Authors: Anne Rice
—Aparta de mi camino —dijo Henry.
—¿Otra noche de mala suerte, señor? —Sharples se puso a caminar junto a él—. Y
además con la señorita, que le cuesta tanto dinero. Esa chica siempre ha salido muy cara, señor, hasta cuando trabajaba para mí. Y yo soy un hombre generoso, ¿sabe?
—Largo de aquí, estúpido. —Apretó el paso. El farol que había más adelante estaba apagado. Y no encontraría taxi tan tarde.
—No sin que me pague algo de lo que me debe, señor.
Henry se detuvo y se acordó de la moneda de Cleopatra. ¿Comprendería aquel imbécil su valor? De repente sintió unos dedos que se clavaban en su brazo.
—¡No te atrevas! —Henry se revolvió. Entonces sacó lentamente la moneda del bolsillo de su chaleco, la sostuvo en el aire y arqueó una ceja mientras miraba a Sharples, que se la arrebató de inmediato.
—Vaya, esto sí que es una belleza, señor. ¡Una belleza ar... queo... lógica! —Dio varias vueltas a la moneda entre los dedos, observándola como si las inscripciones tuvieran algún significado para él—. La robó, ¿verdad, señor? Es del tesoro de su tío, ¿verdad?
—¡Tómala o déjala!
Sharples cerró el puño en torno a la moneda, como si fuera a hacer un juego de manos.
—No pierde usted el tiempo, ¿eh, señor? —Dejó caer la moneda en su bolsillo—. ¿Estaba allí tirado ahogándose cuando la robó? ¿O esperó a que dejara de respirar?
—Vete al infierno.
—Esto no será suficiente, señor. Ni mucho menos. No cubrirá lo que me debe a mí y a los señores de Flint's, señor.
Henry se dio media vuelta, se ladeó el sombrero de copa para protegerse del viento y comenzó a caminar con rapidez hacia la esquina. Oía los pasos de Sharples sobre el pavimento a su espalda. No había nadie delante, en la niebla, ni tampoco atrás. La tenue luz de la puerta de Flint's había desaparecido.
Oyó cómo Sharples se acercaba cada vez más. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y cogió la navaja. La sacó muy despacio, la abrió y la empuñó con fuerza.
De repente sintió la mano de Sharples en su hombro.
—Me parece que va a necesitar una pequeña lección para aprender a pagar sus deudas, señor —dijo el canal a.
Volviéndose con rapidez, Henry le propinó un rodillazo que le hizo perder el equilibrio, y apuntó la navaja hacia la brillante seda de su chaleco buscando las costillas, donde la hoja entraría sin dificultad. Para su asombro, sintió cómo se hundía en el pecho del hombre, y vio el destello blanco de los dientes de Sharples al abrir éste la boca en un grito sordo.
—¡Maldito imbécil! ¡Te dije que me dejaras en paz! —Tiró del cuchillo y volvió a hundirlo.
Esta vez oyó rasgarse la seda y dio un paso atrás. Todo el cuerpo le temblaba con violencia.
Sharples dio varios pasos vacilantes y cayó de rodillas. Suavemente se inclinó hacia adelante, con los hombros encogidos, y cayó de lado sobre el pavimento.
Henry no podía verle la cara en la oscuridad. Sólo veía aquella forma sin vida tendida en el suelo. El amargo frío de la noche lo paralizaba. El corazón le martilleaba en los oídos como había ocurrido en la cámara en Egipto, cuando se había quedado mirando a Lawrence, muerto en el suelo.
«¡Maldita sea! ¡No tenía que haberme hablado así!» La rabia lo ahogaba. No podía mover la mano derecha. Estaba como helada a pesar del guante, y seguía aferrando la navaja. Con mucho cuidado levantó la mano izquierda, cerró la navaja con ella y la guardó.
Miró a uno y otro lado; no había más que oscuridad y silencio, excepto el remoto ronroneo de un coche a motor en la lejanía. El agua goteaba en algún lugar, como si cayera de una cañería rota, y, en lo alto, el cielo plomizo apenas iluminaba la calle.
Agachándose en la penumbra, volvió a acercar la mano a la seda reluciente, con cuidado de no tocar la gran mancha oscura y húmeda que seguía extendiéndose. Buscó bajo la chaqueta y palpó la cartera: ¡bien gruesa, repleta de dinero!
Sin examinar su contenido, la guardó en el mismo bolsillo que la navaja, giró sobre los talones y se alejó con pasos secos y sonoros. Incluso se puso a silbar.
Más tarde, cómodamente sentado en el asiento trasero de un taxi, sacó la billetera.
Trescientas libras. Vaya, no estaba mal. Pero, cuando todavía estaba mirando el fajo de billetes sucios, el pánico se apoderó de él. Incapaz de hablar o moverse, miró por la ventanilla del coche de caballos y vio sólo el cielo gris sucio sobre los tejados de los tristes edificios. Le pareció que no podía haber nada que quisiera o pudiera desear, que fuera capaz de aliviar la desesperación que sentía.
Trescientas libras. Pero no había matado a aquel hombre por eso. Bien pensado, ¿quién podía decir que hubiera matado a nadie? Su tío Lawrence había muerto de un ataque en El Cairo, y en cuanto a Sharples, un despreciable prestamista que había conocido casualmente una noche en Flint's, bien, alguno de sus compinches lo había asesinado. Había caído sobre él en una calle oscura y le había hundido un cuchillo en el pecho.
Por supuesto, aquello era lo que había ocurrido. ¿Quién podía relacionarlo con sucesos tan sórdidos?
Él era Henry Stratford, vicepresidente de Stratford Shipping, miembro de una distinguida familia que muy pronto estaría unida por matrimonio al duque de Rutherford. Nadie se atrevería...
Tenía que ir a ver a su prima y explicarle que estaba pasando una mala racha.
Seguramente ella le daría una cifra generosa, quizá tres veces lo que tenía en la mano, porque comprendería que aquellas pérdidas sólo eran momentáneas. Y sería un gran alivio solucionarlo todo.
Su prima era como su hermana. En otro tiempo Julie y él se querían; se habían amado como sólo dos hermanos pueden amarse. Se lo recordaría. Julie no le causaría ningún problema, y entonces podría descansar un poco.
Eso era lo peor de todo: últimamente no podía descansar.
Julie bajó en silencio las escaleras en zapatillas. Se había I recogido los pliegues del salto de cama de encaje para no tropezar, y su cabellera castaña caía en gruesos rizos sobre
J
sus hombros y espalda.
El sol fue lo primero que vio al entrar en la biblioteca. La cálida luz dorada entraba a raudales desde el invernadero a través de las puertas abiertas, danzando entre los helechos, jugando con el agua de la fuente. Haces de largos rayos oblicuos caían sobre la máscara de oro de Ramsés el Maldito, que seguía en su sombría esquina, y se derramaban sobre los oscuros colores de la alfombra oriental y sobre la momia, que seguía alojada en el sarcófago abierto. El rostro y los miembros ocultos tras las vendas parecían dorados como la arena del desierto a mediodía.
La habitación se iluminó ante los ojos de Julie. El sol explotó repentinamente en las monedas de oro, que brillaron con fuerza sobre el terciopelo negro. La luz acarició el suave mármol del busto de Cleopatra dando vida a su mirada soñolienta. Encendió el alabastro translúcido de la larga fila de redomas. Resplandeció en las pequeñas piezas de oro expuestas por toda la habitación y en los títulos dorados estampados en los lomos de cuero de los libros.
E hizo brillar intensamente el nombre «Lawrence Stratford», grabado sobre la tapa del diario que descansaba sobre la mesa.
Julie permaneció inmóvil, disfrutando de la calidez que la rodeaba. El leve olor a moho se estaba desvaneciendo. Y la momia parecía moverse bajo la luz como si respondiera al calor, parecía suspirar casi como una flor al abrirse. ¡Qué hermosa ilusión! Por supuesto que no se había movido. Y sin embargo parecía más llena, sus poderosos hombros y brazos más redondeados, sus dedos más vivos.
—Ramsés... —murmuró.
De nuevo escuchó aquel sonido que la había sorprendido la noche anterior. Pero no, en realidad no era un sonido, sino sólo el aliento de la vieja casa, el desperezarse de la madera y la escayola bajo la luz cálida de la mañana. Cerró los ojos un momento. Entonces oyó los pasos de Rita en el salón. Claro, había sido Rita todo el tiempo... el sonido de alguien que está muy cerca: latidos, respiración, el sutil roce de la ropa al moverse.
—Señorita, de verdad le digo que no me gusta nada que tengamos esa cosa aquí —dijo Rita. ¿Era su plumero deslizándose suavemente sobre los muebles de la habitación lo que oía?
Julie no se volvió para averiguarlo. Se acercó a la momia y le miró el rostro. Dios santo, la noche anterior no la había visto bien, no como la veía ahora bajo la fuerte y cálida luz del sol.
Aquello había sido un verdadero hombre, conservado para siempre en sus ungüentos y vendajes.
—En serio, señorita, esa cosa me da escalofríos.
—No seas tonta, Rita. Tráeme el café, sé buena chica.
Se acercó más a la momia. Después de todo, no había nadie allí que pudiera detenerla, y podía tocar aquel cuerpo si lo deseaba. Oyó alejarse los pasos de Rita; la puerta de la cocina se abrió y se cerró. Entonces extendió la mano y tocó los vendajes de lino que cubrían el brazo derecho: demasiado suave, demasiado frágil. ¡Y el sol hacía que pareciese incluso caliente!
—No, esto no es bueno para ti, ¿verdad? —preguntó en voz alta, mirando a la momia a los ojos, como si fuera de mala educación hacer otra cosa—. Pero no quiero que te lleven al museo. Te echaré de menos cuando te vayas. Pero no dejaré que te abran. Eso te lo prometo.
¿Eran cabellos oscuros lo que veía bajo las vendas que rodeaban el cráneo? Parecían ocultar una espesa mata de pelo, aunque estaban tan apretadas que producían una desagradable sensación de calvicie. Pero era el conjunto lo que impresionaba profundamente a Julie, y no los pequeños detalles. Aquella figura tenía una personalidad muy marcada, como una buena escultura. Ramsés, alto y robusto, con la cabeza inclinada y las manos cruzadas en un gesto de resignación.
Los titulares del periódico le volvieron a la memoria con dolorosa claridad.
—Eres inmortal, mi amor —dijo—. Mi padre te ha hecho inmortal. Puede que nos maldigas por abrir tu tumba, pero miles de personas vendrán a verte, pronunciarán tu nombre. Vivirás para siempre...
Era extraño, pero se encontraba al borde de las lágrimas. Su padre estaba muerto y enterrado en una tumba sin nombre en El Cairo, como había sido su voluntad, y Ramsés el Maldito era el personaje de moda en Londres.
Se sobresaltó al oír la voz de Henry.
—Estás hablando con esa cosa exactamente igual que tu padre.
—¡Henry, no te he oído entrar! ¿De dónde vienes?
Su primo se apoyó en la jamba de la puerta. La capa colgaba desganadamente de uno de sus hombros. Iba sin afeitar y, probablemente, bebido. Y tenía en los labios aquella sonrisa helada.
—Se supone que debo cuidar de ti, ¿recuerdas?
—Sí, desde luego. Me imagino que estás encantado con la tarea.
—¿Dónde está la llave del mueble bar? Está cerrado. ¿Por qué hace Osear esas cosas?
—Osear no vendrá hasta mañana. Además, deberías tomar un café. Te sentará mejor.
—¿De verdad, querida prima? —Henry se quitó la capa y se acercó a ella con paso arrogante, recorriendo con la mirada la sala egipcia como si le disgustara—. Tú nunca me abandonarás, ¿verdad? —preguntó con aquel a sonrisa amarga en los labios—. Mi compañera de juegos, mi prima, mi pequeña hermanita. Sabes que no soporto el café. Prefiero un poco de oporto, o de jerez.
—Pues creo que no hay —contestó ella—. Será mejor que subas a tu habitación y duermas un rato.
Rita estaba junto a la puerta esperando instrucciones.
—Café para el señor Stratford, Rita, por favor —pidió Julie al ver que él no se movía.
Era evidente que no pensaba ir a ningún sitio. Estaba mirando a la momia con expresión de temor.
—¿Hablaba mi padre con ella? —inquirió Julie—. ¿Como estaba yo hablando ahora?
Él no respondió enseguida. Se dio media vuelta y se acercó a la fila de redomas de alabastro, sin abandonar su aire perezoso y arrogante.
—Sí, hablaba con el a como si fuera a responder en cualquier momento. Y en latín. Si quieres mi opinión, creo que tu padre estaba enfermo hacía tiempo. Demasiados años en el desierto, derrochando dinero en cadáveres, estatuas y basura.
Sus palabras hirieron a Julie. Henry se detuvo delante de una de las redomas sin dejar de darle la espalda. A través del espejo, Julie vio que fruncía el entrecejo.
—Era
su
dinero, ¿no crees? —replicó ella—. Ganó bastante para todos nosotros, o eso creía él. Henry se volvió con brusquedad.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—No parece que tú hayas administrado muy bien el tuyo, ¿no crees?
—He hecho todo lo que he podido. ¿Quién eres tú para juzgarme? —se defendió él. De repente su rostro, crudamente iluminado por el sol, pareció aterradoramente cruel.
—¿Y los accionistas de Stratford Shipping? ¿También has hecho todo lo que has podido por ellos? ¿O tampoco soy quién para juzgarlo?
—Ten cuidado, pequeña —le advirtió Henry, acercándose a ella. Dedicó una mirada arrogante a la momia como si fuera otra presencia en la habitación, y miró a Julie con los ojos entornados—. Mi padre y yo somos la única familia que te queda. Nos necesitas más de lo que crees. Después de todo, ¿qué sabes tú de negocios y barcos?
Qué curioso: Henry se había anotado un punto y al momento lo había perdido. En efecto, los necesitaba a ambos, pero no tenía nada que ver con los negocios o la compañía. Los necesitaba porque eran su propia sangre, y al diablo los negocios y los barcos.
Pero no quería que Henry notara su dolor. Se volvió de espaldas y dirigió la mirada hacia las ventanas del ala norte, a la que el día parecía no haber llegado aún.
—Sé sumar dos y dos, querido primo —contestó—. Y eso me ha puesto en una situación muy grave y dolorosa.
Con alivio, vio que Rita entraba con una bandeja y un juego de café que dejó en la mesa del salón trasero, a unos pasos de Julie.
—Gracias, Rita. Es todo por el momento. —Tras lanzar una mirada furtiva al sarcófago de la momia, Rita salió de la habitación. Julie se volvió lentamente y vio que su primo estaba plantado frente a Ramsés.
—Entonces será mejor que vayamos al grano —declaró Henry, mientras se volvía hacia ella. Se aflojó la corbata de seda, tiró de ella y se la guardó en un bolsillo. Se acercó a su prima con paso vacilante.
—Sé lo que quieres —aseguró ella—. Sé lo que tú y tío Randolph queréis. Y, lo que es más importante, sé lo que necesitáis. Lo que papá os dejó no será suficiente para cubrir tus deudas.