La muñeca sangrienta (9 page)

Read La muñeca sangrienta Online

Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La muñeca sangrienta
3.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡Caramba! Al marqués le gustan los contrastes. La marquesa y Dorga son el día y la noche, un día pálido, muriente, con un postrer rayo de sol bajo un cielo septentrional y anémicos atardeceres, y una noche cálida, ardiente, fabulosa, donde brillan todos los fuegos orientales. Por cierto que los ojos de cruel voluptuosidad de Dorga resplandecen más que las joyas que la constelan y que la diadema que cabrillea sobre su dura frente.

Es el Oriente con un vestido de la «rué de la Paix», son las piernas de la diosa Kali en medias de seda y bailando un shimmy escuchado en un silencio angustioso.

Tras la última danza, cuando la sala pudo respirar, una fulminante aclamación demostró el contento de los espectadores, que «deseaban más»… Pero la danzarina, tan despectiva como bella, había desaparecido y ya no volvió…

Se reflejaron las luces sobre los rostros lívidos o colorados, según los temperamentos, y vi que el marqués, escarlata, salía de un palco con Saib Khan…

Se dignó reconocerme y me dijo:

—¿Ha visto usted, ha visto usted?… ¡Qué maravilla!…

Con gran estupefacción por mi parte, me cogió del brazo:

—Vamos a felicitarla.

Me dejé llevar. Y pronto llegamos a su camarín, que estaba asediado, pero que no se abrió más que para nosotros. Dorga estaba semidesnuda entre flores.

El marqués me presentó:

—El gran poeta Benito Masson.

No protesté. Era incapaz de pronunciar una palabra. La miraba a hurtadillas, vergonzosamente y con aire maligno, con un aire que suelo tomar con las mujeres para enmascarar mi timidez… Ella me había lanzado una mirada por el espejo y ni tan siquiera se había vuelto… Unas cuantas palabras de vaga cortesía. Debió de encontrarme muy mal vestido. Pidió champaña y se metió detrás de un biombo. Yo huí con la cabeza ardorosa y los oídos llenos de zumbidos.

Sentía un odio feroz hacia el marqués y hacia todos los hombres ricos que no tienen más que inclinarse y arruinarse para conquistar mujeres como aquélla.

¿Y yo?… ¿Qué tendría yo?… Nada más que la imagen de Cristina… ¡Oh, la encantadora y sutil efigie!…

¡Ay Dios mío! Tengo ganas de tatuarme la piel como un colonial, como un aventurero… Un corazón con una flecha. Alrededor: «Amo a Cristina»… Y cuando me mire en el espejo de mi armario, tal vez crea que ya ha llegado…

10. LO OTRO

10 de junio.
—La presencia de Dorga me había impedido prestar la menor atención al médico indio, al famoso Saib Khan, que estaba en el palco con el marqués. Apenas recordaba sus ojos de mujer, sus negros ojos de hurí, en un rostro barbudo. Pero el marqués ha bajado hoy a la biblioteca con Saib Khan y he podido observar holgadamente a éste.

Saib Khan tiene más bien el tipo afgano. Es guapo. En aquel país son muy guapos. Está menos bronceado que los príncipes indios de las orillas del Ganges. Su severa faz se halla rodeada por una barba de jade muy cuidada, que termina en punta. Tiene una poderosa estatura, que recuerda la de Sangor, con anchas espaldas y fina cintura. Va vestido y calzado admirablemente, con una elegancia sencilla e impecable. Comprendo su poder sobre las mujeres y la turbación que inspira. Parece tan seguro de sí mismo que casi es imposible permanecer sin inquietud frente al doble misterio de sus ojos de mujer y de su boca carnicera.

¿Dónde he visto ya esta peligrosa sonrisa, esta sonrisa de dientes de tigre? ¡Ah, sí! En los retratos. Sobre todo en el de Luis Juan María Crisóstomo, el primero de los cuatro… Y la misma sonrisa, siempre algo feroz, pero de menor potencia, vaga todavía de vez en cuando sobre los labios epicúreos de Jorge María Vicente…

Ambos se han interesado por mis trabajos, que consisten, de momento, en destacar los documentos más raros y preciosos que se encuentran amontonados de cualquier modo en un rincón de la biblioteca, y que habrá que clasificar y reunir con arreglo a un plan establecido por mí libremente y con arreglo a mis gustos. El marqués está lejos de ser un ignorante. En él he encontrado, no un coleccionista cuco, porque esta colección no le debe nada o casi nada, sino un verdadero erudito muy al tanto del movimiento literario en los dos siglos últimos. Eso no se puede negar, no se puede negar… Y por lo visto, en sus viajes se ha interesado mucho por las bibliotecas… Hemos tenido una larga discusión sobre la de Florencia, sobre el manuscrito de Longo, sobre la famosa mancha de tinta de Pablo Luis Courier… No da la razón a Pablo Luis, que trata tan a la ligera un crimen semejante… Yo no sabía que el marqués estuviera tan enamorado de Dafnis y Cloe; pero todo esto es literatura. La realidad es Dorga.

Así pensaba yo y así pensaba seguramente Saib Khan, cuya sonrisa se dilataba sobre la brillante amenaza de su fiera mandíbula…

Luego se fueron, y, por lo visto, salieron inmediatamente del palacio, porque oí en el patio de honor el ruido de un auto que se alejaba.

Casi a continuación se abrió la puerta que daba al pequeño vestíbulo y apareció la marquesa.

—¿Dónde ha aprendido todo eso? —musitó dirigiéndose hacia mí—. ¿Puede usted decírmelo? Jorge María Vicente tuvo una instrucción muy descuidada, según él mismo refiere. ¡Si nunca ha sabido decirme el nombre de su preceptor!… Así es que…

Había escuchado detrás de la puerta… Por lo tanto, no se notaba que físicamente estuviera mejor. Continuaba la manía. Aquella manía absurda que ahora me hacía mirarla con una tristeza infinita. No se equivocó ante mi actitud. Por eso me dijo:

—¿Verdad es que le doy pena? Cristina habrá excitado su compasión…

Y en voz más baja agregó:

—¿Está Cristina?

—No. Acaba de salir.

—Mejor, porque así podremos hablar —dijo la marquesa—. Supongo que le habrá contado lo de «la manía»… Aquí todos me creen loca… Y hay momentos en que me gustaría morir… Pero me da miedo la muerte… Sí… si… Hay momentos en que temo a la muerte más que a todo… Y quizá algún día le cuente la causa de ello… a menos que usted no lo adivine… Temo a la muerte, temo a la vida, temo a Saib Khan. Es todopoderoso… Puede todo lo que es posible poder… De haberme podido arrancar la manía del cuerpo como se arranca una muela, lo habría hecho tiempo ha… Le conocí en la India… Ninguna manía se le resiste… ¿Por qué no ha triunfado conmigo?… Porque en mí la manía es un reflejo de la realidad… ¿Comprende usted?… Saib Khan ha de obrar, no contra una quimera, sino contra una verdad viva y natural… Y contra eso no se puede hacer nada… Aunque Saib Khan mandase al Himalaya que desapareciera no se movería lo más mínimo de su base, ¿verdad? Pues bien tampoco está en su poder dispersar el hasta hoy inseparable e indestructible bloque de los Coulteray… ¿Me ha comprendido usted?… ¿Me ha comprendido?

Y poniendo sobre mi mano su mano ardiente, agregó:


Le aseguro que es lo mismo.

Sus inmensos ojos buscaban los míos. Y yo no me atrevía 8 mirarla para que no viera toda la lástima que me inspiraba.

—¡Oh, señora!… Una mujer como usted, con su inteligencia… Cuidado, señora… No hay en el mundo cosa más temible que lo maravilloso. Es un reino en el que se extravían los espíritus más fuertes… Con ciertas ideas, señora, no se puede jugar.

—¡Jesús! —exclamó—. ¿Acaso parece que juegue? Hablo muy en serio. Es un hecho que Jorge María Vicente no ha recibido ninguna instrucción. Sólo el primero de los cuatro, o de los cinco, incluso el actual, sólo Luis Juan María Crisóstomo, que era uno de los más disipados caballeros de la corte de Luis XV, fue también un sabio.

—Un sabio —dije yo— muy hablador. Hacía frente a Duelos. Brillaba ante Holbach. Escribió artículos para la gran enciclopedia.

—Veo —asintió la marquesa— que no le enseño nada nuevo. Había sido educado por su tío, el obispo de Fréjus. Pues bien, señor Masson: le aseguro que la conversación que ha tenido hace poco con Jorge María Vicente no hubiera sido posible de no haber recibido Luis Juan María Crisóstomo aquella educación.

Me estremecí.

—De todos modos, señora, permítame que le diga que Pablo Luis Courier, en tiempo de Luis XV, aún no había manchado de tinta el manuscrito de Longo.

—Sólo faltaba —objetó frunciendo los labios— que me tomara usted por una necia. He querido decir que sin aquella educación, sin los recuerdos clásicos que implica, Jorge María Vicente no se interesaría por los tesoros de la biblioteca de Florencia.

—Perdone, señora; pero hay algo que, aparte de todo, me ha asombrado siempre. Y es la solidez de la instrucción clásica que tiene el marqués.

—¿Verdad que sí?…

Nuevamente brillaron sus ojos y me cogió la mano…

—¡Ay! —exclamó—. Si usted quisiera ser amigo mió…

Pronuncié unas cuantas palabras de adhesión. Me inquietaba su agitación súbita… Lamentaba estar solo con ella. Hubiera querido ver aparecer a Sangor o al mismo Sing-Sing…

—Creo que usted me comprendería… ¡Si no me comprende nadie, seré la cosa más miserable del mundo!… Ni Saib Khan ni Cristina quieren comprenderme… Cristina me toma por una loca… Saib Khan, por una enferma… Y me resucita a pesar mío… ¿Por qué me resucita?… ¿Por qué me resucita para el otro?… Como no sea su cómplice… Acabaré creyéndolo así… Porque me da horror la vida que Saib Khan me devuelve a costa de grandes dolores… Y sin embargo, ¡me está prohibida la muerte!… ¡Ay amigo mío! ¿No ha ido usted nunca al castillo de Coulteray? ¿No lo ha visitado?… Es un castillo de los que llaman históricos… Está entre la Turena y la Sologne… La capilla es una obra maestra comparable a la iglesia de Brou… Pero lo que me atrae de ella no son sus encajes góticos, no… Hay que bajar a la cripta, donde están las tumbas de los Coulteray… ¡Y la tumba de Luis Juan María Crisóstomo está vacía!… Le digo que está vacía… ¿Comprende usted?

—No, no comprendo.

Se impacientó ante mi resistencia a la comprensión.

—Además —agregó—, es la última tumba de los Coulteray… ¡No hay otra!… Y es que los Coulteray no se mueren.

—¡Es que han muerto en el extranjero, señora!

—Bien, bien… Pero le repito que la tumba está vacía.

—Eso son efectos de la Revolución… ¡Cuántas tumbas están así!…

—No, no… La Revolución no tiene nada que ver… Al día siguiente del día en que se bajó a la cripta el cuerpo de Luis Juan María Crisóstomo, se encontró la lápida fuera de su sitio y el sepulcro vacío…

—¿Y qué?…

—¿Y qué?… ¿No conoce usted la historia de los Coulteray?… Le creía más enterado acerca de Luis Juan María Crisóstomo… Antes me decía usted que escribió artículos para la gran enciclopedia… Sólo escribió uno, nada más que uno… ¿Sabe usted sobre qué? ¿Conoce el tema?… Espere un momento que voy a buscarlo.

Se fue y quedé aturdido por aquella conversación asombrosa y que me pasmaba por su incoherencia. Para mí ya no cabía la menor duda sobre la locura de aquella mujer… Al cabo de unos minutos volvió presurosa.

—Aprisa, aprisa —exclamó—. Llévese este paquete a casa, procurando disimularlo… Léalo y se enterará de todo… Sing-Sing está en la escalera… Sangor viene… ¡Adiós!

Sobre la mesa, delante de mí, había dejado un paquetito envuelto en un periódico de modas y atado con una cinta negra… Lo escondí debajo de mi chaqueta y volví a mi casa… Estaba convencido que por fin iba a saber qué era lo otro…

11. ¡REZAD POR ELLA!

A las diez de la noche todavía leía yo tras las ventanas cerradas de mi taller… Ahora ya sé qué es lo otro ¡Es algo increíble para nuestra época!… Ahora comprendo por qué me repetía de aquella manera terrible tengo miedo a la muerte… Si tiene tanto miedo a la vida… Y también comprendo el sentido que daba a la frase me está prohibida la muerte…

Han llamado a mi puerta… Oigo la voz de Cristina… ¿Cómo se atreve a visitarme a semejante hora?… ¿Y para qué? Voy a abrir… La acompaña su novio, Jaime Cotentin, a quien me presenta… Esta tibia noche de junio han ido a dar una vuelta por los muelles, y al regreso han visto luz en mi casa… Ella, aprovechando la ocasión, ha querido darme las buenas noches…

…Y entraban ambos como en casa de un viejo amigo de la familia… Nunca había visto tan de cerca al carnicero facultativo, ni, a decir verdad, me entusiasmaba recibirle; pero la idea de que Cristina no le amaba y de que le engañaba me lo hacia muy soportable.

Vi que dentro de sus trazas cachazudas tenía unos ojos de miope, grandes, azules, inteligentes y pensativos. No sé si se daba perfecta cuenta de que estaba en mi casa. Me pareció que estaba en la luna, como muchos sabios, aunque ello no se avenía con su edad.

—¿Le ha dado la marquesa el paquete? —preguntó Cristina sentándose—. Ya lo habrá leído, ¿verdad? Vengo de Parte del marqués para rogarle que lo guarde todo en esta casa o que lo destruya. En todo caso, no se lo devuelva. Son los papeles que la han puesto mala. ¿Conoce usted ya el Punto de partida de todas sus imaginaciones?

—Si no me equivoco, es esto —dije poniendo la mano sobre un opúsculo titulado Los más célebres brucólacos. «Brucólaco» es la palabra que usaban los griegos para designar lo que la superstición moderna conoce con el nombre de «vampiros».

Esta obra, impresa en París durante la Revolución, hablaba con la mayor seriedad del mundo de esos seres a quienes se cree muertos y no lo están y que de noche salen de sus tumbas para alimentarse con la sangre de los vivos mientras duermen… Algunos de estos vampiros, cuyos nombres se citan, vuelven ahítos a su sepultura. En ellas han podido ser sorprendidos algunos de ellos, sobre todo en Hungría y en Alemania del Sur. Tenían un color bermejo. Sus venas estaban todavía hinchadas de la sangre que habían chupado, y no había más que abrirlas para ver que aquélla manaba tan fresca como la de un joven de veinte años… Algunos no vuelven jamás a su tumba, porque le tienen horror… Son, desde luego, los más peligrosos, porque no hay ninguna razón para desembarazarse de ellos. No se sabe dónde encontrarlos, y se confunden con el resto de los mortales, cuya vida agotan en provecho de su prolongación indefinida.

Pyede decirse que la única manera para destruir un «brucólaco» es reducir sus despojos a cenizas, luego de haberle cortado previamente la cabeza… Pero ¿cómo tener la seguridad de que se está frente a un brucólaco, a menos de que se le encuentre rojizo en su tumba?…

El último nombre de brucólaco citado en el opúsculo era el del marqués Luis Juan María Crisóstomo de Coulteray, cuya vida, sobre todo durante los últimos años del reinado de Luis XV, había sido un espanto para los padres de familia que tenían hijas bonitas y casaderas. Aquellos honrados burgueses se habían creído libres del monstruo con su muerte. Pero al día siguiente de ella se enteraron de que Luis Juan María Crisóstomo había abandonado su sepulcro, al que jamás había vuelto.

Other books

Children Of The Poor Clares by Mavis Arnold, Heather Laskey
Morgoth's Ring by J. R. R. Tolkien, Christopher Tolkien
Date With A Rockstar by Sarah Gagnon
Bloodsong by Eden Bradley
Down Home Carolina Christmas by Pamela Browning
Wading Into Murder by Joan Dahr Lambert
Sharing Sam by Katherine Applegate