Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—Partiremos a pesar del mal tiempo. Supongo que ninguno es tan pendejo como para asustarse por una simple ventisca —carcajeó provocador—. Bien, adentro. ¡Y duro con los remos!
Se desencadenó otro aguacero. Los canales del delta se alzaron bajo las rachas huracanadas.
—¡Los buenos soldados no temen a la muerte! ¡No temen a nada! —rugió Sehnberg, excitado por el riesgo.
Con un par de baldes Rolf y Gustav tenían que dedicarse a vaciar el fondo mientras los demás golpeaban rítmicamente los remos. Ya conocían la ruta de memoria, felizmente. Era lo único tranquilizador, porque extraviarse bajo ese temporal hubiera sido trágico. Sehnberg estaba contento de someterlos a esta prueba: hubiera querido decirles que él mismo había producido el temporal.
—En Europa los inviernos son peores —bramaba por entre los latigazos del agua.
Avanzaron bajo la lluvia incesante. Por último se abrieron camino entre los juncos que protegían el muelle de la isla, aseguraron firmemente el bote y corrieron hacia la casa. La pradera donde efectuaban las marchas se había convertido en un pantano. Sehnberg encendió la chimenea y ordenó que todos se quitasen la ropa y la pusieran a secar junto al fuego. Vistieron los equipos guardados en roperos y baúles.
—Haremos ejercicios de interior.
Primero la infaltable marcha a paso de ganso por una línea que recorría en círculo todos los cuartos —uno-dos, uno-dos, uno-dos—, los pies hasta la nariz y luego el golpe firme sobre el piso. Después trote con las rodillas altas —¡pegadas al pecho, imbéciles!—. Y por último flexiones profundas y saltos de rana. Transpiraron como si hubiesen marchado tres horas seguidas por la anegada pradera.
—El mal tiempo les ha traído suerte —dijo el instructor mientras los dejaba beber varias jarras de agua—. Aprovecharemos para que aprendan de una buena vez el boxeo y el uso de armas blancas.
Gustav hizo un guiño cómplice a Rolf.
Sehnberg sabía graduar el método. Primero mostró la forma de calar bayonetas desde distintas posiciones. Después cómo avanzar en formación estricta, con paso amenazante. Acto seguido les enseñó cómo atacar a la carrera, por asalto. Dos horas más tarde repartió cortos puñales y los familiarizó con su mango, punta y filo.
—Por hoy confórmense. Arrojarán puñales cuando no llueva y los árboles sirvan de blanco.
Después de reposar una hora anunció la clase de boxeo y lucha libre.
—Arremánguense las camisas y los pantalones. ¡A mover las patas y los puños!
Tal como lo habían hecho en ocasiones anteriores, se dividieron en parejas que ensayaron movimientos de brazos, caderas y piernas hasta conseguir suficiente flexibilidad. No debían apurarse durante la primera etapa, que era un juego de retrocesos y avances. Las parejas rotaban cada diez minutos para desarrollar nuevos reflejos. Sehnberg los estimulaba a calentar los músculos. Pero en esa tarde de lluvia se le cortó la paciencia, latigó su fusta contra la bota y aulló:
—¡Basta de hacerse las señoritas! ¡Al-to!
Entregó una tiza a Gustav:
—Marque en el piso los límites de un cuadrilátero grande. Márquelo con trazo grueso, visible.
Gustav recogió la tiza pero no supo dónde hacer el dibujo.
—Ahí mismo —se irritó Sehnberg—, en medio de la sala. El resto se apartó. La atmósfera adquirió una tensión inesperada.
—Bien —prosiguió el instructor sin dejar de golpearse la bota—, ¿quiénes entran primero al cuadrilátero? —miró a los cinco Lobos, que súbitamente olieron el peligro.
Nadie respondió.
—El ganador de la primera ronda peleará con el siguiente. Vamos, ¿quiénes empiezan? —la fusta azotaba con ira la caña de su bota—. ¡Vamos, hato de señoritas!
Gustav dejó la tiza junto a la pared y se instaló en un ángulo del cuadrilátero. Sehnberg sonrió en forma siniestra y le ordenó que calzara los guantes. Rolf se asombró por la rápida y casi suicida decisión de Gustav. Estuvo a punto de ofrecerse a combatirlo, pero se le adelantaron otros dos. Sehnberg eligió al más alto:
—Otro.
Caminó en torno al cuadrilátero.
—Bien, se enfrentarán Otto y Gustav. Empezarán en cuanto haga sonar el silbato. Recuerden que ésta ya es una pelea de verdad, entre auténticos guerreros. No quiero amagos ni caricias. ¡Hay que pegar! ¿Entienden? ¡Pegar y pegar! El que gane continuará; el que pierda, aunque esté herido, limpiará los baños hasta dejarlos más brillantes que el oro. ¿Está claro? ¡Atencióóón!... Príííííííííí.
Otto le lanzó un directo a la nariz que Gustav esquivó. Otro al estómago que atajó con el antebrazo. Repitió los golpes con más velocidad, como si tuviera apuro por liquidar a su pequeño adversario. Pero Gustav poseía suficiente rapidez para evitar que los puñetazos llegaran a su cuerpo. Otto empezó a transpirar y resbaló. Gustav le aplicó un directo a la mejilla, pero no tan contundente como para voltearlo. El combate siguió durante varios minutos con las mismas características: Otto en ofensiva ansiosa y Gustav esquivando, contraída la cara y alertas los ojos.
—¡Vamos, Gustav! —chilló Sehnberg—. Esto no es un ballet. ¡Hay que pegar!
Sus palabras enardecieron más a Otto que al verdadero destinatario, porque sus puños se convirtieron en un ventilador. Frente a la baja cabeza de Gustav hizo girar sus guantes como una mancha roja, pero apenas logró rozarle la frente. Su contrincante le oponía agilidad. Otto dio muestras de cansancio. Incluso descuidó la guardia. Gustav le mandó otro directo a la mejilla, esta vez contundente, lo cual generó la inestabilidad de todo su cuerpo; se sacudió convulsivamente para expulsar los efectos del golpe. Pero fue otro desafortunado instante porque le llegó un nuevo directo, esta vez a la mandíbula. Y mientras se arqueaba hacia atrás, un tercer puñetazo, potente y hondo, penetró en su estómago. Otto cayó de costado.
Fueron a socorrerlo.
—¡Baldes de agua! —bramó Sehnberg, que aplicaba el mismo remedio a todos los males.
Miró a Rolf y con un movimiento de cabeza le ordenó ingresar al cuadrilátero de tiza. Gustav se recuperaba haciendo respiraciones profundas; Sehnberg le dijo:
—Bien ganado, Gustav. Veremos cómo te va con Rolf. Ambos recuerden: la pelea va en serio. ¡Hay que pegar! No acepto señoritas. Cuando toque el silbato, golpeen fiero. Como en la guerra. ¡A matar! ¡Atencióóón!... ¡Príííííí!
Los rivales se aproximaron con prudencia. Rolf no iba a repetir el error de su predecesor: Gustav era más hábil que lo esperado y aprovechaba la fatiga ajena. Se arrojaron algunos tiros que no dieron en el blanco. El petiso trató de enojarlo con roces a la oreja y amenazas al bajo vientre. Rolf hacía lo mismo. Al minuto Sehnberg los empezó a apedrear.
—¡Peguen, hijos de puta! ¡Muévanse! ¡Más acción! ¡Más golpes! ¡Asalten la cabeza!
Gustav estaba visiblemente cansado y no podía obedecer aunque quisiera. Rolf aumentó su ritmo, lanzó varios golpes a la cara y al pecho, pero sin conseguir una efectiva penetración. Llegó a su ceja y le hizo torcer la cabeza hacia atrás; entonces estuvo tentado de permitirse algo prohibido: darle una patada en los testículos. La pelea calentaba sus puños y le infundía una sensación novedosa. Quería golpear duro, derribar y destrozar ese bulto esquivo. La lucha le prendía llamaradas. Recordó a su hermano pegándole al padre. Sus músculos se inflaban hasta desgarrarle la piel, estaba a punto de gritar como una fiera.
La cara de Gustav quedó libre de protección y le lanzó un puñetazo mortal, con todo el cuerpo y todas las fuerzas. Su brazo se alargó hacia adelante como si fuese de goma; era capaz de llegar al otro lado de las paredes. Pero Gustav pudo arquearse con tanta suerte que Rolf pasó de largo como una ráfaga, cruzó el límite del cuadrilátero y fue a estrellarse contra el ropero del fondo.
—¡Fuera! —rugió Sehnberg a un Rolf congestionado de frustración—. ¡Así no llegará a nada, pedazo de inútil!
Calzó los guantes y desafió a Gustav.
—Se las verá conmigo, pequeño experto en huidas. Los soldados verdaderos no se hacen a un lado: atacan. ¿Me oye, mariconcito? ¡Atacan!
Se paró en un ángulo opuesto al del agotado recluta.
—Vamos: acérquese, anímese.
El agobiado Gustav se enjugó la transpiración con los antebrazos y dio un paso vacilante. El instructor empezó a provocarlo mediante saltitos en torno. El recluta se veía obligado a girar en forma permanente. A la sexta vuelta se sintió mareado, pero trató de no perderse ante los toques que le llovían de atrás. Le faltaba el aire y no lograba responder un solo tiro. Siguió esquivando puñetazos con decreciente agilidad. Sus camaradas rodearon el cuadrilátero con una premonición angustiada.
Sehnberg no pretendía enseñarle, sino castigarlo. Con tres directos al tórax le cerró los bronquios. Gustav se puso azul y se arqueó; iba a vomitar, estaba terminado. Pero Sehnberg no lo consideró suficiente. Llevó su codo hacia atrás para cobrar impulso y le descargó un cañonazo en medio de la cara.
Fue simultáneo el grito, la aparición de sangre y el susto que recorrió a los testigos.
El instructor se quitó tranquilamente los guantes y ordenó lo previsible:
—Tírenle un balde de agua.
Vómito y sangre ensuciaron el piso.
—Más agua —indicó mientras se sentaba a descansar sobre una silla.
Depués se levantó, contempló el cuerpo tembloroso de Gustav, le tomó el pulso y anunció:
—Voy a enderezarle la nariz.
La víctima, tendida sobre el piso, abrió grandes sus ojos enrojecidos. Sehnberg impartió instrucciones precisas: tres camaradas lo rodearon para ayudar y el cuarto vino con otros baldes llenos de agua y unos repasadores de cocina.
—Sosténgale los brazos y las piernas —prosiguió voceando órdenes con la misma impiedad que durante los ejercicios—. En cuanto a usted, Rolf —lo miró al centro de las órbitas—: sostendrá firme su cabeza. Con ambas manos, como si fuesen orejeras de hierro. ¿Está claro?
—Sí, señor instructor.
—Dolerá menos que el golpe, Gustav —mintió.
Se instaló a horcajadas sobre el cuerpo yacente y comprobó si estaba firmemente inmovilizado. Con suavidad abrazó la sangrante nariz quebrada entre sus dedos pulgar, índice y mayor de la mano derecha. Sobre ellos apoyó los dedos de la izquierda. Parecía medir la deformación e intentar una caricia sobre la piel. El procedimiento transcurría en forma inusualmente cariñosa. Gustav lo miraba con terror, pero no podía hablar ni moverse. De súbito Hans Sehnberg comprimió con fuerza ambas manos, movió hacia un lado la nariz hinchada, produjo un crujido espantoso y Gustav se desmayó.
—Bien —dijo mientras se levantaba—; la tendrá casi nueva cuando se le vaya la hinchazón. Ahora tírenle agua helada hasta que despierte.
Miedo, admiración y parálisis se trenzaron en el alma de los otros muchachos. Sehnberg encarnaba las deidades del Rhin, tan potentes como espantosas.
La sala donde yacía Gustav se convirtió en una pileta. El despertar del herido fue patético: temblaba de frío y dolor, tosía sangre y chorreaba flema. Cuando fue clara la recuperación de su conciencia lo llevaron cerca del hogar encendido, lo secaron y ayudaron a cambiarse de ropa. Un trapo tras otro le cubría la estropeada nariz.
Sehnberg decidió adelantar el regreso porque seguía el temporal. Gustav no remó, sino que fue autorizado a permanecer en la proa con un toallón sobre la cara. Otto, en cambio, tras haber limpiado los baños, remó junto a los demás.
Luego de amarrar en el embarcadero del Tigre, Hans Sehnberg los invitó por primera vez a una cantina.
—Hoy hemos trabajado duro.
Pidió vino caliente. Luego se encargó de añadirle canela y azúcar.
—
Prosit!
Al salir, Gustav tuvo otra hemorragia nasal. Seguía lloviendo.
—Alguien debe acompañarlo —dictaminó.
No hubo respuesta. El agua caía estrepitosamente.
—¿Quién lo acompaña, pues? —su voz sonó más imperativa.
Miró a Rolf.
—Lo acompañaré —se ofreció antes de que la sugerencia se transformase en orden.
Rolf y Gustav se sentaron juntos en uno de los bancos del tren. Durante el trayecto no hablaron porque Gustav se sentía mal y a cada rato cambiaba los pliegues de la toalla con que se cubría la nariz. Bajaron en la estación más conveniente para Gustav. A pocos metros paraba el tranvía que lo dejaba en su casa.
—Sehnberg estuvo demasiado rudo —dijo Rolf, antes de despedirse.
Gustav le hundió los ojos.
—¿Rudo? ¡Es un hijo de puta!
—Así son los guerreros, así seremos nosotros —intentó consolarlo.
—No es un guerrero, es un canalla. Que les rompa la nariz a los judíos, no a sus alumnos.
—Pronto lo haremos. Para eso nos prepara.
—No era necesario que rompiese la mía. Tengo ganas de matarlo —estuvo a punto de llorar.
—Te pasaría lo mismo con cualquier instructor. Nos quiere fuertes, invencibles. Es un entrenamiento. Los golpes de la policía serán peores.
Llegaron a su casa y Gustav puso la mano sobre el picaporte.
—¿Qué le dirás a tu familia cuando te vean la nariz?
Esbozó una sonrisa triste.
—Me caí. Con esta lluvia cualquiera se cae, ¿no?
Tres semanas después Gustav ingresó como tromba en el conventillo de Rolf. Una extendida mancha le cubría la nariz y ambas órbitas. Pero en su espíritu soplaba una tormenta bélica. Sacó a Rolf de su cuarto. Hablaba como un poseso y lo arrastró por las calles que vitoreaban la revolución.
Atravesaron masas de manifestantes y se introdujeron en las exaltadas columnas. Era deleitoso ser arrastrado por una corriente cargada de fuerza sobrenatural.
Un grupo armado proponía degollar a Yrigoyen. Ni Gustav ni Rolf quisieron perderse la fiesta.
Los últimos acontecimientos me han dejado aturdido y necesito ordenarlos. Escojo un cuaderno de 200 páginas y me pongo a escribir. Pero, ¿por dónde empiezo? Lamentablemente, se impone la referencia a un sujeto llamado Rolf Keiper. No merece tanta distinción en esta especie de Memoria.
Lo conocí en el escenario que condicionó futuras tragedias. ¿Qué podía unirme a semejante individuo? Nada. Yo vivía en sus antípodas, mi familia era un baluarte de la sociedad tradicional. Por supuesto que no había tenido la menor noticia de su existencia, y me habría importado tanto como la de otra hormiga en un cantero de la vereda. No obstante, por una de esas vueltas que se parecen a las iniciativas de la locura, coincidimos en una profanación cuya consecuencia nunca hubiera podido imaginar.