—¿Es usted monsieur Poirot? Mi amigo se inclinó.
—Para servirle,
madame la duchesse
.
Ella me miró.
—El señor es mi amigo, el capitán Hastings; me ayuda en todos los asuntos.
Los ojos de la duquesa reflejaban la duda. Luego inclinó la cabeza, asintiendo.
—He venido para consultar con usted un asunto muy delicado, monsieur Poirot. Desde luego, todo cuanto le diga ha de tener carácter confidencial.
—Perfectamente.
—Lady Yardly me ha hablado de usted; por la manera de hacerlo y
por la gratitud que expresaba, comprendí que es usted la única persona que puede ayudarme.
—Le aseguro que haré cuanto pueda, señora.
La duquesa aún dudaba. Al fin, con un esfuerzo, entró de lleno en el asunto, y lo hizo con tal sencillez, que me recordó a Jane Wilkinson.
Si Poirot se sorprendió, lo guardó para sí. La miró pensativamente y tardó un momento en contestar.
—¿Puede usted explicarme un poco más claramente lo que desea de mí, señora?
—No es cosa fácil. Presiento que ese matrimonio será un desastre. Arruinará la vida de mi hijo.
—¿Lo cree usted, señora?
—Estoy segura. Mi hijo tiene ideales muy altos. Conoce muy poco el mundo. No se ha fijado nunca en las jóvenes de su clase. Le han hecho siempre el efecto de cabezas vacías y frívolas. Pero esa mujer, que es realmente muy hermosa, hay que confesarlo, tiene el poder de esclavizar a los hombres. Ha embrujado a mi hijo. Yo supuse que el arrobamiento pasaría, pues, gracias a Dios, ella no era libre; pero ahora que su marido ha muerto... —y siguió como si se arrancase algo de dentro—: Tiene intención de casarse dentro de pocos meses. El hecho es que la vida de mi hijo está en peligro —y añadió perentoriamente—: Hay que impedirlo, monsieur Poirot
Poirot se encogió de hombros.
—No digo que no tenga usted razón, señora. Creo que ese casamiento no es conveniente. Pero ¿qué se puede hacer?
—Tiene usted que hacer algo.
Poirot negó lentamente con la cabeza.
—Sí, sí; usted puede ayudarme —continuó la duquesa.
—Dudo que se pueda hacer algo de provecho, señora. Su hijo se negará a escuchar nada en contra de esa mujer. Aunque tampoco creo que pueda decirse mucho en su contra. Dudo que en su pasado haya algún incidente desagradable que pueda servirnos. Ha sido muy cauta.
—Ya lo sé —dijo la duquesa ásperamente.
—¡Ah! Entonces, ¿ya ha hecho usted averiguaciones en ese sentido? Se sonrojó un poco bajo la aguda mirada de Poirot.
—Estoy dispuesta a hacerlo todo, monsieur Poirot, para salvar a mi hijo de ese matrimonio.
Y repitió enfáticamente la palabra «todo». Se detuvo un momento y luego siguió:
—No se asuste por dinero. Pídamelo que quiera, pero el casamiento debe impedirse. Es usted el único hombre que puede hacerlo.
Poirot movió lentamente la cabeza.
—No es cuestión de dinero,
madame
. No puedo hacer nada..., por una razón que quisiera poder explicarle. No veo que se pueda hacer nada. No puedo ayudarla,
madame la duchesse
. ¿No tomará usted a mal que le dé un consejo?
—¿Qué consejo?
—No se oponga usted a los deseos de su hijo. Tiene ya edad para obrar por sí mismo. Porque su gusto no es el de usted, no se obstine en creer que el de usted es el bueno. Si es una desgracia, acéptela. Esté dispuesta a ayudarle cuando lo necesite. No le obligue a ser su enemigo.
—Usted no entiende nada de esto.
Se puso en pie. Le temblaban los labios. Notábase su indignación.
—Sí,
madame la duchesse
; comprendo muy bien. Comprendo el corazón de una madre. Nadie mejor que Hércules Poirot lo comprende. Sin embargo, le digo a usted, con conocimiento de causa, que sea paciente. Sea paciente y serena y disfrace sus sentimientos. Hay todavía la esperanza de que el asunto se resuelva por sí mismo. La oposición sólo serviría para aumentar la obstinación de su hijo.
—Adiós, monsieur Poirot —dijo fríamente—. Me he llevado un desengaño.
—Siento mucho, señora, no poder hacer nada en su servicio. Estoy en una situación difícil. Lady Edgware me concedió, hace algún tiempo, el honor de consultarme.
—¡Ah, comprendo! —su voz era cortante como un cuchillo—. Está usted en el campo contrario. Esto explica que lady Edgware no haya sido detenida por haber asesinado a su marido.
—
Comment, madame la duchesse?
—Creo que ha oído usted perfectamente lo que he dicho. ¿Por qué no ha sido detenida? Estuvo allí aquella noche. La vieron entrar en la casa...; luego, en la biblioteca. Nadie más se acercó a él y fue hallado muerto. Y todavía no está arrestada. Nuestros policías están completamente corrompidos.
Con mano temblorosa se arrolló el chal al cuello, y con la despreocupación de un chiquillo, salió de la habitación.
—¡Caray! —dije—. ¡Qué mujer! De todas maneras, la admiro. ¿Y tú?
—¿Por qué quiere arreglarlo todo según su modo de pensar?
—Al fin y al cabo, lo único que ella quiere es salvar a su hijo. Poirot inclinó la cabeza.
—Eso es verdad, Hastings. ¿Tú crees que sería realmente tan malo para el duque casarse con Jane Wilkinson?
—¡Cómo! ¿No creerás que esté realmente enamorada de él?
—Seguramente, no; pero adora su posición. Se comportaría correctamente. Es una mujer que tiene tanto de ambiciosa como de bella, lo cual no significa una catástrofe. El duque pudiera haberse casado muy fácilmente con alguna muchacha de su misma clase que le hubiese aceptado por las mismas razones...; pero entonces nadie hubiera dicho ni una palabra.
—Eso es verdad, pero...
—Y supongamos que se case con una muchacha que le ame apasionadamente. ¿Es acaso esto gran ventaja? A menudo he observado que es una verdadera desgracia para un hombre casarse con una mujer que le adore. Le hace escenas de celos, le pone en ridículo, insiste en solicitar a cada momento toda su atención. ¡Ah,
mon ami
, no es un camino de rosas! La experiencia me lo hace decir.
—Poirot —dije—, eres un viejo cínico.
—
Mais non, mais non
; sólo expongo algunas reflexiones. Fíjate que, en realidad, yo estoy de acuerdo con la excelente mamá.
No pude contener la risa al oír calificar así a la altiva duquesa. Poirot permaneció muy serio.
—No hay por qué reír. Todo esto es de la mayor importancia. Tengo que reflexionar, tengo que reflexionar mucho.
—No veo qué puedes hacer en ese asunto —dije. Poirot no me hizo caso.
—¿Te has fijado, Hastings, en lo bien informada que estaba la duquesa? ¡Y qué vengativa! Conoce todas las pruebas que hay en contra de Jane Wilkinson.
—Todas las que hay en contra; pero no las que hay a favor —dije sonriendo.
—¿Cómo se habrá enterado?
—Jane se lo habrá dicho al duque, y el duque a ella —sugerí.
—Sí, es posible.
El teléfono sonó estridentemente. Cogí el receptor. Mi única palabra fue «sí», a intervalos regulares. Al final, colgué el aparato y me volví, muy excitado, hacia Poirot:
—Era Japp. Primero, que eres, como de costumbre, el «mejor». Segundo, que tiene un cable de América. Tercero, que ha encontrado al chófer. Cuarto, otra vez que eres el «mejor» y que tuviste una inspiración genial al decir que había un hombre en todo esto. Me olvidé de contarle que habíamos tenido una visitante que dice que la Policía está corrompida desvergonzadamente.
—Conque, al fin, Japp está convencido, ¿verdad? —murmuró Poirot—. Es curioso que la teoría de haber un hombre en el asunto se confirme en el mismo momento en que me inclino por otra.
—¿Por cuál?
—Por la de que el motivo del asesinato de lord Edgware puede no tener nada que ver con lord Edgware mismo. Imagínate que alguien odie a Jane Wilkinson, que la odie tanto que desee verla ahorcada por asesinato...
C'est une idee, ça
—suspiró. Luego, levantándose, dijo—: Vamos, Hastings, vamos a oír lo que nos tiene que decir Japp.
Encontramos a Japp interrogando a un viejo de hirsutos bigotes, sobre cuya nariz bailaban unas gafas. Su voz era bronca y tristona.
—¡Ah! ¡Ya lo tenemos! —dijo el inspector—. Todo va viento en popa. Este hombre es el chófer de un taxi que fue alquilado por dos personas, un hombre y una mujer, en la noche del veintinueve de junio, en Long Acre.
—Así fue —dijo el chófer, llamado Jobson—. Por cierto que era una noche maravillosa, pues había hasta luna. La joven y el caballero estaban junto a la estación del Metro cuando me hicieron parar.
—¿Iban vestidos de etiqueta?
—Él llevaba chaleco blanco y la mujer un traje completamente blanco, con pajaritos bordados. Debían de salir de la Royal Opera.
—¿Qué hora era?
—Poco antes de las once.
—¿Qué más?
—Me dijeron que les llevase a Regent Gate y que, una vez allí, ya me indicarían la casa. ¡Ah! También me dijeron que fuera deprisa. Todos los pasajeros recomiendan lo mismo, como si a uno pudiera convenirle ir despacio. Cuanto más deprisa se va, más probabilidades hay de hacer otro viaje, lo cual es un beneficio para el chófer. Pero no se les ocurre pensar en esto, y si por desgracia sucede un accidente, entonces lo ponen a uno verde por correr tanto.
—Dejemos eso —dijo impaciente Japp—. Aquella noche no ocurrió ningún accidente, ¿verdad?
—No —dijo el hombre, como temeroso de tener que abandonar sus quejas—. No ocurrió nada —y añadió—: Como iba diciendo, fui a Regent Gate en menos de siete minutos, y al llegar frente al número ocho, creo que fue ese el número, el caballero golpeó en los cristales, indicándome que me detuviera. Lo hice así y bajaron del coche el caballero y la señora. Él se quedó junto a la portezuela, diciéndome que esperase. La señora atravesó la calle y se dirigió hacia arriba por la otra acera. El caballero, que estaba junto a mí, pero de espaldas, la siguió con la vista. Unos minutos más tarde lanzó una exclamación, y al volverme, vi que se alejaba. Le observé por si acaso intentaba estafar-me, cosa que ya me había ocurrido alguna vez, y le vi entrar en una casa de la acera de enfrente.
—¿Estaba la puerta abierta?
—No; me fijé que sacaba una llave y que abría.
—¿Qué número tenía aquella casa?
—Creo que el diecisiete o diecinueve, no estoy seguro. Yo seguí esperando en el mismo sitio, y a los cinco o seis minutos salieron juntos de la casa el caballero y la señora subieron al coche y me ordenaron que les llevase a la Covent Garden Opera House. Cuando llegamos, me pagaron el viaje y se apearon. Por cierto, que me dieron una estupenda propina. Nada, que, como les he dicho a ustedes, aquélla fue una noche deliciosa, por lo menos para mí.
—Muy bien —dijo Japp—. Ahora, ¿quiere hacerme el favor de mirar estas fotografías y decirme si entre ellas está la joven que llevó usted en el taxi?
Y le mostró una docena de fotografías de mujeres jóvenes, más o menos iguales.
—Ésta es —dijo Jobson, señalando con mano segura un retrato de Geraldine Marsh en traje de noche.
—¿Está usted seguro?
—Completamente seguro. Era una joven morena y muy pálida.
—Está bien. Ahora vayamos por el hombre. Enseñaron a Jobson otra serie de fotografías.
—Tal vez fuera uno de estos dos —dijo al cabo de un rato de vacilación—; pero no estoy seguro.
Entre las fotografías que se le habían mostrado había una de Ronald Marsh, pero Jobson no la escogió. De todas maneras, las que había indicado eran de dos hombres de tipo muy parecido al del nuevo lord Edgware.
El chófer se retiró y Japp arrojó los retratos sobre la mesa.
—Bueno, ya ha ido bastante bien esto; pero me habría gustado más que hubiese identificado al capitán Marsh por completo. Por más que el caso está clarísimo. Nada, que se han inutilizado unas cuantas coartadas. Fue usted muy listo, Poirot, cuando se le ocurrió la idea de llamar a los chóferes.
Poirot dijo modestamente:
—Al enterarme de que ambos primos habían ido a la Opera, tuve como probable que se hubiesen encontrado allí durante uno de los entreactos, siendo muy natural que los que les acompañaron aseguren que no abandonaron el teatro; pero en la media hora que suele durar el intervalo hay tiempo más que suficiente para ir y volver a Regent Gate. Desde el momento en que el novel lord Edgware se mostraba tan seguro de su coartada, comprendí que algún cabo quedaría suelto.
—Es usted el hombre más suspicaz que he conocido —dijo Japp afectuosamente—. De todas maneras, tiene usted razón: nunca se es bastante desconfiado en un mundo como el nuestro. Ahora fíjese usted en esto, que ya es lo único que nos faltaba para convencernos de que el capitán Marsh es nuestro hombre —y le tendió un papel—. Es un cable de Nueva York —siguió—. La Policía de allí se entrevistó con miss Lucy Adams, quien recibió la carta de su hermana. Como no era preciso que nos enviase el original, el agente que la visitó sacó copia de ella y la ha cablegrafiado. Éste es el cable, y como usted verá, es de lo más condenatorio.
Poirot tomó el mensaje con gran interés. Yo me acerqué a él y leí el contenido por encima de su hombro. El cable decía lo siguiente:
«A continuación, el texto de la carta a Lucy Adams, fechada en junio 29-8. Rosedew Mansions, Londres, S. W. 3.» «Mi querida hermanita: Perdona la carta tan breve que te escribí la semana pasada, pero estaba ocupadísima, pues tenía un sinfín de cosas que arreglar. ¡Oh, hermanita mía! Ha sido un verdadero éxito mi número. La crítica me pone por las nubes, los ingresos en taquilla han sido excelentes y todo el mundo se porta muy amablemente conmigo. He hecho algunas amistades, y para el próximo año pienso tomar un teatro durante dos meses por mi cuenta. El cuadro de la bailarina rusa y el de la americana en París fueron muy bien acogidos; pero el que más entusiasma es el de
Escenas en un hotel extranjero
. Estoy tan excitada, que casi no sé ni lo que escribo. Dentro de un momento te contaré la causa de mi excitación. Antes quiero explicarte que míster Hergsheimer, amabilísimo como siempre, me ha invitado a comer para presentarme a sir Montagu Córner; este último puede hacer mucho por mí.
La otra noche me presentaron a Jane Wilkinson, quien se mostró encantada de la imitación que de ella hago, y me dijo varias veces cosas que ya te contaré. Es una mujer poco simpática y me han explicado varias cosas de ella que demuestran su falta de sensibilidad. ¡Ah!, se me olvidaba: Jane Wilkinson es lady Edgware, de cuyo matrimonio se cuentan cosas terribles. Lord Edgware trató a su sobrino, el capitán Marsh, de quien ya te he hablado, de la manera más ignominiosa, pues le echó de casa, y además, le retiró la pensión que le pasaba. Cuando él me lo contó, me dio muchísima pena. Y le gusta mucho mi trabajo. Me dijo: «Creo que hasta lord Edgware se confun-diría. ¿Quiere usted ganarse algo?» Me reí y dije: «¿Cuánto?» Lucy querida, la contestación me dejó sin aliento: «Diez mil dólares.» ¡Diez mil dólares! Pásmate..., sólo por ayudar a alguien a ganar una estúpida apuesta. «¡Vamos! —dije—. Por ese dinero soy capaz de burlarme del rey de Buckingham Palace, corriendo el riesgo de ser condenada por el delito de lesa majestad.» Entonces nos pusimos de acuerdo en los detalles.