Authors: Anne Rice
Y Ramsés inmóvil en el centro de la habitación. Tenía los brazos cruzados y la miraba fijamente, con los pies algo separados, como un momento antes. El sol, que le daba en la espalda, lo rodeaba de un halo luminoso, y dejaba su rostro en la sombra. Y el profundo brillo de sus ojos era casi tan intenso como los reflejos de sus cabellos.
Por primera vez Julie comprendió el significado de la palabra
regio.
Era un hombre extraordinariamente bello, y buena parte de su belleza procedía de su expresión, inteligente y curiosa, aunque contenida. Era sobrenatural y al mismo tiempo perfectamente normal. Más que humano, pero humano al fin y al cabo.
Ramsés seguía mirándola. Los pliegues de la larga bata se agitaron levemente por efecto de la suave corriente de aire cálido que entraba del invernadero.
—Rita, déjanos —susurró Julie.
—Pero, señorita...
—Vete.
Otra vez el silencio. Entonces él se acercó a ella. No sonreía. Con expresión seria y ojos muy abiertos observó el rostro de Julie, su cabello, su atuendo.
¿Qué pensaría de su caprichoso salto de cama de encaje? Quizá creyera que las mujeres modernas vestían también así por la calle. Pero él no estaba mirando el encaje. Estaba mirando la forma de sus pechos bajo la seda, el contorno de sus caderas. Volvió a mirarla a los ojos, y su expresión fue inequívocamente apasionada. Se acercó a ella y la tomó por los hombros. Julie sintió el contacto de sus cálidos dedos.
—No —dijo.
Negó enérgicamente con la cabeza y retrocedió. Se irguió, intentando no admitir el miedo ni el repentino y delicioso escalofrío que le recorría la columna y los brazos.
—No —volvió a decir con un leve tono de desaprobación.
Mientras seguía mirándolo al borde del pánico, desconcertada por la intensa calidez que sentía en el pecho, él asintió, dio un paso atrás y sonrió. Abrió las manos en un leve gesto de disculpa y habló en un latín suave y acariciante. Julie distinguió su nombre, la palabra
regina y
otra que sabía que significaba casa. Julie es la reina en su casa.
No pudo reprimir un suspiro de alivio. Otra vez le temblaba todo el cuerpo. ¿Lo notaría él?
Por supuesto.
Ramsés hizo un gesto interrogante.
—
Pañis,
Julie —susurró—.
Vinum. Pañis. —
Entrecerró los ojos, como si buscara una palabra más adecuada—.
Edere
—
murmuró, y se llevó una mano gráficamente a los labios.
—¡Claro! Tienes hambre. Quieres pan y vino. ¡Rita! —gritó en dirección a la puerta—.
Tiene hambre, Rita. Tenemos que darle algo de comer de inmediato.
Se volvió hacia Ramsés y lo vio sonreír una vez más con aquella extraordinaria mirada cálida y afectuosa. Parecía que le gustaba mirarla. Si él supiera que ella lo encontraba casi irresistible, que un momento antes había estado a punto de rodearlo con sus brazos y... mejor no pensar en ello. No, tenía que dejar de pensar en ello.
Elliott se hallaba sentado en su sillón mirando la chimenea. Estaba muy cerca del fuego,
y
tenía los pies enfundados en sus zapatillas y apoyados en la defensa para que el intenso calor le aliviara el dolor de las piernas y manos. Escuchaba a Henry con una mezcla de impaciencia e inesperada fascinación. Parecía que la mano de Dios había caído con fuerza sobre Henry a causa de sus pecados. Parecía haberse desmoronado.
—¡Son imaginaciones tuyas! —dijo Alex.
—Te estoy diciendo que esa condenada momia salió de su sarcófago e intentó estrangularme. Sentí su mano en el cuello y le vi la cara bajo las vendas.
—Has tenido que imaginártelo —insistió Alex.
—¡Mierda, imaginármelo!
Elliott observó a los dos jóvenes. Henry iba sin afeitar y le temblaba la mano en la que sostenía un vaso de whisky. Alex estaba inmaculado, con las manos tan limpias como las de un niño.
—¿Y dices que ese egiptólogo y la momia son la misma persona? Henry, has estado fuera toda la noche, ¿verdad?
Has estado bebiendo con esa chica del
music-hall.
Has estado...
—¡Y de dónde diablos ha salido ese tipo si no es la momia! Elliott se echó a reír suavemente y atizó las brasas con la punta del bastón. Henry insistió.
—¡Anoche no estaba allí! ¡Y bajó por la escalera con la bata del tío Lawrence! ¡Y además vosotros no lo habéis visto! No es un hombre normal. Cualquiera que lo vea se da cuenta de que no lo es.
—¿Y está ahora solo en la casa con Julie? Alex tardaba tanto en sacar conclusiones, pobre alma cándida...
—Eso es lo que he estado intentando decirte. ¡Dios mío! ¿Es que no va a haber nadie en Londres que me escuche?
—Henry acabó con su whisky, se acercó al mueble bar y volvió a llenar el vaso—. Y Julie está encubriéndole. Ella sabe lo que ha sucedido. ¡Vio cómo aquello se me acercaba por la espalda!
—Te estás poniendo en ridículo con esta historia —dijo Alex con suavidad—. Nadie va a creer...
—¿No te das cuenta? —replicó Henry con impaciencia—. Esos papiros, esos rollos hablan de algo inmortal. Lawrence se lo estaba contando a ese Samir, algo así como que Ramsés II había vivido mil años...
—Creí que era Ramsés el Grande —lo interrumpió Alex.
—Los dos son el mismo, zoquete. Ramsés II, Ramsés el Grande, Ramsés el Maldito. Todo estaba en esos papiros, te lo aseguro. ¿Y no lo has leído en los periódicos? Y yo que creí que el tío Lawrence se estaba volviendo loco por el calor...
—Creo que necesitas descansar, y posiblemente en un hospital. Todo esto de la maldición...
—¡Maldita sea, no entiendes nada! Es peor que una maldición. Esa momia ha intentado matarme. Te oigo que está viva.
Alex miró a Henry con apenas velada repulsión. «La misma mirada con la que lee los periódicos», pensó Elliott sombríamente.
—Voy a ver a Julie. Padre, si me disculpas...
—Desde luego, eso es exactamente lo que deberías hacer.
—Elliot volvió a mirar el fuego—. Averigua qué pasa con ese egiptólogo,
de
dónde ha salido.
Julie no debería estar sola en esa casa con un extraño. Es absurdo.
—¡Está sola en esa casa con la maldita momia! —gruñó Henry.
—Henry, ¿por qué no te vas a casa y duermes un poco? —sugirió Alex—. Te veré luego, padre.
—¡Majadero!
Alex hizo caso omiso del insulto. Era una ofensa sorprendentemente fácil de pasar por alto.
Henry volvió a vaciar el vaso y se dirigió una vez más al mueble bar.
Elliott escuchó el tintineo de la botella contra el vaso.
—Y ese hombre, el misterioso egiptólogo, ¿te dijo su nombre? —preguntó.
—Reginald Ramsey, ¡qué te parece! Y juraría que Julie lo inventó sobre la marcha. —Volvió a apoyarse en la repisa de la chimenea con un vaso lleno de whisky hasta el borde. Lo fue sorbiendo lentamente, apartando la vista con nerviosismo cada vez que Elliott lo miraba—. No ha pronunciado una sola palabra en inglés. Y tendrías que haber visto su mirada. Te lo aseguro, tienes que hacer algo.
—Sí, ¿pero qué?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Cazar a ese monstruo, eso es lo que hay que hacer. Elliott se rió secamente.
—Si esa criatura o ese hombre ha intentado estrangularte, ¿por qué lo protege Julie? ¿Por qué no la ha estrangulado a ella?
Henry guardó silencio un instante, mirando al frente con gesto vacío. Entonces dio un largo sorbo a su vaso. Elliott lo miró con frialdad: no estaba loco, no; histérico, pero no loco.
—Lo que te pregunto es por qué intentó matarte a ti.
—Por el amor de Dios, es una momia, ¿no? Yo fui el que entró en su maldita tumba, no Julie. Yo encontré a Lawrence muerto en la condenada tumba...
Henry se interrumpió como si acabara de darse cuenta de algo. Su rostro ya no parecía ausente, sino horrorizado.
Los ojos de los dos hombres se encontraron un instante. Elliott volvió a mirar al fuego. «Este es el joven al que una vez quise —pensó—, al que acaricié con hambre y ternura, al que amé.
Y ahora está llegando al fondo de algo, a lo más bajo. La sensación de revancha debería ser dulce, pero no lo es.»
—Mira —dijo Henry casi tartamudeando—, tiene que haber una explicación a todo esto.
Pero desde luego, sea lo que sea, hay que detenerlo. Es posible que haya hechizado a Julie.
—Ya.
—Claro, crees que estoy loco. Y me desprecias. Siempre me has despreciado.
—No, no siempre.
De nuevo volvieron a mirarse. El rostro de Henry estaba húmedo de sudor y los labios le temblaban levemente. Apartó la vista.
«Está desesperado —pensó Elliott—. Ya no tiene dónde esconderse de sí mismo, eso es lo que ocurre.»
—Bueno, pues pienses lo que pienses —dijo Henry—, yo no tengo intención de pasar otra noche en esa casa. Voy a mandar que lleven todas mis cosas al club.
—No puedes dejarla sola allí. No es correcto. Y, no habiendo un compromiso formal entre Alex y Julie, yo no puedo intervenir adecuadamente.
—Claro que puedes. Y yo iré a donde me dé la gana. Desde luego no pienso quedarme allí.
Elliott oyó a Henry alejarse tras dejar el vaso con violencia sobre la repisa de mármol del mueble bar. Sus pesados pasos se alejaron y Elliott se quedó solo.
Se arrellanó en su sillón. Un golpe sordo y lejano le indicó que la puerta de la calle se cerraba.
Intentó ver todo el incidente en perspectiva. Henry había ido a su casa porque Randolph no le creía. Y era una historia muy extraña, incluso para haberla inventado un joven tan loco y desesperado como Henry. No tenía ningún sentido.
—Amante de Cleopatra —murmuró—. Guardián de la casa real de Egipto. Ramsés el Inmortal, Ramsés el Maldito.
De repente sintió deseos de volver a ver a Samir, de hablar con él. Desde luego, la historia era ridícula, pero... No, lo que ocurría era que Henry se estaba deteriorando más rápido de lo que nadie hubiera pensado. Pero de todos modos quería saber la opinión de Samir sobre todo aquello.
Sacó el reloj del bolsillo del chaleco: todavía era muy pronto. Tenía mucho tiempo antes de acudir a las citas que tenía por la tarde. Si al menos pudiera levantarse de aquel sillón...
Había plantado el bastón con firmeza sobre el suelo de piedra cuando oyó los suaves pasos de su esposa. Se dejó caer de nuevo en el sillón, aliviado por poder permanecer sentado unos momentos más, y la miró a los ojos.
Siempre le había gustado su esposa, y ahora, en su madurez, había descubierto que la amaba. Era una mujer de aspecto impecable y que poseía un encanto sutil. A él le parecía que no tenía edad, quizá porque no lo atraía eróticamente. Pero ella era doce años mayor que él, y por tanto casi una anciana. Aquello le molestaba, no sólo porque le hacía sentir la proximidad de la vejez, sino porque temía perderla.
Siempre la había admirado y había disfrutado de su compañía; y necesitaba su dinero desesperadamente, aleo que a ella nunca le había importado. Valoraba el encanto de Elliott y sus contactos sociales y le perdonaba sus excentricidades secretas.
Ella siempre había sabido que había algo raro en él, que era algo así como «la oveja negra del rebaño», alguien diferente de sus iguales, de sus amigos y enemigos. Pero nunca se lo había planteado abiertamente. Al parecer su felicidad no dependía de la de él; y, por otra parte, le estaba muy agradecida por seguir cumpliendo con su vida social y por no haber huido a Egipto con Lawrence Stratford.
Elliott estaba ahora demasiado paralizado por la artritis como para seguir siéndole infiel, y a veces se preguntaba si para ella era un alivio o si la entristecía. Todavía compartían el lecho matrimonial, y era probable que siguieran haciéndolo hasta el final. Aunque no había ninguna urgencia o necesidad real, desde hacía tiempo Elliott era consciente de que dependía de ella y la amaba profundamente.
Se alegró de que ya hubiera vuelto a casa pues lo ayudaba a sobrel evar el dolor por la muerte de Lawrence; pero también sabía que tendría que recuperar la gargantilla de diamantes lo antes posible. Randolph le había prometido pagarle al día siguiente el dinero que había obtenido a cambio de la joya, y eso lo tranquilizaba.
Edith estaba especialmente atractiva con su vestido nuevo de lana verde traído de París.
Tenía un aspecto pulcro y recatado, excepto por su rebelde cabellera plateada, que contrastaba de un modo adorable con la severidad de su vestuario y la ausencia de joyas y adornos. Nunca lucía los diamantes que Elliott había empeñado, más que para asistir a alguna fiesta. Él se enorgullecía de ella porque seguía siendo una mujer terriblemente atractiva a pesar de su edad. En general a la gente le gustaba más ella que él, y Elliott pensó que así debía ser.
—Voy a salir un rato —le anunció—. No me echarás de menos. Estaré de vuelta a la hora de comer.
Sin responder, el a se sentó en la otomana que había junto a su sillón y le tomó la mano. El pensó que su tacto era muy ligero y que las manos eran la única parte de su cuerpo que revelaba su edad.
—Elliott, has vuelto a empeñar mi gargantilla —dijo simplemente.
Avergonzado, guardó silencio.
—Sé que lo has hecho por Randolph. Otra vez las deudas de Henry. Siempre la misma historia.
El clavó los ojos en las brasas de la chimenea y no respondió. Después de todo, ¿qué iba a decir? Ella sabía que los diamantes estaban a salvo en manos de un joyero en el que ambos confiaban, que la cifra pedida a cambio era relativamente pequeña y que ella podía devolverla incluso aunque Randolph no pudiera hacerlo.
—¿Por qué no me dijiste que necesitabas dinero? —le preguntó.
—Eso nunca es fácil, querida. Además, Henry le está haciendo la vida muy difícil a Randolph.
—Lo sé. Y también que lo has hecho con buena intención, como siempre.
—Por vulgar que pueda parecer, un préstamo contra un collar de diamantes es un precio bajo por los millones de los Stratford. Y en eso estamos, querida: intentando darle una buena boda a nuestro hijo, como suele decirse.
—Randolph no puede convencer a su sobrina de que se case con Alex. No tiene ninguna influencia sobre ella. Le has dejado el dinero porque sientes pena de Randolph, porque es tu amigo.
—Quizá tengas razón. —Suspiró y siguió sin mirarla—. Quizá de algún modo me siento responsable.
—¿Por qué ibas a ser responsable? ¿Qué tienes que ver tú con Henry y con lo que ha sido de él?
Él no respondió. Pensó en la habitación de aquel hotel en París y en la mirada miserable de Henry al ver que había fracasado su intento de chantaje. Era extraño: recordaba perfectamente el mobiliario de la habitación. Más tarde, al descubrir la ausencia de la pitillera y el dinero, se había dicho: «Debo recordar esto, debo recordarlo todo; esto no debe volver a sucederme».