Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—El vicepresidente se meará en los calzoncillos apenas escuche los cascos de la caballería —predijo Indalecio Álzaga.
—¡Lo esperará a Uriburu con la renuncia en la mano, ja, ja, ja! —completó Agustín Unzué.
Por la noche bramó el teléfono de casa. Dudo de que mi padre haya dormido tres horas.
A la mañana la mesa del desayuno presentaba alteraciones inéditas y los diarios estaban desparramados entre la vajilla. Mamá les había dicho a mis hermanas que no se les ocurriese salir a la calle; escribió una larga lista de provisiones que la cocinera y su asistente salieron a comprar precipitadamente en el primer almacén que estuviese abierto. Corría la especie de que el golpe sería resistido por las hordas leales al gobierno.
Tomás, el servidor más antiguo, se encargaba de introducir el torrente de visitas que llegaban a recabar noticias. Les recibía el sombrero y el bastón, que colgaba de un perchero gigante, y los conducía por el hall de mármol hasta el estudio de papá, aromatizado por el tabaco de Cuba que fumaba con avidez. Me crucé con personas que había visto en otras oportunidades: eran políticos, abogados y terratenientes que pergeñaban planes de acción. Hablaban exaltados, su decisión golpista era enérgica. Insistían en que de una vez por todas se debía componer un país en serio; incluso estaban dispuestos a sellar alianzas con el resto del abanico opositor, aunque algunos fuesen indigeribles socialistas.
Papá me hizo llamar para que estuviese enterado del terremoto. Varios hombres propusieron unirse con los radicales “antipersonalistas”, aunque la sola palabra “radical” les producía tantas arcadas como los socialistas independientes.
También arribaron tíos y primos que no se metían en política, pero odiaban a Yrigoyen. El edificio se había transformado en una suerte de improvisado comité central en favor del movimiento rebelde, aunque el dueño de casa tuviera penosas dudas. Esto pareció corroborarse cuando se extendió una ancha exclamación que hizo vibrar las paredes. Me asomé al hall de mármol y descubrí la causa: tío Ricardo acababa de ingresar con paso majestuoso, como si ya hubiese sido proclamado presidente. Era obvio que no sólo a papá le habían adelantado semejante perspectiva. Ricardo saludó con parsimonia y tardó varios minutos en sacarse el sombrero que las manos de Tomás aguardaban reverentes. Mezquinó palabras ante el aluvión de saludos y preguntas. Era un actor que sabía cómo desempeñarse en cada oportunidad: en ese momento no debía pronunciar discursos, sino pasear su vigorosa estampa. La elevada cabeza cenicienta se elevó entonces más aún, y regaló breves inclinaciones a derecha e izquierda mientras se deslizaba con esplendor hacia el estudio lleno de humo donde conspiraban los hombres más importantes de la ciudad.
Calculó bien su tiempo porque cuando ingresó, la docena de personalidades que rodeaban a mi padre ya lo aguardaban de pie, sonriendo anhelantes. Dio la mano a cada uno, reteniéndola. Pero no dijo siquiera buenos días, como si debiera mantener oculto el timbre de sus cuerdas vocales durante el primer tramo de esta aparición. Se limitó a mirar en forma intensa. Después se sentó en el sillón central. Papá, visiblemente molesto, caminó hacia el escritorio a revolver papeles.
Ricardo, con un amplio y silencioso gesto, invitó a continuar la charla. Pero no lo pudieron hacer: su presencia era demasiado perturbadora. A los cuatro minutos abrió su reloj de bolsillo y murmuró que debía retirarse; fueron sus primeras y últimas asordinadas palabras. Dio a entender que iba a reunirse con el general Uriburu.
Cerca del mediodía mi casa desbordaba; seguían llegando nuevos grupos. Uno de ésos era encabezado por mis primos Enrique y Jacinto Saavedra Lamas, que lideraban a una media docena de entusiastas muchachos provistos de mauser. Su ingreso desató más exclamaciones cuando levantaron sus armas por encima de las cabezas. Apenas se acallaron los vítores solicitaron reunirse con “el doctor Ricardo Lamas Lynch”. Cien voces contestaron que “el doctor” ya había partido.
Mi padre, alarmado por el barullo, emergió de su estudio con el afiebrado cortejo de notables a su espalda.
Enrique se adelantó con empaque castrense y saludó cuadrándose. Aunque vestía de civil, era un guerrero en actividad, no un sobrino del dueño de casa.
—Doctor Emilio Lamas Lynch —exclamó solemne para que lo escuchasen hasta en las lejanas dependencias de servicio—: vengo a informarle que partimos al encuentro de las tropas revolucionarias que han iniciado su marcha en Campo de Mayo. Nos presentaremos ante el general José Félix Uriburu. Pedimos su autorización para hacerlo en nombre de usted y del doctor Ricardo.
Mi padre miró las armas alzadas por sobre el mar de gente como si fuesen las lanzas de un malón. Miró la rubicundez adolescente de sus sobrinos; miró a sus contertulios y miró nuevamente las armas ansiosas. Se impuso un repentino silencio. Me corrí junto a él a fin de brindarle apoyo. Exteriorizaba tanto disgusto que crujía sus dientes y retorcía las manos. No sabía qué decir. Anhelaba el triunfo de la revolución porque despreciaba al viejo Yrigoyen, pero no aceptaba la violencia gratuita. Estos guerreros improvisados podían desencadenar crímenes: “ahora juegan a héroes, pero han conseguido eximirse del servicio militar mediante el soborno”. Los protegía Ricardo, quien los había incorporado a sus agrupaciones nacionalistas paramilitares. Ni Jacinto ni Enrique tenían formación profesional. No obedecían a la sensatez sino a la exaltación.
La atribulada reserva de mi padre fue interrumpida por los hombres que lo rodeaban. Durante horas habían estado batallando con la lengua y ahora no pudieron resistir la tentación de identificarse con una juventud que proponía hacerlo a tiros.
—¡Tienen nuestro apoyo! —gritó Amadeo González.
Al instante rompieron más voces y vivas. Los mauser saltaron por el aire.
Papá se contrajo. El país rodaba hacia un sangriento disparate.
El centenar de personas que llenaban los cuartos delanteros de mi casa acompañó la salida de los bisoños héroes como si fuesen un equipo de fútbol. Los rugidos rebotaban.
La calle estaba convulsionada como nunca. Los pasajeros de los automóviles sacaban sus cabezas para vocear las últimas novedades:
—¡Diez comisarías se han entregado sin ofrecer resistencia!
—¡Las tropas avanzan!
—¡Al mediodía Uriburu ya estará recorriendo el centro de Buenos Aires!
—¡El gobierno ofrece negociar!
—¡Vienen todos los cadetes del Colegio Militar con sus uniformes de gala!
Enrique y Jacinto trotaron al encuentro del jefe de la revolución.
Mamá viró su ánimo ante la inminencia de la apoteosis: el miedo de la mañana se convirtió en una desacostumbrada alegría. Ordenó a las sirvientas que corriesen a comprar flores, armasen pequeños ramos y los pusieran sobre mesitas, en el balcón, para arrojarlos a las columnas del general.
Dos horas más tarde volvió Ricardo, pero con el rostro oscurecido. Esta vez se dignó a hablar.
—Hubo fusilamientos —dijo secamente.
—¿Cómo?
—Parte del Ejército no acepta plegarse. Ha empezado el derramamiento de sangre.
—Lo que temía... —papá se tapó la cara.
—Son las versiones que corren.
Pero en ese instante mis hermanas empezaron a vociferar desde el balcón:
—¡Llega el general Uriburu! ¡Llega el general!
Mi padre nos miró perplejo.
—Vamos —ordenó de súbito.
Trepamos al primer piso y nos arrojamos a la baranda. La calle se había atestado, así como los demás balcones de la espaciosa avenida Callao.
—¿Dónde están? —reclamó impaciente.
En la lejanía se elevaba un estrépito bravío. La gente amontonada en las veredas y sobre el pavimento enloquecía por abrirse paso y ver lo que aún no se podía ver. Por fin asomó un grupo compacto. Fue repentino, como una aparición sobrevolada de palomas, de pétalos, de objetos reverberantes. Estallaron gritos y el aire se pobló de sombreros y pañoletas. Corrían lágrimas, planeaban flores. Nunca había pasado algo igual.
—¡Viva Uriburu!
—¡Viva la revolución!
—¡Viva la patria!
En medio de una muchedumbre que se agitaba como abejas en un panal revuelto, avanzaba el bruñido automóvil negro en cuyos guardabarros se habían sentado jóvenes que saludaban con los brazos. Las voces ensordecían las calzadas, veredas, balcones, terrazas y zaguanes.
Sobre el sillón posterior del automóvil, con el uniforme reluciente de entorchados, puesta la gorra y los anteojos, sonriente el bigote de largas puntas, viajaba el general de los nuevos tiempos. Sus charreteras ya se habían cubierto con la lluvia de pétalos. La muchedumbre se desesperaba por acercársele y darle la mano y vociferar su adhesión. Lo seguían los cadetes del Colegio Militar, algunos imberbes y otros con acné.
Papá movió la cabeza, desolado. Pero a mí se me contagió la fogosidad general. Salí de casa. Quería navegar en las aguas de ese océano embravecido. No tuve dificultades en alcanzar ondas profundas. La marea me empujó tras el desfile de los cadetes. Mis zapatos se enrevesaron con otros, pero en unos minutos dejé de sentir mis pies sobre la tierra, como si estuviese cosido a los cuerpos anónimos que me arrastraban. Eran cuerpos trepidantes como tambores. Me embargaba la emoción y empecé a gritar como nunca en mi vida. No pensaba claramente en Uriburu ni en Yrigoyen ni en las razones ni en las consecuencias de este acontecimiento: gritaba lo mismo que gritaban los otros. Lanzaba puñetazos al cielo, rítmica y triunfalmente; estaba irreconocible.
Nunca se habían aglomerado tantos sacos finos, chambergos, faldas bien recortadas, galeras, sombreritos de estilo, chalecos luminosos, polainas y bastones labrados para vivar a un nuevo gobierno. Entre las entusiastas frases se repetía de una y otra forma que por fin la chusma había sido expulsada y arrojada lejos, hacia los confines que jamás debió haber cruzado. Desde un parlante anunciaban que el vicepresidente acababa de renunciar y la multitud lanzó redoblados aullidos.
Llegamos a la Plaza de Mayo. Otros parlantes comunicaban que las Fuerzas Armadas habían decidido plegarse al movimiento. Más aullidos.
—¡La policía arresta a los políticos que provocaron la decadencia nacional! —la voz del parlante se metía hasta el fondo de los oídos.
Los comentarios repiqueteaban:
—¡La Argentina estuvo aletargada y ahora despierta con brío!
—¡Hacía falta terminar con setenta años de modorra!
Cerca de la Casa Rosada agitaban los mauser Enrique, Jacinto y su pintoresco pelotón. Transpirando entusiasmo, deseoso también de cargar un arma, me colé hasta ellos. Ya estaban aburridos de sólo gritar consignas y agitar las armas.
—¡Vamos a darles una paliza a los radicales! —propuso Enrique.
—¡Prendamos fuego a sus comités!
La iniciativa ardió rápido. El grupo empezó a rugir de nuevo. Jacinto y Enrique se abrieron camino entre las olas de gente. Nuestros estribillos giraron hacia impulsos viscerales. Queríamos la muerte.
Enrique, con espuma en la boca, ordenó:
—¡A la casa del Peludo!
La consigna rajó costuras.
—¡Reventaremos al Peludo!
—¡Muera Yrigoyen!
—¡Muera, carajo!
Fuimos a su vivienda en la calle Brasil. Como yo no disponía de mauser, interrumpía el trote junto a las obras en construcción para llenar mis bolsillos de piedras. Nadie estorbó nuestra marcha. Al contrario, las ráfagas de alborozado resentimiento aumentaban por las calles de Buenos Aires. El éxito militar abrió las compuertas de la depredación. Si unos cadetes inexpertos encabezados por un oficial retirado podían liquidar al gobierno constitucional, todo era posible. Muchos querían quemar barrios enteros.
Irrumpimos como una tromba en su casa ubicada en un barrio cuyo nombre, paradójicamente, era Constitución. Pero tarde: Yrigoyen ya había sido arrestado y se disponía su confinamiento en la isla Martín García. Qué frustración. Unos agitaban los mauser y otros los palos y las piedras. En lugar de destripar su vientre, lo hicimos con roperos, baúles, anaqueles y cajones. Había libros hasta en el cuarto de baño y en la mesa de la cocina. La sobriedad de esa casa aumentó la bronca: no era la casa de un poderoso, sino de un cualquiera. Su estrechez funcionó como acusación. Yrigoyen era la miseria y el mal, por lo tanto había que romper, ensuciar, partir y arrojar todo a la calle.
Por la ventana volaron libros, ropa, cuadros y vajilla. Hice fuerza para levantar también su cama de hierro. Junto a mí se instaló un tipo alto y rubio que sudaba complacido. Evidenciaba más fuerza y pudo alzarla solo; parecía un gigante de las fábulas nórdicas. Cargó el elástico, el colchón, los cabezales y el baldaquino, todo junto. Quebró el baldaquino contra el marco del ventanal y también quebró el marco. Ante el asombro de las fieras que lo rodeábamos, arrojó lejos, como si fuese una jabalina, el mejor símbolo de nuestra profanación. La cama se estrelló sobre la calzada y se abrió en pedazos; la muchedumbre saltó sobre sus restos con júbilo bestial.
Inesperadamente irrumpió una columna de hombres que aún amaba a Yrigoyen. Esto sí que no había asomado en el cálculo de nadie. Blandían cuchillos, zumbaron puteadas y empezaron los desesperados empujones. El festín se transformó en una batalla.
—¡Rajemos! —gritó Jacinto.
Salté por sobre objetos quebrados. Los “niños bien” que habíamos convertido en astillas las pertenencias del Villano palidecimos ante la irrupción de la chusma; chusma en serio, con armas caseras y rostros asesinos. Gané la calle y empecé a correr. Pero se avecinaba lo peor: caballos de la policía montada penetraron ruidosamente para cazar a los violadores del orden público; en el choque confundirían a los revolucionarios de Uriburu con los secuaces del ex presidente.
Mandé los restos de mi energía a los zapatos para salir del atolladero.
Rolf Keiper volvió a pegarse a mi hombro o yo al suyo. Necesitaba que me orientasen en ese barrio desconocido. Amagó entrar en un café, pero luego corrió al zaguán que había elegido su pequeño camarada con un hematoma alrededor de la nariz. No le satisfizo el escondite y le dio unos gritos en alemán. Su amigo prefirió quedarse, pero Rolf salió disparado: los cascos de la policía ya pegaban en la nuca. Perdí de vista a Enrique y Jacinto y decidí mantenerme junto al alemán. Aparentaba saber adónde dirigirse. Volamos diez, doce, quince cuadras. Creí que mis pulmones cesarían de respirar. De vez en cuando él me echaba una fastidiosa mirada: “a santo de qué mierda lo estaba siguiendo”. Pero no gastó oxígeno en hablarme.