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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta

BOOK: La muñeca sangrienta
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Bénédicte Masson es feo. Su profunda admiración por las mujeres no consigue consumarse en la historia de amor que sueña en sus Memorias. Consciente de su fealdad, Bénédicte se limita a espiar a su amor platónico, su vecinita Christine. Una noche descubre que ésta oculta en su hogar a un joven con el que mantiene una historia de amor.

Gaston Leourx

La muñeca sangrienta

ePUB v1.0

chungalitos
03.06.12

Título original:
La poupée sanglante

Gaston Leroux, 1923.

Traducción: Francisco Almela y Vives

eBook publicado originalmente en papyrefb2.net

ePub base v2.0

1. TRAS LAS CORTINAS

Benito Masson tenía su establecimiento en uno de los parajes más retirados, más apacibles y también más vetustos de la Ile-Saint-Louis. Benito Masson era encuadernador artístico, lo cual no le impedía vender tarjetas postales y dedicarse a un pequeño negocio de papelería en aquel barrio pasado de moda, especie de cuña provinciana en la capital, y que parece defendido, por su cinturón de agua, de la eterna bacanal que se ha convenido en llamar vida parisiense.

En aquella calle, cuyo nombre ha sido cambiado posteriormente, y que se llamaba —aún no hace mucho tiempo— calle del Santísimo Sacramento en la Isla, a la sombra de las viejas casonas que un par de siglos atrás fueron lugar de reunión de todo ingenio y elegancia, se han abierto o —mejor dicho— entreabierto una media docena de establecimientos, varias tiendas y una modesta relojería con la exorbitante pretensión de mantener apariencias de vida… Pues bien: de aquel callejón donde vivía nuestro encuadernador; de aquel barrio que parecía no existir más que gracias a sus recuerdos, ha salido una de las más prodigiosas aventuras, y hasta, si se nos apura, la más sublime, de la época actual. La aventura de Benito Masson fue, desde luego, sublime, porque constituyó una Fecha (con mayúscula, sí) en la historia de la Humanidad; pero, al mismo tiempo que sublime, fue espantosa… Y París, que conoció principalmente la parte de espanto, aún se estremece.

Para juzgarla debidamente, hay que tomarla desde sus principios. Atravesemos el puente Marte y miremos a nuestro alrededor. Admitiendo que la vida no se traduce exclusivamente por el movimiento, podemos considerar la verdad de que en la Ile-Saint-Louis, más que en cualquiera otra parte, hay siempre una vida intensa; pero en el dominio intelectual. Sin evocar las lejanas sombras de Voltaire y de madame Du Chfitelet, puede decirse que en todo tiempo pintores, poetas, escritores, han escogido allí su domicilio. George Sand, Baudelaire, Teófilo Gautier, Gerardo de Nerval, Doubigny, Corot, Barge, Daumier, instalaron allí sus penates. En la esquina con la calle Le Regrattier, que antaño era la calle de la Mujer sin Cabeza, se levanta en una Hornacina una Virgen mutilada, que ha visto desfilar a toda la pléyade romántica. ¡Nuestro Benito Masson, que no era solamente encuadernador artístico, Sino poeta —extraño poeta, como tantos otros de aquellos turbios tiempos—, aseguraba vivir en la misma habitación donde algún tiempo había morado —y sufrido— el autor de
Las flores del mal
!

Y, como es natural, su misma humildad experimentaba por ello un singular orgullo.

Ahora bien; para conocer a Benito Masson, ninguna fuente mejor que él mismo. Como todos cuantos se creen agitados por algún demonio superior, complacíase en registrar los menores acontecimientos de una vida que,
aparentemente
, se diría haberse desenvuelto en la más triste monotonía, hasta el día en que hemos llegado; (Benito Masson podía tener sus treinta y cinco años). Y subrayo la palabra
aparentemente
porque ha habido personas según las cuales todas las memorias de esta especie han sido redactadas con el fin más interesado y no relatan sino lo que podía hacer creer en la inocencia de un monstruo que vivía en el perpetuo temor de que descubrieran sus crímenes. Quienes han asegurado esto tenían muchas excusas y quizá hasta razones; pero ¿tenían razón? Ya lo veremos algún día.

En cuanto a mí, siempre me ha conmovido el acento de sinceridad que se encuentra en las Memorias de Benito Masson, aun en sus pasajes más desordenados.

Por el tiempo de que se trata, era a fines de mayo. El día había sido caluroso. Aquel día habíase presentado la primavera con una precocidad no vista en París desde mucho tiempo.

Eran las nueve de la noche. En aquel rincón de calleja desierta, sumido en sombra, el último ruido que se dejó oír fue el timbre de la puerta del almacén de la señorita Barescat, paquetera, la cual cerraba por sí misma y con toda precaución…

Aún había luz en dos puertas vidrieras: la del encuadernador y la del relojero…

El establecimiento de Benito Masson se hallaba enfrente, poco más o menos, del establecimiento del viejo Norbert, a quien apenas se veía salir, como no fuera los domingos, para oír misa, con su hija y su sobrino, en Saint-Louis-en-l'Ile.

El resto del tiempo lo pasaba oculto tras las cortinas de verde sagra, inclinado sobre sus enseres, misteriosamente dedicado a trabajos que, por cierto, ya le habían dado celebridad en cierto modo. Había inventado una especie de regulador que hubiera podido hacer su fortuna, pero que no había conseguido más que hacerle aborrecer para siempre a los hombres de negocios. A la sazón no parecía trabajar más que por amor al arte y en pos de una quimera en que otros, antes que él, habían perdido la razón.

Sus colegas, con quienes había roto toda relación, hablaban de él con una melancólica condescendencia. Los más enterados citaban una especie de escape contrario a todas las leyes conocidas de la mecánica, y gracias al cual pretendía el desgraciado llegar al movimiento continuo. ¿Para qué más?

Mientras tanto, podía verse en su escaparate un curiosísimo mecanismo de relojería cuyos engranajes exteriores afectaban formas desconocidas hasta entonces. Entre otras piezas extrañas, había ruedas cuadradas. Y el caso era que los habitantes de la Isla afirmaban que aquel movimiento duraba años enteros sin necesidad de darle nueva cuerda. La señorita Barescat, la paquetera, hubiera puesto la mano en el fuego para asegurarlo. Total: que entre el puente Marte y el puente Saint-Louis, el viejo Norbert era tenido por un personaje algo diabólico.

Aquella noche, Benito Masson, detrás de sus cortinas, no tenía ojos más que para la relojería. Y podemos afirmar que no era la vista del viejo Norbert lo que le impedía dedicarse al trabajo. Su hija acababa de penetrar en el taller.

Recorramos ahora las Memorias, un poco desordenadas, de Benito Masson. Inmediatamente nos enteraremos de muchas cosas.

He aquí —dice Benito en tales Memorias— la mujer a quien he de dar mi vida. Y hela tal como siempre me la he imaginado y tal como Dios la ha creado para mi corazón, ávido de belleza y de misterio. En verdad, no hay en el mundo, no, nada más bello ni más misterioso que Cristina. Tampoco nada más sereno. ¿Qué hay más misterioso, más profundo, más insondable que lo sereno? Me interesan las olas enfurecidas, pero me espantan los mares en calma. Los tranquilos ojos de Cristina me espantan y me atraen. En semejantes ojos puede perderse uno, porque son como el abismo.

Los imbéciles, sin embargo, no comprenden eso. ¿Quién comprendería a Cristina? No, desde luego, ese viejo embrutecido relojero de su padre, siempre encorvado sobre ruedas cuadradas y que tal vez no ha visto a su hija desde hace años. Tampoco ese mastuerzo de Jaime, su primo y prometido, fenómeno de la Escuela de Medicina, individuo excepcional, según parece, y que en la Facultad es prosector, algo así como carnicero, pobre chico, en una palabra, que hace cuanto se le antoja a ella, que cuando no está trabajando en el anfiteatro pasa el tiempo mirándola, y que tampoco la ve. Son muchos los que, como ése, la miran porque es guapa. Pero yo, Benito Masson, ¡soy el único que la ve!

Esa mujer no tiene nada que ver con las pollitas del día. Tiene trazas y aire de archiduquesa, ni más ni menos (si acaso, quizá más que menos). Sobre su nuca de diosa se arrolla una cabellera con reflejos de cobre antiguo. Cuando, como ahora, cuelga el sombrero que acaba de quitarse, tiene en el brazo la linea de la amazona del Capitolio, lo cual, para mi gusto, no es poco, ya que en todos mis viajes nunca he visto una Diana tan bella. El pensamiento no puede pensar, a poco que la haya visto andar, moverse, qué serán sus piernas, sus nobles piernas. Hay para besar la huella de sus pasos.

En cuanto al rostro, es un óvalo perfecto, si bien la nariz tiene, por fortuna, una ligera curva que quita frialdad a lo regular. El dibujo de la boca tiene una dulzura angelical; el labio no es carnoso. ¡Oh, la belleza ideal y viviente! Esta bella mujer, que es una artista y que, para vivir, da lecciones de modelado, no debiera tener más modelo que ella misma.

Pero todo eso lo ve todo el mundo. Lo que no se ve, lo que hay en el fondo de su mirada, serena y fatal; lo que hay en lo hondo de sus ojos, sombríamente verdes e irisados de oro, es… es… —¡voy a decirlo!— el asombro inmenso, prodigioso y que no cesará jamás, de vivir —ella, que estaba destinada para el Olimpo— en lo profundo de aquella miserable tienda de la Ile-Saint-Louis, entre ese relojero y ese estudiantón. El caso es que quiere mucho a su padre y a su primo, con quien acabará casándose, esperemos que tarde. ¡Oh! ¿Cómo no se suicida?… Porque al mismo tiempo es la Belleza y la Virtud. ¡Magnifica como una estatua pagana, sabia como una imagen de misal!… No cabe duda: ¡es la Virgen de la Ile-Saint-Louis!… Y he aquí lo que me ha sucedido…

El viejo Norbert, su hija y su sobrino no viven en la calle. En ella no está más que la tienda. Habitan un pabellón separado de la tienda por un jardín. Por cierto que no había visto nunca el pabellón. Allí dentro no penetra nadie, como no sea una asistenta, una mujer que hace las faenas. Y he aquí que he encontrado la manera de distinguir el pabellón. Esta misma noche, luego de apagadas las luces de la calle, he subido por una escala al granero de la casa donde vivo, y por una guardilla ¡he visto!

El pabellón tiene dos pisos… El segundo piso está transformado en una especie de estudio acristalado, al que se sube por una escalera exterior: de madera. El relojero y su sobrino duermen en el primer piso; Cristina, en el estudio. Hacía una luna deslumbrante. Cristina permaneció más de una hora apoyada en la barandilla que corre, a guisa de balcón, a lo largo del estudio. ¡Qué noche para un poeta y un enamorado! De pronto, abandonó el balcón, y con paso furtivo bajó varios peldaños de la escalera. Luego se detuvo y aplicó el oído a la habitación de su padre y de su prometido. Luego volvió a subir, siempre con grandes precauciones; penetró en el taller, se dirigió hacia un armario que se hallaba en el fondo, sacó una llave del bolsillo y abrió el armario. Y de allí vi salir a un hombre al que ella abrazó. Después ya no vi nada, porque se había apresurado a cerrar la puerta-ventana del balcón y a correr las cortinas.

2. DONDE BENITO MASSON CONTINÚA ASOMBRÁNDOSE

Fácil es de suponer la noche que pasé. Yo, que en la mirada de Cristina lo había visto todo, no había previsto aquello: ¡un hombre oculto en un armario! Decididamente, yo no seré más que un poeta, es decir, lo más lamentable que hay en el mundo.

«Para mí, amor mío, lo eras todo. Por ti languidecía mi alma. Lo eras todo para mí: una isla verde en el mar, una fuente y un altar adornado de frutas y de flores maravillosas. Pero yo no había previsto eso de que dentro del armario hubiera un hombre. ¡Ya se ha quebrado la copa de oro! ¡Suenen fúnebres campanas! ¡Otra alma santa que flota sobre el oleaje negro!… ¡Una más!… ¡Oh, las hijas de Satanás!…»

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