Authors: Anne Rice
—No se asuste, señorita. No es más que un tren. Mire, por allí viene. —El automóvil se detuvo bruscamente.
El camino de barras de metal cruzaba la llanura desértica. El gran monstruo negro se acercaba rugiendo y aullando por la derecha. Cleopatra oyó sonar una campana y alcanzó a distinguir una luz roja intermitente. ¿Es que no iba a poder librarse nunca de aquellas cosas horribles?
El le pasó un brazo por los hombros.
—No ocurre nada, señorita. Sólo tenemos que esperar a que pase.
El joven seguía hablando, pero el traqueteo ensordecedor del tren que pasaba frente a ellos ahogaba sus palabras. Las ruedas pasaban por delante de ellos a toda velocidad, e incluso la larga procesión de vagones llenos de seres humanos sentados en sus bancos de madera como si fuera la cosa más normal del mundo le hacía sentir pánico.
Intentó recuperar la compostura. Le gustaba sentir aquella mano cálida y masculina en la suya. Su piel olía ligeramente a perfume. Los últimos vagones se alejaron. La campana volvió a sonar, y la luz roja parpadeó de nuevo.
El norteamericano apretó una vez más los pedales y tiró de la barra. El coche se puso en marcha y, tras cruzar las vías de metal, siguieron su camino a través del desierto.
—La mayoría de la gente de Hannibal, Missouri, no saben ni siquiera lo que es Egipto. Yo le dije a mi padre: me voy para allá, eso es lo que voy a hacer. Me llevo el dinero que he ganado y me voy a Egipto, y luego volveré y sentaré la cabeza...
Cleopatra contuvo el aliento. Era un inmenso placer volver a contemplar a lo lejos, recortándose en el horizonte, las pirámides de Giza. Ante sus ojos apareció la figura de la esfinge.
Dejó escapar un suave grito. Entonces aquello era Egipto. Estaba en Egipto; en los
«tiempos modernos», pero estaba en su tierra.
Sintió que una serena tristeza se apoderaba de ella. Allí estaban las tumbas de sus antepasados, y la esfinge a la que había acudido de niña a rezar.
—Ah, sí, es una vista preciosa, ¿verdad? Se lo aseguro, si a la gente de Hannibal, Missouri, no le gusta, ellos se lo pierden.
Ella se echó a reír.
—Ellos se lo pierden —repitió.
A medida que se acercaban, empezó a distinguir la muchedumbre. Un inmenso aparcamiento de automóviles y carruajes de caballos. Y multitud de mujeres con trajes de cintura apretada, como el suyo. Los hombres llevaban sombreros de paja, como el norteamericano. Y había también muchos árabes con sus camellos y los brazos llenos de bisutería barata. Cleopatra sonrió.
En su tiempo ya vendían aquellas baratijas a los romanos y les cobraban por pasear en sus camellos. ¡Y ahora seguían haciendo exactamente lo mismo!
Pero la visión de la gran tumba del rey Kefrén le cortó la respiración. ¿Cuándo había estado allí, siendo una niña, delante de aquella gigantesca estructura de bloques cuadrados? Y
también había estado allí con Ramsés, solos, envueltos en capas por el frío de la noche. Y
habían ido cabalgando por aquel mismo camino.
¡Ramsés! No. Había ocurrido algo horrible que no debía recordar. Las aguas oscuras caían de nuevo sobre ella. Ella había intentado acercarse a él, y él había retrocedido aterrado.
El automóvil se detuvo otra vez.
—Vamos, señorita. Vamos a verlas. La séptima maravilla del mundo.
Ella sonrió al norteamericano de rostro redondeado. Era muy cariñoso y amable.
—¡Divino! —exclamó ella, y saltó al suelo desde el coche antes de que él pudiera abrirle la puerta.
Sus cuerpos estaban muy cerca. La nariz redonda del norteamericano se frunció al sonreír.
Su boca era joven y apetitosa. De repente el a lo besó. Se puso de puntillas y lo abrazó apretándose contra él. Hmmrn. Dulce y joven, como el otro. ¡Y tan desconcertado!
—Vaya, es usted de lo más afectuosa —le susurró él al oído. No parecía saber qué hacer.
Bien, pues ella se lo mostraría. Lo tomó de la mano y caminaron lentamente hacia las pirámides.
—¡Ah, mira! —dijo ella señalando el palacio que habían construido a la derecha.
—Sí. Es el Mena Hotel —explicó él—. No es el Shepheard's, pero no es un mal hotel.
Podemos ir a comer algo después, si le apetece.
—Intenté quitármelos de encima —dijo Ramsés—, pero fue imposible. Eran demasiados.
Me arrastraron a una celda. Necesitaba tiempo para curarme. Debió de pasar media hora hasta que tuve fuerzas para escapar.
Se hizo el silencio.
Julie había enterrado el rostro en el pañuelo.
—Mi señor —susurró Samir—, ¿sabías que el elixir podía tener ese efecto?
—Sí, Samir. Lo sabía, aunque nunca lo había probado de esa forma.
—Entonces fue la naturaleza humana, mi señor. Ni más ni menos.
—Ah, pero, Samir, he cometido tantos errores a lo largo de los siglos... Conozco los peligros de esa sustancia. Y vosotros debéis conocerlos también, si vais a ayudarme. Esa criatura, ese ser enloquecido al que he devuelto la vida no puede ser destruido.
—Debe haber alguna forma —objetó Samir.
—No. Eso lo he comprobado muchas veces. Y vuestros libros de biología moderna me han aclarado las ideas. Cuando las células del cuerpo se saturan del elixir, comienzan a renovarse.
Sea planta, animal u hombre, el efecto es el mismo.
—No hay envejecimiento, ni deterioro —murmuró Julie, más tranquila. Ya no le temblaba la voz.
—Eso es. Una copa, no más de lo que contenía este tubo, me hizo inmortal, y estaré en la flor de la vida eternamente. No necesito comer, pero siempre siento hambre. No necesito dormir, pero puedo disfrutar del sueño. Y sufro un deseo permanente... de amor.
—Y esa mujer... no recibió una cantidad suficiente.
—No, y además estaba dañada. Ese fue mi error. El cuerpo no estaba completo. Pero, completa o no, esa criatura es ahora prácticamente invencible. Lo supe cuando intentó acercarse a mí en el museo. ¿No lo comprendéis?
—No estás pensando en términos científicos —replicó Julie, enjugándose los ojos—. Debe haber una forma de detener el proceso.
—Por otra parte —intervino Samir—, si le dieras a esa mujer la medida completa, como pretende el duque...
—Eso es una locura —le interrumpió Julie—. La harías aún más fuerte.
—Escuchad los dos lo que tengo que decir —declaró Ramsés—. Cleopatra es sólo una parte de esta tragedia. Ahora el duque también conoce el secreto. Lo peligroso es el elixir, mucho más de lo que pensáis.
—La gente querrá tomarlo —dijo Julie—, y hará cualquier cosa para conseguirlo. Pero con Elliott se puede razonar, y Henry es un estúpido.
—Hay mucho más que eso. Estamos hablando de un producto que transforma cualquier sustancia viva que lo absorba. —Ramsés hizo una pausa y los miró a los dos—. Hace siglos, cuando todavía era rey, pensé usar el elixir para conseguir que los alimentos no se agotaran nunca, para que mi pueblo no volviera a pasar hambre. Trigo que creciera otra vez tras ser cosechado, árboles que dieran frutos permanentemente... ¿Sabéis lo que ocurrió?
Samir y Julie lo contemplaban fascinados.
—Era imposible digerir aquellos alimentos inmortales. Se volvían a recomponer en sus estómagos, y mis súbditos agonizaban entre dolores atroces como si hubieran comido arena.
—Dios —murmuró Julie—. Es perfectamente lógico, desde luego.
—Y, cuando quise quemar los campos y sacrificar a las aves
y
reses inmortales, vi cómo el trigo quemado volvía a crecer en cuanto lo alcanzaban los rayos del sol. Vi levantarse a animales quemados y descuartizados. Al fin ordené que lo lanzaran todo con pesos al fondo del mar, donde seguramente seguirá vivo e intacto hasta el día de hoy.
Samir se estremeció y se abrazó el tronco con los brazos como si tuviera frío.
Julie miró fijamente a Ramsés.
—Entonces quieres decir que, si el secreto cayera en malas manos, regiones completas de la tierra se volverían inmortales.
—Pueblos enteros —corrigió Ramsés mortalmente serio—. Y los inmortales tenemos tanta o más hambre que los mortales. Acabaríamos con todas las reservas de alimentos de los vivos, consumiríamos lo que les pertenece.
—El ritmo de la vida y la muerte se alteraría —agregó Samir.
—¡Debes destruir ese secreto! —exclamó Julie—. Si tienes el elixir, destrúyelo. Ahora.
—¿Y cómo podría hacerlo, cariño mío? Si lanzo el polvo seco al viento, sus partículas caerán en la tierra, y cuando las primeras lluvias las licuen serán absorbidas por las raíces de los árboles, que a su vez se volverán inmortales. Si vierto el líquido en la arena, esperará a que el camello se agache a beber. Si lo lanzo al río, haré nacer peces, serpientes y cocodrilos indestructibles.
—Basta —murmuró Julie desmayadamente.
—¿No puedes consumirlo tú mismo, mi señor, sin que te haga daño?
—No lo sé. Supongo que podría. ¿Pero quién sabe?
—¡No lo hagas! —rogó Julie.
El le dedicó una sonrisa débil y triste.
—¿Todavía te importa lo que sea de mí, Julie Stratford?
—Sí, me importa —susurró ella—. Tienes que custodiar un secreto terrible, pero eres un hombre. Me importas.
—Eso es, Julie —dijo él—. Tú lo has dicho. Tengo el secreto aquí. —Se golpeó la frente con un dedo—. Sé cómo hacer el elixir. No importa lo que ocurra con los dos tubos que quedan, porque puedo hacer más.
Se miraron fijamente. Era imposible comprender de repente el horror de la situación. Había que retroceder unos pasos y mirarlo de lejos para abarcarlo por completo.
—Ahora comprendes por qué no he compartido el elixir con nadie durante mil años. Conocía el peligro que entrañaba. Y entonces, con la debilidad de un mortal, me enamoré.
Los ojos de Julie se llenaron de lágrimas. Samir esperó con paciencia.
—Sí, lo sé —suspiró Ramsés—. He sido un necio. Hace dos mil años preferí ver morir a mi amor antes que darle el elixir a su amante, Marco Antonio, un hombre disoluto que me hubiera perseguido hasta el fin del mundo para obtener la fórmula. ¿Puedes imaginar a esos dos gobernando el mundo? «¿No podríamos crear un ejército de guerreros inmortales?» Eso me preguntó Cleopatra un día, cuando la influencia de aquel hombre ya la había corrompido, cuando ya se había convertido en su instrumento. Y ahora, en esta era de asombrosas maravillas, he olvidado la lección y le he devuelto la vida.
Julie tragó saliva. Las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas, pero ya no se molestaba en enjugarlas con el pañuelo. Apoyó la mano sobre la de él a través de la mesa.
—No, Ramsés, en eso te equivocas. No es Cleopatra. ¿No lo entiendes? Has cometido un terrible error, y debemos encontrar la forma de repararlo. Pero no es Cleopatra. No puede serlo.
—Julie, no cometí ningún error. Y ella me conocía. ¿No lo entiendes? ¡Gritó mi nombre!
Desde el Mena Hotel llegaba una suave música. Una suave luz amarilla salía de sus ventanas y diminutas figuras deambulaban por la gran terraza.
Cleopatra y el norteamericano estaban en un túnel oscuro, en lo alto de la pirámide.
Ella lo abrazó febrilmente y deslizó sus dedos cubiertos de seda por el interior de su camisa.
Ah, qué tiernos eran los pezones de los hombres; qué maravillosa llave del tormento y el éxtasis; cómo disfrutaba retorciéndolos suavemente mientras introducía la lengua entre sus dientes como una serpiente.
La fuerza y el entusiasmo de aquel hombre se habían desvanecido. Ahora era su esclavo.
Le rasgó la camisa con violencia y hundió la mano bajo su cinturón hasta la raíz de su sexo,.
Él dejó escapar un gemido contra su cuello. Cleopatra sintió que le alzaba las faldas. De repente su mano se detuvo y todo su cuerpo se contrajo. Ella volvió la cabeza y lo miró. Estaba mirando su pierna desnuda, su pie.
Había visto el trozo de hueso pelado de su muslo, el abanico de tendones de su pie.
—¡Dios mío! —murmuró él. Retrocedió hasta tropezar con la pared—. ¡Dios mío!
Un profundo gruñido de rabia y dolor brotó de la garganta de Cleopatra.
—¡Quítame los ojos de encima! —aulló en latín—. ¡Aparta tus sucios ojos de mí! No permitiré que me mires con asco.
Con un sollozo ahogado le cogió la cabeza y la golpeó con saña contra la piedra.
—¡Morirás por esto! —Le escupió a la cara. Entonces le retorció lentamente la cabeza, y él se desplomó sin vida. Era tan simple...
El cuerpo cayó al suelo como un saco, como el del otro. Vio una gruesa cartera llena de dinero que asomaba de su chaqueta.
Pensó que las heridas no podían acabar con ella. Ni tampoco el rayo de calor que le había lanzado aquel Henry, aquella explosión ensordecedora e insoportable. Y sin embargo no hacía falta más que un leve movimiento para acabar con ellos.
Se asomó a la abertura del túnel y vio la oscura masa de arena y el Mena Hotel al fondo.
Volvió a oír la música, tan suave, flotando en el aire del desierto.
Siempre hacía frío de noche en el desierto. Y era casi de noche. Empezaban a aparecer diminutas estrellas en el firmamento violeta. Sintió una extraña sensación de paz. Era agradable estar a solas en el desierto, lejos de todos ellos.
Pero había olvidado a lord Rutherford y la medicina. «Antes del anochecer.»
Se agachó a coger el dinero del norteamericano y recordó el bonito automóvil amarillo. Con él podría volver rápidamente a la casa. Y ahora era suyo.
La perspectiva le hizo soltar una carcajada. Bajó de la pirámide con pasos rápidos, sintiéndose maravillosamente fuerte. Saltó sobre la arena y echó a correr hacia el automóvil.
Muy sencillo: pulsar el botón de arranque eléctrico y apretar el «acelerador». La máquina despertó y comenzó a ronronear. Empujó la palanca hacia adelante, como le había visto hacer a él, soltó suavemente el otro pedal y, maravilla de maravillas, el automóvil arrancó de un salto, mientras ella hacía girar enloquecidamente el volante.
Describió un amplio círculo alrededor del Mena Hotel. Unos árabes aterrados se apartaron de su camino. Cleopatra apretó con furia la «bocina», como él la había llamado, y los camel os se desbocaron.
Entonces salió a la carretera y tiró de la palanca hacia atrás para hacerlo correr más, como había visto hacer al norteamericano.
Al llegar al cruce con el camino de metal se detuvo. Se aferró al volante temblando, pero no se oía ningún sonido extraño. Y ante sí vio un hermoso espectáculo: las luces de El Cairo bajo el cielo estrellado.