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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (7 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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Y después estaba la tercera categoría, que era una mezcla de casos de asesinato o supuestos casos de asesinato relacionados con secuestros, violaciones, incendios provocados, robos con violencia y resultado de muerte, elementos de delincuencia económica y muchos con connotaciones políticas. Había casos en que la policía había fracasado, y a veces también casos en los que el sentido de la justicia había sufrido un rudo golpe. Un niño que desapareció de su cochecito, un residente de un hogar de ancianos que apareció estrangulado en su habitación. El dueño de una fabrica al que encontraron asesinado en un cementerio de Karup, o el caso de la diplomática en el Parque Zoológico. Mal que le pesara a Carl reconocerlo, las exaltadas promesas electorales de Piv Vestergård tenían cierto sentido. Porque ninguno de aquellos casos podía dejar frío a un auténtico policía.

Cogió otro cigarrillo y miró a Assad, que estaba en el cuarto de enfrente. Un hombre tranquilo, pensó. Si era capaz de ocuparse de sus propios asuntos como hacía ahora, después de todo la cosa podría salir bien.

Colocó los tres montones en el escritorio frente a sí y miró el reloj. Media hora escasa de estar cruzado de brazos con los ojos cerrados. Después podrían marcharse.

—¿Qué son esos casos de ahí, entonces?

Carl vio las cejas oscuras de Assad a través de dos rendijas que se negaban a ensancharse. El hombre compacto estaba encorvado sobre el escritorio con el
Manual de la Policía Científica
en una mano. El dedo con que marcaba las páginas indicaba que había leído buena parte de él. Puede que mirara sólo las fotos, muchos lo hacían.

—Vaya, Assad, me has interrumpido una cadena de ideas —protestó, reprimiendo un bostezo—. Bueno, qué se le va a hacer. Son los casos en los que vamos a trabajar. Casos antiguos que otros han renunciado a seguir investigando, ¿entiendes?

Assad arqueó las cejas.

—Es muy interesante —convino, cogiendo la carpeta superior—. ¿Nadie sabe quién ha hecho qué, y cosas así?

Carl alargó el cuello y miró el reloj. Aún no eran ni las tres. Después cogió la carpeta y examinó su interior.

—No conozco este caso. Tiene que ver con las excavaciones de la isla de Sprogo, cuando construyeron el puente del Gran Belt. Encontraron un cadáver y no llegaron mucho más lejos. Fue la policía de Slagelse la que se encargó de aquel caso. Majaderos.

—¿Majaderos? —repitió Assad, asintiendo con la cabeza—. Y ese caso ¿es el primero para ti?

Carl lo miró sin comprender.

—¿Te refieres a si es el primer caso que vamos a investigar?

—Sí, ¿es así, entonces?

Carl frunció el ceño. Eran demasiadas preguntas a la vez.

—Antes tengo que estudiarlos a fondo, y luego decidiré.

—¿Es muy secreto, entonces? —insistió Assad, dejando con cuidado la carpeta en su montón.

—¿Estos expedientes? Sí, es posible que haya cosas que son de consumo interno.

El hombre moreno se quedó un rato callado como un chico al que le han negado un helado pero sabe bien que si espera lo suficiente tendrá otra oportunidad. Estuvieron mirándose lo suficiente para que Carl se quedara desconcertado.

—¿Sí…? —preguntó—. ¿Querías algo en especial?

—Si prometo callar como un muerto y no decir ni palabra de lo que he visto, ¿podré mirar las carpetas, entonces?

—Pero si no es tu trabajo, Assad.

—Ya, pero ¿cuál es mi trabajo en este momento? He llegado a la página cuarenta y cinco del libro, y ahora mi mente necesita otra cosa.

—Vaya.

Carl miró alrededor en busca de algún reto, si no para la mente de Assad, al menos para sus bien proporcionados brazos. Se daba cuenta de que no había gran cosa que pudiera hacer Assad.

—Bueno, si prometes por lo más sagrado no hablar con nadie aparte de mí de lo que lees, de acuerdo —dijo Carl, empujando hacia Assad el montón más alejado—. Hay tres montones, y no puedes revolverlos. Lo tengo todo perfectamente sistematizado, me ha llevado mucho tiempo. Y recuerda, Assad: no hables de los casos con nadie, aparte de mí.

Se volvió hacia su ordenador.

—Y otra cosa, Assad. Son mis casos y tengo trabajo, ya ves cuántos hay. O sea que no vayas a pensar que voy a discutir los casos contigo. Tú estás para limpiar, hacer café y conducir el coche. Si no tienes nada que hacer, me parece bien que leas. Pero no tiene nada que ver con tu trabajo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, sí —y se quedó un rato mirando el montón del medio—. Hay algunos casos especiales que están aparte, por lo que veo. Me llevo los tres primeros. No voy a revolverlos todos. Los llevaré a mi cuarto y los tendré guardados en sus carpetas. Cuando te hagan falta dame un grito y te los devolveré.

Carl lo siguió con la mirada. Con tres carpetas bajo el brazo y el
Manual de la Policía Científica
como reserva. Era de lo más preocupante.

Antes de transcurrir una hora Assad estaba de nuevo junto a él. Carl había estado pensando en Hardy. Pobre Hardy, que quería que Carl lo matara. ¿Cómo podía pensar tal cosa? No eran ideas muy constructivas, que se diga.

Assad puso una de las carpetas sobre la mesa frente a él.

—Este es el único caso que recuerdo. Sucedió exactamente mientras iba a clases de danés, y entonces seguimos la noticia en los periódicos. En su momento me pareció muy interesante. Ahora también.

Tendió el documento a Carl, que lo estuvo mirando un rato.

—O sea que ¿llegaste a Dinamarca en 2002?

—No, en 1998. Pero fui a clases de danés en 2002. ¿Estabas en ese caso, o sea?

—No, fue un caso para la Brigada Móvil, antes de la reestructuración.

—Y la Brigada Móvil ¿se encargó porque sucedió en el agua?

—No, fue…

Contempló la cara atenta y las cejas bailarinas de Assad.

—Sí, así es —se corrigió después. Para qué acentuar más aún el absoluto desconocimiento que tenía Assad respecto a los procedimientos policiales.

—Era una chica guapa esa Merete Lynggaard, ¿verdad? —continuó Assad con una sonrisa torcida.

—¿Guapa? —replicó Carl, imaginándose a aquella hermosa mujer llena de vida—. Sí, desde luego que era guapa.

11

2002

Durante los días siguientes los mensajes fueron amontonándose. La secretaria de Merete trataba de ocultar la irritación que le provocaban y se mostraba amable. A veces se quedaba mirando a Merete cuando creía que no la observaba. Una única vez le preguntó si le apetecía jugar un partido de
squash
el fin de semana, pero Merete rechazó la invitación. No debía haber la menor camaradería entre ella y los empleados.

Entonces la secretaria volvió a su mutismo y reserva habituales.

El viernes Merete se llevó a casa los últimos mensajes que la secretaria había dejado sobre el escritorio, y tras leerlos varias veces los tiró a la papelera. Después cerró la bolsa y la vació fuera, en el contenedor de la basura. Había que terminar el trabajo.

Se sentía miserable y culpable.

La asistenta había dejado un gratinado encima de la mesa. Estaba templado aún cuando Uffe y ella terminaron sus cañeras por la casa. Junto a la fuente del gratinado había una pequeña nota encima de un sobre.

Vaya, ahora va a despedirse, pensó Merete, y leyó la nota, fía venido un hombre a entregar este sobre. Debe de ser algo del ministerio.

Merete cogió el sobre y lo desgarró. Sólo ponía: «Buen viaje a Berlín».

Junto a ella estaba Uffe con el plato vacío, sonriendo expectante mientras las ventanas de su nariz vibraban por el delicioso aroma. Merete apretó los labios y le sirvió, mientras trataba de contener las lágrimas.

El viento del oeste había arreciado y levantaba olas cuyas crestas espumosas golpeaban los costados del transbordador hasta media altura. A Uffe le encantaba estar en cubierta contemplando cómo se Formaba la estela y mirando las gaviotas suspendidas sobre ellos. Y a Merete le encantaba ver feliz a Uffe. Estaba contenta. Menos mal que a pesar de todo habían partido. Berlín era una ciudad maravillosa.

Algo más allá una pareja mayor los observaba, y tras ellos se sentaba una Familia en una de las mesas cercanas a la chimenea, con termos y bocadillos que habían llevado de casa. Los niños ya habían terminado, y Merete les sonrió. El padre miró el reloj y dijo algo a su mujer. Después empezaron a recoger las cosas.

Merete recordaba ese tipo de excursiones con sus padres. Hacía mucho tiempo de aquello. Se dio la vuelta. La gente había empezado a bajar a la cubierta de automóviles. Pronto llegarían al puerto de Puttgarden, sólo quedaban diez minutos, pero no todo el mundo tenía prisa. Junto a la ventana panorámica de proa había al menos dos hombres con las bufandas bien subidas hasta la barbilla, mirando tranquilamente al mar. Uno de ellos parecía muy flaco y agotado. Merete calculó que habría un par de metros entre ellos, o sea que no estarían juntos.

Un impulso repentino le hizo sacar la carta del bolsillo y volver a leer aquellas cuatro palabras. Después volvió a meter la hoja en el sobre y lo suspendió en el aire, dejó que ondeara un rato al viento y lo soltó. El sobre dio un salto hacia arriba y después cayó en picado hacia un entrante bajo la cubierta. Por un momento pensó que tendrían que bajar a recogerlo, pero de repente volvió a aparecer danzando, planeó sobre las olas, dio un par de giros y desapareció en la espuma blanca. Uffe rió. No había perdido de vista el sobre en ningún momento. Entonces dio un chillido, se quitó la gorra de béisbol y la lanzó tras la carta.

—¡No! —fue lo único que tuvo tiempo de gritar Merete antes de que la gorra se hundiera en el mar.

Era un regalo de Navidad y a Uffe le encantaba. Se arrepintió en el mismo instante en que desapareció. Era evidente que estaba pensando en lanzarse al agua para recuperarla.

—¡No, Uffe! —gritó Merete—. No hay nada que hacer, ¡ha desaparecido!

Pero Uffe tenía ya un pie sobre una barra metálica de la borda y vociferaba apoyado en la balaustrada, con el centro de gravedad demasiado alto.

—¡Déjalo, Uffe, no hay nada que hacer! —volvió a gritar Merete, pero Uffe era fuerte, mucho más fuerte que ella, y ¡ estaba a lo suyo. Su mente estaba en aquel momento en las olas, en una gorra de béisbol que le regalaron por navidades. Era una auténtica reliquia en su vida simple y descreída.

Entonces Merete arreó un buen sopapo a su hermano. Nunca lo había hecho, y enseguida retiró la mano, asustada. Uffe no entendía nada. Se olvidó de la gorra y se llevó la mano a la mejilla. Estaba conmocionado. Llevaba muchos años sin sentir un dolor así. No lo entendía. La miró y le devolvió el golpe. Le pegó como nunca antes.

12

2007

Tampoco aquella noche durmió gran cosa Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios.

La testigo del caso del ciclista asesinado en el parque de Valby había intentado tomar una sobredosis de somníferos. No entendía qué diablos pudo impulsarla a hacer algo así. Al fin y al cabo tenía hijos y una madre que la quería. ¿Quién podía amenazar a una mujer hasta ese extremo? Le habían ofrecido protección policial y lo que hiciera falta. La vigilaban día y noche. ¿De dónde había podido sacar las pastillas?

—Deberías irte a casa a dormir un poco —le sugirió el subinspector cuando Marcus volvió de la reunión que solía tener los viernes por la mañana con el inspector jefe en el despacho de la directora de la policía.

El jefe de Homicidios asintió en silencio.

—Sí, tal vez un par de horas. Entonces tendrás que ir tú con Bak al Hospital Central, a ver si puedes sonsacar a esa mujer. Y procura llevar a su madre y a sus hijos, para que los vea. Tenemos que intentar hacerla volver a la realidad.

—O alejarse de ella —dijo Lars Bjørn.

Había hecho desviar las llamadas, pero aun así sonó el teléfono. «Sólo puedes pasarme a la reina y al príncipe consorte», le había dicho a la secretaria, por lo que debía de ser su mujer.

—¿Sí…? —contestó, y se sintió aún más cansado cuando oyó la voz. Después tapó el auricular con la mano y susurró—: Es la directora de la policía.

Le pasó el receptor a Marcus y salió de la estancia sin hacer ruido.

—Hola, Marcus —sonó la voz inconfundible de la directora de la policía—. Te llamo para decirte que el ministro de Justicia y las comisiones han trabajado rápido. La partida extraordinaria ya está aprobada.

—Me alegro de oírlo —respondió Marcus, tratando de imaginar cómo podría distribuirse el presupuesto.

—Ya conoces el procedimiento. Hoy se han reunido en el Ministerio de Justicia Piv Vestergård y el portavoz de Justicia del Partido Danés, y ahora se pondrá en marcha la maquinaria. El jefe del Departamento de Policía me ha pedido que te pregunte si tenéis bajo control al nuevo departamento —dijo.

—Sí, estoy seguro de eso —asintió con el ceño fruncido, mientras imaginaba el rostro cansado de Carl.

—Bien, pasaré la información. Y ¿cuál va a ser el primer caso que investiguéis?

No era una pregunta como para subir la moral, precisamente.

Carl se disponía a marcharse a casa. El reloj de la pared marcaba las 16.36, pero su reloj interior marcaba varias horas más tarde. Por eso fue sin duda un contratiempo que Marcus Jacobsen lo llamara para decirle que iba a bajar a hacerle una visita.

—Tengo que informar sobre tus pesquisas. Carl miró resignado al tablón de anuncios vacío y a la hilera de tazas de café sucias sobre la mesita baja.

—Dame veinte minutos, Marcus. Estamos ocupadísimos en este momento.

Colgó el receptor e hinchó los carrillos. Después expulsó el aire lentamente mientras se levantaba y cruzaba el pasillo. Assad estaba instalado en su cuarto.

Sobre su minúsculo escritorio había dos fotos enmarcadas en las que aparecía un montón de gente. Detrás, en la pared, colgaba un póster con caracteres árabes y una foto muy bonita de un edificio exótico que Carl no reconoció inmediatamente. Del colgador de la puerta pendía una bata marrón de las que habían desaparecido de las tiendas a la vez que los calentadores. Había alineado pulcramente sus herramientas a lo largo de la pared del fondo: cubo, fregona, aspiradora y un sinfín de frascos con eficaces detergentes. En las baldas de la estantería había unos guantes de goma, un pequeño transistor con casete que en un volumen bajísimo emitía sonidos que hacían pensar en un bazar tunecino, y justo al lado había un cuaderno, folios, un lápiz, el Corán y una pequeña selección de revistas árabes. Frente a la estantería había extendido una alfombra multicolor para orar que apenas podía albergar su cuerpo arrodillado. Era, en suma, bastante pintoresco.

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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