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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (8 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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—Assad —dijo—. Tenemos trabajo. El jefe de Homicidios va a bajar dentro de veinte minutos y tenemos que hacer unos preparativos. Cuando venga, te agradecería que te pusieras a fregar el suelo del otro extremo del pasillo. Será algo de trabajo extra, pero espero que no te importe.

—Vaya, vaya, Carl —aprobó Marcus Jacobsen, señalando el tablón de anuncios con mirada cansada—. Qué ordenado lo tienes todo. Parece que estás levantando cabeza.

—¿Levantando cabeza? Sí, bueno, hago lo que puedo. Pero todavía me queda mucho camino hasta ponerme en forma.

—No tienes más que decirlo si quieres volver a charlar con el psicólogo. No hay que subestimar los traumas que puede producir la experiencia por la que has pasado.

—No creo que sea necesario.

—De acuerdo, Carl, pero recuérdalo —insistió Marcus, volviéndose hacia la pared del fondo. Después se quedó mirando una imagen de las noticias de la segunda cadena en el televisor de cuarenta pulgadas y comentó—: Te han puesto pantalla plana.

—Sí, hay que estar al corriente de lo que pasa en el mundo —asintió, dando las gracias mentalmente a Assad. El tío había montado el tinglado en cinco minutos. O sea, que también sabía hacer eso—. Por cierto, acaban de decir que la testigo del caso del ciclista asesinado ha intentado suicidarse.

—¿Qué? Mierda, ¿ya lo han hecho público? —exclamó el jefe de Homicidios, con la fatiga pintada en el rostro.

Carl se encogió de hombros. Después de diez años como jefe de Homicidios ya debería haberse acostumbrado.

—He dividido los casos en tres categorías —prosiguió, señalando los montones—. Son casos importantes y complejos. He pasado días estudiándolos. Esto va a llevar mucho tiempo, Marcus.

El jefe de Homicidios apartó la mirada de la pantalla.

—Que lleve lo que haga falta, Carl. La cuestión es que logremos resultados de vez en cuando. Si quieres que los de arriba te echemos una mano, no tienes más que decirlo —se ofreció, tratando de sonreír, y continuó—: ¿Qué caso has pensado investigar en primer lugar?

—Bueno, he seleccionado varios. Pero el caso de Merete Lynggaard será probablemente el primero.

El jefe de Homicidios pareció resucitar.

—Sí, fue un caso extraño. Eso de desaparecer en cuestión de minutos en el transbordador Rodby-Puttgarden. Sin testigos.

—Hay muchas circunstancias extrañas en ese caso —convino Carl, intentando recordar al menos una.

—Recuerdo que acusaron a su hermano de haberla arrojado por la borda, pero después retiraron los cargos. ¿Vas a retomar esa pista?

—Tal vez. No sé dónde vive ahora, por lo que primero tengo que localizarlo. Pero hay otros indicios que saltan a la vista.

—Juraría que en el expediente pone que lo han ingresado en una institución del norte de Selandia —aseguró el jefe de Homicidios.

—Ah, bueno. Pero puede que ya no esté allí —dijo Carl, tratando de parecer pensativo. Sube a tu despacho, señor jefe de Homicidios, pensó. Cuántas preguntas, y sólo había tenido cinco minutos para leer el informe.

—Está en un sitio que se llama Egely. En la ciudad de Frederikssund.

La voz procedía del hueco de la puerta, donde estaba Assad apoyado en su escoba. Parecía un extraterrestre con su sonrisa de marfil, sus guantes de goma verdes y una bata marrón que le llegaba hasta los tobillos.

El jefe de Homicidios miró desconcertado a aquel ser exótico.

—Hafez el-Assad —se presentó la aparición, tendiendo un guante de goma.

—Marcus Jacobsen —dijo el jefe de Homicidios, estrechando su mano. Después se volvió inquisitivo hacia Carl.

—Es nuestro nuevo ayudante en el departamento. Assad me ha oído hablar del caso —explicó Carl, dirigiendo a Assad una mirada que lo dejó frío.

—Vaya —comentó el jefe de Homicidios.

—Sí, el subcomisario Mørck ha trabajado muy duro, entonces. Yo lo he ayudado un poco por aquí y por allá, en lo que he podido —admitió con una amplia sonrisa—. Lo que no entiendo, o sea, es que no encontraran a Merete Lynggaard en el agua. En Siria, de donde vengo, hay cantidad de tiburones en el agua que se comen los cadáveres muertos. Pero si no hay tantos tiburones en el mar de Dinamarca, tendría que terminar por aparecer alguna vez. Esos cadáveres se hinchan como globos y las entrañas se pudren.

El jefe de Homicidios trató de sonreír.

—Vaya. Pero los mares de Dinamarca son grandes y profundos. Es bastante habitual que no encontremos algún que otro ahogado. De hecho, ha sucedido varias veces que algún pasajero haya caído del transbordador al agua y no haya vuelto a aparecer.

—Assad —intervino Carl mirando el reloj—. Ya puedes irte. Nos veremos mañana.

El hombre hizo un gesto breve de asentimiento y levantó el cubo. Después de cierto estrépito al otro lado del pasillo, su rostro volvió a aparecer en el hueco de la puerta para despedirse.

—Menudo elemento, ese Hafez el-Assad —convino el jefe de Homicidios cuando el ruido de pisadas enmudeció.

13

2007

Tras el fin de semana, Carl encontró una nota del subinspector sobre el teclado del ordenador:

«He informado a Bak que has retomado el caso de Merete Lynggaard. Bak llevó el caso con la Brigada Móvil en la fase final de la investigación, así que ya sabe algo. En este momento está inmerso en el asesinato del ciclista, pero está dispuesto, tan pronto como pueda, a hablar contigo».

Firmado: Lars Bjørn.

Carl dio un bufido. «Tan pronto como pueda». ¿Quién se pensaba Bak que era, San Dios? Farisaico, presuntuoso, arrogante. Burócrata y alumno modelo a la vez. Seguro que su mujer tenía que rellenar impresos por triplicado antes de poder exigir alguna caricia exótica en los bajos.

O sea que Bak había investigado un caso que no se había resuelto. Fantástico. Casi le daban ganas de ponerse a trabajar.

Cogió el expediente de la mesa y pidió a Assad que le hiciera un café.

—No tan fuerte como el de ayer, Assad —le rogó, pensando en la distancia hasta el servicio.

El caso Lynggaard era sin duda el expediente más complejo y enrevesado que había visto Carl en su vida. Había copias de todo, desde informes sobre la situación de su hermano Uffe hasta transcripciones de interrogatorios, recortes de semanarios y revistas del corazón, un par de cintas de vídeo con entrevistas a Merete Lynggaard y transcripciones detalladas de testimonios de colegas y pasajeros del barco que habían visto a los dos hermanos en cubierta. Había fotos de dicha cubierta, de la borda y de la altura que había hasta el agua. Había análisis de huellas dactilares del lugar donde desapareció. Había direcciones de innumerables pasajeros que habían sacado fotografías a bordo del transbordador de la Scanlines; había incluso una copia del cuaderno de bitácora del barco, donde constaba cómo reaccionó el capitán ante la situación. Pero no había nada que hiciera avanzar a Carl.

Tengo que ver esas cintas de vídeo, pensó después de hojear el expediente, y miró resignado su reproductor de DVD.

—Assad, tengo un encargo para ti —dijo cuando su subalterno volvió con el café humeante—. Subes al Departamento de Homicidios, en el segundo piso, pasas las puertas verdes y sigues por los pasillos rojos hasta que llegas a un ensanchamiento donde…

Assad le tendió la taza de café, que incluso a distancia olía a serios problemas para el estómago.

—¿Ensanchamiento? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Sí, hombre. El pasillo rojo se ensancha un poco. Allí dirígete a una mujer rubia. Se llama Lis. Es maja. Dile que tienes que llevar un magnetoscopio al sótano para Carl Mørck. Somos buenos amigos, ella y yo —aclaró Carl, guiñándole un ojo a Assad, que le devolvió el guiño.

—Pero si sólo está la morena, entonces vuelve a bajar.

Assad asintió con la cabeza.

—¡Y acuérdate de traer el euroconector! —gritó cuando Assad se alejó arrastrando los pies por el pasillo iluminado de neón.

—Estaba la morena —declaró Assad cuando volvió—. Me ha dado dos magnetoscopios y me ha dicho que ya no les hacían falta. Lucía una amplia sonrisa.

—Era guapa también.

Carl sacudió la cabeza. Debía de haber habido cambios de personal.

El primer vídeo era de un telediario del 20 de diciembre de 2001, en el que Merete Lynggaard hablaba de un congreso informal sobre cuestiones sanitarias y climáticas celebrado en Londres en el que había participado. La entrevista se centraba en el debate que mantuvo con el senador Bruce Jansen acerca de la posición de Estados Unidos respecto a los trabajos de la OMS y el protocolo de Kioto, lo que en su opinión daba pie al optimismo de cara al futuro. ¿Sería fácil de embaucar?, pensó Carl. Pero aparte de aquella ingenuidad, debida sin duda a la edad, Merete Lynggaard actuaba por lo demás con sobriedad, objetividad y precisión, y eclipsaba totalmente a la recién nombrada ministra de Interior y Sanidad, que estaba junto a ella y parecía una parodia de una profesora de instituto de una película de los sesenta.

—Una señora muy guapa —comentó Assad desde la puerta.

El segundo vídeo era del 21 de enero de 2002, cuando Merete Lynggaard, en nombre del portavoz de Medio Ambiente de su partido, se pronunció sobre la denuncia del petulante ecoescéptico Bjarke 0rnfelt ante la Comisión de Falta de Honradez Científica.

Vaya nombre para una comisión, pensó Carl. Era increíble que pudiera haber en Dinamarca algo que sonara tan kafkiano.

Esta vez era una Merete Lynggaard totalmente distinta la que aparecía en pantalla. Más cercana, menos política.

—Aquí está verdaderamente preciosa —dijo Assad.

Carl lo miró. Era evidente que la importancia del aspecto físico de una mujer era un parámetro especialmente valioso en la vida del hombrecillo. Pero Carl pensó que Assad tenía razón. En aquella entrevista la rodeaba un aura muy especial. Poseía mucho de ese increíble atractivo que casi todas las mujeres son capaces de desplegar a su alrededor cuando están realmente a gusto. Muy revelador, pero también desconcertante.

—¿Estaba embarazada, entonces? —preguntó Assad. A juzgar por la cantidad de familiares de sus fotos, era un estado de la mujer al que estaba bastante acostumbrado.

Carl cogió un cigarrillo y volvió a hojear la carpeta. Por razones obvias, un informe de autopsia no podía ayudarlo a contestar la pregunta, ya que nunca se encontró el cuerpo. Y cuando repasaba los artículos de las revistas del corazón, se insinuaba con total claridad que no le iban los hombres, aunque naturalmente eso no era obstáculo para quedarse embarazada. De hecho, mirando más de cerca, nunca la habían visto en trato íntimo con nadie, tampoco con una mujer.

—Seguro que estaba enamorada —concluyó Assad mientras agitaba la mano para alejar el humo del cigarrillo, y estaba tan cerca que casi se había metido en la pantalla—. Esa mancha rojiza de la mejilla. ¡Mira!

Carl sacudió la cabeza.

—Juraría que aquel día estábamos a sólo dos grados. Las entrevistas al aire libre suelen mostrar a los políticos con aspecto más saludable, Assad, si no ¿de qué iban a aguantarlo?

Pero Assad tenía razón. Había una diferencia notable entre la entrevista anterior y aquélla. Algo había ocurrido entre una y otra. El caso de Bjarke Ørnfelt, un politicastro chiflado especializado en descomponer los hechos relacionados con catástrofes naturales hasta llegar a átomos irreconocibles, no podía provocarle un rubor tan encantador, carajo.

Se quedó un rato mirando al vacío. En una investigación siempre llegaba un momento en el cual deseabas de todo corazón haber conocido a la víctima en vida. Esta vez el momento llegaba más temprano que de costumbre.

—Assad: telefonea a esa institución, Egely, donde está ingresado el hermano de Merete Lynggaard y concierta una entrevista en nombre del subcomisario Mørck.

—¿El subcomisario Mørck? ¿Quién es ése? Carl se llevó el índice a la sien. ¿Era tonto, o qué?

—¿Tú quién crees que es?

Assad sacudió la cabeza.

—Bueno, en mi cabeza pensaba que eras subcomisario de policía, entonces. ¿No se llama así después de la última reforma de la policía?

Carl inspiró profundamente. Puñetera reforma de la policía. A él se la traía floja.

El encargado de Egely volvió a llamar diez minutos después, y no trató de ocultar su asombro porque quisieran hablar con él. Por lo visto, Assad había improvisado un poco, pero ¿qué diablos cabía esperar de un ayudante doctorado en guantes de goma y cubos de plástico? Todos tenemos que aprender a gatear antes de caminar erguidos.

Miró a su ayudante y le dirigió una mirada alentadora cuando alzó la vista de su Sudoku.

En medio minuto Carl puso al encargado al corriente del caso, y la respuesta fue clara y concisa. Uffe Lynggaard no hablaba para nada, y por tanto el subcomisario tampoco tendría nada de qué hablar con él. Además, la cuestión era que, aunque Uffe Lynggaard era mudo y difícil de abordar, no estaba legalmente incapacitado. Y como éste no había dado autorización para que nadie de la institución se pronunciara en su nombre, tampoco ellos podían decir nada. Era la pescadilla que se mordía la cola.

—Conozco el procedimiento. Por supuesto, no pretendo que nadie rompa el secreto profesional. Pero lo cierto es que investigo la desaparición de su hermana, y creo que Uffe se va a alegrar mucho de hablar conmigo.

—No habla, creía habérselo dicho.

—En realidad, pocos de los que interrogamos lo hacen, pero de todas Formas nos las arreglamos. En el Departamento Q somos especialistas en captar señales no verbales.

—¿Departamento Q?

—Sí, somos un grupo de élite de investigadores de la Jefatura. ¿Cuándo puedo ir?

Se oyó un suspiro. El hombre no era tonto. Sabía reconocer a un bulldog en cuanto se lo topaba.

—Veré lo que puedo hacer. Ya lo avisaré —dijo después.

—Oye, Assad, ¿qué le has dicho al hombre cuando has llamado?

—¿A ése? Le he dicho que quería hablar con el jefe, y no con un simple encargado.

—El encargado es el jefe, Assad.

Carl inspiró profundamente, se levantó, se dirigió hacia él y lo miró a los ojos.

—¿No conoces la palabra encargado? Un encargado es una especie de director.

Ambos asintieron en silencio, y el asunto quedó zanjado.

—Assad, mañana ven a buscarme a casa, a Allerød. Vamos a dar un paseo en coche, ¿de acuerdo?

Assad se encogió de hombros.

—Y no va a haber problemas con eso cuando viajemos juntos, ¿verdad? —continuó, señalando la alfombra de orar. —Puede enrollarse.

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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