Authors: Anne Rice
Henry. La última persona en el mundo que hubiera deseado ver era Henry. Qué ironía que hubiese sido él precisamente la última persona que su padre había visto antes de cerrar los ojos para siempre.
Los periodistas se lanzaron sobre Henry Stratford cuando saltó a tierra. ¿Tenía miedo de la maldición de la momia? ¿Había visto algo sobrenatural en la cámara de piedra donde había muerto Lawrence Stratford? Henry se abrió paso hasta la aduana en silencio, haciendo caso omiso de los ruidosos y humeantes fogonazos de los
flashes.
Miró con gélida impaciencia a los funcionarios, que registraron su escaso equipaje y le indicaron con una seña que podía continuar.
El corazón le latía en los oídos, y necesitaba beber algo. Deseaba encontrarse ya en su tranquila casa de Mayfair. Deseaba estar con su amante, Daisy Banker. Cualquier cosa menos aquel viaje en coche con su padre. Evitó los ojos de Randolph al subir al asiento trasero del Rolls.
Mientras el largo y pesado vehículo se abría camino entre el espeso tráfico, Henry vio por un instante a Samir Ibrahaim, que saludaba a un grupo de hombres vestidos de negro, indudablemente los buitres del museo. Era una suerte que el cadáver de Ramsés el Grande interesara a todo el mundo más que el de Lawrence Stratford, que había sido enterrado en Egipto sin ceremonia, como había sido su voluntad.
Dios santo, su padre tenía un aspecto horrible, como si hubiera envejecido diez años.
Parecía incluso un poco desaliñado.
—¿Tienes un cigarril o? —preguntó Henry con sequedad. Sin mirarlo, Randolph le ofreció un delgado cigarrillo y fuego.
—El matrimonio sigue siendo lo esencial —murmuró Randolph como si hablara para sí—.
Una recién casada no tiene tiempo para pensar en negocios. Y por el momento, lo he dispuesto todo para que te traslades con ella. No puede quedarse sola.
—¡Pero por Dios, padre, estamos en el siglo veinte! ¿Por qué demonios no puede quedarse sola?
¿Vivir en aquella casa, y además con aquella asquerosa momia en la biblioteca? Se ponía enfermo de pensarlo. Cerró los ojos, saboreó el cigarrillo en silencio y pensó en su amante.
Una sucesión de imágenes sensuales atravesó rápidamente su mente.
—Maldita sea, harás lo que te diga —dijo su padre. Pero a su voz le faltaba convicción.
Randolph miró por la ventana—. Te quedarás allí y cuidarás de ella, y harás todo lo posible por que acceda a contraer matrimonio cuanto antes. Haz todo lo que puedas para que no se aparte de Alex. Creo que ha empezado a cansarse de él.
—No me extraña. Si por lo menos Alex fuera un poco más decidido...
—Ese matrimonio es bueno para ella. Es bueno para todos.
—De acuerdo, de acuerdo. Vamos a dejarlo.
Se hizo el silencio. Tenía tiempo para cenar con Daisy y descansar un rato en el piso antes de bajar a la sala de juego de Flint's. Es decir, si conseguía sacarle algo de dinero a su padre...
—No sufrió, ¿verdad?
Henry tuvo un ligero sobresalto.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—De tu tío —dijo Randolph mientras se volvía hacia él Por primera vez desde que había subido al coche—. El difunto Lawrence Stratford, que acaba de morir en Egipto. ¿Sufrió, por el amor de Dios, o murió sin darse cuenta?
—Estaba perfectamente y un momento después estaba tendido en el suelo. Murió en cuestión de segundos. ¿Porgué me preguntas una cosa así?
—¿Eres acaso un maldito desaprensivo?
—¡No pude hacer nada!
Por un momento volvió a sentir la atmósfera agobiante de la pequeña celda, el olor acre del veneno; y aquello, el cadáver envuelto en vendajes: la absurda sensación de que había sido testigo de todo.
—Era un viejo loco y testarudo —murmuró Randolph casi en un susurro—, pero lo quería.
—¿De verdad? —Henry se volvió hacia él con brusquedad y lo miró a los ojos—. ¡Le ha dejado todo a ella, y dices que lo querías!
—Ya nos dio bastante a los dos hace mucho tiempo. Debería haber sido suficiente, más que suficiente.
—Una miseria en comparación con lo que ella ha heredado.
—No vamos a discutir ese tema.
«Paciencia —se dijo Henry, repantigándose en la suave tapicería gris—. Necesito cien libras y ésta no es la manera de conseguirlas.»
Daisy Banker vio bajar a Henry del taxi a través de las cortinas de encaje. Vivía en un piso amplio encima del
music-hall
en el que cantaba cada noche desde las diez de la noche a las dos de la mañana; semejaba un melocotón suave y maduro, con grandes y soñolientos ojos azules y cabello rubio plateado. Su voz no valía gran cosa, y lo sabía; pero el público estaba loco por ella. Vaya si lo estaba.
Y a ella le gustaba Henry Stratford, o eso quería pensar. Desde luego aquel hombre era lo mejor que le había ocurrido en su vida. Le había conseguido el trabajo en el espectáculo de abajo, aunque no tenía la menor idea de cómo. También pagaba el piso, o eso se suponía.
Daisy sabía que debía atrasos, pero ahora acababa de volver de Egipto y lo arreglaría todo o le cerraría la boca a quien se atreviera a decirle algo. Sabía hacerlo muy bien.
Se acercó al espejo mientras lo oía subir las escaleras. Entreabrió el escote de plumas del salto de cama y se arregló el col ar de perlas que llevaba en la garganta. Estaba pel izcándose las mejillas para darles color cuando él introdujo la llave en la cerradura.
—¡Bueno, ya estaba dudando que volvieras! —exclamó mientras él entraba en la habitación. Pero al mirarlo..., siempre le sucedía lo mismo. Era tan atractivo, con aquel cabello y aquellos ojos castaño oscuro, con su forma de moverse. Era un auténtico caballero.
Henry se quitó la capa, la lanzó despreocupadamente sobre la silla y le hizo un gesto para que fuera hacia él. ¡Era tan perezoso, tan pagado de sí mismo! ¿Y por qué no iba a serlo?
—¿Y mi automóvil? Me prometiste un automóvil antes de irte. ¿Dónde está? No has venido en él. Era un taxi.
Había algo terriblemente frío en su sonrisa. Al besarla le hizo daño en los labios a la vez que clavaba los dedos en la suave carne de su brazo. Daisy sintió que un ligero escalofrío ascendía por su espina dorsal. Los labios le temblaron levemente. Lo besó otra vez, y cuando él la llevó a la cama no dijo una palabra.
—Tendrás tu automóvil —le susurró al oído mientras le arrancaba el salto de cama y la apretaba contra sí hasta que sus pezones tocaron la rugosa pechera de su camisa almidonada.
Ella le besó la mejilla y la barbilla, y le lamió la barba incipiente. Era maravilloso sentirlo respirar así, sentir sus manos sobre los hombros.
—No me hagas daño —susurró.
—¿Por qué no?
Sonó el teléfono y sintió deseos de arrancarlo de la pared. Mientras él respondía, Daisy le fue desabrochando la camisa.
—Te dije que no volvieras a llamar, Sharples.
«Oh, ese maldito hijo de puta», pensó ella con desesperación. Ojalá estuviera muerto. Daisy había trabajado para él antes de que Henry la rescatara. Y Sharples era un hombre totalmente ruin. Daisy todavía conservaba su marca: una pequeña media luna en la nuca.
—Te dije que te pagaría cuando volviera, ¿no? ¡Pues déjame deshacer las maletas! —
Colgó con violencia el pequeño receptor en su gancho. Daisy apartó el teléfono fuera de su alcance.
—Ven aquí conmigo, cariño mío —dijo ella mientras, se sentaba en la cama.
Pero sus ojos se entrecerraron ligeramente al verlo mirar el teléfono. Así que todavía tenía problemas de dinero: estaba sin blanca.
Era extraño. No se había celebrado en la casa el velatorio de su padre, y allí estaban aquellos hombres introduciendo cuidadosamente el sarcófago de Ramsés el Grande como si fueran los portadores de un féretro, a través de la doble puerta del salón hasta la biblioteca, que Lawrence siempre había llamado «la sala egipcia». Un velatorio para la momia, y el que debía haberlo presidido no estaba allí.
Julie vio cómo Samir daba instrucciones a los hombres del museo para que colocaran el sarcófago de pie en la esquina sudeste, a la izquierda de las puertas abiertas del invernadero.
Un emplazamiento perfecto: cualquiera que entrase en la casa lo vería enseguida. Desde el salón central también se veía bien, y la momia parecería tener una panorámica completa de todos los que se reunieran a rendirle homenaje cuando se levantara la tapa y el cuerpo fuese revelado.
Los papiros y los pomos de alabastro estarían expuestos sobre la larga mesa de mármol, bajo el espejo colgado a la izquierda del sarcófago, en la pared este. Estaban colocando el busto de Cleopatra sobre un pedestal en el centro de la habitación. Las monedas de oro irían en una vitrina especial junto a la mesa de mármol. Y Samir se encargaría de distribuir por aquí y por allá otros tesoros de menor importancia.
El suave sol de la tarde entró en la biblioteca desde el invernadero e iluminó la máscara de oro del rey y sus brazos cruzados.
Era una belleza, y evidentemente auténtico. Sólo un loco habría cuestionado su autenticidad. ¿Pero cuál era el significado de toda la historia?
Julie deseó que todos se fueran, poder quedarse sola para examinar el tesoro con detenimiento. Pero parecía que aquellos hombres iban a quedarse para siempre. Y Alex: ¿qué hacer con Alex, que se empeñaba en permanecer a su lado sin darle un momento de respiro?
Se había alegrado de ver a Samir, aunque el dolor del compañero de su padre había agudizado el suyo propio.
Parecía tenso e incómodo enfundado en el traje occidental negro y con aquella camisa blanca almidonada. Vestido con las sedas de su tierra era un príncipe de ojos oscuros, ajeno a las grises rutinas de este ruidoso siglo y a su obsesiva lucha por el progreso. Allí parecía fuera de lugar, casi servil, a pesar del tono imperioso con que daba órdenes a los hombres que lo rodeaban.
Alex miró a los empleados del museo y sus reliquias con extrañeza. ¿Qué ocurría? Aquellos objetos no significaban nada para él; pertenecían a otro mundo. ¿Pero era posible que no le parecieran bellos? A Julie le resultaba muy difícil comprenderlo.
—Me pregunto si existe realmente una maldición —susurró Alex con suavidad.
—Oh, por favor, no seas ridículo —respondió Julie—. Bien, creo que van a estar trabajando aquí un rato. ¿Por qué no tomamos el té en el invernadero?
—Sí, estaría bien —aceptó él. Era disgusto, y no confusión, lo que se leía en su cara,
¿verdad? No sentía nada por aquel os tesoros. Eran algo ajeno a él, no le importaban. Ella se hubiera sentido igual contemplando una incomprensible máquina moderna.
Se sintió triste. Pero en aquel momento todo la entristecía, y sobre todo el pensar que su padre había tenido tan poco tiempo para disfrutar de aquel tesoro, que había muerto el mismo día de su descubrimiento. Y tener que ser ella quien disfrutara de los objetos que él había descubierto en aquella misteriosa y controvertida tumba...
Quizá después del té Alex comprendiera que quería estar sola. Atravesaron la biblioteca y pasaron al invernadero rebosante de helechos y flores que ocupaba toda la parte trasera de la casa.
Aquél había sido siempre el lugar favorito de su padre cuando no estaba en la biblioteca. No era casualidad que su escritorio y todos sus libros estuvieran a pocos pasos, al otro lado de la puerta de cristal.
Se sentaron juntos ante la mesita mientras el sol jugaba caprichosamente sobre el juego de té de plata.
—Sirve tú, por favor —le pidió a Alex. Aquello era algo que sí le era familiar.
¿Había conocido alguna vez a alguien que supiera hacer tan bien todas las cosas insignificantes? Alex sabía montar a caballo, bailar, tirar al blanco, servir el té, hacer deliciosos cócteles americanos o sumergirse en el protocolo de Buckingham Palace sin pestañear. Podía leer una poesía con tal expresividad que incluso era capaz de hacerla llorar. También sabía besar muy bien, y no había duda de que el matrimonio con él tendría momentos profundamente sensuales. ¿Pero qué más tendría?
De repente se sintió egoísta. ¿Es que no era suficiente? No lo había sido para su padre, un príncipe del comercio cuyos modales eran idénticos a los de sus amigos aristócratas. Todo aquello no había significado nada para él.
—Bebe, cariño, lo necesitas —le dijo Alex, ofreciéndole el té como a ella le gustaba: sin leche ni azúcar; sólo una fina rodaja de limón.
Julie pensó si alguien
necesitaría
realmente el té.
La luz pareció cambiar a su alrededor, velada por una sombra. Levantó los ojos y vio que Samir había entrado silenciosamente en la habitación.
—Samir, siéntate con nosotros.
El egipcio hizo un gesto para que no se levantara. Llevaba en la mano un cuaderno con tapas de cuero.
—Julie —dijo con una mirada lenta y deliberada hacia la sala egipcia—, te he traído el cuaderno de notas de tu padre. No he querido dárselo a los del museo.
—Oh, cuánto te lo agradezco. Siéntate con nosotros, por favor.
—No. Debo volver al trabajo de inmediato. Quiero asegurarme de que todo quede como es debido. Y tú debes leer ese diario, Julie. Los periódicos no han publicado más que una parte de la historia. Aquí hay mucho más...
—Vamos, siéntate un momento —insistió ella—. Ya nos ocuparemos de todo eso después.
Tras una breve vacilación, Samir tomó asiento. Se acomodó junto a Julie e hizo un cortés gesto de saludo a Alex, a quien lo habían presentado poco antes.
—Julie, tu padre no había hecho más que empezar a traducir esos papiros. Sabes cómo dominaba las lenguas clásicas...
—Sí. Estoy ansiosa por leerlo. ¿Pero qué es lo que te preocupa? —preguntó ella muy seria—. ¿Qué ocurre?
—Julie, este descubrimiento me hace sentir incómodo _repuso Samir tras pensar un momento—. Hay algo raro en la momia y los venenos que había en la tumba.
—¿Son en verdad los venenos de Cleopatra? —inquirió Jex—. ¿No es una invención de los periodistas?
—Eso nadie puede saberlo —respondió Samir cortésmente.
—Usted no cree en la maldición, ¿verdad? —dijo Alex. Samir esbozó una ligera sonrisa.
—No —contestó—. Sin embargo —agregó volviéndose a Julie—, prométeme que si ves algo extraño, incluso si tienes un presentimiento, me llamarás enseguida al museo.
—Pero, Samir, nunca pensé que creyeras en...
—Julie, las maldiciones no son corrientes en Egipto —la interrumpió él—. Y las admoniciones escritas en la entrada de esta tumba eran muy serias. Y además está la historia de la inmortalidad de ese hombre. Encontrarás más detalles en ese cuaderno.