la bella edición.
Jamás un docente discutirá con los estudiantes —seguía Rust—, porque esta práctica deteriora la disciplina. Las clases tenían el propósito de inculcar una ideología desprovista de dudas. Nada de dudas, nada de ambigüedades, insistió.
El educador simbolizaba al Führer —concluía—, referencia universal y perpetua.
Rolf cerró el volumen y los ojos. Repasó tan categóricas ideas. Apoyó sus manos bajo la nuca y pensó que el nazismo era una religión que impulsaba a morir contentos. Morir por el Führer.
Evocó al niño con neumonía. Mucha gente contraía esa enfermedad y acababa en forma inútil. En cambio, ¡qué distinto era hacerlo para la gloria!
Guardó el manual.
Bernhardt Rust recibió a los jóvenes oficiales SS. No era atlético ni proporcionado: alto, de caderas anchas y carne fofa. No respondía al ideal. Tal vez por eso no aparecía en los noticiosos. Su gruesa mano se alzó pesada para saludar, como si le faltaran fuerzas al brazo: ni llegó a la altura del hombro. Luego se dejó caer en un sillón de altísimo respaldo. Sus pulmones resoplaron como un fuelle. La grasa le desbordaba el cuello. Parecía triste.
Rolf no podía creer que esa deforme cabeza hubiera redactado el manual. Pero si ocupaba ese puesto era porque se trataba del hombre más brillante en materia educativa. ¿Acaso importaba su cutis con pozos de viruela si rendía servicios al Führer? Su fino bigote se estremecía con un tic que expresaba asco.
—Siéntense.
El ministro acarició su raleada cabellera y miró los objetos del escritorio como si buscase algo. Sus párpados eran gruesos e inquietos. Parecía nervioso, tenía dificultad en concentrarse.
Los intrigados SS lo contemplaron con el anhelo de descubrir al hombre excepcional. Esa piel seguro que recubría una mente ágil y una voluntad de hierro.
Rust carraspeó suave e insistentemente hasta que pudo lanzar un proyectil contra la escupidera de loza que tenía a su lado.
De entrada dijo que no era suficiente eliminar judíos para el triunfo de la raza superior. Había que atender todos los eslabones. Por eso el ministerio a su cargo apoyaba las residencias para mujeres arias embarazadas, tuviesen o no maridos, con el propósito de enseñarles el amor al Führer y conseguir que transmitieran al bebé, antes del nacimiento, su lealtad. En esas residencias las futuras madres entonaban tiernas melodías del libro
Unser Liederbuch (Nuestras canciones),
especialmente la que dice
Sieg, Sieg, /marchamos hacia el frente /con armas, /con tiendas, /con yelmos /y lanzas; para matar al enemigo!
—El secreto de nuestro poder... —se detuvo porque necesitaba arrancarse otro esputo que finalmente estrelló sobre el borde del recipiente— consiste en el origen. El origen es la raza. En consecuencia, debemos pulirla desde antes del nacimiento y hasta el final de la vida. Nuestros resultados no tienen precedentes.
Miró las luces de la araña, melancólicamente, y pareció cambiar de tema.
—La democracia es un invento de los judíos. Hace perder la cabeza y el tiempo; no genera un liderazgo de verdad; privilegia a los defectuosos. Por eso está condenada al exterminio.
Apoyó sus manazas sobre el borde de la mesa y se incorporó resoplando. Levantó apenas el soporífero brazo.
—
Heil Hitler!
Parecía increíble pero la entrevista había concluido. Los jóvenes oficiales se pararon automáticamente, respondieron
Heil Hitler!
y salieron en fila. Un soldado los condujo por un ancho corredor marmolado hasta un aula. Otro alto funcionario les detalló las tareas que el señor ministro había decidido confiarles.
Se acomodó los anteojos y leyó la lista de establecimientos modelo que deberían visitar regularmente para verificar si se cumplían las consignas establecidas en el manual. Y también les adelantó que comandarían algunos operativos para el entrenamiento de los alumnos.
—No olviden la consigna: “Educación para la acción”. Los niños y los jóvenes necesitan acrecentar a la vez el odio y el coraje. Deben entusiasmarse con la guerra.
A Rolf le asignaron perpetrar un ataque a The American Colony School, de Platanen Alleé 18, en la parte oeste de Berlín. La acción sería realizada por los alumnos de la Volksschule que funcionaba en la vereda de enfrente.
Se encasquetaron las gorras sobre cuya visera relucían los huesos de la muerte y salieron del palacio. Se acomodaron en tres vehículos que encendieron sus motores al verlos aparecer. Rolf miró las calles llenas de uniformados: el Reich caminaba hacia el heroico estallido de la guerra, aunque la población prefería suponer que no estallaría jamás.
Doblaron en una calle arbolada. De pronto, al divisar una bombonería Rolf pidió al chofer que se detuviera.
—Merecemos un regalo.
Detrás de su vehículo frenaron los otros. No vio un cartel que decía “Sólo para judíos”. Los bisoños guardias apostados junto a la puerta, y cuya misión consistía en impedir el ingreso de clientes arios, creyeron que les venían a efectuar una inspección; taconearon y aullaron
Heil Hitler!
Rolf se sintió abochornado al toparse con el aviso. Entonces simuló controlar la tarea de los guardias y miró hacia el interior de la espejante vidriera. Distinguió la espalda de una mujer.
—Es judía —justificó el guardia.
Fue asaltado por la inexplicable urgencia de verle el rostro. Pero ella hablaba con la anciana vendedora y no giraba. En los vehículos ronroneaba impaciente el motor; sus camaradas lo estaban mirando.
Alberto le avisó desde su oficina que esa noche debían cenar en la residencia del embajador.
—Me parece que a último momento le ha fallado una pareja.
—Y serviremos de relleno.
—Algo así.
—¿Sabés quiénes son los otros invitados?
—Sólo el más importante: nada menos que el SS
Brigadeführer
Erich von Ruschardt.
—¿Un pez gordo, eh?
—Tal cual.
—Estaré regresando de San Agustín alrededor de las cinco, de modo que podré descansar antes de la cena. Estos peces gordos me tensionan demasiado.
—Deberíamos estar lúcidos y relajados siempre, querida. No olvides cuál es mi maldita profesión. A propósito, ¿podrías comprar una caja de bombones al regresar de San Agustín?
—Por supuesto. Creo haber visto una bombonería en el camino.
—Te mando un beso. Te quiero mucho.
—Igual.
El Centro Católico San Agustín quedaba en la calle Oranienburg, a unas quince cuadras del departamento que había alquilado Alberto con el asesoramiento de Víctor French. Casi siempre Edith cubría el trayecto a pie.
Recogió la cartera y avisó a Brunilda que salía por unas horas. Atravesó el breve jardín y abrió la chirriante verja de acero. Contempló la vasta hilera de sicomoros cubiertos de hojas nuevas. Dobló en la esquina, junto a The American Colony School. Allí tenían lugar buenos eventos culturales: dos días después habría un concierto y en quince días una conferencia a cargo del director del Metropolitan Museum de New York.
San Agustín era el Centro que Edith había empezado a frecuentar antes de abandonar el hotel Kempinski. El padre Antonio Ferlic, cuando se había enterado del destino diplomático que le habían impuesto a Alberto, revisó la información que tenía sobre instituciones de Berlín, la invitó a la sacristía de San Roque y puso sobre la mesa, ya provista de café y masitas secas, una carta.
—Te recomiendo San Agustín. Allí concurren personalidades piadosas e ilustres.
—No me alcanza con una carta —dijo Edith.
El sacerdote reflexionó.
—Es cierto: mereces más. Todavía no te agradecimos suficiente por tu ayuda en la Muestra de Arte Sacro. Es una buena ocasión para reparar negligencias. Conseguiré otras cartas de recomendación. Hablaré con el obispo.
A las cuarenta y ocho horas de su arribo a Berlín, Edith solicitó una entrevista al canónigo Bernhardt Lichtenberg, directivo del Centro Católico a quien iban dirigidas las cartas. El texto de Antonio Ferlic había sido redactado en alemán y el del obispo en castellano, con una traducción adosada. Lichtenberg abrochó los anteojos en la base de su fina nariz y leyó con atención.
—Usted es experta en historia del arte.
—Le dediqué años de estudio.
—Y desempeñó un papel relevante en la Muestra del Congreso Eucarístico.
—Colaboré. Pero junto a una docena de profesionales.
—Bien —dejó los papeles sobre su estrecho escritorio—. Usted habla un alemán impecable.
—Gracias. Mis padres nacieron en este país.
—¿Ya se ambientó al Nuevo Orden? —se desabrochó los anteojos y los depositó sobre las cartas.
—Imposible.
Lichtenberg sonrió; enseguida cruzó sus labios con el índice.
—No lo diga. Ni siquiera aquí.
—Coincidimos, entonces. El padre Ferlic no me mandó a la dirección equivocada.
—A Ferlic lo conocí en Barcelona, es un individuo noble, pero —su sonrisa se amplió— vivía preocupado por la gran verruga de su frente. ¿Todavía le preocupa?
—Creo que sí.
—En el seminario le hacíamos bromas. Decíamos que era un budista infiltrado, que la verruga era su tercer ojo. ¡Pobre Antonio!... Bien, usted desea colaborar.
—Para eso he venido.
—Veamos. Su campo es el arte. Y es esposa de un consejero de Embajada. Entonces podría organizar algunas exposiciones. ¿Le gustaría?
—Claro. Traería, por ejemplo, obras de pintores argentinos y latinoamericanos de vanguardia, como Petorutti y...
—No, no. Nada de vanguardia. Mi estimada Edith, ¡estamos en el Tercer Reich! Eso pertenece al arte degenerado. Pensemos en otra cosa.
—Tiene razón, qué disparate. ¿Arte sacro, entonces?
—Resulta más viable. Pero, ¿cuál sugiere?
—El colonial latinoamericano. Me parece que aquí no lo conocen. Abundan hermosos trabajos en madera, cobre, hierro, plata.
—Fue realizado por los indios.
—Indios y mestizos la mayor parte, sí. Por eso su originalidad, su espiritualidad fuerte y novedosa.
—Tampoco va.
—¿Por qué?
—Indios: raza inferior. Mestizos: raza mezclada, casi peor aún.
—Se cierran todos los caminos.
Volvió a cruzar su índice y murmuró:
—En eso consiste el Tercer Reich: una prisión del alma, una poda de la imaginación. A muchos les gusta.
Guardó las cartas dentro de un cajón y deslizó sus anteojos en el bolsillo de la sotana. Se puso de pie.
—Venga, la llevaré a recorrer nuestras modestas instalaciones. Primero tome contacto con nuestra gente, concurra a las actividades culturales y religiosas en curso y seguramente se nos ocurrirá a qué podrá dedicarse con mayor énfasis. Me siento contento de recibirla en San Agustín y le diré un secreto: haremos cuanto esté a nuestro alcance para que esta ciudad le resulte habitable.
—También le diré un secreto: Berlín está peor de lo que imaginaba.
Tres horas después conocía a unas quince personas del Centro. Desde entonces había concurrido a sus actividades, en las que se sucedían exposiciones, tertulias musicales, breves retiros y conferencias sobre historia, filosofía, filología y avances en ciencias exactas.