Authors: Anne Rice
Encontraron un banco vacío junto al sendero. El quedó absorto en la contemplación de los paseantes, y todo el mundo miraba con asombro y admiración a aquel atlético caballero de mirada intensamente entusiasta. ¿Sabría él que era muy atractivo? ¿Sabría que el simple tacto de su mano hacía a Julie estremecerse?
Oh, había tantas cosas que quería enseñarle... Lo llevó a las oficinas de Stratford Shipping, rezando por que nadie la reconociera. Tras hacerlo entrar en el ascensor, pulsó el botón del último piso.
—Cables y poleas —le explicó.
—Britannia —susurró él cuando vio ante sí los tejados de Londres, mientras oía los silbatos de la fábrica y el tintineo de los timbres de los tranvías abajo en la calle—. América, Julie. —Se volvió hacia ella y la cogió de los hombros con manos sorprendentemente suaves—. ¿Cuántos días en barco mecánico hasta América?
—Diez días, creo. Se puede llegar a Egipto en menos tiempo. Un viaje a Alejandría dura seis días.
¿Por qué habría dicho aquellas palabras? El rostro de Ramsés se ensombreció levemente.
—Alejandría —murmuró, pronunciando el nombre como ella—. ¿Todavía existe Alejandría?
Ella lo condujo al ascensor. Todavía quedaba mucho por ver. Le explicó que todavía existían Atenas, Damasco, Antioquía. Y, por supuesto, Roma.
Se le había ocurrido una idea genial. Detuvo un coche de caballos e indicó al conductor que los llevara al Museo de Cera de Madame Tussaud.
Entre las estáticas figuras disfrazadas, le explicó de qué se trataba: un panorama de la historia. Le mostraría a los indios americanos, a Gengis Khan y a Atila, el rey de los hunos, hombres que habían hecho temblar a Europa tras la caída de Roma.
Pero, al poco rato de estar en el museo, Julie se dio cuenta del terrible error que había cometido. Ramsés pareció perder el aplomo al ver a los soldados romanos. Reconoció la figura de Julio César al instante. Y entonces se quedó mirando con incredulidad a la Cleopatra egipcia, una muñeca de cera que no guardaba el menor parecido con el busto que él había conservado o las monedas que todavía poseía. Pero su identidad era inconfundible, reclinada sobre una otomana, con la serpiente en las manos junto a su pecho. A su lado estaba de pie la figura de Marco Antonio, un hombre anónimo vestido de general romano.
Ramsés enrojeció. Había algo salvaje en sus ojos cuando miró a Julie y volvió a mirar los rótulos impresos bajo las figuras.
¿Cómo no había pensado que iban a encontrar allí a aquellos personajes? Julie tomó a Ramsés de la mano mientras él retrocedía sin dejar de mirar las figuras de cera. Cuando se dio media vuelta estuvo a punto de tropezar con una pareja. El hombre dijo algo ofensivo, pero Ramsés pareció no oírlo. Se dirigió apresuradamente hacia la salida, y ella echó a correr tras él.
Cuando salieron a la calle pareció tranquilizarse. Estaba mirando el tráfico. Buscó la mano de Julie sin mirarla, y los dos caminaron lentamente hasta que él se detuvo para observar a los trabajadores de una obra. La gran mezcladora de cemento giraba con estruendo y el ruido de los martil azos retumbaba en las distantes paredes.
Una leve sonrisa de amargura pasó por los labios de Ramsés. Julie detuvo a un coche de caballos.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó ella—. Dime qué quieres ver.
Él estaba mirando a una mendiga, una anciana envuelta en harapos y con zapatos rotos que les había extendido la mano al pasar.
—Es pobre —dijo Ramsés—. ¿Por qué todavía hay pobres aquí?
El coche los llevó por callejuelas empedradas, entre hileras de ropa tendida y niños descalzos de caras mugrientas que los miraban al verlos pasar.
—¿Pero no se puede ayudar a esta gente con tanta riqueza? Son tan pobres como los campesinos de mi tierra.
—Algunas cosas no cambian con el tiempo —contestó ella.
—¿Y tu padre? ¿Era un hombre rico?
Ella asintió.
—Construyó una gran compañía naviera: barcos que transportan mercancías desde la India y Egipto a Inglaterra y América, barcos que dan la vuelta al mundo.
—Por esas riquezas intentó matarte Henry, como mató a tu padre en la tumba.
Julie se quedó mirando hacia delante. Parecía que aquellas palabras iban a hacerle perder el poco control que todavía tenía. El día, la aventura de Londres, la habían transportado a lo más alto, y ahora se sentía caer. «Henry mató a mi padre.» Era casi incapaz de pronunciar una palabra.
Ramsés le tomó la mano.
—Debería haber sido suficiente dinero para todos —dijo el a con voz ahogada—. Para mí, para Henry, para su padre...
—Y sin embargo tu padre buscaba tesoros en Egipto...
—¡No, no buscaba tesoros! —Julie lo miró con intensidad—. Hacía excavaciones para saber más sobre el pasado. Tus escritos significaban más para él que los anillos de tus dedos. La historia que le dejaste, ése era su tesoro. Eso y tu sarcófago, porque era un objeto puro, de tu tiempo.
—Arqueología —dijo Ramsés.
—Sí —contestó Julie, sin poder evitar una sonrisa—. Mi padre no era un ladrón de tumbas.
—Te entiendo. No te enfades.
—Era un erudito —dijo el a con más suavidad—. Tenía todo el dinero que necesitaba. Si cometió un error, fue dejar la compañía en manos de su hermano y de su sobrino. Pero les pagaba tan generosamente...
Se interrumpió. De repente se sentía muy cansada. A causa de la euforia de todo el día, no había llegado a reconocer por completo lo que había sucedido. Y el dolor apenas acababa de comenzar.
—Algo fue mal —susurró.
—La codicia es lo que fue mal. La codicia es lo que siempre va mal.
Ramsés miraba por la ventanilla del coche los edificios viejos y con los cristales rotos. Olía a orina y a podredumbre.
Julie nunca había estado en aquel a parte de Londres. Ver aquello la entristecía y exacerbaba su dolor.
—Es necesario detener a Henry —declaró Ramsés con firmeza—, antes de que intente hacerte daño. Y, además, querrás vengarte por la muerte de tu padre.
—Mi tío Randolph se moriría si supiera lo que ha sucedido. Es decir, si es que no lo sabe ya.
—El tío, el que vino esta mañana preocupado por ti, ése es inocente, y teme por su hijo.
Pero tu primo Henry es malo. Y el mal es incontenible.
Julie estaba temblando y tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Ahora no puedo hacer nada. Es mi primo. Ellos dos son mi única familia. Y, cuando esto se solucione, quiero que sea delante de un tribunal.
—Estás en peligro, Julie Stratford —afirmó él.
—Ramsés, yo aquí no soy reina. No puedo actuar por mi cuenta.
—Pero yo soy rey, siempre lo seré. Mi conciencia puede soportar esta carga. Déjame actuar cuando vea la ocasión.
—¡No! —murmuró ella, mirándolo con gesto implorante. Él le puso la mano sobre el brazo con suavidad—. Prométeme que no harás nada. Si algo sucediera, también caería sobre mi conciencia.
—Mató a tu padre.
—Si lo matas, matarás a la hija de mi padre —repuso ella.
Hubo un momento de silencio durante el cual él simplemente la miró, quizá maravillado.
Julie sintió su brazo pegado junto al suyo. Entonces él la atrajo hacia sí. Sus pechos se unieron y él la besó, cubriéndole la boca con la suya. El calor del encuentro fue inmediato y abrumador.
Ella alargó los brazos para rechazarlo, pero en lugar de eso enterró los dedos en sus cabellos y le tomó la cabeza con dulzura. Luego retrocedió, atónita.
Durante varios segundos fue incapaz de hablar. Su rostro estaba encendido, y se sintió lánguida y completamente expuesta a él. Cerró los ojos. Sabía que si volvía a tocarla no podría resistirse: terminaría haciendo el amor con él en aquel coche si no hacía algo...
—¿Qué creías que era yo, Julie? —preguntó él—. ¿Un espíritu? Soy un
hombre
inmortal.
Hizo ademán de volver a besarla, pero ella se apartó levantando la mano.
—Tenemos que hablar más de Henry —dijo él. Le tomó la mano y le besó los dedos—.
Henry sabe quién soy. Me vio porque me moví para salvarte la vida, Julie. Lo vio todo. Y no hay razón para dejarlo vivir sabiendo eso, porque es malo y merece morir.
Ramsés sabía que ella apenas podía concentrarse en lo que le estaba diciendo. De repente Julie pareció enfurecerse al sentir sus labios acariciándole los dedos, al ver sus ojos azules brillar en la penumbra de la cabina.
—Henry ha hecho el ridículo con esa historia —replicó ella—. Y no volverá a intentar hacerme daño. —Retiró la mano y se puso a mirar por la ventana. Ya se alejaban de aquel barrio triste y miserable. Gracias a Dios.
Él se encogió de hombros ligeramente.
—Henry es un cobarde —siguió diciendo ella—, un maldito cobarde. La forma en que mató a mi padre, cobarde...
—Los cobardes pueden ser más peligrosos que los valientes, Julie —repuso él.
—¡No le hagas nada! —susurró el a. Se volvió y miró fijamente a Ramsés—. Hazlo por mí, déjalo en manos de Dios. ¡Yo no puedo ser su juez y su jurado!
—Como una reina—dijo él—. Y más sabia que la mayoría de las reinas.
Se inclinó sobre ella lentamente para besarla. Ella sabía que debía rechazarlo, pero no lo hizo. Y el calor volvió a inundar sus venas, debilitándola por completo. Cuando se apartó, él intentó retenerla, pero su decidida resistencia venció.
Cuando volvió a mirarlo, Ramsés estaba sonriendo.
—Soy invitado de tu corte —declaró él con un breve gesto de aceptación—, mi reina.
Elliott no tuvo la menor dificultad en imponerse sobre Rita. A pesar de que ella le rogó que comprendiera que su señorita no estaba en casa, y que era mejor que volviera en otro momento, él pasó por delante de ella y se dirigió a la sala egipcia.
—Ah, estos tesoros maravillosos. No hay tiempo suficiente en el mundo para examinarlos.
Tráeme una copa de jerez, Rita. Creo que estoy cansado. Descansaré un momento antes de volver a casa.
—Sí, señor, pero...
—Jerez, Rita.
—Sí, señor.
Estaba terriblemente pálida y atemorizada, la pobre. Y en la biblioteca reinaba el caos más absoluto. Había libros desordenados por todos lados. Miró al invernadero. Desde donde estaba vio diccionarios apilados sobre la mesa, y pequeños montones de papeles y revistas en todas las sillas.
Pero el diario de Lawrence estaba en el escritorio, como esperaba. Lo abrió para convencerse de que no se confundía y se lo guardó en el bolsillo interior del abrigo.
Estaba mirando el sarcófago de la momia cuando entró Rita con la copa de jerez en una bandeja.
Apoyándose pesadamente en el bastón, Elliott cogió la copa y le dio un breve sorbo.
—No me dejarás echarle un vistazo a la momia, ¿verdad? —preguntó.
—¡Por Dios, no, señor! ¡Por favor, no la toque! —contestó Rita con expresión de pánico sin dejar de mirar el sarcófago—. Es muy pesado, señor. No debemos intentar abrirlo.
—Vamos, vamos. Sabes tan bien como yo que sólo es una fina caja de madera. No pesa nada.
La muchacha estaba aterrorizada.
Con una sonrisa, Elliott sacó del chaleco un soberano y se lo dio. Rita se quedó atónita y negó con la cabeza.
—No, tómalo, querida. Cómprate algo bonito.
Y, antes de que la doncella pudiera pensar qué decir, él pasó por delante de ella y se dirigió a la puerta. Rita corrió a abrírsela.
Elliott se detuvo un instante al llegar al último escalón. ¿Por qué no había forzado la situación? ¿Por qué no había mirado el interior de ese ataúd?
Walter, su factótum, que llevaba a su servicio prácticamente desde su infancia, acudió en su ayuda. Dejó que lo ayudara a subir al coche y se arrellanó en el asiento. Al estirar las piernas sintió una profunda punzada en la cadera.
¿Le hubiera sorprendido encontrar la caja vacía, descubrir que aquello no se trataba de un juego? Al contrario: estaba plenamente convencido de que estaba vacía. Y había tenido miedo de comprobarlo con sus propios ojos.
El señor Hancock, del Museo Británico, no era precisamente un hombre paciente. Toda su vida había empleado su devoción por las antigüedades egipcias para avasallar a la gente, para justificar su grosería y su mezquindad ante los demás. Era parte de su naturaleza, al igual que su genuino amor por las reliquias y papiros que había pasado toda su vida estudiando.
Leyó en voz alta el titular del periódico que tenía delante a los tres caballeros que lo acompañaban.
—«La momia despierta en Mayfair.» —Dobló el periódico con brusquedad—. Esto es repugnante. ¿Es que el joven Stratford se ha vuelto loco?
El más viejo de los hombres, que estaba sentado frente a él, esbozó una sonrisa.
—Henry Stratford es un borracho y un jugador. ¡Decir que la momia salió de su sarcófago...!
—Pero el asunto —dijo Hancock— es que hemos encomendado una colección que no tiene precio a un particular, y ahora surge este escándalo. Scotland Yard yendo y viniendo y lo peor de la prensa husmeando todo el día.
—Si me perdona —intervino el anciano—, el asunto de la moneda robada es mucho más preocupante.
—Sí —asintió Samir Ibrahaim suavemente desde un segundo plano—. Pero les aseguro que sólo había cinco cuando catalogué la colección, y ninguno de nosotros ha visto la supuesta moneda robada.
—En cualquier caso —agregó Hancock—, el señor Taylor es un numismático de reputación intachable. Y él está seguro de que la moneda era auténtica. Y de que fue Henry Stratford quien se la ofreció.
—Stratford pudo robarla en Egipto —sugirió el anciano. Los demás asintieron.
—La colección debería estar en el museo —declaró Hancock—. Debemos empezar ya a examinar la momia de Ramsés. El museo de El Cairo está muy molesto por esta controversia.
Y ahora, esta moneda...
—Pero, caballeros —interrumpió Samir—, no podemos tomar una decisión sobre la seguridad de la colección hasta que consultemos a la señorita Stratford.
—La señorita Stratford es muy joven —dijo Hancock con gesto despreciativo—. Y en su estado actual su juicio está perturbado.
—Sí —coincidió el anciano—, pero todo el mundo sabe que Lawrence Stratford contribuyó con millones de libras a este museo. No, creo que Samir tiene razón: no podemos trasladar la colección hasta que la señorita Stratford dé su permiso.
Hancock volvió a mirar los periódicos.
—«Ramsés se levanta de la tumba» —leyó—. Les aseguro que no me gusta.