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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (37 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Antes de la cena, el reverendo Cornbinder llegó para conducirla al alojamiento de Wickham. Regresó tres horas más tarde, ya de noche, de excelente humor. Él volvía a ser su apuesto, galante e irresistible Wickham, y habló de su futuro con la convicción de que la aventura que estaban a punto de iniciar era, también, el principio de la prosperidad y la fama para ambos. Ella había sido siempre una temeraria, y parecía tan impaciente como Wickham por alejarse del suelo inglés para siempre. Se trasladó con él a su alojamiento, mientras su esposo recobraba fuerzas, pero no tardó mucho en cansarse de los rezos matutinos de sus anfitriones, y de la bendición de la mesa pronunciada antes de cada comida, y tres días después el carruaje de los Bennet traqueteaba ya por las calles de Londres en busca del camino que, en dirección norte, conducía a Hertfordshire y Longbourn.

6

El viaje hasta Derbyshire iba a llevarles dos días, porque Elizabeth se sentía muy cansada e incapaz de enfrentarse a largas horas en los caminos. El lunes a media mañana, el carruaje quedó estacionado frente a la puerta, y tras expresar un agradecimiento para el que costaba encontrar las palabras adecuadas, emprendieron el regreso a casa. Los dos pasaron la mayor parte del viaje adormilados, pero estaban despiertos cuando cruzaron la frontera del condado de Derbyshire, y con entusiasmo creciente fueron atravesando aldeas conocidas y pasando por caminos recordados. Un día antes solo sabían que eran felices; ahora sentían que la dicha irradiaba desde todo su ser. Su llegada a Pemberley no pudo ser más distinta de su salida. Todo el servicio uniformado, impecable, se alineaba para recibirlos, y vieron lágrimas en los ojos de la señora Reynolds, que, tras dedicarles una reverencia, emocionada y sin palabras, les dio la bienvenida a casa.

Lo primero que hicieron fue visitar las habitaciones de los niños, donde Fitzwilliam y Charles los recibieron entre gritos y saltos de alegría. Allí, la señora Donovan los puso al corriente de las novedades. Habían ocurrido tantas cosas en la semana que habían pasado en Londres, que a Elizabeth le parecía que llevaban ausentes varios meses. Después llegó el turno de la señora Reynolds.

—No se preocupe, señora, que no hay nada malo que contar, aunque sí existe un asunto de cierta importancia del que debo hablarle.

Elizabeth le sugirió que se trasladaran a su saloncito privado, como de costumbre. La señora Reynolds agitó la campanilla y pidió té para las dos. Se sentaron frente a la chimenea, que habían encendido no tanto porque hiciera frío como para crear una sensación de mayor calidez, y la señora Reynolds tomó la palabra.

—Hemos sabido, por supuesto, de la confesión de Will en relación con la muerte del capitán Denny, y sentimos tristeza por la señora Bidwell, aunque algunos han criticado al muchacho por no haber hablado antes y haberles ahorrado al señor Darcy y a usted, además de al señor Wickham, tanta angustia y sufrimientos. Su decisión vino motivada por su necesidad de disponer de tiempo para quedar en paz con Dios, pero hay quien opina que ha habido que pagar un precio muy alto por ella. Ha sido enterrado en el campo santo de la iglesia. El señor Oliphant habló de él con mucho sentimiento, y la señora Bidwell agradeció la nutrida asistencia de personas venidas sobre todo de Lambton. La gente llevó unas flores preciosas, y el señor Stoughton y yo encargamos una corona de su parte y de parte del señor Darcy. No dudamos de que eso es lo que ustedes habrían querido. Pero es de Louisa de quien deseo hablarle.

»Un día después de la muerte del capitán Denny, Louisa vino a verme y me preguntó si podía contarme algo confidencialmente. La llevé a mi salita, donde se derrumbó y se mostró profundamente angustiada. Con mucha paciencia y gran dificultad, logré que se calmara y me contó su historia. Hasta que el coronel visitó la cabaña la noche de la tragedia, ella no supo que el padre de su hijo era el señor Wickham, y me temo, señora, que se sintió profundamente engañada por la historia que él le había explicado. No quería volver a verlo y había empezado a ver con malos ojos al niño. El señor Simpkins y su hermana ya no lo querían, y Joseph Billings, al saber de la existencia del bebé, se negó a casarse con ella si, al hacerlo, debía de asumir la responsabilidad sobre el hijo de otro hombre. Ella le confesó que había tenido un amante, pero el nombre del señor Wickham no se ha pronunciado en ningún momento y, en mi opinión y en la de Louisa, no debe pronunciarse jamás, para ahorrar al señor Bidwell la vergüenza y el disgusto. Louisa buscaba desesperadamente un hogar para Georgie, donde lo trataran con afecto, y por eso vino a verme y yo me alegré de poder ayudarla. Tal vez recuerde, señora, haberme oído hablar de la viuda de mi hermano, la señora Goddard, que durante algunos años ha dirigido con éxito una escuela en Highbury. Una de sus internas, la señorita Harriet Smith, se casó con un granjero del lugar, Robert Martin, y lleva una vida feliz. Son padres de tres hijas y de un hijo, pero el médico le ha comunicado que probablemente no pueda concebir más, y ella y su esposo desearían uno más, varón también, para que sea compañero de juegos del que ya tienen. El señor y la señora Knightley de Donwell Abbey son la pareja más importante de Highbury, y ella es amiga de la señora Martin, y siempre ha mostrado un sincero interés por sus hijos. Tuvo a bien enviarme una carta, que se suma a las que recibí de la señora Martin, en la que me garantizaba su ayuda y su interés permanente por Georgie si este se instalaba en Highbury. A mí me pareció que no podría encontrar lugar mejor y, en consecuencia, se dispuso que regresara lo antes posible junto a la señora Simpkins para que pasaran a recogerlo por Birmingham y no por Pemberley, donde el carruaje enviado por la señora Knightley llamaría más la atención. Todo se desarrolló exactamente según lo acordado, las cartas que he recibido desde entonces me confirman que el pequeño se ha aclimatado bien, es un niño feliz y cariñoso, al que su nueva familia adora. He conservado, por supuesto, toda la correspondencia para que pueda verla. A la señora Martin le preocupó saber que Georgie no había recibido su primera agua bendita, y pidió que lo bautizaran en la iglesia de Highbury, donde le han puesto el nombre de John, en honor al padre de la señora Martin.

»Siento no habérselo contado antes, pero prometí a Louisa que todo esto quedaría en el más estricto secreto, a pesar de que yo le dejé claro que usted, señora, debía ser puesta al corriente. La verdad habría disgustado sobremanera a Bidwell, que cree, como todos en Pemberley, que el pequeño Georgie ha regresado junto a su madre, la señora Simpkins. Espero haber obrado bien, señora, pero sé lo desesperada que estaba Louisa por que su padre nunca averiguara que había tenido un hijo, y por qué este fuera criado por personas que lo quisieran. No desea volver a verlo, ni saber de él con regularidad, y de hecho ignora a quién ha sido entregado. A ella le basta con saber que alguien se ocupará de atender y dar afecto a su hijo.

—No podría haber actuado mejor —dijo Elizabeth—, y no tema, mantendré su secreto. Le agradecería que me diera permiso para hacer una excepción: el señor Darcy debe saberlo. Sé que la confidencia no saldrá de su boca. ¿Y Louisa ha reanudado su compromiso con Joseph Billings?

—Sí, señora, y el señor Stoughton lo ha liberado algo de sus obligaciones para que pueda pasar más tiempo con ella. Creo que el señor Wickham la descentró, pero, si sintió algo por él, hoy se ha convertido en odio, y ahora parece impaciente por emprender la nueva vida que la aguarda junto a Joseph en Highmarten.

A pesar de todos sus defectos, Wickham era un hombre listo, apuesto y afectuoso, y Elizabeth se preguntaba si, durante el tiempo que habían pasado juntos, Louisa, muchacha a la que el reverendo Oliphant consideraba muy inteligente, habría tenido ocasión de atisbar una vida distinta y más emocionante, aunque no había duda de que se había obrado de la mejor manera para el pequeño, y probablemente también para ella. Sería camarera en Highmarten, esposa del mayordomo, y con el transcurrir del tiempo Wickham no sería más que un recuerdo borroso. Por eso a Elizabeth le pareció irracional y extraño constatar que sentía una punzada de tristeza.

Epílogo

Una mañana de principios de junio, Elizabeth y Darcy estaban desayunando en la terraza. El día radiante se extendía ante ellos lleno de expectativas de amistad y diversión compartida. Henry Alveston había conseguido posponer momentáneamente sus responsabilidades en Londres, y había llegado la noche anterior, y los Bingley iban a acompañarlos en el almuerzo y la cena.

—Me encantaría, Elizabeth —dijo Darcy—, que vinieras conmigo a dar un paseo por la orilla del río. Quiero contarte algunas cosas, asuntos que llevan mucho tiempo ocupando mi mente y que debería haber compartido antes contigo.

Elizabeth aceptó y, cinco minutos después, los dos caminaban por el césped, en dirección al sendero del río. Iban en silencio y no dijeron nada hasta que cruzaron el puente instalado en el punto en que el cauce se estrechaba y que llevaba hasta el banco que lady Anne había ordenado instalar cuando esperaba su primer hijo, para que le sirviera de descanso. Desde allí se disfrutaba de una vista espléndida del agua y la mansión, vista que ambos adoraban y a la que sus pasos, instintivamente, los conducían siempre. El día había amanecido cubierto de la neblina matutina que, según el jardinero, presagiaba siempre una jornada calurosa, y los árboles, cuyas hojas habían perdido ya aquel verde tan tierno de la primavera, se erguían exuberantes, rodeados de flores estivales y, sumándose al centelleo del río, orquestaban una celebración viva de belleza y plenitud.

Qué alivio que la tan esperada carta de América hubiera llegado a Longbourn, y que Kitty hubiera escrito una copia para Elizabeth, que le habían entregado aquella misma mañana. Wickham había escrito solo un relato breve, que Lydia complementaba con unas pocas líneas garabateadas. Sus primeras impresiones sobre el Nuevo Mundo eran de asombro. Wickham comentaba, sobre todo, aspectos de los magníficos caballos y de los planes del señor Cornbinder y los suyos propios para criar animales de carreras, mientras que Lydia contaba que Williamsburg suponía, en todos los sentidos, una mejora respecto del soporífero Meryton, y que ya había trabado amistad con algunos oficiales —y con sus esposas— destinados a una guarnición cercana. Parecía que Wickham había encontrado al fin una ocupación con visos de continuidad. Que pudiera retener a su esposa era otra cuestión, y sobre ese particular los Darcy se alegraban de encontrarse separados de ellos por tres mil millas de océano.

—He estado pensando en Wickham y en el viaje que él y nuestra hermana han emprendido y, por primera vez, sinceramente, les deseo lo mejor. Confío en que el gran descalabro al que ha sobrevivido le lleve a reformarse tal como anticipa el reverendo Cornbinder, y en que el Nuevo Mundo siga satisfaciendo sus expectativas, pero el pasado sigue pesando en mí, y ahora mi único deseo es no volver a verlo nunca. Su intento de seducir a Georgiana fue tan abominable que no podré volver a pensar en él sin sentir repugnancia. He intentado apartar de mi mente toda esa experiencia, fingir que no sucedió, y creía que me resultaría más fácil si Georgiana y yo no mencionábamos nunca el asunto.

Elizabeth permaneció en silencio unos instantes. Wickham no suponía un borrón en su felicidad, ni podía dañar la confianza absoluta que existía entre ellos, tanto cuando hablaban como cuando callaban. Si el suyo no era un matrimonio feliz, entonces esas dos palabras carecían de significado. De la amistad que había existido entre ella y Wickham no hablaban por delicadeza, pero compartían una misma opinión sobre su carácter y estilo de vida, y habían acordado con él que no sería recibido en Pemberley. Aquella misma delicadeza había hecho que ella no le hablara nunca del intento de fuga de Georgiana con Wickham, que Darcy veía como un plan de este para hacerse con la fortuna de su hermana y para resarcirse de pasadas ofensas imaginarias. Su corazón estaba tan lleno de amor por su esposo y de confianza en su buen juicio que en él no había lugar para la crítica; no creía que hubiera actuado con Georgiana más que pensando bien, para protegerla, pero tal vez había llegado el momento de enfrentarse al pasado, por más doloroso que resultara, de que hermano y hermana se sentaran a hablar de lo sucedido.

—¿No es tal vez un error ese silencio entre Georgiana y tú, amor mío? —sugirió con dulzura—. No debemos olvidar que no ocurrió nada irreparable. Tú llegaste a Ramsgate a tiempo, y Georgiana lo confesó todo, y sintió alivio al hacerlo. De hecho, no podemos estar seguros de que, llegado el momento, se hubiera fugado con él. Deberías ser capaz de verla sin recordar siempre eso que tanto dolor os causa a los dos. Sé que ella anhela sentir que ha sido perdonada.

—Soy yo el que busca el perdón —dijo Darcy—. La muerte de Denny me ha llevado a afrontar mi propia responsabilidad, tal vez por vez primera, y no fue solo Georgiana la que resultó herida por mi negligencia. Wickham nunca se habría fugado con Lydia, nunca se habría casado con ella ni habría pasado a formar parte de tu familia si yo hubiera dominado mi orgullo y hubiera contado la verdad sobre él la primera vez que apareció por Meryton.

—No podrías haberlo hecho sin revelar el secreto de Georgiana.

—Una palabra de advertencia pronunciada en el lugar oportuno habría bastado. Pero el mal se remonta a un momento anterior, a mi decisión de sacar a Georgiana de la escuela e instalarla al cuidado de la señora Younge. ¿Cómo pude estar tan ciego, cómo pude pasar por alto las precauciones más elementales, yo, que soy su hermano, que era su guardián, la persona a la que mis padres habían encomendado cuidarla y velar por ella? Ella tenía solo quince años, y no lo había pasado bien en la escuela. Se trataba de una institución moderna y costosa, pero en ella las internas no recibían cariño. Se inculcaban orgullo y valores del mundo moderno, pero no conocimientos sólidos ni sentido común. Georgiana hizo bien en abandonarla, pero no estaba preparada para establecerse por su cuenta. Como yo, ella era tímida y retraída en sociedad. Tú misma lo viste cuando, acompañada del señor y la señora Gardiner, te acercaste por primera vez hasta Pemberley.

—Y también vi —observó Elizabeth— lo que he visto siempre, la confianza y el amor que existen entre vosotros.

Él prosiguió como si ella no hubiera dicho nada:

—¡Instalarla en una residencia propia, primero en Londres, y después aprobar su traslado a Ramsgate! Ella necesitaba estar en Pemberley. Pemberley era su hogar. Y yo podría haberla traído hasta aquí, haber buscado a una dama de compañía adecuada, tal vez una institutriz que le ayudara a completar una formación que, en lo esencial, había sido pobre, y podría haber estado aquí con ella, para proporcionarle amor y apoyo de hermano. Y, en lugar de eso, la dejé al cuidado de una mujer a la que, incluso ahora que ha muerto, siempre veré como la encarnación del mal. Tú no has hablado nunca de ello, pero debes de haberte preguntado por qué Georgiana no residía conmigo en Pemberley, la única casa que consideraba su hogar.

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