La Momia (40 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: La Momia
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Cleopatra la miraba pensativamente.

—Está muerta —dijo en latín.

Elliott no respondió Se apoyó en el borde del aparador de mármol y se incorporó. El martilleo del pecho ya no significaba nada. Nada podía igualar al dolor que sentía en el alma.

—¿Por qué lo has hecho? —murmuró. Debía estar loco para hacerle aquella pregunta. El cerebro de aquella criatura estaba enfermo, como su cuerpo, por muy hermoso que fuese.

Ella lo miró con expresión casi inocente, y volvió a observar a la mujer muerta.

—Lord Rutherford, dime cómo he llegado aquí. —Sus ojos se entrecerraron. Se acercó a él, lo tomó por las axilas y lo puso en pie sin esfuerzo aparente. Recogió el bastón del suelo y se lo puso en la mano izquierda—. ¿De dónde vengo? —preguntó—. ¡Lord Rutherford! —Se inclinó hacia él con los ojos desorbitados por el terror—. Lord Rutherford, estaba muerta,

¿verdad?

No esperó a escuchar su respuesta. Sus labios emitieron un débil gemido que fue creciendo hasta convertirse en un grito desgarrador. Elliott la abrazó y le puso una mano sobre la boca.

—Ramsés te despertó. ¡Ramsés! Tú pronunciaste su nombre. Lo viste.

—¡Sí! —Cleopatra estaba rígida. No luchaba; sólo le agarraba la muñeca con fuerza—.

Ramsés estaba allí. Y, cuando lo llamé..., huyó de mí. Como la mujer, ¡huyó de mí! Tenía la misma mirada en los ojos.

—Quería volver a buscarte, pero otros se lo impidieron. Ahora debo dar con él.

¿Comprendes? Debes quedarte aquí. Debes esperarme. —Ella miraba a algún punto a su espalda—. Ramsés tiene la medicina. Yo la traeré.

—¿Cuánto tiempo?

—Unas horas —repuso él—. Es media tarde. Volveré antes del anochecer.

Ella volvió a gemir y se apretó los labios con el pulgar mientras miraba al suelo. De repente parecía una niña, una niña que tuviera que resolver un terrible rompecabezas.

—Ramsés —murmuró. Era evidente que no conseguía recordar quién era.

Elliott le dio unas suaves palmadas en el hombro y, con ayuda del bastón, se acercó al cuerpo de la joven. ¿Qué iba a hacer con el cadáver? ¿Dejar que se pudriera allí mientras pasaban las horas? ¿Cómo iba a enterrarla en el jardín, cuando apenas podía sostenerse de pie? Cerró los ojos y se rió de sí mismo amargamente. Parecía que habían pasado mil años desde la última vez que había visto a su hijo o a Julie, o que había estado en un lugar civilizado como el Shepheard's Hotel. Parecía que había transcurrido una eternidad desde que había hecho algo normal, o disfrutado de algo normal, o realizado los pequeños sacrificios que exigía la normalidad.

—Vete. Trae la medicina —le dijo ella. Se interpuso entre él y el cadáver. Se inclinó y cogió a Malenka por la mano izquierda. Sin ningún esfuerzo arrastró a la mujer a lo largo de la habitación y lanzó el cadáver al patio como si fuera una muñeca de trapo. El cuerpo aterrizó con el rostro contra la pared opuesta.

«No pienses más. Busca a Ramsés. ¡Ahora!»

—Tres horas —dijo Elliott en las dos lenguas—. Cierra la puerta con llave. ¿Ves el cerrojo?

Ella se volvió y miró la puerta. Asintió.

—Muy bien, lord Rutherford —contestó en latín—. Antes del anochecer.

Cleopatra no corrió el cerrojo. Se quedó allí, con las manos apoyadas en la puerta mientras lo escuchaba alejarse. Tardaría un rato en desaparecer por la esquina.

¡Y el a tenía que salir de aquel lugar! Tenía que averiguar dónde estaba. Aquello no podía ser Egipto. Y era incapaz de comprender cómo había llegado allí, por qué tenía aquel hambre insaciable o por qué sentía aquel agudo deseo de sexo. Hubiera vuelto a forzar a lord Rutherford de no haber querido que fuese a cumplir su misión.

¿Pero qué misión? De repente todo era confuso. Él quería traer más medicina, ¿pero qué era aquella medicina? ¿Cómo podía seguir viva con aquella horrible herida en el pecho?

En aquel momento lo importante era salir de allí aprovechando la ausencia de lord Rutherford.

Recordó vagamente las calles por las que habían llegado a aquel lugar, llenas de grandes y monstruosas criaturas de metal que lanzaban humo y rugían de un modo aterrador.

¿Quiénes eran las personas que había visto a su alrededor? Eran mujeres vestidas de negro, como ella.

Entonces la habían asustado, pero ahora se sentía mucho más fuerte. Y su cuerpo ansiaba muchas cosas. No debía dejarse llevar por el miedo. Tenía que salir.

Volvió al dormitorio, abrió la revista llamada
Harper's Weekly y
observó los dibujos de hermosas mujeres vestidas con aquellas extrañas ropas que les estrechaban la cintura haciéndolas parecer insectos. Entonces se miró en el espejo del vestidor.

Necesitaba algo para cubrirse la cabeza, y también unas sandalias. Sí, unas sandalias.

Registró con rapidez la pequeña habitación y encontró unas en un cajón de madera. Eran unas sandalias de cuero con incrustaciones doradas, lo bastante pequeñas para sus pies. Y también encontró un enorme sombrero con flores de seda por todas partes.

Se echó a reír cuando se vio en el espejo con aquello en la cabeza. Pero ahora se parecía mucho más a aquellas mujeres de los dibujos; excepto en las manos. Tenía que hacer algo con las manos.

Miró los huesos pelados de sus dedos. Estaban cubiertos por una delgada capa de piel, pero era como seda, más fina que la del vestido, y se transparentaba, dejando ver una trama de venas rojas. La visión de los huesos la hizo sentirse de nuevo confundida y mareada.

Recordó a alguien inclinado sobre el a. NQ, debía olvidarlo. Tenía que encontrar algo para envolverse la mano derecha. En la izquierda no sería necesario.

Entonces hizo un maravilloso descubrimiento: un par de pequeñas fundas de seda para las manos, blancas y con perlas cosidas. Cada una tenía cinco dedos y se ajustaban a la perfección. Se las puso y vio que ocultaban por completo los huesos.

Estaba maravillada con lo que lord Rutherford había llamado «tiempos modernos», con sus cajas de música y sus «automóviles», como había llamado a los monstruos de metal que los habían rodeado horas antes como grandes hipopótamos rugientes. ¿Cómo llamaría lord Rutherford a aquellas fundas para las manos?

Estaba perdiendo el tiempo. Se acercó al tocador, cogió unas cuantas monedas que había visto antes y las guardó en el profundo bolsillo oculto de la falda.

Al abrir la pesada puerta de madera de la casa echó una última mirada al cuerpo sin vida de la bailarina, apoyado contra la pared. Tenía que comprender algo, pero no conseguía saber qué.

De nuevo vio a aquella figura inclinada sobre ella. Volvió a oír aquellas palabras sagradas, pronunciadas en una lengua que conocía. «Ésta era la lengua de tus antepasados. Debes aprenderla.» No, aquello había sido en otro tiempo. Había sucedido en una brillante sala llena de mármoles italianos, y él era su maestro. Esta vez había ocurrido en la oscuridad y hacía calor, y ella se debatía como si intentara subir a la superficie desde aguas profundas, casi sin fuerzas, soportando la terrible presión, sin poder gritar porque tenía la boca llena de agua.

—Tu corazón late de nuevo. ¡Vuelve a la vida! Otra vez eres joven y fuerte, ¡y esta vez es para siempre!

«¡No, no vuelvas a llorar! No te esfuerces por recordar, por ver.» La figura se apartó de ella.

Ojos azules: ya conocía aquellos ojos azules. «En cuanto lo bebí, sucedió. La sacerdotisa me llevó ante el espejo... ojos azules.» ¿Pero de quién era aquella voz? La voz que había pronunciado la oración en la oscuridad, el antiguo conjuro para abrir la boca de la momia.

¡Y ella había gritado su nombre! Y un rato antes, en aquella casa, lord Rutherford había vuelto a pronunciarlo. Lord Rutherford iba a...

Volver antes del anochecer.

Era inútil. Miró desde la puerta el cuerpo muerto. Debía explorar aquella tierra extraña. Y no debía olvidar que era extremadamente fácil matarlos, partirles el cuel o como una caña seca.

Salió rápidamente, sin preocuparse de cerrar la puerta. Las casas encaladas de la calle le parecían familiares. Había conocido ciudades como aquélla. Quizá después de todo estuviera en Egipto. Pero no, no podía ser.

Echó a andar con paso ligero, sujetándose las cintas del sombrero para que no se volara.

Era tan agradable caminar deprisa... Y el efecto del sol era maravilloso. El sol: de repente vio el sol que entraba por una alta claraboya en una cueva. Una pesada trampilla de madera se había abierto. Oyó el chasquido de la cadena.

Pero el recuerdo se esfumó, si es que era un recuerdo. «Despierta, Ramsés.»

Así se llamaba, pero ya no le importaba. Era libre para recorrer aquella extraña ciudad, libre para descubrir, libre para ver...

Samir compró diferentes ropas de beduino en una tienda del viejo Cairo. Entró en un pequeño restaurante lleno de franceses arruinados y en el excusado cambió su traje por una
galabiyya
suelta y fresca. Envolvió las ropas que había comprado para Julie dentro de las que se había quitado y salió con el as debajo del brazo.

Le gustaba aquella cómoda vestimenta de campesino, muchísimo más antigua que las chilabas y gorros que llevaban la mayoría de los egipcios modernos. De hecho, posiblemente era el vestido más antiguo que seguía utilizándose: las túnicas con capas largas y sueltas de los nómadas del desierto. Con ellas se sentía libre y protegido de las miradas curiosas.

Atravesó con rapidez el laberinto de callejuelas del Cairo árabe en dirección a la casa de su primo Zaki, un hombre con el que le disgustaba tratar, pero que le conseguiría lo que buscaba con mayor rapidez y eficacia que nadie. ¿Y quién sabía cuánto tiempo tendría que esconderse Ramsés en El Cairo? ¿Quién sabía cómo se resolvería el misterio de los asesinatos? Cuando llegó a la fábrica de momias de su primo, con seguridad uno de los lugares más repugnantes de todo el mundo, entró por la puerta lateral. Una fila de cuerpos recién «embalsamados» se secaba al intenso sol de la tarde. En la casa habría otros hirviendo en la tina de pez.

Un hombre excavaba una zanja en la que enterrarían durante varios días a las nuevas momias para que se ennegrecieran por el efecto de la tierra húmeda.

A Samir le asqueaba aquel lugar. Lo había visitado a menudo en su infancia, antes de saber que existían momias verdaderas, cuerpos de antepasados que debían ser estudiados y protegidos del saqueo
y
la mutilación.

—Míralo así —le había dicho Zaki en una ocasión—: somos mejores que los ladrones que venden a los extranjeros los cuerpos despedazados de nuestros antepasados. Lo que nosotros vendemos no es sagrado. Son falsificaciones.

El viejo Zaki... Samir iba a hacerle una seña a uno de los hombres, que estaba envolviendo un cadáver en sus vendas. Pero entonces Zaki apareció en la puerta.

—¡Eh, Samir! Es un placer volver a verte, primo. Ven
y
toma un café conmigo.

—Ahora no, Zaki. Necesito tu ayuda.

—Por supuesto. Si no fuera así, no habrías venido a verme.

Samir aceptó el sarcasmo con una humilde sonrisa.

—Zaki, necesito un lugar seguro, una casa pequeña con una puerta trasera. Discreta. Unos cuantos días, quizá más. No lo sé.

Zaki se echó a reír de buen humor.

—Así que el chico educado de la familia, el que todos respetan, viene a mí buscando un escondite.

—No me hagas preguntas, Zaki —pidió Samir, y del interior de sus ropas sacó un fajo de bil etes que ofreció a su primo—. Una casa segura. Puedo pagártela bien.

—De acuerdo. Tengo lo que necesitas —afirmó Zaki—. Ven a la casa y tomaremos café.

Enseguida te acostumbrarás al olor.

Hacía muchos años que Zaki decía lo mismo. Pero Samir no se acostumbraría nunca a aquel olor. Aun así, lo siguió a través de la sala en la que bullían la gran tina de betún y otras sustancias químicas, esperando recibir un nuevo cadáver.

Al pasar Samir vio que había una nueva víctima en la tina. Sintió náuseas y apartó los ojos, pero ya había visto los cabellos negros del pobre diablo flotando en la superficie del líquido bituminoso.

—¿No necesitas una momia fresca? —bromeó Zaki—. Recién traída del Valle de los Reyes.

Dime una dinastía. ¡La tengo! Hombre, mujer, lo que quieras.

—Tenemos que hablar de esa casa, primo.

—Sí, sí. Tengo varias libres. Tomaremos un café y haré que te acompañen con la llave.

Dime lo que sabes de ese robo en el museo. La momia que ha desaparecido, ¿crees que era auténtica?

Como en un sueño, Elliott atravesó el vestíbulo del Shepheard's. Sabía que iba despeinado y sin afeitar, y que sus ropas estaban arrugadas y polvorientas. Le dolía la pierna izquierda, pero en realidad ya no le importaba. Ni tampoco tener la camisa bañada en sudor y pegada a la piel. Encontraría un alivio momentáneo en aquel lugar, lejos de todos los horrores que había contemplado y compartido. Pero el hotel le parecía irreal. No conseguía escapar de la atmósfera de aquella casa.

Durante todo el viaje de vuelta en taxi a través del viejo Cairo había ido reflexionando.

Malenka había muerto porque él había llevado a aquella mujer diabólica a su casa. Henry no le importaba, pero la muerte de Malenka pesaría para siempre sobre su conciencia. Y la reina monstruosa y asesina... ¿Qué haría con ella si no podía encontrar a Ramsey? ¿Cuándo se volvería contra él?

Lo primero era encontrar a Samir. El sabría dónde estaba Ramsey.

Se sobresaltó cuando Alex llegó corriendo hasta él y lo abrazó.

—Padre, gracias a Dios que estás aquí.

—¿Dónde está Ramsey? Tengo que hablar con él enseguida.

—Padre, ¿no sabes lo que ha pasado? Lo busca la policía por todo El Cairo. Lo acusan de asesinato, padre, aquí y en Londres. Julie está destrozada. Esto es una pesadilla. Y tampoco podemos encontrar a Henry. Padre, ¿dónde has estado?

—Quédate con Julie, cuida de ella —contestó Elliott—. Tu joven señorita Barrington tendrá que esperar. —Intentó seguir avanzando hacia el mostrador de recepción.

—La señorita Barrington se ha ido —dijo Alex con un gesto de indiferencia—. La familia cambió de planes esta mañana, después de que la policía viniera haciendo preguntas sobre Ramsey y sobre nosotros.

—Lo siento, hijo —murmuró Elliott—. Pero ahora debes dejarme. Tengo que encontrar a Samir.

—Entonces estás de suerte. Acaba de llegar.

Alex hizo un gesto hacia el mostrador del hotel. Samir estaba guardando entre sus ropas un fajo de billetes. Llevaba un paquete bajo el brazo, y parecía tener prisa.

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