Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—¡Voy a leer!
Su vecino graznó una puteada y giró el cuerpo. Rolf se acostó y abrió las cenagosas páginas de
Mein Kampf.
De su texto brotaba calor azufrado. Insistía en su propósito de castigar sin escrúpulos a la raza maldita. Leyó que ella había provocado los sufrimientos del pueblo alemán desde tiempos inmemoriales. Lo grave consistía en que últimamente los judíos pretendían integrarse a la
deutsche Kultur
para corromperla. Su sangre —decía un párrafo— contiene la peste espiritual y moral. Son viciosos, crueles. Ensucian a cualquier persona por mero contacto. Y se han decidido a enlodar con el semen de sus varones y la fétida vagina de sus mujeres a la raza aria. Por eso los nobles arios deben alzarse en bien del mundo y detenerlos.
Rolf detestaba a los judíos desde pequeño. Su aversión adquirió fundamento teórico en las clases de Botzen y las alusiones de Sehnberg. Desde el mero nombre esa gente le sonaba a cosa maligna. “Los judíos”, en plural, ya significaban el cáncer del mundo. Los pocos judíos que Rolf había conocido habían reforzado esa opinión. Salomón Eisenbach y su puta Raquel habían ayudado a Ferdinand de la misma forma que él, ahora, los hubiese ayudado a ellos: con asco. Y su sobrina, la hipócrita de Edith, había acabado por confirmarle cuán falsos son. ¡Cuánto le gustaría sorprenderla en la sinagoga y escupirle maldiciones! ¿Tan sólo escupirle? —se corregía mientras sus dedos reptaban hacia el bajo vientre—: ¡sacudirla, abofetearla, pellizcarle el culo!
Merecía golpes infinitos. A medida que aumentaba su denuedo le sobrevenía la erección. Cerró el libro y apagó la luz. Ya no alcanzaba con enrojecerle las mejillas y patearle el vientre, sino que deseaba morderle los pezones, arañarle los muslos y penetrarla por cualquier sitio. En la cama dio vueltas rociado por el combustible de escenas grandiosas. Edith rodaba entre sus brazos y sus piernas embadurnada en saliva y rogando clemencia. Rolf la despedazaba a gusto, cada vez más famélico y despiadado hasta que se le disparaba la eyaculación. Después se examinaba preocupado las manos ensangrentadas por las escoriaciones que él mismo se causaba en la ferocidad de la lidia.
El miércoles 19 cepilló su traje. Los Lobos debían estar bien vestidos para eludir sospechas. En el bolsillo interior cargó su cachiporra y una navaja, a la que probó el filo con la uña del pulgar. En Siemens tenía permiso para dejar el trabajo con cinco horas de anticipación dos veces por semana. Tomó el tranvía que llevaba al apacible parque Lezama, donde se reuniría con sus conmilitones. Merendaron queso y fiambre. Luego se distribuyeron bajo la sombra de los árboles y Rolf, agotado por turbulentas noches, se durmió profundamente durante unos minutos.
A las seis y media de la tarde los quince miembros del pelotón merodearon las calles adyacentes a la sinagoga. Mucha gente se concentraba en la vereda de la calle Libertad, ante la alta puerta labrada.
Gustav, Otto, Kurt y cinco Lobos adicionales miraron el reloj y se introdujeron blandamente en el edificio. El templo estaba atiborrado. La consigna establecía aguardar hasta que el rabino tocase un primitivo cuerno de carnero dando fin a la ceremonia. La alegría debía trocarse en pavor. Empujarían con ímpetu los bancos llenos hasta ponerlos encima de las nucas. La consternación permitiría moverse con rapidez e impedir que la masa los rodease. Cuatro Lobos subirían a las galerías superiores donde rezaban las mujeres, también darían vuelta sus bancos para hacerlas caer al piso y arrojarían desde lo alto volantes con esvásticas. Tres camaradas —Gustav delante— correrían hacia el Tabernáculo donde se guardaban los rollos de la Torá. Los arrancarían con decisión y los arrojarían como proyectiles a las cabezas de quienes osaran ofrecer resistencia.
Rolf instruyó a los camaradas apostados en la vereda para empujar hacia adentro cuando la muchedumbre procurase huir: el cierre en pinzas taponaría su escape y aumentaría el pánico.
El plan empezó sin inconvenientes. El
schofar
emitió su bronco sonido y en el fondo de la sinagoga estalló una descarga de artillería. Las asombradas paredes trepidaron y hasta empezaron a balancearse las arañas del techo.
Rolf, en la calle, percibió una onda semejante a una explosión de dinamita. Antes de que se abriese un espacio en la muchedumbre amontonada junto a la puerta, corrió con su grupo a imponer el bloqueo. Algunos hombres rodaron sobre la vereda y los pies de Rolf treparon sobre las costillas de los caídos.
—¡Adentro, adentro! —rugía y confundía.
Mientras tanto, en el interior se arremolinaba la desesperación.
—¡Dejen salir, dejen salir!
El caos favorecía a los nazis. Los empujones iban y venían en sentidos opuestos mientras las mujeres y los viejos se desplomaban como paquetes de un buque en la tempestad. Se agarraban de las ropas vecinas, pero igual se iban al suelo, donde recibían pisotones.
Alguien empezó a gritar “¡nazis!” y el terror se disparó al paroxismo. “¡Profanación!”, “¡Destruyen la Torá!”. De súbito exclamaron “¡Rolf!”.
A Rolf se le salían las venas del cuello, empeñado en no permitir el escape de los feligreses. Cumplía las directivas que él mismo había ordenado. Enrojecido y sudoroso miró desconcertado a derecha e izquierda.
—¡Rolf!
Era Edith, Edith en persona. Increíble. Bajó los brazos, paralizado como en el embarcadero, cuando la había descubierto dentro del automóvil que pretendía atropellarlo. Tenía el pelo revuelto y trataba de alzar a una mujer. En la mente de Rolf estallaron pensamientos terribles, comprobaba que era judía, que le había mentido sin escrúpulos.
Un cachiporrazo pegó en el hombro del individuo canoso que secundaba a Edith en su tarea.
—¡Papá! —lo abrazó.
La mujer que había tratado de levantar cayó de cabeza.
Gustav se abalanzó como una cuña entre Edith y su padre, a quien aplicó un rodillazo en los testículos. Hizo saltar los botones de la blusa de Edith y le introdujo ambas manos en el escote.
—¡Suélteme!
Alexander Eisenbach, doblado por el dolor, rebotaba sobre otros cuerpos. Gustav prosiguió el morboso masaje mientras repartía patadas a diestra y siniestra y era arañado por Edith. La escena turbó a Rolf. El goce de su camarada le incendió las cuencas y se arrojó sobre él. Con ellos cayeron por lo menos diez personas.
Gustav se levantó unos metros más allá y siguió repartiendo cachiporrazos. Rolf atrapó el brazo de Edith como una garra a la presa y la arrancó brutalmente.
—¡Ay!... ¡No! —gritó mientras la distanciaba de su padre tendido.
La remolcó por entre la gente hecho una furia.
—¡Soltame!... ¡Soltame te digo!
La tironeaba con tanta fuerza que podía luxarle el hombro. Ella clavaba los zapatos y se prendía de los árboles. La obligó a cruzar la calle. Por el clamor que conmovía a toda la manzana podía colegirse que los agresores estaban consiguiendo su propósito. Edith apeló a un último recurso: se dejó caer pesadamente. Pero Rolf la arrastró y el vestido dejó jirones sobre el pavimento.
—¡Basta! ¡Basta!... ¡Quiero volver!
Alzó su cuerpo y el contacto le detuvo la respiración. Ella martilló los desesperados puños contra su nuca y espalda. Corrió con la muchacha sobre el hombro. Sin aliento, abrió la puerta de un auto y desclavó al hombre sentado al volante. Metió a Edith y se ubicó a su lado. Prendió las luces altas y arrancó.
—¡Estás loco! ¡Dejame bajar!
—Te estoy salvando.
—Papá está herido, debo volver.
Apretó el acelerador a fondo. Edith tenía la garganta seca, ya ni podía llorar. Al cabo de unos minutos aflojó su nuca sobre el respaldo del asiento y se apoyó contra la puerta, lo más distante posible de su raptor. El auto zigzagueaba.
—No vayas a abrir la puerta —la previno con ojos sanguinarios—. Te matarás.
—Regresemos. Por favor.
Rolf comprimía el volante con rabia. En las curvas los neumáticos chirriaban. Al cabo de unos minutos llegaron al parque Lezama que de noche parecía una loma de carbón. Dio una vuelta para asegurarse de que no había policías y estacionó en el tramo más negro. Apagó las luces.
—Regresemos, te lo imploro —murmuró disfónica.
Rolf miró la sombra que tenía a su lado. No verle los ojos pardos ni el cabello luminoso lo liberaba de extraños frenos. Tenía para sí la carne de una judía. La misma que lo quemaba durante las noches y a la que ahora podría gozar sin testigos. Hizo lo que antes jamás se había animado: le acercó la mano y tocó los sedosos cabellos, que se apartaron con terror. Luego fue hacia las sienes, las mojadas mejillas, el cuello agitado.
Edith tanteó la manija y quiso abrir. Entonces Rolf estalló como una bomba: le enganchó la nuca con ambas manos y le aproximó la cara.
—¡Ni sueñes con escaparte de mí ahora!
—Rolf... —gemía espantada—. No entiendo qué ocurre. Te pido que seas bueno.
La súplica desenfrenó su deseo. Le apretó los labios con los suyos y ella se contrajo más. Entonces los mordió y luego intentó abrírselos con la lengua. Su tacto le informaba sobre el temblor que la recorría de pies a cabeza.
Edith abrió la puerta y se arrojó a la calle. Rolf alcanzó a tomarla por los cabellos y la reintrodujo violentamente. Le dio una bofetada que sonó a petardo. Luego la montó: clavó sus rodillas en el vientre y babeó sus mejillas. Se acomodó en el estrecho espacio que había entre el volante y la palanca de cambios, la tendió sobre el asiento y le alzó la falda; su mano llegó a la mitad del muslo. Luego empezó a forzar la separación de sus rodillas. Edith se resistía y lloraba. Pero en Rolf se desencadenaron las ganas de infinitas noches. Le tironeó el pelo hasta hacerla gritar, para que cediera. Frustrado, le pellizcó los pezones a través del corpiño. Ya la tenía acostada sobre el asiento y pudo, finalmente, hacerle bajar una pierna. Avanzó la mano hasta el pubis, enganchó con su índice el borde de la bombacha y tironeó hacia un lado. Edith ya no encontraba forma de oposición. Los dedos salvajes le empezaron a frotar la vulva. Ella viró hacia los lados para liberarse, pero el escorpión la mordía en varios sitios a la vez.
Rolf le hundió un codo en el abdomen, como había hecho el primer soldado a su madre. Aunque chillara, esa maniobra la mantendría inmovilizada mientras procedía a desabrocharse la bragueta. Saltó su miembro. La ansiedad de penetrarla le nacía de las cavernas viscerales; estaba a punto de lograrlo. Sólo faltaba levantarle algo más las rodillas para que su prominencia llegase a destino. Rolf tiritaba ante la inminencia de la culminación. La marea lo ahogaba, era incontenible. Los genitales de ella estaban ahí, abiertos con sus uñas. Los gritos y las estériles sacudidas de defensa sólo anunciaban la victoria. Se curvó en la antesala de un deleite incomparable y penetró despiadadamente el cuerpo de la mujer. Al instante eyaculó mares. La rabia y el placer le produjeron la sensación de una caída al abismo.
Después, agitado y mudo, yació largo rato sobre la mujer violada.
Entonces ocurrió lo insólito. Por su nuca se desplazó una mariposa. Levemente, una mariposa. ¿Por dónde habría ingresado? Rozaba sus cabellos, aleteaba, volvía a tocarlo con prudencia. Por fin se apoyó. No era precisamente una caricia, pero tampoco una agresión. Luego Edith corrió su mano hasta los ojos y las mejillas calientes de Rolf, para separarlo.
Se apartó con brusquedad. Y cada uno quedó sentado en su asiento respectivo. Edith estalló en un convulsivo llanto. Él se arregló la ropa. Después la miró con curiosidad, como si recién la descubriese.
Puso la primera y arrancó. Enfiló lento hacia la casa de Edith. Le demostraría que los arios son corteses.
Frenó a media cuadra de la conocida puerta, lejos del farol callejero. Ella ya no necesitaba huir y permaneció quieta. Eran enemigos que no sabían cómo seguir la lucha. En sus cerebros rodaban pensamientos oscuros.
—Yo no merecía esto —murmuró Edith.
Él inspiró hondo. No tenía ganas de hablar.
Al rato, cuando ella bajó y caminó dolorida con el vestido desgarrado, él se preguntó si esa judía podría llegar a quererlo.
Entre las cobijas del sueño reconocí la voz de papá.
—Qué ocurre...
—Te llaman por teléfono.
—¿Cómo?
—Dicen que es urgente.
—Gracias —encendí el velador, tropecé con una silla y zigzagueé hasta el aparato cuyo auricular colgaba en la sala intermedia.
—¿Hola?
—¿Doctor Alberto Lamas Lynch? —habló una quebrada voz femenina—. Disculpe. Soy amiga de la familia Eisenbach. Debo transmitirle una noticia... espantosa.
—¿Qué? Dígame.
—El padre de Edith, Alexander Eisenbach, usted lo conoce.
—Sí, ¿qué ocurre?
—Ha muerto. Es decir, fue asesinado. Al anochecer, cuando salía de la sinagoga.
—¿Cómo dice?
—Lo están velando en su casa.
—¡Dios mío!
—Es atroz.
—¿Cómo... cómo está Edith?
—Se imagina.
—Voy para allí ahora mismo —me fijé en el reloj: tres y cinco.
Vestí lo primero que encontré, alcé las llaves del auto y manejé velozmente por las huecas calles de Buenos Aires. Tuve que estacionar lejos porque los vehículos llenaban ambos lados de la cuadra.
Me asaltaron los llantos apenas traspuse el zaguán. Hombres y mujeres se aglomeraban en los cuartos que rodeaban el salón del velatorio. La atmósfera hogareña que había sufrido una tenebrosa metamorfosis. Encontré a Edith sentada junto a su madre en un sofá. Cuando estuve a sólo dos pasos sintió mi presencia, elevó sus ojos y saltó a mis brazos. Me apretó desesperada.
—¡Oh, Alberto, Alberto!
Temblaban sus hombros, pesaba su cabeza. Alrededor, viéndola desintegrarse sobre mi pecho, la gente hacía gestos de impotencia.
Le acaricié la cabellera, le sequé las mejillas y la volví a sentar. Me ubiqué a su lado. En el mismo sillón estaba también su madre, que se había cubierto con un chal negro. Al rato se me adormeció una pierna y me levanté por unos minutos. Di unos pasos en el laberinto de gente. Mis orejas se afanaron por capturar los nerviosos cuchicheos. Se me erizó la piel y sólo deseaba que Edith, aletargándose sobre el hombro de su madre, no se enterase.
—Lo hundieron a cachiporrazos.
—Irrumpieron en la sinagoga al final del servicio; eran como cincuenta.
—Destruyeron una Torá.
—Yo vi a tres nazis pegándole.