La Matriz del Infierno (2 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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Las ruedas de acero se detuvieron por fin en Neuquén y el muchacho bajó al andén soleado. Cargó sobre el hombro izquierdo las dos bolsas, una llena de pertenencias y la otra vacía de comida. El guardia de la estación le dijo que fuese a un galpón próximo. Desde allí partía hacia Bariloche un servicio irregular de automóviles. Un hombre de bigotes finos que hacía rodar una bola de tabaco entre los dientes gruñó el precio tras su desaseado mostrador. Rolf extrajo una moneda tras otra hasta completar la suma. Recibió a cambio un cartón perforado que debía presentar al conductor del automóvil.

—¿Cuándo llega?

Encogió los hombros, porque algunas preguntas en ciertos lugares no tienen sentido.

Salió a esperar. Miró hacia ambos extremos de la chata calle y se sentó sobre el cordón de la vereda.

Se le caían los párpados, pero no debía dormirse: no fuera a suceder que lo dejasen clavado en Neuquén. Al rato decidió caminar hasta una verdulería que exhibía cajones con manzanas; deslizó varias a su bolsa mientras el dueño atendía a un par de mujeres. Regresó al galpón y tres horas más tarde vio que un polvoriento automóvil se acercaba sin apuro.

Del vehículo salió un voluminoso conductor empuñando un plumero. Abrió las cuatro puertas y se aplicó a limpiarlo. Luego, con su herramienta colgada de la muñeca, se bamboleó hacia el mostrador pringoso tras el cual el fino bigote seguía moviendo la bola de tabaco de uno a otro carrillo. Destapó la cerveza que le acercaron y, entre sorbo y sorbo, echó vistazos a la planilla que registraba el número de pasajeros. Devolvió la botella vacía, lanzó un eructo y se fue a orinar.

Reapareció con la cara lavada y el cabello peinado y goteante sobre su rolliza nuca. Anunció que empezaba el viaje.

Rolf entregó su modesto equipaje e ingresó al automóvil, donde fue empujado hacia el asiento de atrás, en el medio. Cabían seis personas, pero viajaban ocho.

El chofer se desparramó ante el volante y comprimió a los que estaban a su lado. Apenas arrancaron, los pasajeros empezaron a saltar como si montasen un caballo salvaje. Rolf se agarró de los hombros vecinos mientras otros lo hacían del techo y las ventanas. Ni siquiera las tempestades del mar habían producido sacudidas tan violentas. La única mujer del pasaje, hundida entre la gente zangoloteada, gritó que iba a vomitar.

—El auto no se detiene por accidentes menores —criticó el gordo.

Entonces las agrias oleadas de su estómago se volcaron sobre varias rodillas. Siete pañuelos acudieron en auxilio de la mujer; después los hicieron flamear por las ventanillas para secarlos.

Cruzaron arroyos vacíos, ondularon a ciegas entre nubes de arenisca, esquivaron manadas de ovejas flacas, golpearon un ciervo que logró fugar pese a la renguera y se detuvieron cuatro veces para vomitar más cómodos o arreglarse la ropa que a todos se les había puesto al revés.

Cuando Rolf ya se resignaba a no llegar, emergieron las montañas nevadas, el lago azul y los bosques tupidos que le había anunciado don Segismundo. Adelantó su cara por entre los apretados cuerpos para ver mejor. Repentinamente acababa el desierto y comenzaba el Edén.

El auto zigzagueó hacia la pequeña población y penetró en sus calles de tierra. Bariloche se extendía sobre la costa de un retorcido lago que conservaba su nombre indio: Nahuel Huapi. Parecía una villa del Tirol.

Pero en el ánimo de Rolf la belleza del paisaje apenas tintineó unos minutos. En esa localidad debía cumplir el cometido que atormentaba la nuez de sus sentimientos. Salió del polvoriento automóvil como un gusano de la letrina y preguntó dónde quedaba la casa de Salomón Eisenbach.

Había dejado de ver a su padre a los tres años, cuando partió de Hamburgo en el
Cap Trafalgar,
poco antes del inicio de la Gran Guerra. Su tripulación fue apresada y encarcelada tras el hundimiento de la nave. Recién volvió a verlo cuando cumplió ocho años. El reencuentro ocurrió en Buenos Aires, al otro lado del planeta, en un escenario que no guardaba relación con sus recuerdos atados a la pequeña Freudenstadt. Su madre, congestionada por el llanto, le gritó que era su papá. “¿Mi papá?”, tartamudeó el niño. “Sí, sí, tu papá”. Rolf estaba aterrorizado.

—Es tu papá —insistió Gertrud apretada por la gente que llenaba el muelle de ese caluroso mediodía de 1919.

El pequeño miró hacia arriba, hacia la cabeza del gigante. Se esforzaba por identificar las facciones del desconocido que había dibujado su fantasía en Freudenstadt, cuando se preguntaba desesperado cómo era el buen marino que se había tragado la guerra. De tanto ver llorar a su madre, imaginó que debía haber sido un suboficial maravilloso.

—Es tu papá —repetía ella. Lo empujó hacia los brazos musculosos e impacientes que lo llamaban.

El niño estaba contraído de miedo. Tenía una inexplicable vergüenza. Ese hombre no era el que había soñado; ni siquiera se parecía a la foto marrón que quemó un incendio. Empezó a tiritar. Entonces el marino lo aferró por las costillas, lo levantó por encima de su cabeza y lanzó un rugido de jungla. Lo sacudió en el aire, dio una vuelta y, por último, lo estrechó contra su pecho. Rolf se puso a llorar y su padre lo miró decepcionado; hizo una mueca y lo abandonó sobre el empedrado caliente. Luego abrazó a Franz, su hijo mayor. Por último besó a la esposa.

Mientras caminaba hacia la vivienda de Salomón Eisenbach, el cerebro de Rolf reproducía el encuentro de una década atrás. Aquella vez había culminado una espantosa travesía del océano, con hambre, enfermedad y tempestades. Ahora, en Bariloche, culminaba otro tipo de travesía. En ambos casos el final consistía en dar con el mismo hombre que una y otra vez desaparecía del hogar. En diciembre de 1919, sobre el muelle de Buenos Aires, tuvo pavor y asombro; pero en febrero de 1930 tenía desencanto e ira. Entre esas dos fechas habían ocurrido demasiadas cosas horribles. Decididamente, su papá no se parecía a quien había imaginado en los bosques de la Selva Negra.

Escupió contra el tronco de un árbol. Le dolían los pies y el estómago. En unos minutos volvería a enfrentarse con quien pegaba a su propia familia cuando regresaba ebrio. Luego de uno de esos ataques Franz había decidido irse para siempre; la escena fue espantosa. Franz no hubiera permitido que su madre fuese a rogarle ayuda al capitán y tampoco hubiera consentido en venir a Bariloche. Pero Gertrud fue y el capitán ordenó:

—Que su hijo vaya a traerlo. De inmediato.

—Franz nos abandonó y Rolf es muy joven, no conoce el país.

El capitán adelantó su cabezota por sobre el escritorio que lo separaba de la mujer.

—¿Joven? Tiene diecinueve años. Y más vale que parta enseguida. ¿Cuánto tiempo quiere que su marido permanezca como huésped de unos judíos?

Tras permitirse un respiro Rolf prosiguió su ascenso hacia la casa de Salomón Eisenbach. El aire de la tarde intensificaba el perfil de las montañas y el múltiple verde de las coníferas. Agitado, se detuvo ante la calcárea verja. El jardín era breve, con una araucaria arrogante en un extremo y macizos de petunias junto al caminito central. Una cadena descendía de una pequeña campana de bronce. La acarició como si fuese un cuerpo vivo, una serpiente de anillos grises. Pensó que todavía estaba a tiempo de dar marcha atrás. Pero oyó los quejidos de su madre y sacudió la cadena.

En la puerta apareció una mujer de mediana edad secándose las manos sobre el delantal.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —respondió la señora con fuerte acento—. ¿Qué desea?

—¿Vive aquí el señor Salomón Eisenbach?

—Ahá.

—Soy Rolf, hijo de Ferdinand Keiper —añadió con el falsete que generaba su malestar—. Según el telegrama que recibimos, mi padre se encuentra aquí.

—¡Ah! —la mujer palideció y, tras un instante de duda, avanzó hacia la verja.

Rolf retrocedió instintivamente. Ella lo miró de arriba abajo, luego corrió el pasador de la portezuela y lo invitó a entrar con una forzada sonrisa. Tenía pómulos altos y ojos turquesa.

—¿Habla alemán?

—Sí.

—Entonces podemos usar la lengua materna —dijo en pulido
hochdeutsch
mientras lo instalaba en el living sin sacarle la inquisitiva mirada.

Rolf oteó hacia los costados, como si una fiera estuviese a punto de saltarle. El living se abría al comedor y tras una puerta entornada aparecía un segmento de cocina. La mujer preguntó si deseaba comer.

—Gracias, no es necesario que se moleste —dijo a pesar del hambre.

—Bien —ella se dirigió a la cocina—. Te serviré café y dulces. ¿Cómo te llamas?

—Rolf.

—Yo, Raquel.

Rolf escuchó el ruido de la vajilla, puertas de la alacena que se abrían y cerraban, frascos a los que desenroscaban sus tapas. Súbitamente apareció una ancha bandeja que planeó hacia sus pestañas y se instaló blandamente sobre una mesita ratona. En la panera de mimbre se amontonaban panecillos y sobre tres potes brillaban dulces de colores diversos. La vajilla culminaba en una elegante cafetera de porcelana.

No pudo esperar más y lanzó la inevitable, riesgosa pregunta.

—¿Está mi padre?

Raquel distribuyó el contenido de la bandeja sobre la mesita. Era evidente que se tomaba tiempo para contestar, que ocurría algo raro.

—Prueba nuestras mermeladas; después veremos a tu padre. Seguramente has tenido un viaje cansador.

—¿Podría pasar al baño?

—Seguro. Ahí, a la izquierda.

Se levantó con prudencia para no mover la mesita y estropear el suntuoso despliegue que esa mujer había instalado en un santiamén. Ingresó en el baño más limpio del mundo. Se miró al espejo y casi dio un grito de horror: el cabello le salía disparado en diversas direcciones, la barba naciente y desprolija impresionaba como tierra de los caminos y un punto de lagaña se adhería a la comisura del ojo izquierdo. Se enjabonó y enjuagó con agua fría, abundante, y se peinó con raya al medio.

Al regresar, la mujer no estaba. Se sentó con el mismo cuidado que había aplicado al levantarse y vertió el humeante café sobre la taza con guardas doradas. Bebió un sorbo, luego untó un panecillo con manteca y dulce. Su sabor y el hambre le produjeron tanto placer que se le acalambraron los maxilares. Se frotó la cara y en segundos engulló la panera.

Volvió la señora Eisenbach sin el delantal y tomó asiento frente a él. Rolf le miró las rodillas.

—¿Te sientes mejor?

Asintió con la boca llena.

—¿Quieres contarme algo de ti?, ¿de tu familia? —cruzó las piernas y asomó un fragmento de muslo. La mirada de Rolf se pegó a la voluptuosa blancura.

—No hay mucho... —pasó la mano sobre sus ojos para disimular la atracción. Al mismo tiempo lo irritaba que ella se empeñase en hacerle preguntas personales. Intentó resolver el asunto de manera esquiva.

—Supongo que mi padre les habrá, en fin... —dudó unos segundos y concluyó que podía decir algo que no comprometía a nadie—, les habrá contado...

—No mucho.

—Les habrá dicho que nacimos en Freudenstadt.

—Sí, mencionó Freudenstadt.

Con la cucharita recogió el dulce que había quedado adherido al borde de los tres potes. Cerró el entrecejo y miró nuevamente el muslo que debía ser tibio como el pan.

—¿Le ha pasado algo malo a mi padre?

Ella ajustó el rodete que su cabello formaba sobre la nuca y contestó enigmáticamente:

—Ya lo verás.

—Señora: hágame el favor —el malestar le salía por las orejas mientras miraba sus torneadas piernas.

Ella estiró el vestido y fue hasta el perchero que sostenía abrigos livianos y dos paraguas. Eligió una gabardina, “puede llover”, abrió la puerta y lo invitó a salir.

—¿Adónde vamos?

—Al encuentro de tu padre. ¿No querías eso?

Lo ofendía el inexplicable misterio. Raquel aprovechó el camino para prepararlo.

—¿Sabes que tu padre, seguramente como consecuencia de la guerra, o de otras desventuras —elegía las palabras para no herir—, tiene adicción alcohólica?

¡Vaya noticia! Rolf asintió sin agregar comentarios porque no se le podía ocurrir algo inteligente en semejantes circunstancias.

—Salomón lo volvió a encontrar en el bar, cuando ya no podía defenderse. No iba a permitir que unos parroquianos lo maltratasen, ¿entiendes? Quiso ayudarlo.

—¿Que lo maltratasen? —se asombró: Ferdinand ebrio era un tornado que nadie podía detener.

—Estaba muy bebido, y sin dinero —prosiguió Raquel—. Insultaba. Y los parroquianos no quisieron ser tolerantes. Lo golpearon. En fin, lo echaron a la calle y pretendían continuar la paliza en la vereda.

—Papá es terrible cuando bebe. Le aumentan las fuerzas.

A Raquel se le curvó la boca.

—Un alcoholizado no aumenta sus fuerzas, hijo. Sólo aumenta su delirio. Y hace creer que tiene más fuerza.

Irrumpió el episodio en que su padre arrasaba media habitación e intercambiaba furiosos golpes con Franz hasta que éste, harto, optó por marcharse definitivamente.

—Salomón lo había visto en un par de ocasiones, cuando estaba sobrio. Evocaron recuerdos de Alemania, la Alemania previa al desastre. Hablaron de Freudenstadt.

Rolf movió la cabeza. Freudenstadt, el pueblo de su infancia, y de la guerra y el terror.

—Mi marido consiguió rescatarlo de quienes seguían disparándole puñetazos, y lo trajo a casa —deglutió saliva.

—No sabe cuánto le agradezco —mintió, mientras pensaba “por fin le dieron su merecido”.

—No resultó fácil. Estaba confuso; no se quedaba quieto. Inclusive se enojó con Salomón, que acababa de salvarle la vida.

Llegaron a un edificio de paredes lechosas.

—Es aquí.

Se trataba de una modesta Sala de Primeros Auxilios.

—Todavía no tenemos hospital —se disculpó; y lo miró de frente—. No lo internaron por lo ocurrido en el bar, sino después, en casa.

Caminaron por el pasillo con olor a desinfectante. También ella lo recorría por primera vez. Rolf la siguió con la mirada prendida al ondular de sus caderas; apretó los puños para contener sus ganas de tocarla. Siempre la angustia le excitaba el sexo.

Entraron en un cuarto azulejado y dividido por un biombo de tela. A ambos lados había una camilla con mástiles que sostenían botellas. En la camilla de la derecha, con los ojos hinchados y vendajes en la cara, yacía un hombre que evocaba grotescamente a quien había sido el corpulento y temible Ferdinand Keiper.

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