La Matriz del Infierno (4 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Nunca destiné tanto tiempo a hablar sólo del habla.

—¿Y quién es ese extraño hombre? —preguntó Raquel.

—Se llama Ferdinand... —hesitó Salomón—, no recuerdo su apellido. Me pareció confundido, con la ropa demasiado gastada. Un tipo raro.

—¿A qué se dedica?

—No sé.

Tres días después Salomón volvió a referirse al enigmático Ferdinand. Contó que lo había reencontrado en la calle, llorando.

—Tal como lo oyen. Le susurré la amistosa contraseña: “Freudenstadt”. El hombre levantó sus párpados enrojecidos y tardó en reconocerme. Pero a los dos segundos pegó un grito, exagerado como un trueno, y descargó sus manazas sobre mis hombros. Siguió llorando.

A Salomón le costaba describir la temperatura de aquel episodio. No se atrevió a dejarlo solo porque estaba muy triste y lo invitó al Bar de Baviera. En esa oportunidad hablaron de la Alemania anterior a la guerra, de sus comidas, bebidas, juegos, coros, veranos con buena pesca en los ríos, frutas silvestres, colmenas y los sabrosos gansos que ni se conocen en la Argentina. Salomón recordaba ahora que se llamaba Ferdinand Keiper; eso es, Keiper.

Fue todo.

Partieron Cósima y Alexander, y dos días después se desencadenó la pesadilla.

Edith se encontraba ordenando su habitación cuando escuchó voces en el living. Reconoció la de su tío Salomón y al rato la de Raquel clamando “¡fuera, fuera de aquí!”. Estalló un vidrio. Edith corrió hacia el living sin soltar el estropajo.

Quedó paralizada: su tía forcejeaba con un gigante barbudo mientras Salomón se afanaba en reducirlo. Los tres chillaban, transpirados y rojos, aunque del extraño no brotaban palabras sino bufidos. De repente empujó a la mujer, que cayó sobre el borde del sofá y la falda de su vestido le subió hasta la nariz. Salomón recurrió entonces a algo inimaginable: levantó una silla por el respaldo y hundió una de sus patas en las costillas del agresor. Lo hizo con tanta cólera que el golpe resultó serio: el barbudo lanzó un aullido prolongado y se tambaleó como un elefante herido. Se derrumbó sobre la alfombra mientras su manaza arrastraba una mesita llena de plantas.

—¡Lo mató!

Edith se llevó las manos a la cabeza.

Raquel, despeinada y con el vestido aún izado, se incorporó trabajosamente y puso las manos sobre su corazón, como para impedir que escapase del pecho. Su marido no sabía a quién dirigirse en medio de semejante caos. Abandonó la silla y se acercó a su adversario con la lengua afuera. Comprobó que estaba vivo y lo miraba con ojos feroces.

—Ahora quieto, ¿eh?... ¡Ahora basta, Ferdinand!

El hombrón yacía con macetas en torno; producía una mezcla de grotesco y pavura. Se levantó a duras penas apoyándose en los muebles. Su mirada apuntó hacia la puerta abierta de la cocina, en cuya mesada se alineaban botellas de vino. Derribó de otro empujón a Raquel para sacarla del medio y casi pisó su cabeza.

—¡Salomóóóóón!...

Entonces Salomón arrebató el estropajo que sostenía Edith y dio un golpe en la cara de Keiper. Fue como si lo hubiese partido con una cimitarra. El borracho giró con los ojos fuera de las órbitas; un hilo de sangre empezó a correr por su mejilla. Salomón ya había perdido completamente el dominio de sus actos y volvió a descargarle otro golpe en la nuca. Y otro más. El barbudo ya no se sostenía sobre las piernas, sino sobre los brazos. Su cabeza ensangrentada era un blanco fácil y recibió una paliza devastadora hasta que cayó como un títere degollado. Entonces pronunció la primera frase entendible:

—Está bien, hijo... está bien —y se desplomó sobre la alfombra.

—¡Corre a traer al doctor Mazza! —ordenó Salomón.

Ferdinand no perdió completamente el conocimiento pero, muy aturdido, seguía diciendo “hijo” con inexplicable resignación.

—Yo no soy su hijo, soy Salomón Eisenbach. ¿Me escucha usted?

Mazza irrumpió con un enfermero y lo ayudó a sentarse en el sofá sin atender a los ruegos de prudencia de la temblorosa Raquel. Ferdinand recuperó parte de su agresividad y descerrajó una grosería.

—Es inútil —suspiró Mazza—. Debemos internarlo.

Ferdinand entendió esa palabra, que en su cerebro produjo el efecto de una bomba.

—¡¿Internarme?! —trepidó como si hubiese escuchado su sentencia de muerte. Aferró al médico por la garganta—:
¡Nein! ¡Nein!

Mazza se liberó con ayuda del enfermero y pidió a Raquel un vaso de vino.

—¿Vino?

El médico insistió y al minuto ella le tendía de lejos, con miedo, el vaso lleno. Ferdinand lo recibió de manos de Mazza; lo rodeó con todos sus dedos, amorosamente, como si quisiera evitar que se lo arrancasen. Tragó un sorbo tan apurado que dos líneas de líquido chorrearon por las comisuras, se mezclaron con la sangre que manaba de su pómulo y le llegaron al cuello. Fue entonces cuando el médico intentó convencerlo de que se dejara administrar una inyección para el dolor de la cara. Keiper parpadeó, sin entender; cuando entendió algo, se negó. Entonces Mazza le ofreció un segundo vaso. Pudo arremangarlo y ponerle la ligadura con ayuda de Salomón y el enfermero. Pero en cuanto Ferdinand sintió el pinchazo amenazó con golpearlos. No obstante, la jeringa vació la mayor parte del contenido. Keiper empezó a serenarse y, con húmedos ronquidos, se fue rindiendo al sueño. Después lo cargaron en una camilla y lo trasladaron a la Sala de Primeros Auxilios.

Su evacuación trajo un alivio parcial. Raquel siguió atacada y reprochó a su marido por haberle traído semejante regalo.

Salomón se tironeaba las puntas de los bigotes con ganas de arrancárselos y reconocía una y otra vez haber cometido un error propio de idiotas, pero le había dado lástima ese hombre. Le había parecido un buen sujeto. Sí, se había equivocado. Ahora él se sentía no sólo estúpido, sino criminal por haberle hundido la silla en el tórax y deshecho la cara con un estropajo.

Respiró hondo en la Sala de Primeros Auxilios cuando el doctor Mazza, al día siguiente, le informó que no había perforación de tórax. Miró al derrotado Ferdinand tendido sobre la camilla, cubierto de vendajes y obnubilado por acción de la morfina.

—Algo escucha. Si insiste, conseguirá que hable.

Salomón se arrimó a la oreja y, pronunciando un claro alemán, consiguió obtener de los turbulentos sueños de Ferdinand los pocos datos que necesitaba para comunicarse con su familia. Supo que su esposa se llamaba Gertrud y que vivía en Buenos Aires, en un conventillo. Fue al correo y despachó el telegrama.

Se sentía tan culpable que concurría diariamente a la Sala para informarse sobre su evolución. Raquel se esmeró por frenar los reproches que le brotaban como la espuma a un perro rabioso.

No contestó la señora Gertrud, sino el capitán de corbeta Julius Botzen, Attaché Naval.

Perplejo, Salomón mostró el papel a su esposa. Comunicaba que un hijo de Ferdinand Keiper iría a recogerlo y solicitaba que le brindase al joven la mejor atención. Agradecía escuetamente en nombre de la comunidad alemana.

—¿Quién es este Julius Botzen para hablar en nombre de la comunidad alemana? —preguntó Edith.

Sus tíos habían palidecido: era quien había estado a cargo del penoso asunto del
Cap Trafalgar.

—Eras pequeña, pero figuraba a la cabeza de las noticias.

—Recuerdo algo; se trataba de unos marineros rebeldes, ¿no?

Salomón estiró la punta derecha del bigote y le refrescó la historia. El
Cap Trafalgar
había partido de Hamburgo poco antes de la Guerra, sostuvo un desafortunado combate con una nave británica frente a una isla brasileña y el comandante decidió hundirlo. Cientos de marineros fueron rescatados en alta mar y trasladados a la neutral Buenos Aires para su internación en la isla Martín García. Eso no terminó ahí, sino que al segundo año de su larga internación se produjo un escándalo: los prisioneros, aburridos o desmoralizados, improvisaron un baile de máscaras en cuyo transcurso dos marineros agredieron a un oficial. No habría sido algo tan terrible. Pero Botzen, el Attaché Naval, intervino con extremo enojo, porque interpretó ese altercado como un motín contra el Kaiser. No conforme con las sanciones disciplinarias corrientes, Botzen exigió que la Marina argentina castigase a los dos hombres con una medida ejemplar: encadenarlos y desterrarlos a la colonia penal de Tierra del Fuego. Salió en todos los diarios. Era increíble: el Attaché Naval alemán solicitaba castigos extraordinarios para sus propios marinos. “La disciplina primero”, declaraba una y otra vez.

—Botzen no se desempeñó como representante de los prisioneros, sino como su verdugo —agregó Raquel.

—Los odiaba por haber sido derrotados en el mar, por haber hundido antes de lo necesario la nave y por brindar al mundo el grosero espectáculo de yacer ociosos en una isla argentina mientras el Kaiser caía humillado.

—Eso no es todo —Raquel se había puesto furiosa—. Tras el Armisticio sugirió que los marinos fuesen repatriados en pequeños grupos y en naves separadas para evitar nuevos dolores de cabeza. Eso también salió en los diarios. Yo, como alemana, sentí vergüenza.

Los grandes ojos pardos de Edith permanecían muy abiertos.

—Pero la mayoría de los internados, contra los cálculos de Botzen, decidió permanecer en la Argentina. —El severo capitán tuvo que comerse la lengua.

—¡Y él también se quedó! Continúa en Buenos Aires y usurpa el título de Attaché Naval —Salomón agitó el telegrama.

Raquel se apretó las sienes: empezaba su jaqueca.

—El telegrama no es cortés —dijo—: ¡ladra órdenes!

Salomón peinó con los dedos su ondulada cabellera; era un gesto de preocupación que también solía repetir su hermano Alexander.

—No quisiera tenerlo de enemigo.

—¿Enemigo? Nos aplastaría como cucarachas.

—Hubiera preferido que ni supiera de nuestra existencia.

—Debemos agradecérselo al “bueno” de Keiper.

Salomón, desolado, se dirigió sólo a Edith.

—El
Tageblatt
ha denunciado a Botzen varias veces: por operar simultáneamente como asesor del Ejército argentino, agente de la Compañía de Electricidad y funcionario de empresas y bancos alemanes. Además, Botzen mismo se jacta públicamente de sus vínculos con la Dirección de Inmigración, la Policía y el elenco artístico del Teatro Colón. Ha tendido puentes hacia todo sitio con algo de poder. Es un mago realmente peligroso.

—¿Entonces?

—Debemos tenerlo en cuenta —apuntó su índice hacia el telegrama—, aunque nos produzca náuseas.

Edith miraba a sus tíos mortificados y no descubría la forma de brindarles consuelo. Raquel fue a tomar una aspirina.


Um Gottes Willen!
¡En el embrollo que nos ha metido ese borracho!

Salomón hizo sonar las articulaciones de sus dedos.

—Es difícil encuadrar a Botzen; tampoco es el demonio —intentó aliviar a su mujer—. Por ejemplo, aunque infligió penurias a los marinos, más adelante se ocupó de conseguirles trabajo.

—¡También ayudó a ex
Freikorps
y pistoleros políticos! —replicó, enojada.

—Bueno, al finalizar la guerra no estaba claro quién era quién.

—Pero sabía quién era el capitán Vogel. Y lo ayudó. ¡Eso Julius Botzen sí lo sabía!

—¿Quién era el capitán Vogel? —preguntó Edith.

—¿Vogel? —su tía abrió los brazos—: fue uno de los asesinos de Rosa Luxemburgo. Vino a la Argentina, como tantos criminales.

—Con la excepción de algunos maleantes —insistía Salomón—, la mayoría de las personas a quienes benefició Botzen necesitaba trabajo y afecto, era gente arruinada por la guerra. Y él les consiguió casa, escuela, oficio. Por alguna razón la gente corre a pedirle ayuda. Lo acaba de hacer la mujer de Keiper.

—Y, sí —Raquel levantó el telegrama—. Todos los alemanes recurren a Botzen. Hace rato que hablamos sólo de él. ¿Te diste cuenta, Edith? —se apretó nuevamente las sienes doloridas.

—Somos realistas —suspiró Salomón.

Raquel miró interrogante el frasco de aspirinas y sacó dos más.

Por las tardes Salomón preparaba una tablita de fiambres, llenaba un vaso de cerveza y se sentaba a descansar en un rincón del living. Mientras cubría con una rodaja de pepino agrio la feta de jamón, comentó a su sobrina que había novedades.

—Raquel me dejó un mensaje: ha llegado el hijo de Ferdinand Keiper. Parece un buen muchacho —mordió su canapé—. Ahora están en la Sala de Primeros Auxilios. Me pregunta si conviene invitarlo a comer y dormir en casa.

—¡¿En casa?!

—Botzen pidió que le brindásemos la mejor atención.

—No me gusta la idea.

—¿Adónde lo mandaríamos? No debe tener dinero.

—Hospedarlo aquí es demasiado.

—Raquel lo insinúa. Ella tiene buen ojo, no es ingenua como yo.

—Es el hijo de un borracho que casi la mata.

Edith fue a su habitación y probó diferentes moños para el cabello. Eligió el azul porque hacía juego con su vestido celeste estampado con florcitas amarillas. La llegada de un joven, aunque despreciable, introducía excitación en los rutinarios días de Bariloche. Se miró al espejo y se dijo:

—Frena tus expectativas: seguro que es feo, sucio y maleducado.

Cuando bajó al living vio a un joven alto, flaco, de ojos azules y peinado con raya al medio. Le pareció hosco y triste a la vez.

A la mañana siguiente ensayó otros peinados frente al espejo mientras evocaba el romántico
Lied
de Schubert. Rolf era decididamente hermoso. ¿Cómo despertar su admiración? Quería que esos ojos esquivos la mirasen más, que sus reticentes labios le dijeran cosas. Arrojó el cabello hacia la izquierda e imaginó una escena idílica junto al lago.

A las siete y media entró en la cocina. Estaba segura de encontrarlo para el desayuno, pero sólo vio a Raquel. Como si ésta presintiese las peligrosas intenciones de su sobrina, esquivó la respuesta y murmuró que Salomón ya había bebido su café. Edith untó manteca en un panecillo decorado con semillas de amapola y pensó que tal vez Rolf había cometido alguna torpeza, como lógico hijo de su padre: ¿se habría marchado sin agradecer? Los obsesivos movimientos de su tía en torno a manteles y cubiertos le recordaron que a menudo se comportaba en forma contradictoria.

Luego fue a los ahumaderos donde se preparaba la carne de ciervo y exquisitas truchas que, prolijamente empaquetadas, Salomón mandaba a Chile por la ruta de los lagos. En un galpón se alineaban robustas pailas para cocinar fresas de la zona y producir dulces desconocidos en el resto de Chile y Argentina. En el depósito de frutas una mujer de aspecto indio las clasificaba pacientemente; Edith la saludó con simpatía porque siempre la convidaba a probar del mejor montículo.

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