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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (36 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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A Darcy le pareció que no podía seguir guardando silencio. Había muchas cosas que quería saber.

—Supongo que la señora Younge era esa mujer de oscuro a la que las dos doncellas vieron en el bosque —dijo—. ¿Cómo aceptó implicarla en un plan que tuviera que ver con el futuro de su hijo, implicar a una mujer cuya conducta, hasta donde sabemos, demuestra que se encuentra entre las personas más abyectas y despreciables de su sexo?

Wickham estuvo a punto de saltar de su asiento. Se agarró con tal fuerza a los brazos de la butaca que los nudillos palidecieron y su rostro enrojeció de ira.

—Será mejor que sepan la verdad. Eleanor Younge es la única mujer que me ha querido. Ninguna de las otras, ni siquiera mi esposa, me ha brindado sus cuidados, su bondad y apoyo, ninguna me ha hecho saber que era tan importante para ella como mi hermana. Sí, eso es lo que es. Mi hermanastra. Sé que esto les sorprenderá. Mi padre es recordado por haber sido el secretario más eficiente, más leal y más admirable del difunto señor Darcy, y sin duda lo fue. Mi madre era estricta con él, como lo era conmigo. En nuestro hogar no había risas. Pero era un hombre como los demás y, cuando los negocios del señor Darcy lo llevaban a Londres una semana o más, llevaba una doble vida. Lo ignoro todo de la mujer a la que se unió, pero él, en su lecho de muerte, me confesó que tenía una hija. En su honor debo decir que hizo todo lo que pudo para mantenerla, pero me contaron poco de sus primeros años, solo que la llevaron a una escuela de Londres que no era mejor que un orfanato. Ella escapó a los doce años, y él perdió el contacto con su hija a partir de ese momento. Como la edad y las responsabilidades de Pemberley le pesaban cada vez más, no fue capaz de emprender ninguna búsqueda. Pero la llevó en la conciencia hasta el final y me suplicó que hiciera lo posible por encontrarla. Hacía tiempo que la escuela había cerrado sus puertas, y no se sabía quién era el dueño, pero logré contactar con los habitantes de la casa contigua, que habían trabado amistad con una de las internas y mantenían trato con ella. No se trataba, precisamente, de una mujer desahuciada. Tras un matrimonio breve con un hombre anciano, había enviudado, y su esposo le había dejado suficiente dinero para adquirir una casa en Marylebone, donde recibía a huéspedes, todos ellos hombres jóvenes de familias respetables que dejaban sus casas para trabajar en la capital. Sus cariñosas madres sentían un profundo agradecimiento por aquella dama maternal que prohibía taxativamente la entrada de mujeres, ya fueran estas huéspedes o visitantes.

—Eso ya lo sabíamos —comentó el coronel—. Pero no menciona usted cuál era el
modus vivendi
de su hermana, ni a los desgraciados hombres a los que chantajeaba.

A Wickham le costó dominar la ira.

—Causó menos daño en su vida que muchas damas respetables. Su esposo no le dejó nada en usufructo, y se veía obligada a vivir de su ingenio. No tardamos en adorarnos, tal vez porque teníamos muchas cosas en común. Era lista. Me dijo que mi mejor activo, tal vez el único, era que gustaba a las mujeres, y que sabía cómo resultarles agradable. Mi mayor esperanza para salir de la pobreza era casarme con alguna mujer rica, y creía que poseía las cualidades para lograrlo. Como saben, mi primera y más prometedora esperanza quedó en nada cuando Darcy se presentó en Ramsgate representando el papel de hermano indignado.

El coronel tuvo que ponerse en pie para impedir que Darcy diera un paso.

—Hay un nombre que no puede salir de sus labios, ni en esta habitación ni en ningún otro lugar, si aprecia en algo su vida, señor.

Wickham lo miró, y a su mirada regresó un destello de su antigua confianza.

—No soy un recién llegado a este mundo, señor —dijo—, y sé bien cuándo una dama tiene un nombre que no puede ser tocado por el escándalo y una reputación sagrada, y también sé que existen mujeres que, con su vida, ayudan a salvaguardar esa pureza. Mi hermana era una de ellas. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Afortunadamente, los deseos de mi hermana daban solución a nuestro problema. Ahora que la hermana de Louisa se había negado a hacerse cargo del bebé, había que encontrarle un hogar. Eleanor deslumbraba a Louisa hablándole de la vida que llevaría su hijo, y ella aceptó que, la mañana del baile de Pemberley, mi hermana acudiera a la cabaña en mi compañía para recoger al pequeño y llevarlo a Londres, donde yo buscaría trabajo, y donde ella lo cuidaría temporalmente, hasta que Louisa y yo pudiéramos casarnos. No teníamos intención, claro está, de facilitarle la dirección de mi hermana.

»Pero entonces el plan se estropeó. Debo admitir que fue, en gran parte, culpa de Eleanor, que no estaba acostumbrada a tratar con mujeres y que había convertido en norma no hacerlo. Los hombres son más directos, y ella sabía cómo persuadirlos y embaucarlos. Incluso después de hacer efectivos los pagos, los hombres nunca se enemistaban con ella. En cambio, con las vacilaciones sentimentales de Louisa, perdía la paciencia. Para ella, se trataba de una cuestión de sentido común: Georgie necesitaba un hogar con urgencia, y ella podía proporcionarle uno muy superior al de los Simpkins. Pero a Louisa no le cayó bien Eleanor, y empezó a desconfiar de ella. Hablaba demasiado sobre la necesidad de disponer de las treinta libras prometidas a los Simpkins. Con todo, finalmente Louisa aceptó seguir con el plan, pero existía el riesgo de que, cuando llegara el momento de separarse de su hijo, se resistiera a entregarlo. Por eso quise que Denny nos acompañara cuando fuimos a recoger a Georgie. Yo estaba seguro de que Bidwell no se movería de Pemberley, y de que todos los criados estarían muy ocupados, y sabía que el carruaje de mi hermana no tendría problemas para acceder por la puerta noroeste. Asombra comprobar hasta qué punto un chelín o dos facilitan las cosas. Eleanor había acordado previamente reunirse con el coronel en el King’s Arms de Lambton la noche anterior, para informarle del cambio de planes.

—Yo no había vuelto a ver a la señora Younge desde que la entrevistamos cuando buscábamos a una dama de compañía —intervino el coronel Fitzwilliam—. Ella me cautivó como lo había hecho entonces, y me facilitó detalles sobre su situación económica. Ya le he contado a Darcy que lo que proponía me pareció lo mejor para el niño, y sigo creyendo que habría sido bueno que la señora Younge adoptara a Georgie. Después, al asumir la misión de acercarme a la cabaña del bosque cuando íbamos camino de investigar el origen de aquellos disparos, me pareció que lo correcto era contarle a Louisa que su amante era Wickham, que estaba casado y que él y un amigo suyo habían desaparecido en el bosque. A partir de ahí, ya no habría la menor esperanza de que a la señora Younge, amiga y confidente de Wickham, le permitieran llevarse al bebé.

—Pero en realidad nunca se planteó la posibilidad de que Louisa cambiara de opinión —dijo Darcy, volviéndose hacia Wickham—. Usted tenía pensado llevarse al niño por la fuerza si era necesario.

Sin inmutarse, el aludido habló.

—Habría hecho cualquier cosa, cualquier cosa para que Eleanor se quedara con Georgie. Era mi hijo, y a los dos nos preocupaba su futuro. Desde que nos habíamos encontrado, no había podido darle nada a cambio de su apoyo y su amor. Ahora había algo que podía ofrecerle, algo que ella deseaba desesperadamente, y no iba a permitir que la indecisión y la estupidez de Louisa lo impidieran.

—¿Y qué vida habría tenido ese niño, criado por una mujer como ella? —insistió Darcy.

Wickham no dijo nada. Todos los ojos estaban clavados en él, y Darcy vio, con una mezcla de horror y compasión, que hacía esfuerzos por recomponerse. La confianza anterior, aquel sentimiento tan parecido a la despreocupación con el que había relatado su historia, había desaparecido. Alargó una mano temblorosa para servirse más café, pero las lágrimas cegaban sus ojos, y solo logró volcar la cafetera. Nadie dijo nada, y nadie se movió hasta que el coronel se agachó a recogerla y volvió a dejarla sobre la mesa.

Finalmente, controlándose, Wickham dijo:

—El niño habría sido querido, más querido que yo en mi infancia o que usted en la suya, Darcy. Mi hermana no había tenido hijos, y ahora existía la posibilidad de que pudiera criar al mío. No dudo de que pidiera dinero por ello, era su modo de vida, pero lo habría gastado en Georgie. Lo había conocido. Es un niño precioso. Mi hijo es precioso. Y ahora sé que no volveré a ver a ninguno de los dos.

Darcy habló con dureza.

—Sin embargo, usted no resistió la tentación de implicar a Denny. Solo debía enfrentarse a una anciana y a Louisa, pero no quería que la muchacha se pusiera histérica y se negara a entregarle el niño. Todo debía desarrollarse en silencio, para no alertar al hermano enfermo. Usted quería contar con otro hombre, con un amigo de confianza, pero Denny, en cuanto comprendió que usted estaba dispuesto a llevarse a Georgie por la fuerza si era necesario, y cuando supo que le había prometido casarse con ella, se negó a participar en el plan y por eso abandonó el cabriolé. Para nosotros siempre ha sido un misterio que caminara alejándose del sendero que le habría llevado hasta la posada, o que no permaneciera, más sensatamente, en el coche hasta que este llegara a Lambton, desde donde podría haber partido sin dar explicaciones. Murió porque se dirigió a la cabaña a advertir a Louisa Bidwell para alertarla de sus intenciones. Las palabras que usted pronunció ante su cadáver eran ciertas. Usted mató a su amigo. Lo mató lo mismo que si lo hubiera atravesado con una espada. Y Will, que moría en soledad, creyó que estaba protegiendo a su hermana de su seductor, cuando en realidad estaba matando al hombre que había acudido a ayudarla.

Pero la mente de Wickham seguía clavada en otra muerte, y dijo:

—Cuando Eleanor oyó la palabra «culpable», su vida terminó. Sabía que me ejecutarían en pocas horas. Habría permanecido a los pies del patíbulo y habría sido testigo de mis últimos estertores, si hubiera sabido que me servía de consuelo, pero hay horrores que ni el amor resiste. Estoy seguro de que había planeado su muerte. Me había perdido a mí y había perdido al niño, pero al menos podía asegurarse de que, como yo, no fuera enterrada en campo santo.

Darcy estuvo a punto de decir que, sin duda, aquella última indignidad podía evitarse, pero Wickham lo silenció con la mirada.

—Usted despreció a Eleanor en vida, no sea paternalista con ella ahora que está muerta. El reverendo Cornbinder se está ocupando de todo lo necesario, y no necesita su ayuda. En ciertas áreas de la vida tiene una autoridad de la que carecen otros, incluso si esos otros son el señor Darcy de Pemberley.

Nadie dijo nada, hasta que Darcy rompió el silencio.

—¿Qué ha ocurrido con el niño? ¿Dónde está ahora?

El coronel se adelantó.

—Me he ocupado de averiguarlo. El pequeño ha regresado con los Simpkins y, por tanto, como todo el mundo cree, con su madre. El asesinato de Denny causó un revuelo y una alteración considerables en Pemberley, y a Louisa no le costó convencer a su hermana de que se lo llevaran y lo alejaran del peligro. Yo les envié un pago generoso, de manera anónima, y hasta el momento no se ha sugerido que deba abandonar la casa de los Simpkins, aunque tarde o temprano puede haber problemas. Yo no deseo seguir involucrado en este asunto; es probable que pronto deba ocuparme de misiones más graves. Europa nunca se librará de Bonaparte hasta que este sea plenamente derrotado tanto por tierra como por mar, y espero hallarme entre los privilegiados que participen en esa gran batalla.

Todos se sentían muy fatigados, y nadie parecía saber qué añadir. Por ello fue un alivio ver aparecer, antes de lo previsto, al señor Gardiner tras la puerta, anunciando que el señor Cornbinder había llegado.

5

La noticia del indulto a Wickham puso fin a gran parte de la angustia que habían soportado, pero no trajo consigo un estallido de alegría. Habían pasado por tanto que la absolución les llevó solo a experimentar una sensación de agradecimiento, y empezaron a prepararse para un feliz regreso a casa. Elizabeth sabía que Darcy compartía con ella la necesidad imperiosa de emprender el camino a Pemberley, y esperaba que pudieran partir a la mañana siguiente. Pero no iba a poder ser. Darcy debía reunirse con sus abogados para tratar de la transferencia de dinero al reverendo Cornbinder, que, a su vez, lo haría llegar a Wickham, y horas antes habían recibido carta de Lydia en la que esta manifestaba su intención de viajar a Londres a reunirse cuanto antes con su amado esposo y emprender con él un retorno triunfal a Longbourn. Llegaría en el carruaje de la familia, acompañada de un criado, y daba por sentado que se alojaría en Gracechurch Street. En cuanto a John, no habría problemas para encontrarle una cama en alguna posada cercana. Como en la misiva no se especificaba la hora probable de su llegada, la señora Gardiner se ocupó al momento de organizar su estancia y de buscar sitio para un tercer carruaje en las caballerizas. Elizabeth se sentía extenuada, y tuvo que hacer acopio de toda su fortaleza mental para no echarse a llorar. Su mente la ocupaba solo la necesidad de ver a sus hijos, y sabía que a Darcy le ocurría lo mismo. Con todo, decidieron emprender el viaje dos días después.

Lo primero que hicieron a la mañana siguiente fue enviar una carta a Pemberley, por correo expreso, anunciando la hora prevista de su llegada. Debían cumplimentar todas las formalidades, y preparar el equipaje, y parecía haber tanto que hacer que Elizabeth apenas tuvo ocasión de ver a Darcy en todo el día. Los corazones de ambos parecían demasiado oprimidos, y no les apetecía hablar, y ella, más que sentirlo, sabía que estaba contenta, o que lo estaría en cuanto llegara a su casa. En un primer momento temieron que, cuando se corriera la voz de que el indulto había sido concedido, una multitud ruidosa se arremolinaría frente a Gracechurch Street para expresar su alegría, pero no había sido así. La familia con la que el reverendo Cornbinder había organizado el alojamiento de Wickham era muy discreta, y su domicilio, desconocido; la gente seguía congregándose alrededor de la cárcel.

El carruaje de los Bennet, que trasladaba a Lydia, llegó al día siguiente, después del almuerzo, pero su aparición no suscitó el interés público. Para alivio de los Darcy y los Gardiner, la señora Wickham se comportó más discreta y razonablemente de lo que cabía esperar. La angustia de los últimos meses, y la conciencia de que su esposo podía perder la vida si era condenado, habían dulcificado su carácter estridente habitual, y llegó incluso a agradecer a la señora Gardiner su hospitalidad con algo parecido a la gratitud sincera, pues no le pasaba por alto que debía mucho a su bondad y generosidad. Con Elizabeth y Darcy se sentía más en falso, y a ellos no les dio las gracias por nada.

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