Authors: Anne Rice
Pero Hancock y otro hombre arrastraban a Samir, que se disculpó con una sonrisa. Y lady Treadwell cayó sobre Julie antes de que pudiera continuar. ¿Cómo era posible que no tuviera miedo de la maldición? Elliott sintió que su mano se separaba de la de Julie. El viejo Winslow Baker quería hablar con él en aquel preciso momento. «Por favor, déjame en paz.» Una mujer alta de mejillas marchitas y largas manos blancas estaba plantada delante de la momia y exigía saber si se trataba de una broma.
—¡Claro que no! —aseguró Baker—. Lawrence siempre encontraba buenas piezas. Me jugaría la vida a que esta vez también lo ha hecho.
Elliott sonrió.
—Cuando los del museo le hayan quitado los vendajes —explicó—, podrán fechar los restos con exactitud. Habrá evidencia de su edad, desde luego.
—Lord Rutherford, no lo había reconocido —dijo la mujer.
Dios santo, ¿debía él también reconocerla? Alguien se había interpuesto entre ellos. Todo el mundo quería ver a la momia. Y Elliott debería haberse apartado, pero no quiso hacerlo.
—No soporto pensar en que le corten las vendas —susurró Julie—. Ésta es la primera vez que la he visto. No me atrevía a abrir el sarcófago yo sola.
—Ven, cariño, hay aquí un viejo amigo que quiero presentarte —dijo Alex de repente—.
¡Padre, estás aquí! Deberías sentarte. ¿Quieres que te busque una silla?
—Puedo arreglármelas, Alex, no te preocupes —respondió Elliott. La verdad era que ya estaba acostumbrado al dolor. Eran como miles de pequeñas agujas en las articulaciones, y aquella noche las sentía incluso en los dedos. Pero de vez en cuando podía olvidarse por completo del dolor.
Entrecerró los ojos al acercarse a la cara de la momia. Estaba sorprendentemente bien formada, y no parecía nada reseca. Y desde luego no era el rostro de un viejo, como habría sido Ramsés después de un reinado de sesenta años.
Su boca era la de un joven, o al menos la de un hombre en su plenitud. Y la nariz era delgada, pero no puntiaguda: lo que los ingleses llaman aristocrática. Los arcos de las cejas eran prominentes, y los ojos no podían haber sido pequeños. Probablemente había sido un hombre atractivo.
Alguien dijo con indignación que aquella cosa debería estar en el museo. Otro, que era perfectamente repugnante. Y pensar que aquéllos habían sido los amigos de Lawrence...
Hancock estaba examinando las monedas de oro expuestas en su vitrina. Samir estaba junto a él.
En realidad Hancock parecía estar armando un escándalo por algo. Elliott conocía muy bien aquel tono oficioso.
—¿Había cinco, sólo cinco? ¿Está seguro? —Hablaba tan fuerte que se hubiera dicho que Samir era sordo, y no simplemente egipcio.
—Por completo. Ya se lo he dicho —respondió Samir con cierta irritación—. Catalogué personalmente todos los objetos que contenía la cámara.
La mirada de Hancock se dirigió al otro lado de la habitación. Elliott vio que miraba a Henry Stratford, espléndido en su traje gris de lana y corbata negra. Estaba charlando y riendo nerviosamente con Alex y Julie y el grupo de los jóvenes, a los que aborrecía y envidiaba en secreto.
«Tan atractivo como siempre», pensó Elliott. Tan atractivo como cuando tenía veinte años y aquel rostro delgado y elegante era capaz de pasar de una vulnerabilidad conmovedora a la depravación más horrenda.
¿Pero por qué lo estaba mirando Hancock? ¿Y qué era lo que susurraba al oído de Samir?
Este miró a Hancock un momento y se encogió de hombros con languidez mientras miraba a su vez a Henry.
«Cómo debe de odiar Samir todo esto —pensó Elliott—. Cómo debe de odiar su incómodo traje occidental; él sólo quiere vestir su
galabiyya
de seda y sus babuchas, y así debería ser.
Qué bárbaros debemos parecerle.»
Elliott se retiró a la esquina más lejana y se dejó caer en la butaca de cuero de Lawrence.
Entre la multitud pudo ver otra vez a Henry, que se apartaba de los demás mirando inquieto a izquierda y derecha. «Muy sutil —pensó—. No es un villano de novela, pero está tramando algo.»
Henry pasó por delante de la mesa de mármol, como si fuera a tocar los antiguos rollos de papiro. Los invitados volvieron a ocultarlo de su vista, pero Elliott simplemente esperó. El grupo de personas que se interponía entre ellos se apartó al fin, y entonces volvió a ver a Henry a pocos pasos, observando una gargantilla expuesta en un soporte de cristal, una de las muchas antigüedades que Lawrence había llevado a casa a lo largo de los años.
¿Habría visto alguien a Henry tomar la gargantilla y mirarla con gesto de entendido, como si fuera un anticuario? ¿Lo habría visto alguien deslizaría en su bolsillo y alejarse con el rostro inexpresivo y los labios apretados?
Maldito ladrón.
Elliott sonrió. Dio un sorbo a su copa de vino blanco, y deseó que fuera jerez. Deseó no haber visto al miserable ladronzuelo. Deseó no haber visto a Henry.
Sus propios recuerdos de Henry no habían perdido nunca su cara dolorosa, quizá porque nunca le había confesado a nadie lo que había ocurrido. No se lo había contado a Edith, a quien había contado otros muchos detalles sórdidos de su vida cuando el vino y la filosofía le habían desatado la lengua; ni tampoco a los sacerdotes católicos con los que de cuando en cuando hablaba del cielo y el infierno con una pasión que nadie más habría tolerado.
Siempre había pensado que si no revivía aquellos oscuros recuerdos acabaría olvidándolos, pero incluso diez años después seguían siendo horriblemente vividos.
Había amado a Henry Stratford en una sola ocasión. Y Henry Stratford era el único amante que había intentado chantajearlo.
Por supuesto, había fracasado estrepitosamente. Elliott se había echado a reír en sus narices.
—¿Quieres que se lo cuente a tu padre? —le había dicho—. ¿O quizá prefieres que se lo diga primero a tu tío Lawrence? Se pondrá furioso conmigo... durante cinco minutos. Pero a ti, su sobrino favorito, te despreciará hasta el día de tu muerte, porque le contaré todo, ¿sabes?
Hasta la suma de dinero que me exiges. ¿Cuánto has dicho? ¿Quinientas libras? Te has convertido en un desgraciado por ese dinero. Imagínatelo.
Henry se había quedado terriblemente confundido y resentido.
Debería haber sido un triunfo para Elliott, pero nada había conseguido borrar la sensación de humillación. Henry, a sus veintidós años, una víbora con rostro de ángel, había intentado engañarlo en su hotel de París como un muchacho del arroyo.
Y además estaban los pequeños robos. Una hora después de irse Henry, Elliott había descubierto que su pitillera, la pinza con la que guardaba el dinero y todo su efectivo habían desaparecido. Su traje y sus gemelos también. Y otros objetos que no recordaba.
Nunca se había decidido a mencionar el desagradable percance. Pero en aquel momento le habría gustado acercarse a Henry y preguntarle por la gargantilla que había caído en su bolsillo. ¿La pondría junto a la pitillera de oro y los gemelos de diamante, o acabaría todo en la misma casa de empeños?
Todo ello era demasiado triste. Henry había sido un joven dotado; pero se había torcido, a pesar de su educación, su sangre y las incontables oportunidades que había tenido. Había comenzado a jugar cuando apenas era un muchacho, y la bebida se había convertido en enfermedad cuando tenía veinticinco años. Ahora, a los treinta y dos, tenía un aire siniestro que lo hacía parecer más atractivo y a la vez curiosamente repulsivo. ¿Y quién le pagaba aquella vida? Randolph, desde luego, que a pesar de todas las evidencias seguía creyendo que la degeneración de su hijo era su culpa.
«Al infierno con Henry», pensó Elliott. Quizás había buscado en Henry algo del brillo de Lawrence, y aquél había sido su error: buscar al tío en el sobrino. Pero no, al principio su actitud había sido honesta. Y, después de todo, Henry Stratford lo había perseguido. Sí, al infierno con Henry.
Era la momia lo que Elliott había ido a ver allí. Y la multitud había retrocedido un poco. Se apoderó de una nueva copa de vino aprovechando el paso de un camarero, se puso en pie haciendo caso omiso de la terrible punzada de dolor en la cadera izquierda y volvió a acercarse a la solemne figura que reposaba en el sarcófago.
Volvió a mirar aquel rostro, el gesto severo de la boca y la barbilla. En efecto, se trataba de un hombre en su plenitud. Y había cabellos unidos a aquel bien formado cráneo bajo los tensos vendajes.
Elliott alzó su copa en un gesto de saludo.
—Ramsés —murmuró, y se acercó más. Entonces de repente se dirigió a él en latín—.
Bienvenido a Londres. ¿Sabes dónde está Londres? —Se rió suavemente de sí mismo por lo absurdo de la situación. Entonces citó algunas frases del relato de César sobre la conquista de las Islas Británicas—. Aquí es donde estás, gran rey —dijo. Intentó continuar en griego, pero era demasiado difícil. De nuevo en latín, añadió—: Espero que te guste esta maldita ciudad más que a mí.
De repente oyó un leve sonido susurrante. ¿De dónde procedía? Era extraño oírlo con tanta claridad cuando el ruido de las conversaciones a su alrededor era tan molesto y persistente.
Pero sonaba como si procediera del sarcófago, justo delante de él.
Elliott volvió a escrutar aquel rostro, y a continuación los brazos y las manos, que parecían tirar de las vendas como si fueran a romperlas en cualquier momento. De hecho, había un rasguño en los vendajes oscuros y sucios que dejaba ver algo del ropaje que llevaba el cadáver justo donde se cruzaban las muñecas. ¡Vaya! Aquello se estaba deteriorando a ojos vista. O
quizá tenía algún tipo de parásito.
Miró los pies de la momia. Era alarmante: ante sus ojos se estaba acumulando un montoncillo de polvo que al parecer caía de la mano derecha, que había rasgado los vendajes.
—Dios mío, Julie debe mandar esto al museo de inmediato —murmuró. Y entonces volvió a oír aquel sonido con claridad. ¿Un susurro? No, era más débil. Sí, había que hacer algo al respecto rápidamente. Sólo Dios sabía lo que podía hacer la humedad de Londres a aquella momia. Pero con seguridad Samir lo sabía. Y también Hancock—. A mí tampoco me gusta la humedad, gran rey —dijo de nuevo en latín—. Me produce dolor. Y por eso voy a irme a casa.
Te dejo con tus adoradores.
Se dio media vuelta apoyándose pesadamente en el bastón para aliviar el dolor de la cadera. Mientras se alejaba miró atrás una vez más. Aquel ser era extraordinariamente robusto.
Era como si el calor de Egipto no lo hubiera resecado en absoluto.
Daisy miró la fina gargantilla mientras Henry se la abrochaba. Su camarín estaba atestado de flores, botellas de vino tinto, champán enfriándose en hicieras y otros regalos, pero ninguno de un hombre tan atractivo como Henry Stratford.
—Es gracioso —comentó ella volviendo la cabeza a un lado. Parecía una simple cadenita dorada con un colgante pintado—. ¿De dónde lo has sacado?
—Vale más que todas las baratijas que te has quitado —repuso Henry sonriendo. Tenía la voz pastosa. Otra vez estaba bebido. Y eso quería decir que podía ser cruel o dulce, muy dulce—. Y ahora ven conmigo, gatita, nos vamos a Flint's. Presiento que hoy es mi día de suerte y tengo cien libras que me queman el bolsillo. Muévete.
—¿Y dices que esa loca de tu prima está ahora sola en su casa con el ataúd de la momia abierto en medio del salón?
—¿A quién diablos le importa eso? —Cogió de la silla el cuello de zorro que acababa de comprarle y se lo puso sobre los hombros mientras la sacaba del camarín y la empujaba hacia la salida del teatro.
Flint's estaba abarrotado cuando llegaron. Daisy no soportaba el humo ni el olor agrio del alcohol; pero siempre lo pasaba bien cuando él tenía dinero y estaba excitado. Henry la besó en la mejilla mientras se acercaban a la ruleta.
—Ya sabes las reglas. Quédate a mi izquierda, siempre a mi izquierda. Me da suerte.
Ella asintió. Miró a todos los elegantes caballeros que poblaban la sala y a las mujeres cargadas de joyas. Y ella con aquella tontería colgada al cuello. La hacía sentirse mal.
Julie se sobresaltó. ¿Qué era aquel ruido? Se sintió vagamente avergonzada, sola en medio de la oscura biblioteca.
No había nadie más allí, pero habría jurado que oía a otra persona. No eran pasos, no. Eran los leves sonidos que produce alguien en una habitación contigua.
Miró a la momia, que dormía apaciblemente en su caja. En la penumbra parecía como si el cuerpo estuviera cubierto de cenizas, y su expresión era sombría y atormentada, cosa que no había notado hasta aquel momento. Parecía como si estuviera luchando contra una pesadilla.
Casi podía ver las arrugas de su frente.
¿Se alegraba en realidad de que no hubieran vuelto a cerrar el sarcófago? No estaba segura. Pero ya era demasiado tarde. Había jurado no tocar aquellas cosas, y tenía que irse a la cama; jamás en su vida se había sentido más cansada. Los viejos amigos de su padre se habían quedado hasta tarde. Y a continuación se habían colado los de la prensa. ¡Qué desfachatez! Por fin los guardias los habían obligado a salir, pero no antes de que hicieran múltiples fotos a la momia.
Ahora el reloj daba la una, y no había nadie con ella. ¿Por qué estaba temblando? Se acercó rápidamente a la puerta principal, y estaba a punto de correr el cerrojo de seguridad cuando se acordó de Henry. Se suponía que era su acompañante y protector. Era extraño que no le hubiera dicho ni una sola palabra de condolencia desde que había vuelto de Egipto. Y
desde luego no había pasado por su habitación. De todos modos dejó el cerrojo sin correr.
Hacía un frío cortante cuando salió a la calle desierta. Se puso los guantes con rapidez.
«No debí haberla abofeteado», pensó. Pero el a no tenía que haberse metido en la discusión, maldita estúpida. El sabia lo que estaba haciendo. ¡Había doblado su dinero diez veces! Si al menos en la última tirada... El caso era que cuando estaba discutiendo para que le aceptaran un pagaré, ella se había entrometido.
—¡No debes hacerlo!
Era ofensiva la forma en que todos lo habían mirado. El sabía perfectamente lo que debía hacer. Y Sharples estaba allí. ¡Como si tuviera miedo de aquel canalla...!
Fue precisamente Sharples el que apareció desde un callejón y se plantó delante de él. Por un momento no estuvo seguro pues estaba muy oscuro y la niebla había descendido pesadamente, pero a la luz de la ventana que tenía encima pudo ver su rostro picado de viruelas.