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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (32 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Los presentes habían abandonado sus asientos, y se habían ubicado más cerca del juez. Este levantaba la maza y la usaba una y otra vez con fuerza, hasta que al fin logró hacerse oír. Solo entonces el clamor cesó.

—Alguacil, que cierren las puertas. Si sigue la alteración del orden, ordenaré el desalojo de la sala. El documento que he estudiado parece ser una confesión firmada y avalada por ustedes, doctor Andrew McFee y reverendo Percival Oliphant. Caballeros, ¿son estas sus firmas?

Los dos hombres respondieron al unísono:

—Sí, señoría.

—¿Y este documento que han entregado está escrito de puño y letra de la persona que ha estampado su firma sobre las suyas?

Ahora fue el doctor McFee el que dio la contestación:

—En parte sí, señoría. William Bidwell se encontraba al final de su vida, y escribió su confesión incorporado en el lecho, pero confío en que su letra, si bien algo temblorosa, resulte legible. El último párrafo, como puede observarse por el cambio de caligrafía, lo anoté yo a su dictado. Para entonces todavía podía hablar, pero no escribir, salvo para estampar su firma.

—En ese caso, solicito al abogado de la defensa que la lea en voz alta. A continuación indicaré cómo ha de procederse. Si alguien interrumpe, será expulsado de la sala.

Jeremiah Mickledore sostuvo el documento y, calándose los lentes, le echó un vistazo antes de empezar a leer en voz alta y clara.

Yo, William John Bidwell, confieso voluntariamente sobre lo ocurrido en el bosque de Pemberley la pasada noche del 14 de octubre. Lo hago en el conocimiento pleno de que se acerca el momento de mi muerte. Yo me encontraba en el dormitorio delantero de la primera planta, pero en la cabaña no había nadie más, salvo mi sobrino, George, que estaba en su cuna. Mi padre se hallaba trabajando en Pemberley. Se habían oído cacareos de pollos y gallinas en el corral, y mi madre y mi hermana Louisa, temiendo la aparición de un zorro, fueron a indagar. A mi madre no le gustaba que yo me levantara de la cama, porque estaba muy débil, pero me apetecía mucho mirar por la ventana. Me apoyé en el lecho y logré acercarme a ella. El viento soplaba con fuerza, y la luna iluminaba mucho. Al mirar al exterior vi a un oficial uniformado que salía del bosque y permanecía observando la cabaña. Me oculté tras las cortinas, para poder ver sin ser visto.

Mi hermana Louisa me había contado que un oficial del ejército destinado a Lambton el año anterior había intentado atentar contra su virtud, y yo, instintivamente, supe que se trataba de él, y que había venido a llevársela. ¿Por qué, si no, se había acercado a la cabaña en una noche como esa? Mi padre no estaba en casa para protegerla, y a mí siempre me había dolido ser un inválido, un inútil, incapaz de trabajar mientras él lo hacía tan duramente, y demasiado débil para proteger a la familia. Me calcé las zapatillas y conseguí llegar a la planta baja. Cogí el atizador de la chimenea y salí.

El oficial vino hacia mí y extendió la mano, como indicándome que venía en son de paz, pero yo sabía que no era así. Me dirigí hacia él, tambaleante, y esperé hasta que estuvo frente a mí, y entonces, con todas mis fuerzas, blandí el atizador, sosteniéndolo por la punta, para que el mango le diera en la frente. No fue un golpe fuerte, pero le desgarró la piel y la herida empezó a sangrar. Intentó secarse los ojos, pero yo me di cuenta de que no veía nada. A trompicones, regresó al bosque, y yo me sentí invadido de una sensación de triunfo, que me dio fuerzas. Ya estaba fuera de mi vista cuando oí un gran ruido, como el que provoca un árbol al caer. Me interné en el bosque, apoyándome en los troncos, y la luz de la luna me permitió ver que había tropezado con la tumba del perro y había caído boca arriba, golpeándose la cabeza con la lápida. Era un hombre corpulento y el ruido de su caída había sido considerable, pero no sabía que hubiera resultado fatal. Yo me sentía muy orgulloso por haber salvado a mi querida hermana, y mientras lo observaba él dio media vuelta y se arrodilló junto a la lápida y empezó a alejarse, gateando. Sabía que intentaba escapar de mí, aunque yo no tenía fuerzas para seguirlo. Me alegré de que no regresara.

No recuerdo cómo volví a la cabaña, solo sé que limpié el mango del atizador con el pañuelo, que arrojé al fuego. Después, solo recuerdo que mi madre me ayudó a subir la escalera y a meterme en la cama. Y que me regañó por haber salido de ella. A la mañana siguiente me contó que el coronel Fitzwilliam se había acercado a la cabaña a informarle de que dos caballeros habían desaparecido en el bosque, pero yo de eso no sabía nada.

Me mantuve en silencio sobre lo ocurrido, incluso después de que se anunciara que el señor Wickham sería juzgado. Conservé la calma mientras estuvo en la cárcel de Londres, pero después comprendí que debía hacer esta confesión para que, si era declarado culpable, la verdad llegara a saberse. Decidí confiar en el reverendo Oliphant, y él me contó que el juicio del señor Wickham se celebraría en pocos días, y que debía redactar la confesión de inmediato y enviarla al tribunal antes de que diera comienzo. El señor Oliphant mandó llamar al doctor McFee, y esta noche se lo he confesado todo a ellos y le he preguntado al médico cuánto tiempo más cree que viviré. Él me ha respondido que no estaba seguro, pero yo no creo que sobreviva más de una semana. Él me ha instado a realizar esta confesión y a firmarla, y así lo hago. No he escrito más que la verdad, sabiendo que pronto habré de responder de todos mis pecados ante el trono de Dios, y a la espera de su misericordia.

El doctor McFee dijo:

—Tardó más de dos horas en escribir, ayudado por una medicina que le administré. El reverendo Oliphant y yo sabíamos que era consciente de que su muerte era inminente y que lo que escribió era su verdad ante Dios.

El silencio sepulcral se mantuvo durante unos segundos, y entonces, una vez más, el clamor se apoderó de la sala, la gente se puso en pie y empezó a gritar y a patalear, y varios hombres entonaron un cántico que los demás presentes corearon al momento: «¡Que lo suelten! ¡Que lo suelten!» Eran tantos los policías y alguaciles que rodeaban el estrado que Wickham apenas se distinguía.

Una vez más, aquella voz cavernosa exigió silencio. El juez se dirigió al doctor McFee.

—¿Puede explicar, señor, por qué ha traído este documento tan importante al tribunal en el último momento del juicio, cuando la sentencia estaba a punto de ser pronunciada? Una aparición teatral tan innecesaria constituye un insulto para mí y para este tribunal, y exijo una explicación.

—Señoría, nos disculpamos sinceramente. El papel está fechado hace tres días, cuando el reverendo y yo oímos la confesión. Ya era de noche y muy tarde. Partimos temprano al día siguiente en dirección a Londres. Solo nos detuvimos a tomar un refrigerio y a dar de beber a los caballos. Como verá, señor, el reverendo Oliphant, con más de sesenta años, está exhausto.

El juez, irritado, declaró:

—Son demasiados los juicios en los que las pruebas definitivas llegan con retraso. Con todo, parece que en este caso la culpa no es suya, y acepto sus disculpas. Ahora me reuniré con mis consejeros para determinar cuál ha de ser el siguiente paso. El acusado será trasladado de nuevo a la cárcel en la que estaba internado, a la espera de que el perdón real que otorga la Corona sea visto por el secretario de Interior, el canciller, el jefe del Tribunal Supremo y otros altos cargos. Yo mismo, en tanto que juez del caso, tendré voz en el asunto. A la luz de este documento, no pronunciaré ninguna sentencia, pero el veredicto del jurado debe seguir vigente. Pueden estar convencidos, caballeros, de que los tribunales ingleses no condenan a muerte a un hombre cuya inocencia se haya demostrado.

Se oyó algún murmullo, pero la sala empezó a despejarse. Wickham estaba de pie, agarrado con fuerza a la barandilla, con los nudillos muy blancos, inmóvil, en un estado próximo al trance. Uno de los policías le separó los dedos uno a uno, como si se tratara de un niño. Entre el banquillo de los acusados y la puerta lateral se abrió un pasadizo de cuerpos, y Wickham, sin volverse una sola vez a mirar, fue conducido de nuevo a su celda.

Libro VI

Gracechurch Street

1

Habían convenido en que Alveston estuviera presente, acompañando al señor Mickledore, por si resultaba de utilidad durante los trámites del indulto, y permaneció en la antesala del tribunal cuando Darcy, impaciente por reunirse con Elizabeth, emprendió en solitario el camino de regreso a Gracechurch Street. Hacia las cuatro Alveston regresó para informar de que, según se esperaba, el procedimiento para obtener el perdón real culminaría en un par de días, por la tarde, y que llegado el momento él acompañaría a Wickham en su salida de la prisión y lo llevaría hasta allí. Se confiaba en poder llevar a cabo la operación de una manera discreta, con la menor repercusión pública posible. Un coche alquilado esperaría junto a la puerta trasera de la cárcel de Coldbath, y otro, solo para despistar, quedaría estacionado ante la delantera. Suponía una ventaja haber mantenido en secreto que Darcy y Elizabeth se alojaban en casa de los Gardiner y que no se habían instalado, como se esperaba, en alguna posada elegante. Así, si la hora exacta de la liberación de Wickham lograba mantenerse al margen del conocimiento público, era bastante posible que llegara a Gracechurch Street sin ser visto. Por el momento, había regresado a la cárcel de Coldbath, pero su capellán, el reverendo Cornbinder, con quien había trabado amistad, había dispuesto que se alojara con él y su esposa la noche de su liberación. Wickham había expresado su deseo de dirigirse allí inmediatamente después de que contara su historia a Darcy y al coronel, rechazando la invitación de los Gardiner para que se instalara en Gracechurch Street. A ellos les había parecido que cursar la invitación era lo correcto, pero les alivió saber que él declinaba el ofrecimiento.

—Parece un milagro que Wickham haya salvado la vida —comentó Darcy—. Pero, en cualquier caso, el veredicto fue perverso e irracional, y no deberían haberlo considerado culpable.

—Discrepo —dijo Alveston—. Lo que el jurado consideró una confesión fue repetido dos veces y fue creído. Además, quedaban muchas cosas sin explicación. ¿Habría abandonado el capitán Denny el cabriolé y se habría adentrado en un bosque que no conocía, en una noche de tormenta, solo para evitar el bochorno de presenciar el momento en que la señora Wickham llegara a Pemberley? Ella es, de hecho, hermana de la señora Darcy. ¿No resultaba más probable que Wickham se hubiera visto envuelto en algún negocio ilegal en Londres y que Denny, al no querer seguir siendo su cómplice, hubiera de ser quitado de en medio antes de que abandonaran Derbyshire?

»Pero había algo más que habría influido en el veredicto del jurado, y que yo solo supe hablando con uno de sus miembros mientras me encontraba en la sala. Al parecer, el portavoz tiene una sobrina viuda a la que aprecia mucho, cuyo esposo participó y murió en la rebelión de Irlanda. Desde entonces, el hombre siempre ha sentido un odio profundo por el ejército. De haberse divulgado el dato, no hay duda de que Wickham habría podido solicitar la recusación de ese miembro concreto del jurado, pero los apellidos no coincidían, y habría sido muy poco probable que el secreto hubiera llegado a saberse. Wickham dejó claro antes del inicio del juicio que no tenía intención de recusar la selección del jurado, a pesar de estar en su derecho de hacerlo, ni de aportar tres testigos propios que declararan sobre su personalidad. Desde el principio pareció mostrarse optimista y a la vez fatalista. Había sido un militar destacado, herido en acto de servicio, y aceptaba ser juzgado en su país. Si su declaración prestada bajo juramento no se consideraba suficiente, ¿adónde podría acudir en busca de justicia?

—Con todo —intervino Darcy—, hay algo que me preocupa y sobre lo que me gustaría conocer su opinión. ¿Cree usted, Alveston, que un hombre a punto de morir habría sido capaz de atestar aquel primer golpe?

—Sí —respondió el abogado—. En el ejercicio de mi profesión he visto casos en que personas gravemente enfermas han hallado una fuerza asombrosa cuando han tenido que recurrir a ella. El golpe fue superficial, y después no se adentró mucho en el bosque, aunque no creo que regresara a la cama sin ayuda. Me parece probable que dejara la puerta de la cabaña entornada y que su madre apareciera, lo encontrara allí y lo ayudara a entrar en casa y a meterse en la cama. Seguramente fue ella la que limpió el mango del atizador y quemó el pañuelo. Pero considero, y estoy seguro de que usted coincidirá conmigo, que no serviría a la causa de la justicia divulgar estas sospechas. No hay pruebas y nunca las habrá, y creo que debemos alegrarnos del perdón real que va a ser otorgado, y de que Wickham, que a lo largo de todo el episodio ha demostrado un valor considerable, quede en libertad. Esperemos que emprenda una vida de más éxitos.

La cena se sirvió temprano y comieron prácticamente en silencio. Darcy había supuesto que el hecho de que Wickham se hubiera librado de la horca actuaría como bálsamo y haría que las demás inquietudes se relativizaran, pero, superado su mayor temor, las preocupaciones menores asomaban a su mente. ¿Qué relato oirían cuando llegara Wickham? ¿Cómo iban a evitar Elizabeth y él el horror de la curiosidad pública mientras siguieran en casa de los Gardiner, y qué papel había desempeñado el coronel en todo aquel misterioso asunto, si es que había desempeñado alguno? Sentía la necesidad imperiosa de regresar a Pemberley, pues una premonición —que él mismo consideraba poco razonable— le decía que las cosas no iban bien. Sabía que, como él, Elizabeth llevaba varios meses sin poder dormir como era debido, y que parte del peso de aquella sensación de desastre inminente, que ella también compartía, era el resultado del gran cansancio de cuerpo y alma que lo invadía. El resto del grupo parecía contagiado por una culpa similar, la de no alegrarse ante una liberación aparentemente milagrosa. El señor y la señora Gardiner se mostraban solícitos, pero la deliciosa cena que ella había ordenado quedó casi intacta, y los invitados se retiraron a sus habitaciones poco después de que se sirviera el último plato.

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