Authors: Anne Rice
Y sin duda era el sol lo que había despertado a Ramsés. Ese era el significado de las extrañas inscripciones de la tumba: el sol no debía penetrar en su interior.
Pero no era momento de reflexiones. La mujer se había sentado, y los jirones de lino habían caído por completo de sus pechos desnudos. El rostro que lo miraba era un tanto anguloso, con las mejillas sombreadas y una luz fría en los ojos.
Ella le dio la mano, y al ver sus propios dedos esqueléticos la retiró con un siseo.
—No, confía en mí —dijo él en latín.
La ayudó a levantarse y la condujo al dormitorio. Ella observaba con atención todos los objetos que los rodeaban. Examinó con el pie la suave alfombra persa y miró el pequeño gramófono. ¿Qué pensaría del disco de baquelita?
Intentó conducirla a la cama, pero ella se resistió. Había visto el periódico que había sobre el tocador. Lo cogió con gesto impaciente y miró con atención el anuncio de la ópera: la típica mujer egipcia con su amante guerrero, y al fondo las tres pirámides y unas palmeras.
Se agitó nerviosamente al contemplar el dibujo. Entonces recorrió con el dedo una columna de texto en inglés y miró a Elliott con ojos grandes y húmedos, y ligeramente enloquecidos.
—Es mi lenguaje —le explicó en latín—. Inglés. Anuncia un drama con música. Se llama ópera.
—Habla en inglés —contestó ella en latín. Su voz era seca pero agradable—. Te digo que hables.
Se oyó un sonido en la puerta. Elliott la tomó de la mano y la llevó a un lado.
—Extraños —dijo en inglés y a continuación en latín. Siguió hablándole así, traduciéndolo todo—. Túmbate y descansa. Yo te traeré comida.
Ella inclinó la cabeza a un lado y escuchó los ruidos de la habitación contigua. Su cuerpo se convulsionó con un violento espasmo y se llevó la mano a la herida del pecho. Sí, aquellas terribles úlceras debían de dolerle mucho. Pero le ocurría algo más, a juzgar por lo espasmódico de sus movimientos y la forma en que todo la sobresaltaba.
La condujo rápidamente a la cama y le hizo un gesto para que se tumbara sobre las almohadas. Pareció muy aliviada al nacerlo. Se volvió a estremecer con violencia y se volvió hacia el sol. Su cuerpo ya sólo estaba velado por unos pocos jirones de tela. Elliott pensó que debía cubrirla, pero ella parecía necesitar el sol más que cualquier otra cosa.
Abrió las contraventanas y dejó que la fuerte luz del sol penetrara hasta la cama.
Luego se apresuró a cerrar las puertas que daban al salón. Al mirar por la ventana que daba al jardín, vio a Malenka entrar con dos hombres que llevaban una alfombra enrollada. La extendieron en el jardín y envolvieron con ella el cuerpo de Henry.
La visión de sus miembros pesados y muertos le produjo náuseas. Tragó saliva y esperó a que desapareciera la presión del pecho.
Entonces oyó un sollozo procedente de la cama. Se acercó y miró a la mujer. No sabía con seguridad si el proceso curativo seguía avanzando. Entonces pensó en el tubo de cristal que tenía en el bolsillo.
Dudó un momento. ¿Por qué no? Apenas quedaban unas gotas, pero no podía soportar la visión de tanto dolor.
Esas muertes que había causado habían sido errores. Y era imposible medir su confusión y su sufrimiento.
Ella lo miró, parpadeando como si el brillo de la luz le hiciera daño, y le preguntó en latín cuál era su nombre.
Por un momento Elliott no pudo responder. Su tono de voz mostraba inteligencia, y también el brillo de sus ojos.
Ya no semejaba loca o desorientada; sólo parecía sufrir.
—Perdóname —repuso él en latín—. Me llamo Elliott, lord Rutherford. En mi tierra, soy señor.
Ella lo estudió con atención. Se sentó en la cama y, tirando de la colcha, se cubrió hasta la cintura. El sol arrancaba destellos de su pelo.
Sus cejas negras eran perfectas, altas y apartadas, y sus ojos almendrados, magníficos.
—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó él en latín. Ella sonrió con amargura.
—Cleopatra —respondió—. En mi tierra soy reina.
Se hizo el silencio. Elliott sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo, algo completamente diferente de lo que había sentido hasta el momento. La miró a los ojos, incapaz de hablar. Y entonces sintió un regocijo arrollador que borró todos los miedos y preocupaciones de su alma.
—Cleopatra —murmuró él con asombro y reverencia. Ella volvió a hablar en latín.
—Háblame en inglés, lord Rutherford. Habla la lengua que hablaste con la esclava. Habla la lengua escrita en el libro, í ráeme comida y bebida, porque me muero de hambre.
—Sí —contestó él en inglés, y repitió la afirmación en latín—. Comida y bebida.
—Y debes decirme... —comenzó a decir ella, pero se detuvo en seco. El costado le dolía, y se llevó la mano a la herida de la cabeza—. Debes decirme... —intentó preguntar de nuevo, pero lo miró con gesto de confusión. Era evidente que se esforzaba por recordar; el pánico se apoderó de ella. Se llevó las manos a la cabeza y rompió a llorar.
—Aquí, espera, tengo la medicina —susurró él. Se sentó al borde de la cama y sacó el pequeño tubo del abrigo. Todavía quedaba un dedo de fluido, que resplandecía con gran fuerza a la luz del sol.
Ella miró el tubo con desconfianza y observó cómo lo abría. Elliott se lo acercó mientras le acariciaba el pelo con la mano izquierda, pero ella lo detuvo. Se señaló los párpados, y Elliott vio que había puntos en los que la piel todavía parecía carcomida. Ella le cogió el tubo, dejó caer unas gotas en sus dedos y se las extendió por los párpados.
Elliott entrecerró los ojos mientras observaba el efecto del fluido. Casi podía oírlo, como un leve zumbido de vida.
Entonces, con gesto desesperado, vertió el resto del tubo en la profunda herida de su pecho y se lo extendió sin dejar de gemir suavemente. A continuación se dejó caer de nuevo sobre los almohadones y quedó inmóvil.
Pasaron varios minutos. Elliott estaba fascinado por lo que veían sus ojos. La herida mejoró sensiblemente, pero el proceso de cicatrización se detuvo otra vez. Sus párpados eran ahora perfectos, y sus pestañas largas y sedosas. Pero la herida del costado seguía abierta.
Elliott estaba empezando a comprender que tenía delante a Cleopatra, que Ramsés había encontrado por casualidad el cuerpo de su amor perdido. Estaba empezando a entender por qué había hecho lo que había hecho. Se preguntó qué se sentiría al tener tal poder. Elliott había soñado con la inmortalidad, pero no con el poder de conferirla. Y en este caso no era sólo el poder de dar la inmortalidad, sino de triunfar sobre la muerte.
Pero las implicaciones... hacían que la cabeza le diera vueltas. ¿Qué ocurriría en la mente de aquella criatura? ¿Y de dónde había salido aquella mente? Dios, tenía que dar con Ramsés.
—Te traeré más medicina —dijo en inglés, y se lo tradujo enseguida al latín—. Te la traeré, pero ahora debes descansar. Debes quedarte aquí al sol. —Señaló la ventana y le explicó en los dos idiomas que el sol la ayudaría a curarse.
Ella lo miró con ojos soñolientos y repitió las frases en inglés reproduciendo el acento a la perfección. Pero sus ojos seguían teniendo un brillo de locura. Murmuró en latín que no podía acordarse de nada y de nuevo se echó a llorar.
Elliott no podía soportarlo. ¿Qué más podía hacer? Pasó a la habitación contigua y volvió con una botella de un licor de olor fuerte y aromático. Ella se lo arrebató de las manos y vació la botella de un golpe.
Sus ojos se nublaron un instante, y entonces volvió a gemir con desesperación.
«El gramófono. Ramsés adora la música», recordó Elliott. Se acercó a la máquina y examinó el montón de discos que había junto a ella. Aja, allí estaba lo que quería:
Aída.
Caruso interpretaba a Radamés.
Hizo girar el plato y puso la aguja sobre el disco. Al oír los primeros acordes de la orquesta, Cleopatra se sentó en la cama y miró a Elliott horrorizada. Pero él se acercó y le puso la mano en el hombro con suavidad.
—Es ópera,
Aída —
dijo. Intentó explicarle en latín que se trataba de una caja de música—.
Es una canción egipcia de amor.
Ella saltó de la cama y se acercó a él. Estaba casi completamente desnuda, y sus formas eran muy hermosas. Su cintura era estrecha y sus piernas perfectamente proporcionadas.
Intentó no mirarla, apartar los ojos de sus pechos. Elliott levantó la aguja del disco. Ella lanzó un grito y una avalancha de maldiciones en latín.
—¡Haz sonar la música otra vez!
—Sí, pero quiero enseñarte cómo funciona —explicó él. Volvió a poner la aguja sobre el disco. La expresión diabólica de la mujer se suavizó. Comenzó a tararear la música, y a la vez se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos con fuerza.
Se puso a bailar balanceándose frenéticamente de un lado a otro. Elliott estaba aterrado, pero ya había visto aquel a danza en otras ocasiones. La había visto en niños con problemas mentales graves. Era una respuesta atávica al ritmo y a la música.
Cleopatra siguió bailando sin notar que él salía a buscar más alimentos.
Ramsés compró un periódico inglés y siguió caminando despacio por el bullicioso bazar.
ASESINATO EN EL MUSEO MOMIA ROBADA — EMPLEADA ASESINADA Bajo el titular se podía leer el encabezamiento del artículo: SE BUSCA AL MISTERIOSO EGIPCIO RELACIONADO CON EL CRIMEN
Leyó rápidamente los detalles y tiró el periódico. Caminaba con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre la túnica. ¿Habría matado la criatura a la criada? ¿Por qué? ¿Y cómo había conseguido escapar?
Por supuesto, la versión oficial podía ser falsa, pero no era probable. Además, ella había tenido la oportunidad de hacerlo cuando los guardias estaban ocupados con él.
Intentó recordar lo que había visto entre las sombras del pasillo, la horrible monstruosidad que había resucitado de la tumba. La volvió a ver avanzando torpemente hacia él; oyó su voz ronca y gorgoteante; vio la expresión de infinito sufrimiento en su rostro devorado.
¿Qué iba a hacer? Aquel a mañana, por primera vez desde que era inmortal, había rogado a sus dioses. En el museo, cuando se inclinaba sobre el cadáver, habían vuelto a su mente antiguos cánticos, fórmulas sagradas que había pronunciado ante las muchedumbres y en los templos, rodeado por sus sacerdotes.
Y ahora, en la calle ruidosa y ardiente, volvió a musitar para sí las viejas plegarias.
Julie estaba sentada en el pequeño sofá blanco de su
suite.
Alex le sostenía la mano, y Samir estaba de pie junto a la única silla vacía. Frente a ellos estaban sentados dos funcionarios británicos. Miles Winthrop estaba de pie junto a la puerta y se retorcía las manos con gesto preocupado. El mayor de los dos funcionarios, un tal Peterson, tenía un telegrama en la mano.
—Corno comprenderá, señorita Stratford —dijo con una sonrisa de altivez—, con una muerte en Londres y ahora otra en El Cairo...
—¿Cómo sabe que están relacionadas? —preguntó Samir—. Usted ha dicho que el hombre que asesinaron en Londres era un prestamista ilegal.
—Ah, sí. Tommy Sharples. Sí, ésa era su ocupación.
—Bien, ¿y qué puede tener que ver el señor Ramsey con él? —preguntó Julie. «Es increíble que mi voz suene tan calmada —pensó—, cuando estoy enloqueciendo por momentos.»
—Señorita Stratford, la moneda de Cleopatra que encontramos en el bolsillo del cadáver relaciona los dos asesinatos. Tiene que proceder de su colección. Es idéntica a las cinco monedas catalogadas.
—Pero no es ninguna de esas cinco. Usted mismo lo ha dicho.
—Sí, pero hemos encontrado otras aquí, en el Shepheard's.
—No lo entiendo.
—En la habitación del señor Ramsey.
Se hizo el silencio. Samir se aclaró la garganta.
—¿Han registrado su habitación? Esta vez fue Miles quien respondió:
—Julie, sé que es muy buen amigo tuyo, y toda esta situación es muy dolorosa. Pero esos asesinatos... Se han ensañado con las víctimas. Debes decirnos cualquier cosa que nos ayude a detener a ese hombre.
—¡El no mató a nadie en Londres! Miles siguió hablando como si no hubiera oído la exclamación indignada de Julie.
—También tenemos que hablar con el duque, y en este momento no sabemos dónde está.
—Miró a Alex.
—Sinceramente, no sé dónde está mi padre —dijo Alex con desazón.
—¿Y Henry Stratford? ¿Dónde podemos localizarlo?
Los dos egipcios atravesaron con paso rápido las callejuelas del viejo Cairo con la alfombra sobre los hombros. El cuerpo pesaba mucho y hacía calor.
Pero valía la pena el sudor y el esfuerzo, ya que aquel cuerpo les iba a reportar unos beneficios considerables. Con el principio del invierno, llegarían oleadas continuas de turistas a Egipto. Y ellos habían encontrado un bonito cadáver fresco en el momento adecuado.
Por fin llegaron a la casa de Zaki, «la fábrica», como la llamaban en su lengua. Entraron por la puerta del patio y se dirigieron con su trofeo a la primera de una serie de habitaciones tenuemente iluminadas. Había una fila de momias apoyadas contra el muro de piedra, así como varios cuerpos acartonados tendidos sobre mesas en la habitación.
Lo único que les molestaba era el insoportable hedor. Pero tenían que esperar a que llegara Zaki.
—Buen cuerpo —dijo uno de el os al hombre que removía una gran olla de betún hirviente en el centro de la sala. Era de allí de donde procedía el horrible olor.
—¿Buenos huesos?
—Ah, sí. Bonitos huesos ingleses.
El disfraz estaba bien. En El Cairo había miles de beduinos con su mismo aspecto. Habría pasado inadvertido por completo de no ser por las gafas de sol, que atraían algunas miradas.
Se las guardó en el bolsillo, bajo la
galabiyya
rayada, y entró en el Shepheard's Hotel. Los muchachos de piel oscura que se arracimaban alrededor de los automóviles ni siquiera lo miraron.
Ramsés avanzó despacio a lo largo de la pared, tras los árboles frutales, y abrió una puerta sin rótulo que daba a una de las escaleras de servicio. Detrás de la puerta había diferentes útiles de limpieza.
Cogió un plumero y subió las escaleras lentamente. Temía el inevitable momento en que Julie le preguntaría qué había hecho.
La mujer se sentó al borde de la cama y se puso a comer de la bandeja que Elliott le había puesto al lado en una mesilla. Ahora llevaba un fino camisón, la única ropa interior que Elliott había encontrado en el guardarropa de Malenka.