La Matriz del Infierno (42 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Espero que pronto sepa dónde instalarse definitivamente. El Kempinski le costará una fortuna. Víctor French podría ayudarlo en la búsqueda, conoce varias inmobiliarias.

—Ya me ofreció su colaboración.

Labougle hizo un gesto de agrado y empezó a formular preguntas sobre Buenos Aires y el ministerio. Mientras hablábamos se fue disipando la tensión del principio. Eduardo Labougle había llegado a Berlín en 1932 y presenció de cerca los dramáticos pasos que condujeron a la instalación del Tercer Reich; había conversado en más de una oportunidad con Adolf Hitler a solas y también con varios de sus poderosos íntimos. Aunque a menudo pedía instrucciones a Buenos Aires, yo me había convencido de que lo hacía por mera formalidad: en sus cables insinuaba la respuesta. No olvido la ocasión en que García O’Leary pidió que le redactase un borrador sobre cómo debía proceder Labougle con un ciudadano argentino y su hija, molestados por ser judíos. A mi jefe no le gustó mi indignada propuesta, pero ahora me habría encantado saber qué opinión hubiese emitido el mismo Labougle. Con el tiempo aprendí que O’Leary y Labougle coincidían: en diplomacia no rigen los ideales.

En esa primera conversación no pude disimular mis prevenciones contra el régimen. Captó mi malestar y dijo:

—No estamos aquí para cambiar a los alemanes. Téngalo en cuenta. Le aconsejo que utilice su tiempo libre para conocer las riquezas de la ciudad. Esmérese por hallarse a gusto.

—Lo intentaré.

—¿Sabe, Alberto, que yo estuve haciendo gestiones para que usted viniese a esta embajada? —confesó de súbito.

Abrí grandes los ojos.

—No, no lo sabía.

—Pero fue años atrás.

—¿Por qué?

—Muy simple. Tuve noticias de sus cualidades.

—Hay muchos mejores que yo, señor.

—Puede ser. Existía una razón adicional —abrió la cigarrera de plata que resplandecía sobre el escritorio y me la ofreció.

—Gracias —tendí mi encendedor como reciprocidad.

—Bien —lanzó una bocanada de humo—. Espero entonces que su vida en Berlín resulte agradable.

—Estaba por decirme algo...

—Ah, sí, la razón adicional —me miró a través de la azulada voluta—. Me sentía un poco abandonado; los problemas de Alemania no resultaban comprensibles en Buenos Aires. Pensé que un pariente del ministro Saavedra Lamas me facilitaría el trabajo.

—Le agradezco su franqueza.

—Cuando su pariente dejó de ser ministro se acordaron de mi vieja solicitud. Así somos los argentinos, ¿verdad? Presiento que usted funcionará bien en esta difícil embajada; además, viene con una misión concreta.

—Me halagan sus palabras, señor.

—Pues disfrute este halago.

Mi vínculo con Labougle fue cordial desde el primer día. Creo que me ayudó a sosegar la angustia que generaba el Reich. En varias ocasiones me pidió que lo acompañase en sus gestiones. De esa forma pronto conocí el palacio de la Wilhelmstrasse número 76 y tuve acceso a personajes famosos.

En los trayectos y las esperas me transmitió algunas de las impresiones que jalonaron su trabajo. Me contó, por ejemplo, su primer encuentro con Adolf Hitler el 8 de febrero de 1933, a una semana de asumir la Cancillería. Ocurrió en el gran banquete que el mariscal Von Hindenburg ofrecía anualmente al cuerpo diplomático. Los embajadores tuvieron por fin la oportunidad de mirar los ojos en llamas del Führer. Pero a Labougle le produjo una impresión desconcertante.

—En vez de un personaje terrorífico —contó—, me hallé ante un hombre pequeño y vergonzoso que seguía con llamativa inseguridad al anciano presidente. Parecía un desafortunado doble. Peinaba su lacia cabellera en forma desprolija aún, como en las agitadas asambleas callejeras. Por primera vez vestía frac y estaba visiblemente incómodo en esa ropa. Las mangas eran muy largas y sus dedos jugaban nerviosamente con los puños de la camisa; resultaba evidente que sus pulgares no disponían del grueso y habitual cinto negro donde los enganchaba mientras escupía maldiciones. Tuve ganas de preguntar —Labougle bajó aun más la voz, como si tuviésemos un espía sobre la nuca— “¿dónde está Hitler? ¿Por qué nos mandaron tan patético imitador?”.

—Inverosímil.

—Nos pusimos en fila para presentar saludos. Von Hindenbug era un patriarca y estrechaba la mano con firmeza; elaboraba frases gentiles para las mujeres. Hitler, en cambio, tendía una mano fugitiva, apenas balbuceaba palabras huecas y evitaba los ojos.

Esa frustración fue reparada unos meses después por el doctor Otto Wagner, quien invitó al matrimonio Labougle a comer en su residencia de Grünewald. Acudiría Hitler en persona, con quien podría conversar larga y confortablemente.

—¿Se imagina mi excitación? —dijo Labougle.

A los quince días de mi arribo el embajador me invitó a un encuentro con altos empresarios en las afueras de Berlín.

—Conviene que establezca contactos enseguida, si quiere llevar a buen puerto su misión. Concurrirán los tiburones de la gran industria y gente del Ministerio de Economía. ¿Le molestaría conducir mi automóvil? Uno de mis choferes partió hacia Hamburgo y el otro está con fiebre.

—Será un placer.

—Y le resultará útil.

Se sentó a mi lado y desplegó un mapa.

—Usted maneja y yo oriento.

Al cruzar la Puerta de Brandeburgo le solicité que me contara aquella cena con el Führer.

—Cierto. Le dije que fue en lo de Otto Wagner —miró hacia los vacíos asientos de atrás para cerciorarse de que no había intrusos—. Yo venía cultivando la amistad de Wagner desde mi llegada porque, según me sopló French, treparía rápido. No fueron errados los pronósticos: Hitler lo designó asesor del Ministerio de Economía apenas tomó el poder. Un diplomático debe vincularse con gente en ascenso, no lo olvide. Otto Wagner me dio pie de entrada al confesar su interés por el cuarto millón de germano-hablantes que viven en la Argentina. Sabía de ellos más que yo.

Torció el mapa a fin de que la izquierda del papel correspondiera a la izquierda del paisaje.

—Esa noche fueron invitados pocos comensales, entre ellos el príncipe Augusto Guillermo, único miembro de la dinastía Hohenzollern que se había afiliado al Partido con la esperanza de acceder al trono. Esperábamos en la residencia la llegada de Hitler cuando de repente se produjo un revuelo y nos pusimos de pie; una ráfaga helada penetró en el salón. Bruckner, el secretario del Führer taconeó el umbral, tendió la derecha y gritó:

Heil Hitler!”
Un coro de voces devolvió el saludo, yo entre ellos, naturalmente. Bruckner se corrió a un lado en posición de firmes, e ingresó lentamente, mirando a lo lejos, perdido casi, el hombre que más intrigaba al mundo. Vestía uniforme aunque era de noche y la reunión tenía carácter informal. Carecía de imponencia, pero en poco tiempo había aprendido a actuar como un jefe cálido, donde más vale la seducción que el espanto. Permaneció junto a la puerta como alguien que no gusta invadir, él, que invadía e invadiría todo cuanto se le pusiera delante. La simulación es parte de la política, ¿no?

Doblé en la avenida.

—Muy bien. ¿Por dónde iba? El bigote y el cabello ya estaban mejor recortados. Pero sus ojos seguían impenetrables; desde la distancia recorrieron a las figuras que lo miraban de pie. Parecían ojos de cuervo, cubiertos por una fina película gris. El doctor Wagner corrió a su lado, lo saludó con una inclinación profunda y lo guió hacia cada uno de los invitados. Cuando llegó mi turno esbozó una leve sonrisa y tanto sus opacos ojos como su semblante parecieron adquirir una diabólica ternura. Interrumpió el relato.

—¡Frene! A la derecha en la próxima esquina.

Una motocicleta con acoplado nos pasó; era de la SS. Disminuí la velocidad.

—Durante la cena pude verificar que Hitler comía frugalmente y sólo bebía agua. Me extrañó tanto ascetismo. Ante mi pregunta confesó que no probaba vino desde hacía diez años. Fue lo único que pude extraer esa noche. Frustrante, ¿no? La conversación, mantenida en tono bajo, no consiguió abordar temas interesantes: resbalaba de un asunto trivial a otro, con referencias simples y superficiales. Pero sucedió lo imprevisto.

Movió el mapa y recorrió con el índice la ruta deseada.

—En la bifurcación tendremos que doblar a la izquierda y en la primera calle otra vez a la izquierda. Estemos atentos. Bueno, le decía que ocurrió lo imprevisto. Antes de finalizar la comida avisaron al príncipe que tenía una llamada telefónica. Regresó con la excitación ardiendo en sus mejillas. “¡Están quemando libros judíos frente a la Biblioteca Nacional!”. Hitler lo miró con indiferencia y sorbió otro poco de agua. El príncipe Augusto Guillermo se sintió avergonzado por el énfasis que puso en la noticia y volvió a sentarse. La conversación giró hacia la buena música, como si la ominosa fogata encendida en Unter den Linden fuese un intrascendente juego de niños. El príncipe vació su copa y trató de reconectarse con la insípida charla.

Ingresamos en la campiña.

—La ruta ya no presenta dificultades. Seguiremos un buen rato hasta una aldea. ¿Continúo?

—Por favor.

—El príncipe no podía serenarse: la quema de libros era un espectáculo imperdible. Hitler lo miró como si fuese la pared. Esa indiferencia me produjo un impacto imborrable.

—¿Y qué decían los demás comensales? ¿Qué decía el doctor Wagner?

—Nos acomodamos al frío de Hitler, pero yo no pude seguir comiendo. El príncipe no aguantó más y solicitó permiso para retirarse: necesitaba concurrir a “ese magnífico espectáculo”. Hitler pareció querer decirle váyase de una vez. Volvió a beber agua mientras el representante de la antigua dinastía le reiteraba su subordinación.

Dobló el mapa y lo guardó en el bolsillo de la puerta.

—Cuando terminamos la comida, el Führer eligió sentarse en un sillón y desenrolló un aburrido monólogo sobre ciudades de Alemania y Austria, lleno de reflexiones vulgares. Le gustaba escucharse. Si no hubiera sido testigo de su sobriedad, habría jurado que era el murmullo de un borracho. El secretario Bruckner, habituado a esas divagaciones, no hizo sino beber una jarra de cerveza tras otra y apretarse la mandíbula para ocultar los bostezos. Pasada la medianoche, Hitler se retiró entre taconazos y saludos explosivos.

—Ignoró la quema que asombró al mundo.

—Así es. Tuve el increíble privilegio de estar a su lado mientras los nazis bailaban alrededor de la fogata. Era el 10 de marzo de 1933, una fecha que no se olvida.

—También la recuerdo. En Buenos Aires se efectuaron actos de repudio.

—No habían transcurrido tres meses de gobierno y los nazis verificaron que había crecido su impunidad. Después supe que, con rugidos salvajes, arrojaron al fuego obras de científicos y artistas que admiraba el planeta. Compartieron ese destino Baruj Spinoza y Stefan Zweig, Moses Mendelssohn y Abraham Zacutto, Paul Ehrlich, Sigmund Freud, Jacob Wassermann, León Hebreo, Emil Ludwig, Albert Einstein, Heinrich Heine, Martin Buber, Lion Feutschwanger y tantos otros. Freud dijo en Viena, con increíble humor, que no era tan terrible: ahora quemaban sus obras, pero en la Edad Media lo hubieran quemado a él.

—¡Qué ingenuidad!

—¿Por qué?

—Quien quema libros termina quemando autores.

—Es lúgubre, amigo.

Permanecimos en silencio. Luego pregunté:

—¿Estará el doctor Wagner en la reunión? ¿Sigue en el Ministerio de Economía?

—¡Pobre Wagner! Nunca volví a su casa de Grünewald porque su suerte sufrió un vuelco desfavorable tras la purga del año siguiente, cuando Hitler liquidó a la cúpula de la SA. Ni se le ocurra mencionarlo.

Ingresamos en la aldea.

—Al fondo, junto a ese roble se abre un camino hacia la derecha. Un kilómetro más y llegaremos a la residencia de los Thyssen. Cerremos el tema que nos entretuvo y asumamos el papel de buenos diplomáticos; ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Yo empezaré mi misión.

—Lentamente, Alberto. Un buen profesional no se precipita. Intercambie tarjetas, cuente algunos chistes, hágase recordar un poco. Luego vendrá lo esencial.

ROLF

El
Obersturmführer
Von Lehrhold lo llamó a su despacho para informarle que había sido elegido para entrevistarse en Berlín con el ministro de Educación Bernhardt Rust.

—Sí, señor
Obersturmführer
—se cuadró Rolf.

¿Significaba un salto en su carrera? No sabía que Edward von Lehrhold desde Dachau y su superior desde Berlín, incentivados por referencias de Julius Botzen, se habían puesto de acuerdo.

Ya era un flamante oficial
Untersturmführer.
En la revista que celebró tal acontecimiento le entregaron el puñal que, como SS, debía llevar siempre consigo. Recibió el mango labrado como si fuese un objeto celestial; en la hoja estaba grabada una consigna que relampagueó ante sus ojos y le hizo reflexionar sobre cuánto había aprendido desde que lo habían incorporado al lejano pelotón de Lobos. Unas horas antes le habían tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda; los toques de la aguja habían producido la sensación de una metamorfosis. Enhiesto, como correspondía en los sucesos inmortales, recibió el definitivo uniforme negro con el emblema de la calavera y las tibias cruzadas. Le habían explicado que remitían a los antiguos símbolos de obediencia al jefe, una obediencia que llegaba hasta la tumba y más allá. Calzó la alta gorra y se paró ante el espejo. Un SS era amigo, heraldo y ejecutor de la muerte.

Von Lehrhold le tendió un libro de tapas duras.

—Estúdielo.

Lo tomó con ambas manos; cegaba. Tenía un largo título en letras doradas:
Erziehung und Unterricht - Amtliche Ausgabe des Reichs und Preuszischen Ministeriums für Wissenschaft, Erziehung und Volksbildung
(Educación e Instrucción - Publicación oficial del Reich y del Ministerio Prusiano de Ciencia, Educación y Cultura Popular). Sintió un leve desagrado; no le gustaba leer libros, menos mamotretos de esta enjundia. Lehrhold tenía fijos sus ojos en él y Rolf no quiso decepcionarlo. Abrió en las primeras páginas y advirtió que el ministro firmaba la Introducción.

—Será importante que conozca las ideas de Rust antes de verlo.

Cerró el volumen, taconeó y marchó hacia la puerta. La brisa se filtraba por el follaje de los abedules. Entró en su pieza, se quitó las botas y el uniforme, alzó una manzana de una cesta de mimbre y encendió el velador. Antes de recostarse a leer amontonó los almohadones de plumas contra el respaldo de la cama.

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