Numerosos eran los testimonios de personas que aseguraban haberle visto rondar de noche alrededor de sus mansiones. Muchachas y mujeres jóvenes que habían cometido la imprudencia de dormir con la ventana o el balcón abierto fueron encontradas a la mañana siguiente en un estado de absoluta extenuación. Y no se tardó en adquirir la prueba (mediante el descubrimiento de una heridita tras el oído) de que el vampiro había pasado por allí.
Finalmente, añadía el opúsculo que el destino de aquellas jóvenes era tanto más funesto cuanto se da por seguro desde la más remota antigüedad que las victimas, cuando mueren, se convierten también en vampiros…
Todas las obras que yo había encontrado en el paquete atado con una cinta negra trataban el mismo tema. Eran
Historias horribles y espantables de lo que ocurrió y aconteció en el barrio Saint-Marcel a la muerte de un misero «brucólaco»
;
Aparecidos, fantasmas y otros que se resisten a abandonar la tierra
;
Cómo se alimentan los vampiros
, un
Tratado sobre la manera de vivir los «brucólacos» en sus sepulcros y fuera de sus sepulcros
, y, finalmente, el famoso artículo de Crisóstomo de Coulteray que se había publicado en la primera edición de la Gran Enciclopedia, y en el que al autor hablaba de los vampiros con un aplomo y una ciencia que hubieran asustado de no mover a la sonrisa…
Entre otras muchas cosas, se leía esto:
«Como es sabido, se da el nombre de vampiro a un muerto que sale de su tumba para atormentar a los vivos. Les chupa la sangre… A veces, les oprime la garganta como para estrangularlos; entre los vampiros parece rota toda especie de afecto, porque persiguen preferentemente a sus amigos y a sus parientes…», etc., etc
.
—¿Comprende usted —preguntó Cristina con triste sonrisa— por qué el marqués deseaba que la marquesa se dedicara a otro género de lectura?… Ahora ya conoce usted todas sus miserias, entre las cuales la peor de todas es ésta, para lo cual le pide el más absoluto secreto. ¡No le gusta hacer el ridículo!
—¿El ridículo?
—En nuestros días, un vampiro divertiría a París. Si se enterasen de que la marquesa cree que su marido pasa las noches chupándole la sangre, habría risa para todo el año en los salones, en Montmartre y en las revistillas teatrales… ¡Por eso la vigila tanto! Bastaría una palabra imprudente para que Jorge María Vicente tuviera que acogerse al Tíbet…
Y como yo no dijera nada, Cristina continuó:
—
¿Nunca le ha enseñado la llaguita que tiene en el cuello?…
¿No? Quizá la tenga curada de momento… Pero en cuanto le salga un granito en la espalda, ya se lo comunicará… Para usted, amigo mío, por las etapas que ya me ha infligido a mí… El granito será para ella el orificio por el cual el horrible marqués le roba la sangre y la vida… ¡No lo tome a risa!…
—Nada de eso —repuse—. El marqués tiene, desde luego, motivos para temer el ridículo; pero, de todos modos, la más digna de lástima es ella.
—Tiene usted razón —afirmó Cristina con la mayor seriedad—. ¡Hay que rogar por ella!
—¡Rogad por ella! —repitió una voz que hasta entonces apenas se había dejado oír.
Me sorprendió el tono con que Jaime Cotentin había pronunciado aquellas palabras.
—¿No cree usted en los vampiros, caballero? —le pregunté sonriendo.
Y Cotentin me contestó:
—Creo en todo y no creo en nada. Vivimos en una época en que el milagro de ayer crea la industria del mañana. En todos los terrenos chocamos con hipótesis contradictorias. La ciencia circula insegura por el caos de interrogaciones que es nuestro pequeño mundo. ¿Hay muchos mundos? Edgar Poe, uno de nuestros más grandes filósofos (hablo en serio), ha demostrado mediante una serie de ecuaciones que hay muchos mundos, y por lo tanto, muchos dioses. Otros han demostrado que sólo hay uno; pero no están de acuerdo en quién sea. El dios de Sócrates, de Descartes, no tiene nada que ver con el de Pascal, ni, sobre todo, con el de Spinoza… ¿Deísmo? ¿Panteísmo? ¿Dónde está la verdad?… ¿Y me pregunta usted si hay vampiros, si es posible que un solo Coulteray haya vivido ciento cincuenta o doscientos años?
»Yo no sé nada, caballero —agregó con su voz algo profesoral y afectada por una laringitis crónica—. Se trata nada menos que del secreto de la vida y de la muerte, en el que aún no hemos penetrado, pero que no desesperamos de violar algún día… ¿Dónde empieza la muerte? ¿Dónde empieza la vida?… ¡En todas partes y en ninguna! ¡No hay principio ni fin! ¿Qué vemos? ¿Qué observamos? Transformaciones, movimientos que vuelven a empezar y que pudiéramos llamar latidos del corazón de Dios… He aquí lo que la experiencia nos ha enseñado… Una cosa que se cree muerta no es más que vida en sueño… Llegará un día, caballero, en que la ciencia, como hoy hemos hecho para la electricidad con la botella de Leyden, introducirá en un frasco los elementos de esta vida dispersos en lo que actualmente creemos que es la muerte… ¡Y ese día habremos vuelto a crear la vida!… ¡Habremos sacado la vida de la muerte, como en principio se puede sacar radium de esta mesa!… Mientras tanto, no puedo más que decir: «¡Rogad…, rogad por la marquesa!… ¡Rogad por quienes creen en los vampiros y por quienes no creen!… ¡Rogad por mí!… ¡Y que Jesús, que es la bondad misma, tenga compasión de todo el mundo!…»
—Rogad también por mí —dije volviéndome a Cristina.
—Amén —pronunció ella con la gravedad y religiosidad que tenía cuando iba a oír misa a San Luis de la Isla.
Me estrecharon la mano y se fueron.
¡No, no era cualquier cosa el prometido! ¡Vaya cabeza la que tenía! Lo que contaba era famoso. Cristina, por lo que veo, no debe aburrirse entre su padre, el relojero que busca el movimiento continuo, y su novio, el estudiante que busca algo parecido en sus estudios sobre las pulsaciones del corazón de Dios.
El caso es que yo le tenía lástima. Y entre esas cuatro paredes deben de llevar una vida moral de singular intensidad. ¡Claro está que no cuento a Gabriel!
No lo cuento, pero no dejo de pensar en él.
Gabriel, huelga decirlo, me interesa más que la marquesa. Su secreto me afecta más.
Naturalmente, no puedo separar de mi mente a Gabriel de Cristina.
Después de las confidencias de la señora Langlois he procurado sorprenderlos a ambos, presenciar de lejos sus castas efusiones…
Pero mis vigilias han sido inútiles.
Gabriel no se me ha aparecido más que en la punta del cincel de Cristina, en el rostro que ella dibuja amorosamente en la placa argéntea.
Estoy acostumbrado a sufrir y a que no se den cuenta de mis sufrimientos; pero llegará día en que gritaré, en que será preciso que grite…
¡Oh Dios mío! Haced que ese día tarde todo lo posible, Porque será el día final…
Era evidente.
Hace dos días que la marquesa me entregó los libros y folletos sobre «brucólacos». Desde entonces no la he vuelto a ver…
Y estoy encantado de ello.
Le tengo lástima, pero me fastidia.
Quisiera que me dejase un poco a solas con mis pensamientos, que ahora pertenecen exclusivamente al trío Cristina-Jaime-Gabriel.
Procuro sacar aparte el papel de Cristina en la extraña comedia sangrienta, que tiene algo de grotesco y algo de criminal.
Pero no llego a aislarla.
Cristina se me representa muy amable con su prometido Jaime y muy tierna con su… ¿qué?… Gabriel.
Porque, ¿qué es Gabriel?
¿Y qué soy yo, en fin de cuentas?
¿Acaso intervengo yo en esa historia del corazón?… Creo que sí… Hay momentos en que creo que sí… Claro está que es muy poco, poquísimo; pero no soy difícil de contentar… Me bastaría con tan poca cosa… Decididamente, me figuro que para ella no soy un simple espectador…
¿Desvarío? Poco antes escribía que ella no se daba cuenta de nada y que yo tendría que gritar algún día… Por lo tanto…
Pensándolo bien, ¿cómo admitir que una joven inteligente no haya visto nada, absolutamente nada, del drama que se desarrolla bajo mi máscara?
¡Admitámoslo!… Pero, entonces, ¿por qué graba el perfil del otro delante de mí?…
¡Qué necio soy!… ¿Acaso ella está enterada de que yo conozco al otro?
Mas ¡qué importa!… Un perfil tan bello, comparado con mi fealdad, ¿no es para que yo prorrumpa a gritos?
¡Ay de mí!…
Quizá espera que grite…
¿Total? Que estoy enfermo… Y no me atrevo a mirar hacia el desenlace de esta enfermedad… ¡Me enveneno con una alegría!… ¡Sé que la curación no es posible, y no la quiero!… ¡Busco el aire que respira y que quiere compartir conmigo, como un intoxicado busca el estupefaciente!… Frecuentemente, llego el primero, y aguardo…, aguardo…
En todo el día no la he visto. Es un poco fuerte.
Por lo demás, ¡no he visto a nadie!
Y esta noche estoy completamente dispuesto a montar la vigilancia en la guardilla… Si no veo a Gabriel, quizá la vea a ella… Es raro que esta mañana, antes de marcharme yo, no haya visto al relojero detrás de los cristales ni haya visto salir al estudiante…, ni a Cristina… No se ha visto salir a nadie.
Pero a las nueve de la noche he visto llegar a un nuevo personaje… Es la primera vez que veo a este hombre, macizo, con cuello de toro, con la frente tan baja que va arrimado a las paredes como si se avergonzara de respirar el mismo aire que todo el mundo. Lleva una gorra redonda, sin visera y un traje informe, que parece formado sobre la base de un saco.
Bajo el brazo lleva un cajón envuelto en un forro de piel…
Parece un ayudante de verdugo.
Por lo visto, le esperaban en casa de Norbert, porque en cuanto ha llamado a la puerta le han abierto y ha desaparecido inmediatamente…
Como es natural, he corrido a mi observatorio.
En casa de Norbert parecen muy atareados… He visto que Cristina atravesaba el jardín varias veces… Llevaba una gran bata blanca, como las de las enfermeras…
Parecía muy agitada y como que Jaime la consolase.
Ambos desaparecieron detrás del pequeño pabellón de la derecha.
Al nuevo personaje no le vi, ni vi tampoco al viejo Norbert.
Así transcurrió una hora, en el mayor silencio. A la derecha, en la planta baja del pabellón, entre las tabletas de las persianas, brillaba luz…
De pronto, el mismo torbellino negro que yo había visto salir de la chimenea cierta noche y propagarse sobre toda la isla como un velo fúnebre, ascendió sobre el tejado… Y el mismo hedor espantoso me llegó hasta la guardilla.
Aquella noche no hacía viento, era sofocante el calor y pesaba el hedor sobre uno de tal manera que le producía una impresión horrorosa.
De pronto se abrieron las persianas de la planta baja del pabellón, y entre un resplandor de sangre cruzado de sombras, como un grabado de Goya, surgió ante mí un espectáculo que jamás olvidaré.
A la derecha parecía arder con un fuego infernal el hornillo de los experimentos, y al lado, junto a una mesa con blanco mantel sobre la que había trozos de carne humana, estaba el hombre macizo, con un delantal, con el pecho casi desnudo, con los brazos arremangados hasta el codo: unos brazos rojos, como si los hubiera hundido en entrañas sanguinolentas…
El estudiante estaba inclinado sobre el hornillo, enrojeciendo unas tenazas que de vez en cuando examinaba.
El viejo Norbert y Cristina, más cerca de la ventana, estaban inclinados uno a cada lado de una mesa de operaciones que yo no veía por completo, y sobre la cual estaba tendido Gabriel, de quien yo no veía más que la frente y los ojos cerrados.
El resto de la cara desaparecía vagamente bajo telas, bajo una acumulación blancuzca que le ocultaba nariz y boca. En cuanto al cuerpo, me lo ocultaban Norbert y Cristina.
Y desde mi pequeño observatorio asistía, con grandes dificultades, a una operación quirúrgica completamente excepcional.
Completamente excepcional, repito, porque aunque era evidente que Gabriel estaba dormido, eso no le impedía que en diversas ocasiones se levantara a medias, dando una especie de salto desordenado y feroz, para caer en seguida entre el relojero y su hija, que le cogían de manos y brazos y le devolvían a la primera posición.
Las tenazas incandescentes habían realizado tres veces su cometido.
¿Cuál era?
No se trataba sencillamente de botones de fuego ni de nada parecido, como puede suponerse.
Lo que se trabajaba y lo que yo oía requemarse era el interior del cuerpo. Luego Jaime arrojó las tenazas, y ayudado por el hombre de los brazos rojos permaneció inclinado sobre Gabriel durante un tiempo que me pareció infinitamente largo.
Cristina estaba de espaldas a mí. Yo deducía que por la manera como estaba colocada y como cogía la muñeca del paciente, no dejaba de tomar el pulso a éste, precaución primordial en una operación que me parecía prolongarse más allá de los limites ordinarios…
Por fin, el operador y su ayudante se levantaron.
Estaban tan rojos de la cabeza a los pies que daba miedo verles.
Jaime dejó el instrumental de acero, útiles de tortura y de salvación, sobre la mesa donde poco antes se encontraban los trozos de carne humana, que yo no veía ya y que arderían en el hornillo del laboratorio, porque persistía el espantoso hedor…
Y oí que Jaime decía claramente:
—
Por esta vez, basta. Hay que hacer desaparecer toda esta sangre… Y ahora, ¡suero, suero, suero!
Cristina se volvió y cerró la ventana.
Ofrecía una cara completamente serena y hasta una especie de alegría parecía resplandecer en su bella frente tranquila.
En vano busqué en sus adoradas facciones la huella de la emoción, siquiera física, que le habría «volcado el corazón» durante aquellos terribles minutos…
¡Nada!…
Ella, a quien poco antes había visto tan inquieta en el jardín, había sabido tener un corazón a tono durante una operación de la que dependía la vida de la persona amada.
Y había asistido como profesional a la tragedia del escalpelo y de las tenazas.
¡Oh! Por lo visto, tiene un carácter muy firme…
Es una mujer sólida. Y hablo tanto desde el punto de vista oral como desde el punto de vista físico…
Estoy seguro de que saldrá
sonriendo
de esta aventura que hubiera podido ser sencillamente un asesinato.
Gabriel será amado, Jaime se casará y el viejo Norbert, feliz entre su hija y los dos hombres que asegurarán la dicha de la encantadora muchacha, volverá tranquilamente a sus ruedas cuadradas…