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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (3 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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—En los alrededores no hay gran cosa para los peritos de la policía —dijo Anker pisoteando la tierra, que estaba blanda y resbaladiza por la lluvia caída durante la noche.

Carl miró alrededor. Aparte de los zuecos del vecino, no había muchas huellas de pies alrededor del barracón, que era de los que vendieron los militares en los años sesenta. En su época los barracones estarían bien, pero al menos aquella casa hacía tiempo que había dejado de estar presentable. Las vigas del techo estaban hundidas, el tejado de uralita, lleno de grietas, no había dos tablas sanas en la fachada y la humedad había dejado su huella. Incluso el letrero de la puerta, donde ponía Georg Madsen escrito en rotulador negro, estaba medio podrido. Y además, el muerto apestaba, el hedor se colaba por todas las grietas. En suma, una mierda de casa.

—Voy a hablar con el vecino —resolvió Anker, volviéndose hacia el hombre que llevaba media hora esperando. Había como mucho cinco metros hasta la terraza de su pequeña propiedad. Cuando derruyeran el barracón sus vistas mejorarían bastante, sin duda.

Hardy soportaba bien el hedor de los cadáveres. Tal vez porque era más alto y lo salvaba la distancia, tal vez porque su sentido del olfato estaba menos desarrollado que el de la mayoría. Aquella vez el hedor era especialmente fuerte.

—Cómo canta el jodido —gruñó Carl mientras se calzaban las zapatillas de plástico azul en el pasillo.

—Voy a abrir la ventana —propuso Hardy, entrando en la habitación que había junto al claustrofóbico recibidor.

Carl atravesó el umbral de la puerta de la pequeña sala. La persiana bajada no dejaba pasar mucha luz, pero sí la suficiente para ver la figura, que estaba sentada en un rincón, con la piel gris verdosa y surcos profundos en las ampollas que le cubrían la mayor parte del rostro. De la nariz rezumaba un líquido claro de color rojizo y los botones de la camisa estaban a punto de saltar por la presión del tronco hinchado. Sus ojos parecían de cera.

—El clavo de la cabeza se lo han metido con una pistola clavadora Paslode —dijo Hardy por detrás mientras se ponía los guantes de algodón—. Está en la mesa de la habitación de al lado. Hay también una atornilladora-taladradora de batería, y aún le queda carga. Recuerda que tenemos que averiguar cuánto tiempo pueden estar sin recargar.

Llevaban poco tiempo examinando la casa cuando volvió Anker.

—El vecino lleva viviendo en la casa desde el 16 de enero —contó—. O sea, diez días, y en ese tiempo no ha visto nunca al difunto salir de casa.

Señaló el cadáver y miró alrededor.

—Se había sentado en la terraza y estaba disfrutando del cambio climático, por eso ha reparado en el hedor. El pobre está bastante conmocionado. Igual deberíamos decirle al forense que le eche un vistazo después de examinar el cadáver.

Lo que sucedió a continuación Carl no pudo describirlo después más que de forma muy vaga, y se conformaron con eso. Según la opinión mayoritaria tampoco había estado consciente. Pero no era cierto. Lo recordaba todo demasiado bien. Lo que pasa es que no quería entrar en detalles.

Oyó que alguien entraba por la puerta de la cocina, pero no reaccionó. Puede que fuera el hedor, puede que creyera que habían llegado los peritos.

A los pocos segundos registró con el rabillo del ojo una figura con camisa roja a cuadros que irrumpía en la estancia. Pensó que tendría que sacar la pistola, pero no lo hizo. Le faltaron reflejos. Pero sí que notó la onda expansiva cuando la primera bala alcanzó a Hardy en la espalda e hizo que cayera, derribando a Carl y dejándolo aprisionado debajo. La enorme presión del cuerpo perforado de Hardy retorció violentamente la columna vertebral de Carl e hizo que su rodilla crujiera.

Después llegaron los disparos que alcanzaron a Anker en el pecho y a Carl en la sien. Recordaba con claridad meridiana que estaba tumbado, con un Hardy respirando febrilmente encima, y que la sangre de éste manaba de su mono y se mezclaba con la suya en el suelo. Y mientras las piernas de los autores pasaban a su lado, no dejaba de pensar que debía encontrar la pistola.

Tras él yacía Anker en el suelo, tratando de voltear el cuerpo mientras los asesinos charlaban en el pequeño cuarto junto al recibidor. A los pocos segundos entraron de nuevo en la sala. Carl oyó que Anker les daba el alto. Después se enteró de que Anker había sacado la pistola.

La respuesta a la orden de éste fue otro disparo, que hizo estremecerse el suelo y dio a Anker de lleno en el corazón.

Todo sucedió rápidamente. Los asesinos escaparon por la puerta de la cocina, y Carl no se movió. Estaba totalmente quieto. Ni cuando llegó el forense dio señales de vida. Después éste y también el jefe de Homicidios dijeron que al principio pensaron que Carl estaba muerto.

Carl estuvo un buen rato como desvanecido, con la cabeza llena de ideas angustiosas. Le tomaron el pulso y se llevaron a los tres. No abrió los ojos hasta llegar al hospital. Decían que tenía la mirada muerta.

Pensaban que era por la conmoción, pero era por vergüenza.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó un hombre con bata que andaría por los treinta y tantos.

Carl se separó de la pared.

—Acabo de visitar a Hardy Henningsen.

—Hardy, sí. ¿Es usted familiar?

—No, soy su compañero. Era el jefe de grupo de Hardy en la Brigada de Homicidios.

—¡Vaya!

—¿Cuál es su pronóstico? ¿Volverá a andar?

El joven médico se retiró un poco. La respuesta era clara. No le incumbía a Carl cómo iba su paciente.

—Por desgracia, no puedo dar información a nadie que no sea pariente cercano. Estoy seguro de que lo entiende.

Carl agarró al médico por la manga.

—Estaba con él cuando ocurrió, ¿entiende? A mí también me pegaron un tiro. Uno de nuestros compañeros murió. Estábamos juntos en aquello, por eso quiero saberlo. ¿Volverá a andar? ¿Puede decirme eso?

—Lo siento —se excusó el médico, retirando la mano de Carl—. Seguro que por su trabajo puede conseguir información sobre la situación de Hardy Henningsen; yo, al menos, no puedo informarlo. Cada uno tenemos que atender a nuestro trabajo, como debe ser.

El estudiado deje de autoridad médica, la esmerada pronunciación y las cejas ligeramente arqueadas eran de esperar, pero tuvieron el efecto de la gasolina en el proceso de encendido automático de Carl. Podría haberle sacudido un sopapo, pero prefirió agarrarlo por las solapas y tirar de él hasta tenerlo pegado a la cara.

—Atender a nuestro trabajo —dijo entre dientes—. Más vale que cierres ese pico de niñato antes de que te hinches demasiado, ¿lo pillas?

Le apretó el cuello, y el médico empezó a ponerse nervioso.

—Cuando tu hija no llega a casa a las diez como debería, somos nosotros los que salimos a buscarla, y cuando violan a tu mujer o tu BMW de color beis ha desaparecido del aparcamiento también nos toca a nosotros. Siempre estamos a tu disposición, también cuando hay que consolarte, ¿lo pillas, comemierda? Voy a preguntártelo otra vez: ¿volverá a andar Hardy?

El médico respiraba entrecortadamente cuando Carl le soltó el cuello.

—Tengo un Mercedes y no estoy casado.

El hombre con bata resplandecía. Creía haber acertado con el registro en que se movía Carl. Probablemente algo que había aprendido en algún cursillo de psicología que se había colado entre las clases de anatomía. Por lo visto le habían enseñado que un toque de humor suele desarmar al contrario, pero aquello no funcionaba con Carl.

—Ve corriendo adonde la Ministra de Sanidad si quieres saber lo que es arrogancia, gilipollas —dijo Carl alejando al médico de un empujón—. Te queda mucho por aprender.

En su despacho lo esperaban el jefe de Homicidios y el pequeño Lars Bjørn. Aquello era una señal inquietante de que el grito de socorro del médico había traspasado los gruesos muros de la clínica. Los observó un momento. No, parecía más bien que alguna idea disparatada hubiera invadido sus cerebros de burócrata. Espió las miradas que se dirigían mutuamente. ¿Tendría que ver quizá con la ayuda personalizada? ¿Lo obligarían una vez más a ir a hablar con un psicólogo acerca de cómo deben entenderse y combatirse las situaciones postraumáticas? ¿Podría soportar una vez más a un hombre de mirada profunda que quería penetrar en sus oscuros recovecos para que revelara lo que decía y lo que callaba? Se lo podían ahorrar, porque Carl ya lo sabía. El problema que tenía no se resolvía con palabras. Llevaba mucho tiempo en un segundo plano, pero el incidente de Amager había hecho que se desbordara. Podían irse todos al carajo.

—Bueno, Carl —comenzó el jefe de Homicidios señalándole su silla vacía—. Lars y yo hemos hablado de tu situación, y creemos que hay motivos para decir que nos pones ante un dilema.

Aquello sonaba a despido. Carl se puso a tamborilear con las uñas sobre el borde de la mesa y miró más allá de su jefe, ¿quería despedirlo? No se lo iba a poner fácil.

Alzó la vista y miró al parque Tívoli, donde las nubes se amontonaban amenazantes sobre la ciudad. Si lo despedían, quería salir de allí antes de que empezara a jarrear. Nada de perder el tiempo buscando al representante sindical. Iría directamente al sindicato, que estaba al lado, en el H. C. Andersens Boulevard. Despedir a un buen compañero a la semana de haber vuelto a trabajar tras la baja, y a los dos meses solamente de que lo tiroteasen y perdiese dos buenos compañeros de grupo, le parecía inaceptable. El sindicato de policía más antiguo del mundo tendría que demostrar que estaba a la altura de las circunstancias.

—Ya sé que te pilla algo desprevenido, Carl. Verás, hemos pensado que te conviene un cambio de aires, pero de manera que podamos aprovechar mejor tu excelente talento de policía. De hecho, vamos a ascenderte a jefe de un nuevo departamento, el Departamento Q. Su objetivo va a consistir en investigar casos archivados de interés especial para el bien público. Casos de especial importancia, podríamos decir.

Ahí va la virgen, pensó Carl, echándose hacia atrás en la silla.

—Llevarás el departamento tú solo, pero ¿quién mejor que tú para eso?

—¡Cualquiera! —contestó Carl, mirando la pared.

—Escucha, Carl: has pasado por un período duro, y este puesto te viene como anillo al dedo —insistió el subinspector.

¿Qué coño sabrá ése pardillo de eso?, se preguntó Carl.

—Vas a tener una autonomía total. Vamos a seleccionar unos cuantos casos tras consultar con los jefes de policía de los distritos, y después tú decidirás en qué orden y con qué metodología los investigas. Tienes una cuenta de gastos, nos basta con que hagas un informe mensual —añadió su jefe.

Carl arrugó el entrecejo.

—¿Los jefes de policía, dices?

—Sí, los casos abarcan todo el país. Por eso tampoco puedes seguir trabajando con tus antiguos compañeros. Hemos habilitado un nuevo departamento en Jefatura, pero separado de nosotros. En este momento están instalando tu despacho.

Buena jugada, así se libran de oír más quejas, pensó Carl.

—Bueno, y ¿se puede saber dónde está ese despacho? No será el tuyo, ¿verdad? —fue lo que dijo.

La sonrisa del jefe se hizo algo forzada.

—¿Que dónde está tu despacho? Pues de momento en el sótano, pero quizá podamos cambiarlo de sitio más adelante. Por el momento vamos a ver cómo funciona. Porque si el porcentaje de casos resueltos es mínimamente aceptable, la situación puede variar.

Carl volvió a mirar hacia las nubes. En el sótano, decían. O sea que el plan era machacarlo. Querían volverlo loco, recluirlo, aislarlo y hacer que se deprimiera. Como si hubiera alguna diferencia entre hacerlo aquí arriba o allí abajo. De todas formas, hacía lo que le daba la gana, que consistía en no hacer nada de nada, en la medida de lo posible.

—Por cierto, ¿qué tal Hardy? —preguntó su jefe después de una larga pausa.

Carl dirigió la mirada hacia su jefe. Era la primera vez que le preguntaba por Hardy en todo el tiempo transcurrido desde el tiroteo.

5

2002

Por la noche Merete Lynggaard recuperaba su vida privada. Por cada línea discontinua que desaparecía bajo el coche camino de casa, iba dejando atrás elementos de sí misma que no encajaban en la vida tras los tejos de Magleby. En el mismo instante en que doblaba hacia los grandes campos apacibles de Stevns y atravesaba el puente sobre el riachuelo Tryggevaelde, se sentía transformada.

Uffe estaba como siempre sentado en el sofá con el té frío junto al borde de la mesa baja, bañado en la luz del televisor y con el volumen a tope. Cuando ella aparcaba el coche en el garaje y se encaminaba a la puerta trasera, lo solía ver con claridad desde el patio, detrás de los cristales. Siempre el mismo Uffe. Silencioso e inmóvil.

Se quitó los zapatos de tacón en la recocina, puso el maletín sobre la caldera de la calefacción, colgó el abrigo en el recibidor y dejó los papeles en su despacho. Después se despojó del traje de Filippa K, lo puso en la silla junto a la lavadora, asió de un tirón la bata y se calzó las zapatillas de casa. Así tenía que ser. No era de las que tenían que quitarse de encima la mugre del día bajo la ducha en cuanto entraban en casa.

Rebuscó en la bolsa de la compra y encontró los caramelos en el fondo. Hasta tener el caramelo en la lengua y notar que le subía el azúcar en la sangre no se sentía lista para dirigir la mirada hacia la sala.

Sólo entonces solía gritar: «¡Hola, Uffe, ya estoy en casa!». Siempre el mismo ritual. Sabía que Uffe había visto las luces del coche en el preciso instante en que coronaba la colina, pero ninguno de los dos necesitaba contacto hasta llegado el momento.

Se sentó ante él y trató de captar su mirada.

—Hola, campeón. ¿Qué…? ¿Viendo las noticias y comiéndote con los ojos a Trine Sick?

El rostro de Uffe se contrajo y sus patas de gallo se alargaron hasta las sienes, pero sus ojos no se desviaron de la pantalla.

—Menudo estás hecho —dijo su hermana, tomándolo de la mano, que estaba caliente y suave como siempre—. Pero te gusta más Lotte Mejlhede, ¿crees que no me he dado cuenta?

Entonces los labios de Uffe se abrieron poco a poco en una sonrisa. Se había establecido el contacto. Sí, Uffe seguía allí dentro. Y sabía perfectamente qué deseaba en la vida.

Merete se volvió hacia la pantalla y siguió los dos últimos reportajes del telediario. Uno de ellos trataba de la propuesta del Consejo de Nutrición de prohibir los ácidos grasos insaturados producidos industrialmente, y el otro era sobre una campaña de publicidad desastrosa que la Asociación Danesa de Mataderos de Aves había llevado a cabo con ayuda estatal. Conocía los casos de primera mano. Le habían supuesto dos noches de trabajo intensivo.

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