Authors: Anne Rice
El corazón le latía demasiado rápido. La sangre afloró a su rostro. Volvió a toser a causa del polvo levantado en el pasadizo por los periodistas que se agolpaban en la entrada.
—¡Todos atrás! —gritó con brusquedad. De nuevo los
flashes
estallaron por doquier. El resplandor apenas le dejaba ver el techo decorado con diminutas estrellas.
Distinguió una gran mesa cubierta de cajas y recipientes de alabastro. Montones de papiros enrollados. Dios Santo, aquello era un descubrimiento de una importancia incalculable.
—Pero esto no es una tumba... —susurró. Había un escritorio, cubierto por una fina capa de polvo. Parecía que su propietario acabase de abandonarlo. Sobre él había un papiro abierto, plumas afiladas, un tintero... y una copa.
Pero el busto... El busto de mármol era inconfundiblemente grecorromano. Era una mujer, con el pelo ondulado sujeto por una diadema de metal y los ojos soñolientos y entrecerrados.
En la base se podía leer su nombre:
CLEOPATRA
—No es posible —oyó decir a Samir—. ¡Pero, Lawrence, mira el sarcófago!
Lawrence ya lo había visto. Mudo de asombro, contemplaba el féretro que descansaba con serenidad en el centro de aquella asombrosa sala, de aquel estudio o biblioteca, rodeado por montones de papiros y con aquel escritorio cubierto de polvo.
Una vez más, Samir ordenó a los fotógrafos que retrocedieran. El humo de
los flashes
estaba enloqueciendo a Lawrence.
—¡Fuera todos, largo de aquí! —gritó. Los fotógrafos se apartaron refunfuñando y los dos hombres quedaron a solas en silencio. Fue Samir el primero en hablar.
—El mobiliario es romano. Y ésta es Cleopatra. Mira las monedas sobre la mesa, Lawrence.
Tienen su imagen, y están recién acuñadas. Sólo esto puede valer...
—Lo sé. Pero ese sarcófago encierra el cuerpo de un antiguo faraón, amigo mío. Todos los detalles de la decoración lo indican. Es tan refinado como cualquiera de los que se hayan podido encontrar en el Valle de los Reyes.
—¿Pero cómo pudo ordenar un rey ser enterrado aquí? —Samir se aproximó al sarcófago e iluminó con su linterna el hermoso rostro policromado, con los oscuros ojos pintados y los labios exquisitamente delineados—. Juraría que esto es de época romana —añadió.
—Pero el estilo...
—Lawrence, es demasiado realista. Es obra de un artista romano que ha imitado a la perfección el estilo de la dinastía XIX.
—¿Y cómo puedes explicar eso, amigo mío?
—Maldiciones —musitó Samir, como si no hubiera oído la pregunta.
Estaba mirando las líneas de jeroglíficos que rodeaban a la figura pintada en la tapa. Más abajo se distinguía la caligrafía griega, y a continuación la latina.
—«No toquéis los restos de Ramsés el Grande» —leyó Samir—. Dice lo mismo en las tres lenguas. Diría que es suficiente para que cualquier hombre sensato lo piense dos veces.
—No a mí —respondió Lawrence—. Haz venir a varios hombres. Vamos a abrir este féretro de inmediato.
El polvo había vuelto a posarse. El humo de las antorchas que habían instalado en los candelabros de pared estaba ennegreciendo demasiado el techo, pero ya se preocuparía de el o más adelante.
El sarcófago se encontraba de pie, apoyado contra la pared, y la fina tapa de madera estaba a su lado. En el interior del féretro se distinguía una figura humana envuelta en un lienzo.
Lawrence ya no veía a los hombres y mujeres que se apretaban en la entrada de la cámara y contemplaban la escena en silencio.
Lentamente, alzó el cuchillo y cortó la tela reseca, que se abrió con facilidad revelando un cuerpo envuelto en apretadas vendas.
Se produjo un murmullo de asombro entre los periodistas. Lawrence podía sentir tras él el silencio de Samir. Los dos hombres observaron el severo rostro que se adivinaba bajo las amarillentas vendas, los marchitos brazos serenamente cruzados sobre el pecho.
Al parecer uno de los fotógrafos insistía para que lo dejaran pasar a la cámara. Samir exigió silencio con tono tajante. Lawrence apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor.
Estaba mirando con calma la enjuta figura que tenía delante, con sus vendas del color de la arena del desierto.
Creyó detectar una expresión en aquellos rasgos. Había algo de elocuente tranquilidad en la forma de sus finos labios.
Cada momia era un misterio, una siniestra imagen de la vida en la muerte. Nunca dejaba de desconcertarlo la visión de una momia egipcia, pero aquel ser misterioso que se hacía llamar Ramsés el Grande, Ramsés el Maldito, provocaba en él una extraña añoranza.
Lawrence sintió algo cálido en su interior. Se acercó más y apartó del todo la envoltura exterior de la momia. A sus espaldas, Samir ordenó a todos que abandonaran el pasadizo.
Había peligro de contaminación.
«Sí, por favor, idos todos.»
Extendió la mano y tocó a la momia reverentemente con la punta de los dedos. Era sorprendentemente elástica. Quizá la gruesa capa de vendas se había suavizado con el tiempo.
Una vez más, Lawrence contempló el rostro enjuto de la momia, sus cejas redondeadas, su boca sombría.
—Julie —susurró—. Oh, querida mía, si pudieras ver esto...
El baile de la embajada: los mismos viejos rostros, la misma vieja orquesta, el mismo viejo y adorable vals. Las luces molestaban a Elliott Savarell; el champán le dejaba en la boca un sabor agrio. Sin embargo, vació la copa con elegancia e hizo un gesto al camarero que pasaba frente a él: sí, otra. Y otra. Y mejor de un buen coñac, o de whisky.
Pero se suponía que tenía que estar allí, pues el baile no habría sido lo mismo sin el duque de Rutherford. Éste era un ingrediente esencial, como los grandes ramos de flores o los miles de candelabros; como el caviar y la plata; como los viejos músicos que arañaban con pereza sus violines mientras los jóvenes bailaban.
Todo el mundo quería saludar al duque de Rutherford. Todo el mundo quería invitarlo a la boda de una hija, o a tomar el té, o a otra fiesta similar a aquélla. No importaba que Elliott y su esposa apenas recibieran a nadie ya en su casa de Londres ni en la propiedad de Yorkshire, ni que Edith pasase gran parte del año en París con una hermana viuda. El decimoséptimo duque de Rutherford era el artículo que todos codiciaban. Su familia había ostentado diferentes títulos de una forma u otra desde los tiempos de Enrique VIII.
Elliott se preguntó por qué no había abandonado todo mucho antes. ¿Cómo había conseguido cautivar a tanta gente por la que no sentía el menor interés?
Pero no: aquello no era del todo verdad. Amaba a algunas de esas personas, lo admitiera o no. Amaba a su viejo amigo Randolph Stratford, como amaba a Lawrence, el hermano de Randolph. Y desde luego amaba a Julie Stratford, y le encantaba verla bailar con su propio hijo.
En realidad Elliott había acudido al baile por su hijo. Estaba seguro de que Julie no se casaría con Alex, al menos no en un futuro próximo. Pero era la única esperanza de que Alex obtuviera el dinero necesario para mantener las propiedades que iba a heredar, las riquezas que se supone acompañan a todo título nobiliario.
Lo más triste era que Alex amaba a Julie. En realidad, el dinero no significaba nada para ninguno de los dos. Eran los viejos los que trazaban planes y conspiraban, como siempre había ocurrido.
Elliott se apoyó en la barandilla dorada y observó el cadencioso vaivén de las parejas que pasaban bailando delante de él. Por un momento intentó hacer caso omiso del murmullo de las voces y escuchar solamente los acordes del vals.
Pero Randolph Stratford estaba hablando otra vez, asegurándole a Elliott que Julie sólo necesitaba un pequeño empujón. Con que Lawrence diera su asentimiento, Julie cedería.
—Dale a Henry una oportunidad —dijo Randolph una vez más—. Sólo hace una semana que está en Egipto. Si Lawrence tomara la iniciativa...
—¿Pero por qué iba a hacerlo, Randolph? —preguntó Elliott.
Silencio.
Elliott conocía a Lawrence mejor que Randolph. Elliott y Lawrence: nadie sabía toda la historia excepto ellos dos. Muchos años atrás, en Oxford, en un mundo libre y feliz, habían sido amantes, y el año siguiente, al terminar sus estudios, habían pasado el invierno al sur de El Cairo, en una casa flotante sobre el Nilo. Pero inevitablemente el mundo los había separado.
Elliott se había casado con Edith Christian, una rica heredera norteamericana, y Lawrence había construido el imperio naviero de Stratford Shipping.
Pero su amistad se había mantenido a lo largo de los años.
Habían pasado innumerables vacaciones juntos en Egipto, y todavía podían perder noches enteras charlando sobre historia, ruinas, descubrimientos arqueológicos, poesía o cualquier otra cosa. Elliott había sido el único que había comprendido plenamente la decisión de Lawrence de retirarse a Egipto. Y lo envidiaba por ello. Entonces había surgido el primer brote de amargura entre el os. A altas horas de la noche y bajo los efectos del vino, Lawrence había llamado a Elliott cobarde por malgastar sus últimos años en Londres, en un mundo que despreciaba, que no le producía ninguna alegría. Elliott había criticado a Lawrence su ceguera y su estupidez. Después de todo, Lawrence era mucho más rico de lo que Elliott hubiera soñado jamás; era viudo y tenía una hija inteligente e independiente. Elliott tenía una esposa y un hijo que lo necesitaban como parte importante de sus vidas convencionales y respetables.
—Todo lo que quiero decir —insistió Randolph— es que si Lawrence expresara su aprobación para este matrimonio...
—¿Y el pequeño detalle de las veinte mil libras? —inquirió Elliott de repente. Su tono era suave, educado, pero la pregunta era imperdonablemente ordinaria. De cualquier modo, insistió—: Edith volverá de Francia dentro de una semana, y notará que falta la gargantilla.
Siempre se da cuenta.
Randolph no respondió.
Elliott se echó a reír suavemente, pero no de Randolph, ni siquiera de sí mismo. Y desde luego no de Edith, que en la actualidad tenía apenas un poco más de dinero que Elliott, y la mayoría en plata y joyas.
Quizá se reía porque la música se le subía a la cabeza, o porque la visión de Julie Stratford, que bailaba con su hijo, le alegraba el corazón. O quizá porque en los últimos tiempos había perdido la capacidad de hablar con eufemismos y verdades a medias. Todo aquello se había ido desvaneciendo, como sus fuerzas físicas y el sentido de bienestar del que había disfrutado durante su juventud.
Cada invierno le dolían más las articulaciones, y era incapaz de caminar quinientos metros por el campo sin que el pecho le doliera terriblemente. No le importaba tener los cabellos blancos a los cincuenta y cinco años, tal vez porque sabía que no le sentaban mal, pero el hecho de tener que usar bastón lo llenaba de humillación. Y, sin embargo, todo aquello sólo era una muestra de lo que le esperaba: vejez, debilidad, dependencia. ¡Ojalá Alex se casara con la fortuna Stratford, y que fuera lo antes posible!
De repente se sintió inquieto, insatisfecho. El suave vaivén de la música lo molestaba. En realidad, Strauss lo ponía enfermo. Pero había algo más.
Súbitamente hubiera querido explicar a Randolph que él, Elliott, había cometido algún error crucial mucho tiempo atrás. Algo que tenía que ver con aquellas largas noches en Egipto, cuando Lawrence y él paseaban juntos por las oscuras calles de El Cairo o se enfurecían uno contra otro medio borrachos en el pequeño salón del barco. De alguna forma Lawrence había conseguido vivir una vida de proporciones heroicas; había logrado lo que los demás eran simplemente incapaces de hacer. Elliott se había dejado llevar por la corriente, mientras que Lawrence había escapado a Egipto, al desierto, a los templos, a aquellas noches claras cuajadas de estrellas.
Dios, cuánto echaba de menos a Lawrence. En los últimos tres años sólo habían intercambiado unas pocas cartas, pero la antigua complicidad no había desaparecido.
—Henry se ha llevado unos cuantos documentos —dijo Randolph—, algunos pequeños asuntos relacionados con las finanzas familiares. —Miró a su alrededor con desconfianza, con demasiada desconfianza.
Elliott estaba a punto de volver a echarse a reír.
—Si todo sale como espero —continuó Randolph—, te pagaré todo lo que te debo, y ese matrimonio tendrá lugar dentro de seis meses, te doy mi palabra.
Elliott sonrió.
—Randolph, ese matrimonio puede celebrarse o no; puede resolver nuestros problemas o no...
—No digas eso, muchacho.
—Pero debo tener veinte mil libras antes de que Edith vuelva.
—Lo sé, Elliott, lo sé.
—;Sabes? Creo que de vez en cuando podrías decir a tu hijo que no.
Randolph dejó escapar un profundo suspiro, y Elliott prefirió guardar silencio. Sabía muy bien que el deterioro de Henry ya no era ninguna broma; no tenía nada que ver con locuras de juventud o con malas rachas. Había algo absolutamente corrupto en Henry Stratford, y siempre lo había habido. Pero no era ése el caso de Randolph, y por ello era una tragedia. Elliott, que también amaba a su hijo Alex en exceso, no podía sentir más que comprensión hacia Randolph en ese aspecto.
Más promesas, una avalancha de promesas: tendrás tus veinte mil libras. Pero Elliott no escuchaba. De nuevo estaba contemplando a los bailarines. Su hijo susurraba apasionadamente en el oído de Julie, que mostraba aquella mirada de determinación que tanto la embellecía por razones que Elliott no alcanzaba a comprender.
Algunas mujeres deben sonreír para estar bellas. Otras tienen que llorar. Pero en el caso de Julie, su verdadera belleza sólo resplandecía cuando se ponía seria; quizá porque cuando no era así sus ojos parecían demasiado suaves, su boca demasiado inocente, sus mejillas de porcelana excesivamente suaves.
Pero cuando la determinación la iluminaba, era como una visión. Y Alex, con toda su educación y su pasión manifiesta, no parecía más que «un acompañante» para ella; uno entre los mil jóvenes elegantes que podían haberla conducido a través del suelo de mármol de la pista de baile.
Era el vals del Periódico, y a Julie le encantaba. Siempre le había gustado. Recordó débilmente haberlo bailado en una ocasión con su padre, cuando él había llevado a casa el gramófono. Habían bailado por la sala egipcia, por la biblioteca y los salones hasta que las primeras luces se habían filtrado entre las contraventanas. Y entonces él había dicho: