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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (30 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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—¿En qué condición se encontraba el señor Wickham?

—Estaba muy afectado y, por su forma de hablar y por el olor que desprendía su aliento, diría que había bebido probablemente en abundancia. El rostro del capitán Denny estaba manchado de sangre, y también la había en las manos y el rostro del señor Wickham, en su caso quizá por haber tocado a su amigo. O eso pensé yo.

—¿Habló el señor Wickham?

—Sí.

—¿Y qué dijo?

De modo que ahí estaba la temida pregunta, y durante unos segundos de pánico, su mente quedó en blanco. Entonces miró a Cartwright y respondió:

—Señor, creo ser capaz de reproducir las palabras con precisión, si no en el mismo orden. Según recuerdo, dijo: «Lo he matado. Es culpa mía. Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado.» Y acto seguido repitió: «Es culpa mía.»

—Y, en aquel momento, ¿qué pensó usted que significaban aquellas palabras?

Darcy era consciente de que toda la sala aguardaba su respuesta. Miró al juez, quien abrió los ojos muy despacio y lo miró.

—Responda a la pregunta, señor Darcy.

Solo entonces comprendió, horrorizado, que debía de haber permanecido en silencio varios segundos. Y, dirigiéndose al juez, dijo:

—Estaba frente a un hombre profundamente alterado, arrodillado sobre el cadáver de un amigo. Pensé que lo que había querido decir el señor Wickham era que, de no haber existido cierta discrepancia entre ellos, que llevó al capitán Denny a abandonar el cabriolé y a internarse corriendo en el bosque, su amigo no habría sido asesinado. Esa fue mi impresión inmediata. No vi ningún arma. Sabía que el capitán Denny era el más corpulento de los dos, y que iba armado. Habría sido el colmo de la locura por parte del señor Wickham seguir a su amigo hasta el bosque sin luz, ni arma de ninguna clase, si tenía la intención de causarle la muerte. Ni siquiera podía estar seguro de encontrarlo entre la densa maraña de árboles y matorrales, siendo la luna su única guía. Me pareció que no podía ser un asesinato perpetrado por el señor Wickham de modo impulsivo, ni con premeditación.

—¿Vio u oyó a alguna otra persona, además de a lord Hartlep o al señor Alveston, bien cuando se adentró usted en el bosque, bien en la escena del crimen?

—No, señor.

—De modo que declara, bajo juramento, que encontró el cuerpo sin vida del capitán Denny, y al señor Wickham manchado de sangre inclinado sobre él y diciendo, no una vez, sino dos, que era responsable del asesinato de su amigo.

Su silencio, en este caso, fue más prolongado. Por primera vez, Darcy se sintió como un animal acorralado. Finalmente, dijo:

—Estos son los hechos, señor. Usted me ha preguntado qué me pareció que esos hechos significaban en ese momento. Y yo le he respondido lo que creí entonces, y lo que creo ahora: que el señor Wickham no estaba confesando un asesinato, sino contando lo que, en realidad, era la verdad, que si el capitán Denny no hubiera abandonado el cabriolé ni se hubiera adentrado en el bosque, no se habría encontrado con su asesino.

Pero Cartwright no había terminado. Cambiando de estrategia, preguntó:

—¿Habría sido recibida la señora Wickham en Pemberley de haber llegado inesperadamente, y sin previo aviso?

—Sí.

—Ella, por supuesto, es hermana de la señora Darcy. ¿Habrían dado también la bienvenida al señor Wickham si hubiera aparecido en las mismas circunstancias? ¿Estaban él y la señora Wickham invitados al baile?

—Esa, señor, es una pregunta hipotética. No había razón para que lo estuvieran. Llevábamos tiempo sin mantener contacto y yo ignoraba cuál era su domicilio.

—Observo, señor Darcy, que su respuesta resulta algo ambigua. ¿Usted los habría invitado de haber conocido su dirección?

Fue entonces cuando Jeremiah Mickledore se puso en pie y se dirigió al juez.

—Señoría, ¿qué relación puede tener la lista de invitados del señor Darcy con el asesinato del capitán Denny? Sin duda, todos tenemos derecho a invitar a quien nos plazca a nuestras casas, sea o no pariente nuestro, sin que sea necesario explicar nuestras razones ante un tribunal, en circunstancias en que la invitación no tiene la menor relevancia.

El juez se agitó en su asiento y, sorprendentemente, se expresó con voz firme.

—¿Cuenta usted con un motivo que justifique su serie de preguntas, señor Cartwright?

—Cuento con él, señoría: mi intención es arrojar algo de luz sobre la posible relación del señor Darcy con su hermano político y, por tanto, de manera indirecta, proporcionar al jurado algún dato sobre el carácter del señor Wickham.

—Dudo —rebatió el juez— de que no haber sido invitado a un baile sea un dato que arroje demasiada luz sobre la naturaleza esencial de un hombre.

Jeremiah Mickledore se puso en pie entonces, y se volvió hacia Darcy.

—¿Sabe usted algo sobre la conducta del señor Wickham en la campaña de Irlanda de agosto de mil setecientos noventa y ocho?

—Sí, señor. Sé que fue condecorado como soldado valeroso y que resultó herido.

—¿Tiene conocimiento de que haya sido encarcelado el señor Wickham por algún delito grave, o de que haya tenido algún problema con la policía?

—No, señor.

—Y, teniendo en cuenta que está casado con la hermana de su esposa, usted, presumiblemente, ¿estaría al corriente de hechos de esa naturaleza?

—Si fueran graves o frecuentes, diría que sí, señor.

—Se ha descrito que Wickham parecía hallarse bajo los efectos del alcohol. ¿Qué pasos se dieron para mantenerlo controlado cuando llegaron a Pemberley?

—Lo acostamos, y avisamos al doctor McFee para que atendiera tanto a la señora Wickham como a su esposo.

—Pero no fue encerrado, ni puesto bajo custodia.

—Su puerta no fue cerrada con llave, aunque sí había dos personas vigilando.

—¿Era eso necesario, si usted creía que era inocente?

—Se hallaba en estado de embriaguez, señor, y no habría sido correcto dejar que se paseara por toda la casa, teniendo en cuenta, además, que soy padre de dos hijos de corta edad. También me inquietaba su estado físico. Soy magistrado, señor, y sabía que todos los implicados en el asunto debían estar disponibles para ser interrogados a la llegada de sir Selwyn Hardcastle.

El señor Mickledore se sentó, y Simon Cartwright retomó su interrogatorio.

—Una última pregunta, señor Darcy. El grupo de búsqueda estaba formado por tres hombres, y uno de ellos iba armado. También contaba con el arma del capitán Denny, que podría haber estado en condiciones de usarse. Usted no tenía motivos para sospechar que el capitán Denny había sido asesinado un rato antes de que lo encontraran. El asesino podría haber estado cerca, oculto. ¿Por qué no organizaron una búsqueda?

—Me pareció que la primera acción necesaria era regresar lo antes posible a Pemberley con el cadáver del capitán. Habría sido prácticamente imposible encontrar a alguien oculto entre la espesa vegetación, y supuse que el asesino ya habría escapado.

—Habrá personas que tal vez consideren poco convincente su explicación. Sin duda, la primera reacción al hallar a un hombre asesinado es intentar detener a su asesino.

—En aquellas circunstancias no se me ocurrió, señor.

—En efecto, señor Darcy. Y puedo entender que no se le ocurriera. Porque ya se encontraba usted en presencia del hombre que, por más que lo niegue, creía que era el asesino. ¿Por qué tendría que habérsele ocurrido buscar más?

Antes de que Darcy tuviera tiempo de responder, Simon Cartwright consolidó su triunfo pronunciando sus palabras finales:

—Debo felicitarle, señor Darcy, por ser dueño de una mente de claridad extraordinaria, capaz, se diría, de pensar de manera coherente en momentos en los que la mayoría de nosotros nos sentiríamos aturdidos y reaccionaríamos de manera menos cerebral. No ignoremos que la escena que presenció era de un horror sin precedentes en su caso. Le he preguntado cuál fue su reacción a las palabras del acusado cuando usted y sus compañeros lo descubrieron arrodillado y con las manos manchadas de sangre sobre el cadáver de su amigo asesinado. Y, según parece, usted fue capaz de deducir, sin un instante de vacilación, que debió de existir alguna discrepancia que llevó al capitán a abandonar el vehículo y a salir corriendo en dirección al bosque, capaz de recordar la diferencia de estatura y peso entre ambos hombres, de considerar lo que ello implicaba, de fijarse en que no había armas en la escena del crimen que pudieran haberse usado para infligir cualquiera de las dos heridas. Es bien cierto que el asesino no fue tan considerado como para dejarlas convenientemente a mano. Puede abandonar el estrado.

Para sorpresa de Darcy, el señor Mickledore no se puso en pie para interrogarlo. Tal vez, pensó, no había nada que la defensa pudiera hacer para paliar el daño que él había causado. No recordaba cómo había regresado a su asiento. Una vez allí, se apoderó de él una mezcla de desesperación e indignación contra sí mismo. Se maldijo por su necedad y su incompetencia. ¿Acaso no le había aconsejado Alveston cómo debía responder durante los interrogatorios? «Piense antes de responder, pero no tanto que parezca que está calculando, responda a las preguntas con sencillez y precisión, y no diga más de lo que le pregunten, no adorne nada; si Cartwright quiere más, ya lo pedirá. Los desastres en el estrado de los testigos suelen producirse como resultado de hablar de más, no de menos.» Y él había hablado de más, y el resultado había sido desastroso. Sin duda, el coronel se mostraría más sensato. Pero el daño ya estaba hecho.

Notó la mano de Alveston sobre el hombro.

—He perjudicado a la defensa, ¿verdad? —dijo con amargura.

—En absoluto. Usted, testigo de la acusación, ha pronunciado un discurso muy eficaz para la defensa, un discurso que Mickledore no puede pronunciar. Los miembros del jurado lo han oído, que es lo importante, y Cartwright ya no logrará borrarlo de sus mentes.

Uno tras otro, los testigos de la acusación ofrecieron sus declaraciones. El doctor Belcher testificó sobre la causa de la muerte, y los policías describieron con detalle sus misiones infructuosas en busca del arma del crimen, aunque sí habían encontrado algunas piedras enterradas en el bosque, bajo las hojas. A pesar de sus indagaciones exhaustivas, no habían descubierto a ningún desertor, ni a ninguna otra persona que se encontrara en el bosque en el momento del asesinato.

Entonces llamaron al coronel vizconde Hartlep a ocupar el estrado de los testigos, y en la sala de inmediato se hizo el silencio. Darcy se preguntó por qué Simon Cartwright había decidido que un testigo tan importante para el caso fuera el último de la acusación en prestar declaración. ¿Creía tal vez que la impresión que causaría sería más duradera y efectiva si su testimonio era el último que oían los miembros del jurado? El coronel había acudido ataviado con su uniforme, y Darcy recordó que ese día, horas más tarde, debía asistir a un encuentro en el Ministerio de la Guerra. Se dirigió al estrado de los testigos con la serenidad de quien da su paseo matutino, saludó al juez con una leve inclinación de cabeza, prestó juramento y permaneció a la espera de que Cartwright lo interrogara, con el aire algo impaciente, o eso le parecía a Darcy, de un soldado profesional que debe partir a ganar una guerra, dispuesto, sí, a mostrar el debido respeto al tribunal al tiempo que dejaba de lado sus presunciones. Ahí se encontraba, imbuido de la dignidad que le confería su uniforme, un oficial considerado de los más apuestos y galantes del ejército británico. Se oyó un murmullo, rápidamente acallado, y Darcy vio que las señoras que ocupaban las primeras filas, vestidas a la moda, se echaban hacia delante para ver mejor, como perros falderos emperifollados temblando ante el olor de un sabroso pedazo de carne.

El coronel fue preguntado con detalle sobre lo ocurrido desde la hora en que regresó de su paseo nocturno y se unió a la expedición hasta la llegada de sir Selwyn Hardcastle para hacerse cargo de la investigación. Él había acudido a caballo a la posada King’s Arms, de Lambton, donde había mantenido una conversación privada con una persona, coincidiendo aproximadamente con la hora en la que el capitán Denny era asesinado. Cartwright, entonces, le preguntó sobre las treinta libras que se hallaron en posesión de Wickham, y el coronel dijo tranquilamente que el dinero se lo había dado él para que el acusado pudiera saldar una deuda de honor, y que era solo la necesidad de declarar ante el tribunal lo que le había llevado a romper la promesa solemne de mantener el asunto en privado. No tenía intención de divulgar el nombre de la persona que había de beneficiarse de la transacción, pero sí que no se trataba del capitán Denny, y que ese dinero no tenía nada que ver con su muerte.

Llegados a ese punto, el señor Mickledore se puso en pie, y permaneció en aquella posición el tiempo justo de formular una pregunta:

—Coronel, ¿puede asegurar ante este tribunal que ese préstamo o donación no iba destinado al capitán Denny ni está relacionado en modo alguno con el asesinato?

—Sí.

Acto seguido, Cartwright regresó una vez más al significado de las palabras de Wickham, pronunciadas sobre el cuerpo sin vida de su amigo. ¿Qué creía el testigo que había querido decir Wickham?

El coronel se mantuvo en silencio unos pocos segundos antes de hablar.

—Señor, no se me da bien meterme en la mente de los demás, pero coincido con la opinión aportada por el señor Darcy. Para mí, se trata más de una cuestión de intuición que de una consideración inmediata y detallada de las pruebas. Yo no reniego de la intuición: me ha salvado la vida en varias ocasiones y, además, la intuición se basa en una forma de apreciación de los detalles más sobresalientes, y el hecho de que uno no sea consciente de ella no significa que esté equivocada.

—¿En algún momento se plantearon dejar allí momentáneamente el cadáver del capitán Denny e ir en busca de su asesino? Doy por sentado que de haberlo hecho, usted, un mando distinguido del ejército, se habría puesto al frente de la expedición.

—Yo no me lo planteé, señor. No me parece correcto internarme en territorio hostil y desconocido sin los efectivos adecuados, dejando la retaguardia descubierta.

No se plantearon más preguntas, y era evidente que la acusación ya había recabado todos los testimonios que necesitaba. Alveston susurró:

—Mickledore ha estado brillante. El coronel ha corroborado su declaración, y se ha sembrado la duda sobre la fiabilidad de la de Pratt. Empiezo a albergar esperanzas, pero todavía queda por oír el discurso de Wickham en su propia defensa, y las palabras del juez a los miembros del jurado.

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