Authors: Anne Rice
Cerró el libro casi con reverencia. Miró la larga fila de pomos de alabastro. ¿Podían ser aquéllos los mismos venenos?
Se quedó ensimismada mirando el magnífico sarcófago. Había visto muchos como él en Londres y El Cairo, pero éste contenía el cuerpo de un hombre que se decía inmortal, que pretendía no haber sido enterrado muerto, sino sumido en un profundo sueño.
¿Cuál era el secreto de aquel sueño? ¿Cómo había despertado? ¡Y el elixir!
—Ramsés el Maldito —susurró—. ¿Despertarás para mí como despertaste para Cleopatra?
¿Abrirás los ojos a un nuevo siglo de maravillas indescriptibles a pesar de que tu reina esté muerta?
No recibió más respuesta que el silencio y la mirada fija de los grandes ojos de la máscara de oro.
—iEso es un robo! —exclamó Henry. Apenas podía contener su rabia—. Esta moneda no tiene precio.
Miró con furia al hombrecillo sentado detrás del escritorio en el despacho de la tienda de numismática. El miserable ladrón, refugiado en su mundo de sucias cajas de cristal y monedas expuestas sobre terciopelo como si fueran joyas.
—Es genuina, sí —respondió lentamente el hombre—. Y si es genuina, ¿de dónde procede? ¿Una moneda como ésta, con una imagen perfecta de Cleopatra? Eso es lo que todo el mundo va a preguntarse. ¿De dónde viene? Y ni siquiera me ha dicho usted su nombre.
—No, no se lo he dicho. —Exasperado, le arrebató la moneda al hombre con brusquedad, se la guardó y se volvió para salir. Se detuvo el tiempo suficiente para ponerse los guantes.
¿Cuánto le quedaba? ¿Cincuenta libras? Estaba furioso. Cerró la puerta con violencia y salió al frío viento de la calle.
El hombre de la tienda permaneció inmóvil un momento. Todavía sentía el tacto de la moneda que acababa de dejar escapar. Era la primera vez que veía algo parecido en sus largos años de experiencia. Sabía que era auténtica, y de repente se sintió como un estúpido.
¡Tendría que haberla comprado! Debería haber corrido el riesgo. Pero sabía que era robada, y ni siquiera por la reina del Nilo se habría convertido en ladrón.
Se levantó de la mesa y cruzó las polvorientas cortinas de terciopelo que separaban la tienda del pequeño salón en el que asaba gran parte del día a solas. El periódico seguía junto a la mecedora. Lo abrió y leyó el titular:
LA MOMIA STRATFORD Y SU MALDICIÓN LLEGAN A LONDRES
Bajo estas palabras había un dibujo a tinta que mostraba a un elegante joven desembarcando del
Melpomine
con la momia del ya famoso Ramsés el Maldito. Henry Stratford, sobrino del arqueólogo fallecido, decía el pie. Sí, aquél era el nombre que acababa de salir de la tienda. ¿Habría robado la moneda de la tumba en la que su tío había muerto tan repentinamente? ¿Y cuántas más como aquél a habría robado? Se sintió confuso. Por otra parte sentía alivio, pero también pena por haber dejado escapar la ocasión. Miró el teléfono.
Era el mediodía. El comedor del club estaba tranquilo, y los pocos miembros que almorzaban en las mesas lo hacían solos. Así era como le gustaba a Randolph: un verdadero retiro del bullicio de las calles y de la constante opresión de su despacho.
No se alegró de ver a su hijo en la puerta del comedor, a unos quince metros. No debía de haber dormido en toda la noche, aunque al menos iba afeitado y bien vestido. Nunca se descuidaba con las pequeñeces, pero era incapaz de evitar un gran desastre: que ya no había ninguna vida en él; que era un jugador y un borracho sin alma.
Randolph volvió a concentrarse en la sopa.
No levantó la vista cuando su hijo se sentó frente a él y pidió al camarero un whisky con agua, «y rápido».
—Te dije que pasaras la noche en casa de tu prima —dijo Randolph con voz sombría, consciente de que aquella conversación no tenía sentido—. Te dejé la llave.
—La recogí, gracias. Y no hay duda de que a mi prima le van muy bien las cosas sin mí.
Tiene a la momia para que le haga compañía.
El camarero dejó el vaso sobre la mesa y Henry lo vació de un trago.
Randolph tomó lentamente otra cucharada de sopa.
—¿Qué diablos haces comiendo en un sitio como éste? —continuó Henry—. Hace diez años que está pasado de moda. Es absolutamente fúnebre.
—¡Baja la voz!
—¿Por qué? Todos estos carcamales están sordos.
Randolph se recostó sobre el respaldo de la silla e hizo un leve gesto de asentimiento al camarero, quien retiró el plato vacío.
—Es mi club y me gusta —repuso con voz apagada. No tenía sentido. Ninguna conversación con su hijo lo tenía. Sintió ganas de llorar. A Henry le temblaban las manos; tenía la tez pálida y consumida, y los ojos fijos en la nada. Era la mirada de un alcohólico, de un borracho.
—Traiga la botella —indicó Henry al camarero sin levantar la vista. Entonces se dirigió a su padre—. Me quedan veinte libras.
—¡No puedo adelantarte nada! —replicó Randolph—. Mientras ella tenga el control, la situación es simplemente desesperada. No comprendes nada.
—Me estás mintiendo. Sé que firmó papeles ayer.
—Ya te has gastado por adelantado el sueldo de todo un año.
—Padre, necesito otras cien...
—Si tu prima examina los libros, tendré que confesar todo. Y pedirle otra oportunidad.
Sintió un sorprendente alivio al decirlo en voz alta. Quizás era eso lo que quería. Miró a su hijo y lo vio muy lejos. Sí, quizá debiera confesar todo a su sobrina y pedirle... ¿qué? Su ayuda.
Henry estaba sonriendo con una mueca de desprecio.
—Ponernos en sus manos. Oh, qué bonito.
Randolph recorrió con la mirada las mesas con manteles blancos. Sólo quedaba un hombre de cabellos grises comiendo en un rincón: el viejo vizconde Stephenson, un miembro de la aristocracia rural que todavía podía mantener sus grandes propiedades con bastante desahogo. «Bien, come en paz tú que puedes, amigo mío», pensó Randolph.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —dijo suavemente a su hijo—. Deberías venir a trabajar mañana. Por lo menos ve a tu despacho...
¿Lo estaba escuchando su hijo, que había sido un desgraciado desde que Randolph podía recordar, que no tenía futuro, ni ambiciones, ni sueños?
De repente sintió que se le rompía el corazón: cuántos años hacía que Henry era un hombre desesperado, furtivo y amargado. Le rompía el corazón ver los ojos de su hijo saltando ansiosamente sobre los simples objetos que había sobre la mesa: los cubiertos de plata, la servilleta que ni siquiera había desdoblado; la botella de whisky y el vaso.
—De acuerdo. Te daré algo a cuenta —aceptó. ¿Qué importaban otras cien libras? Además era su único hijo. Su único hijo.
Era un acontecimiento sombrío y a la vez emocionante. Cuando Elliott llegó, la residencia de los Stratford rebosaba de invitados. Siempre le había gustado aquel a casa, con sus enormes salones y la impresionante escalinata central.
Mucha madera oscura, muchas estanterías repletas de libros; y sin embargo tenía un aire alegre, debido a la abundancia de iluminación eléctrica y las interminables paredes cubiertas de papel pintado. Pero se dio cuenta de cuánto echaba de menos a Lawrence cuando se detuvo en la entrada del salón central. Sintió la presencia de Lawrence, y súbitamente todos los momentos perdidos de su amistad volvieron a atormentarlo. Y aquel antiguo amor que seguía obsesionándolo...
Bien, siempre había sabido que sucedería. Pero no había ningún otro lugar en la tierra donde hubiera querido estar en aquel momento más que en la casa de Lawrence, en la primera exhibición oficial de Ramsés el Maldito, el descubrimiento de su amigo. Ahuyentó a los que comenzaron a acercarse a él con un vago gesto de rechazo, inclinó la cabeza levemente y se abrió paso entre extraños y viejos conocidos hasta la sala egipcia. El dolor de las piernas era especialmente agudo aquella noche. Por la humedad, como siempre solía decir. Pero por suerte no tendría que permanecer mucho tiempo de pie. Y tenía un nuevo bastón de diseño moderno con pomo de plata que no estaba mal.
—Gracias, Osear —dijo con la sonrisa habitual mientras tomaba la primera copa de vino blanco.
—Llegas en el momento justo —le comunicó Randolph—. Van a abrir en este momento ese ataúd repugnante. Vamos.
Elliott asintió. Randolph tenía un aspecto terrible, de eso no había duda. La muerte de Lawrence había sido un golpe muy duro para él.
Se acercaron a las primeras filas y por primera vez Elliott contempló el bellísimo sarcófago de la momia.
La expresión inocente, casi infantil, de la máscara de oro lo cautivó. Paseó la mirada por las inscripciones que cubrían la parte inferior de la tapa. ¡Textos latinos y griegos junto a jeroglíficos egipcios!
Entonces Hancock, del Museo Británico, pidió silencio golpeando su copa con una cucharilla. Junto a Hancock estaba Alex, que rodeaba con el brazo los hombros de Julie, exquisita en su vestido de luto y con el pelo severamente recogido, mostrando a todo el mundo que su rostro no necesitaba maquillaje ni adorno alguno.
Cuando sus ojos se encontraron, Elliott dedicó a Julie una sonrisa melancólica y al instante percibió en ella aquel brillo especial con que siempre lo saludaba. «En cierto modo —pensó—, me quiere más a mí que a mi hijo. Qué ironía.» Su hijo observaba toda la ceremonia como si se sintiera perdido. Quizá lo estuviera, y ése era el problema.
Samir Ibrahaim apareció en ese momento a la izquierda de Hancock. «Otro viejo amigo», pensó Elliott, aunque advirtió que él no lo había visto. Con cierta ansiedad indicó a los dos jóvenes que lo acompañaban que se situaran a ambos lados del sarcófago y esperaran sus instrucciones. Los dos permanecieron con la mirada baja, como si les diera vergüenza el acto que iban a realizar. La sala quedó en silencio.
—Señoras y señores —comenzó Samir. Los dos jóvenes levantaron la tapa a la vez y la apartaron a un lado—, les presento a Ramsés el Grande.
La momia apareció a la vista de todos. Era un hombre alto con los brazos cruzados sobre el pecho, aparentemente calvo y desnudo bajo la espesa envoltura.
Un murmullo colectivo se alzó de entre los asistentes. A la luz dorada de los candelabros eléctricos, la momia tenía un aire vagamente amenazador y siniestro, como era habitual en algo que representaba la preservación y exhibición de la muerte.
Se produjo un vacilante conato de aplauso, estremecimientos e incluso alguna risilla incómoda. Entonces la masa de los invitados comenzó a deshacerse. Algunos se aproximaban para ver el tesoro más de cerca, otros se alejaban de él como si quemara, y otros se limitaron a darle la espalda.
Randolph suspiró y sacudió la cabeza lentamente.
—¿Es por esto por lo que murió? Me gustaría entenderlo.
—No seas morboso —dijo el hombre que tenía al lado, alguien a quien El iott intentó recordar en vano—. Lawrence fue feliz...
—Haciendo lo que quería hacer —murmuró Elliott. Si oía aquellas palabras una vez más iban a saltársele las lágrimas. Lawrence habría sido feliz examinando su tesoro, traduciendo aquellos papiros. La muerte de Lawrence era una tragedia, y cualquiera que intentase verlo de otra forma era un perfecto imbécil.
Elliott apretó el brazo de Randolph y se alejó, para intentar acercarse al venerable cadáver de Ramsés.
Parecía que todos los jóvenes se habían puesto de acuerdo para impedirle aproximarse a Alex y Julie. Elliott pudo oír la voz de ésta mientras las conversaciones volvían a su volumen habitual a su alrededor.
—... una historia extraordinaria en los papiros —explicaba Julie—. Pero mi padre apenas pudo empezar a traducirlos. Me gustaría saber tu opinión, Elliott.
—¿Sobre qué, querida mía? —Acababa de llegar junto a la momia y estaba mirándole el rostro, maravillado de lo fácilmente que se podía distinguir su expresión bajo tantas capas de vendas descompuestas. Al acercarse Julie, Elliott le tomó la mano. Otros invitados presionaban para ver mejor, pero El iott defendió su terreno con firmeza.
—Sobre todo este misterio —repuso Julie—. ¿Es realmente un sarcófago de la dinastía XIX? ¿Cómo pudo aparecer en tiempos de los romanos? Papá me dijo una vez que tú sabías más egiptología que toda la gente del museo.
Elliott rió suavemente para sí. Ella miró a su alrededor para asegurarse de que Hancock no estaba cerca. Por fortuna estaba rodeado por su propia camarilla, sin duda explicando algo sobre los papiros o la colección de redomas.
—¿Qué te parece? —insistió Julie. ¿Habría sido alguna vez tan seductora la seriedad?
—Es imposible que sea Ramsés el Grande, querida —contestó él—. Pero eso lo sabes tú perfectamente. —Estudió de nuevo la tapa policromada del sarcófago y a continuación el cadáver cuidadosamente envuelto en vendas—. Un trabajo excelente, eso hay que reconocerlo. No parece que se emplearan productos químicos. No huele a betún en absoluto.
—No hay betún —intervino Samir de repente. Llevaba un rato a la izquierda de Elliott, quien no lo había visto.
—¿Y cómo puede ser eso? —preguntó Elliott.
—El rey nos ha dado su propia explicación —contestó Samir—. O eso me dijo Lawrence.
Ramsés mismo se envolvió en las vendas con la ceremonia y oraciones debidas, pero no fue embalsamado. Su cuerpo no salió en ningún momento de la celda en la que había escrito su historia.
—¡Qué idea más sorprendente! —comentó Elliott—. ¿Has leído estas inscripciones? —
Señaló el texto en latín a la vez que lo leía en voz alta—. «No dejéis que el sol ilumine mis restos; porque duermo en la oscuridad, más allá de todo sufrimiento, más al á de todo conocimiento...» No me parece a mí un sentimiento muy egipcio. Supongo que estarás de acuerdo conmigo.
El rostro de Samir se ensombreció mientras miraba las menudas letras.
—Hay maldiciones y advertencias por todos lados. Me consideraba un hombre curioso hasta que abrimos esta tumba.
—¿Y ahora estás asustado? —No era un comentario que un hombre debiera hacer a otro, pero era cierto. Y Julie estaba simplemente intrigada.
—Elliott —dijo ella—, quiero que leas las notas de mi padre antes que los del museo se lo lleven todo y lo encierren en una caja fuerte. Este hombre no sólo pretende ser Ramsés. Hay mucho más.
—No te referirás a todas las tonterías de los periódicos —repuso él—. Que era inmortal y que fue amante de Cleopatra.
Julie lo miró de forma extraña.
—Papá tradujo parte —repitió ella. Miró a su alrededor—. Tengo su diario. Está en su escritorio. Creo que Samir estará de acuerdo en que te va a parecer muy interesante.