La Matriz del Infierno (9 page)

Read La Matriz del Infierno Online

Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
12.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rolf lo miraba comer despacio a causa de su mala dentadura; de vez en cuando empujaba con los dedos pedazos de fiambre que permanecían fuera de la boca. Mientras masticaba dijo que allí cerca, en un comité de la Unión Cívica Radical, habían degollado a un par de hombres. La sangre de las víctimas se mezcló con el vino y las empanadas de un festejo. Era la eterna puja entre yrigoyenistas y antipersonalistas que arruinaba al país, todos la misma mierda.

—Se ha podrido la cosa, muchacho. Por eso me gusta Mussolini, y me gusta Hitler.

Rolf asintió, sin agregar palabra: todavía le costaba despegar los párpados. El viejo blandió un trozo de queso con la mano temblorosa.

—Vas a ver: ¡pasarán a cuchillo a estos políticos inservibles!

Rolf cargó su mochila y atravesó el corredor impregnado de olores ácidos. ¡Si don Segismundo supiera que en esa mochila pronto escondería el puñal justiciero y otras armas! Salió a la calle glacial y aún oscura. A cien metros estaba la parada del tranvía que lo llevaba a la estación Retiro.

Retiro era una bulliciosa catedral de hierro. Correntadas de madrugadores envueltos en capotes y bufandas se desplazaban por los andenes iluminados y febriles. Bajo la inmensa bóveda resonaban silbatos, chirriaban carros manuales llenos de equipajes y bufaban las locomotoras.

Rolf recordó las instrucciones: dirigirse a la tercera ventanilla de la boletería, unirse a los otros cinco camaradas del grupo y marchar hacia el vagón de segunda clase instalado en el andén número cuatro.

La locomotora trepidó sus ferrosas nervaduras, lanzó un potente chorro de vapor y se puso en marcha a las 7 y 20 en punto. Aclaraba sobre los tejados.

En media hora se aproximaron al Tigre. Ya se elevaba el indeciso sol y desde las ventanillas los neófitos combatientes pudieron apreciar las bellezas del lugar. El Tigre era un centro turístico que se extendía sobre uno de los deltas más vastos del mundo. Allí —había anticipado Botzen— desembocaban diariamente cincuenta mil millones de metros cúbicos de agua que recogían cientos de arroyos desplegados por una cuenca más grande que media Europa. Toneladas de arcilla, raíces, hojas, troncos y frutos navegaban por las corrientes finales hasta constituir el desmesurado Río de la Plata, tan grande como Bélgica y Holanda juntas. Familias adineradas competían en la edificación de quintas para el verano porque la vegetación reproducía el paraíso. Por la ventanilla se sucedían laureles, arrayanes, álamos, mirtos y sauces, en cuyas ramas altas pudieron ver el misterioso clavel del aire.

En la estación del Tigre, Rolf cargó su mochila y caminó junto a sus camaradas hacia el embarcadero. La fragancia húmeda le evocó los bosques de su infancia, en la Selva Negra. Después quedó absorto ante la infinita cantidad de ramas de sauce que lamían el canal; entre ellos se asomaba el rojo agresivo de los ceibos alineados junto a tapias rosadas. Tanta vibración anunciaba algo grandioso.

Vio al hombre que lo convertiría en un soldado de verdad. Hans Sehnberg era petiso, calvo y sin cuello, casi un monstruoso cubo. Los esperaba junto a los restantes miembros del pelotón. Vestía botas y campera negra.

Los saludó en alemán.

—Todos se conocen entre sí. Hace meses que el capitán los adoctrina. Ahora empieza mi parte.

En tono severo les ordenó que sólo hablasen alemán; pero en forma asordinada, como lo hacía él, porque a menudo estaban cerca las orejas enemigas. Levantó su brazo y enfiló hacia el amarradero. Indicó que subiesen a tres botes inestables, con charcos de agua en el fondo.

—¡Empuñen los remos!

Se internaron río arriba. Vieron numerosos embarcaderos privados.

—Uno de ésos es el Rowing Club alemán. Allí van los degenerados. Les prohíbo siquiera acercarse.

Hans Sehnberg, sentado junto a Rolf, marcaba el ritmo de los remos y señalaba la ruta. Ingresaron en un canal ancho, después se introdujeron por un brazo que giraba hacia la izquierda; al rato se trifurcaba y había que seguir por la derecha, luego otro brazo que volvía a trifurcarse y de nuevo hacia la derecha; finalmente aparecía una bifurcación y avanzaron hacia la izquierda, por un curso angosto. Sin una hoja de ruta se hubiesen extraviado. Las aguas eran espesas y Sehnberg comentó que abundaban el surubí, la boga y el sábalo.

—Lo digo para que tengan ganas de pescar. Pero también para que sepan que no los voy a dejar pescar. No venimos a perder el tiempo —sus ojos brillaron con malicia.

A Rolf no le molestaba la severidad del instructor. Estaba encantado con la llegada de ese día y encontrarse en este paraje secreto donde se convertiría en superhombre. Miraba el entorno mágico del delta, con el cual había soñado desde que Botzen anunció que en sus profundidades tendría lugar el entrenamiento paramilitar.

El impresionante entretejido de materia orgánica había formado la sucesión interminable de islas. Una extraordinaria feracidad producía árboles, plantas y flores que en algunos sitios equivalía a una jungla. Calandrias, tijeretas, cotorras, zorzales y cardenales jugaban en bandadas, tal como había descripto el capitán en sus clases para calentar el entusiasmo de sus pequeños Lobos. También les había contado que el presidente Sarmiento, con sus absurdas ocurrencias, había propuesto a fines del siglo pasado construir allí Argirópolis, la nueva capital de la Argentina; su proyecto había quedado archivado en el desván de las cosas que este país se permite desperdiciar generación tras generación sin cargos de conciencia. Botzen despreciaba a Sarmiento porque había sido un admirador de Lincoln y otros demócratas imbéciles, y se rió de Argirópolis porque en el loco proyecto había considerado innumerables asuntos, sin sospechar que una de sus ocultas islas iba a servir para el entrenamiento de un pelotón decidido a luchar por la muerte de la democracia y el renacimiento del Reich.

Amarraron en un estrecho muelle que disimulaban los juncos. Altos árboles ocultaban una extendida vivienda baja. Sehnberg quitó el cerrojo de la puerta principal y los invitó a recorrer los húmedos cuartos. Abrieron ventanas hasta que todos los resquicios se llenaron de luz. Por doquier aparecían roperos con medias, gorras, chaquetas, botas, pantalones de brin, cinturones y bastones sin mango.

—Estos bastones sin mango son la primera arma que les dejo ver por ahora —aclaró Sehnberg con una sonrisa de media boca e indicó dónde guardar las mochilas—. Agarren los cepillos, uno por cabeza. El entrenamiento empieza con el lustrado de las botas. Calzarán botas de media caña hasta que termine el día.

Rolf se dijo que estas bravuconadas no lo iban a asustar.

—Las ampollas de los pies son las primeras medallas de un buen soldado. No las revienten: se curan solas, con nuevas ampollas.

El instructor se quitó la campera de cuero y quedó vestido con una camisa negra de mangas largas. Empuñaba una fusta con la que daba rítmicos golpecitos a su pierna derecha.

A los diez minutos consideró suficiente el lustrado de las botas, ordenó que las calzaran y corriesen a formar en el patio trasero.

—Empezarán con el paso de ganso.

El patio era una pradera de medio kilómetro. Sehnberg explicó a los muchachos formados en hilera que no se trataba de mover las piernas como señoritas, sino de hacerlo con máxima energía.

—Levanten la punta del pie hasta el pecho, sin doblar la rodilla, con decisión, y bájenlo con rudeza sobre el piso. Arriba-abajo, arriba-abajo. Así, ¿ven? Con fuerza. ¡Con muuuuucha fuerza! Empiecen: uno-dos, uno-dos.

La compañía empezó a marchar desorganizadamente.

—Con el alma, ¡carajo! —Sehnberg hizo silbar la fusta en el aire—. Arriba-abajo, arriba-abajo.

Marcharon durante diez minutos.

—¡Des-can-so!

Tenían las mejillas encendidas y las bocas exhaustas. Les ordenó formar de nuevo.

—¡Hagan mejor la línea, idiotas! —escupió—. Parecen perros cansados. ¡Dan vergüenza! Ahora marcharán el doble de tiempo, pero con el doble de fuerza. ¡Con ganas! Aquí van a caer rápido los inservibles. ¡Y los echaré a patadas!

Gustav Lustadt, de Villa Ballester, marchaba al lado de Rolf ese primer día. Era bajo y delgado, pero su cara denotaba mucho nerviosismo. Al promediar la segunda ronda sus piernas, que habían empezado con demasiado énfasis, ya no alcanzaban la altura necesaria y cometía imperdonables flexiones de rodillas. Respiraba como un fuelle.

—Más alto, ¡Gustav! ¡Más duro! —gritó Sehnberg.

Gustav hizo el esfuerzo. Resoplaba con cada paso y arrojaba hacia arriba el pie de una marioneta quebrada. Era inevitable que perdiese el equilibrio. Cayó sobre el hombro de Rolf sacándolo de la fila y rodó sobre el pasto.

—¡Arriba, Gustav! ¡Arriba he dicho! Y usted, Rolf, vuelva a su lugar.

Gustav se apoyó sobre las manos; el sudor le colgaba de las pestañas. No veía. Cuando estuvo cerca de la vertical volvió a caer.

—¡Arriba! —bramó Sehnberg e hizo silbar la fusta sobre la cabeza empapada.

El muchacho parecía al borde del desvanecimiento; sus ojos giraban confusos.

—¡Al-to! —ordenó a la compañía; luego se dirigió a Rolf—: traiga un balde con agua.

Rolf salió corriendo.

—Vuélquelo sobre la jeta de este imbécil.

Rolf dudó, pero la mirada flamígera del instructor inyectaba furia: el baldazo se derramó sobre el extenuado Gustav como un alud. Sehnberg admitió la brutalidad con su típica sonrisa de media boca y agregó unos golpecitos de fusta sobre los hombros mojados.

—¡De pie!

Gustav sacudió la cabeza chorreante en medio de toses. Volvió a apoyarse sobre las cuatro extremidades, como un perro. La tos se mezclaba con mocos. Su mirada estaba más confusa. Logró enderezarse y adoptó una inestable posición de firmes. El instructor eructó lava:

—¡Fuera! —su dedo marcó la vivienda—. ¡Fuera de aquí! Busque un hacha en el depósito y corte leña hasta que yo le diga basta. ¿Entendido?

—Sí... señor instructor.

Sehnberg giró hacia el resto de los discípulos y caminó lento junto a sus caras, como si necesitase aspirarles el aliento. Parecía más bajo y más ancho, un cajón lleno de brasas. Los muchachos no podían mirarlo de frente. Les llegaba al hombro y su pelo duro —de fiera enojada— les rozaba adrede la barbilla. Rolf nunca hubiera supuesto que un hombre tan comprimido generase tanto miedo.

Su voz rajó el aire:

—¡Sigue la marcha! ¡Prepararse! ¡Firmes! ¡Atentos! ¡Uno-dos, uno-dos, uno-dos!

Los hizo detener cuando vio que el apartado Gustav caía de bruces junto a la pila de leña.

—¡Más agua! —extendió el índice hacia Rolf—. Y después hágale tomar dos jarras de café cargado. Pelotón: ¡sigue el ejercicio de marcha!

Gustav se recuperó a medias. Bebió y vomitó. Rolf lo acomodó contra la pared de la leñera sin saber qué otra cosa debía proveerle. El instructor se acuclilló a su lado. Le tomó el pulso, le palmeó las mejillas y le regaló una breve, inusitada sonrisa.

—Ya pasará —dijo.

Ese gesto era increíble y conmovedor.

El paso de ganso prosiguió otro cuarto de hora. Tanto ejercicio les había hecho perder la capacidad de enterarse de si su cuerpo terminaba en dos piernas o en un aparato autónomo. Ya no era fatiga lo que expelían los pulmones, sino éter de lejanas galaxias. Las cabelleras estaban ensopadas; gruesos hilos de sudor resbalaban hasta las botas.

Hans Sehnberg levantó la fusta como si fuese un banderín y mandó cesar el ejercicio. La desconcentración no permitía, sin embargo, derrumbarse bajo un árbol ni zambullirse en las aguas del delta. Debían ir al baño, ordenadamente, lavarse, beber de a poco y sacarse las botas. Éstas habían sido fieles servidores de su primera marcha; había que tratarlas con respeto y volver a lustrarlas.

—Quieran a sus botas como un jinete a su caballo —sentenció.

Luego se ubicaron en la galería sobre rústicos bancos de madera e ingirieron hogazas de pan con fiambre y queso. Sehnberg fue uno más durante el almuerzo restaurador y, poco a poco, los alentó a conversar. Debían sentirse felices por la tarea realizada. Pronto les enseñaría a luchar con puños y también con bastones. Prometió que, si cumplían la práctica con esmero, les daría una sorpresa antes de finalizar la jornada.

Los quince reclutas, incluido el pálido Gustav, fueron distribuidos en parejas para ejercitarse en los movimientos de ataque y defensa. Primero con los puños y los pies. Luego con bastones. Nada de gestos inútiles: los músculos debían contraerse con el fin de golpear duro y escapar ileso.

Rolf no consiguió evitar que un golpe le pusiera colorada la oreja izquierda, pero hundió el puño en el estómago de su rival. La práctica fue rígida al principio. Sehnberg, al contrario de lo que había ocurrido durante la marcha, no quería domarlos, sino aumentarles la concentración; les recordaba que eran camaradas y no debían destruirse.

—Ya tendrán ocasión de destruir a los verdaderos enemigos.

Por último la anunciada sorpresa. Se paró delante de la formación con las piernas abiertas mientras su rítmica fusta golpeaba la bota.

—Les mostraré las armas de fuego —dijo solemnemente—. Podrán tocarlas, pero no las cargarán. Todavía no están en condiciones de usarlas. No se impacienten, en pocas semanas los dejaré tirar.

A Rolf se le agrandaron los ojos. El polígono quedaba cerca de ahí, detrás de unos sauces. Y gozó la visión de las armas que el instructor exhibía, con municiones y repuestos en abundancia. Nunca había visto tantas juntas. Acarició los fríos hierros y se delectó ante las variedades de revólver, pistola, máuser y rifle. En la isla habían acumulado un arsenal.

En agosto el entrenamiento ya se había convertido en rutina. El mes venía con lluvia y heladas. Rolf despertó en plena noche, bajo el retumbar de los truenos, y se prometió no faltar a la cita en el delta: su entrenamiento era sagrado.

Maldijo la borrasca del amanecer y llegó mojado a la estación Retiro. En la boletería aguardaron hasta las 7.15; sólo se habían reunido tres camaradas. Corrieron hacia el tren que partió, como de costumbre, a las 7.20 en punto. En el escarchado embarcadero los aguardaba el solitario Hans Sehnberg con una capota de goma que lo cubría de la cabeza a los pies. Esperaron unos minutos adicionales bajo el alero de un almacén hasta que llegaron dos más.

—Muchas deserciones —criticó mientras se ponía al frente del grupo, rumbo al muelle—. Somos seis. Usaremos un solo bote.

Repartió capotas iguales a la suya.

Other books

Deadlock by Robert Liparulo
Rugby Flyer by Gerard Siggins
Kentucky Rain by Jan Scarbrough
A Father For Zach by Irene Hannon
The Deception by Marina Martindale
Kiss Crush Collide by Meredith, Christina
The Phoenix Code by Catherine Asaro
Conrad's Time Machine by Leo A. Frankowski