La música del azar (16 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: La música del azar
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Sacó los planos con cuidado de un cilindro de cartón y los extendió sobre la mesa, sujetando cada esquina con una taza de café.

—Lo que tenemos aquí es un muro sencillo —continuó—. Seiscientos metros de largo y seis metros de alto, diez hileras de mil piedras cada una. Ni curvas ni esquinas, ni arcos, ni columnas, nada de adornos de ninguna clase. Simplemente un muro liso y recto.

—Seiscientos metros —dijo Nashe—. Más de medio kilómetro.

—Eso es lo que trato de deciros. Este niño es un gigante.

—No lo acabaremos nunca —dijo Pozzi—. Es completamente imposible que dos hombres puedan construir ese monstruo en cincuenta días.

—Según creo —dijo Murks—, no tenéis que hacerlo. Simplemente cumplís vuestro tiempo, hacéis lo que podáis, y ya está.

—Así es, amigo —dijo Pozzi—. Exactamente.

—Veremos hasta dónde llegáis —dijo Murks—. Dicen que la fe mueve montañas. Bueno, a lo mejor los músculos también las mueven.

Los planos mostraban que el muro trazaba una línea diagonal entre las esquinas noreste y suroeste del prado. Según descubrió Nashe después de estudiar el diagrama, ésta era la única manera de que un muro de seiscientos metros cupiera dentro de los limites del prado rectangular (que tendría aproximadamente trescientos sesenta metros de ancho por quinientos cuarenta de largo). Pero el hecho de que la diagonal fuese una necesidad matemática no significaba que fuese una mala elección. En la medida en que se molestó en pensar en ello, hasta Nashe reconoció que un sesgo era preferible a un cuadrado. El muro tendría un mayor impacto visual de esa forma —partiendo el prado en dos triángulos en lugar de hacerlo en cuadrados—, y, por algúna razón, le complació que no hubiera otra solución posible.

—Seis metros de alto —dijo Nashe—. Vamos a necesitar andamios, ¿no?

—Cuando llegue el momento —dijo Murks.

—¿Y quién se supone que va a levantarlos? Nosotros no, espero.

—No te preocupes por cosas que quizá no sucedan nunca —dijo Murks—. No tendremos que pensar en los andamios hasta que lleguéis a la tercera hilera. Eso son dos mil piedras. Si llegáis hasta ahí en cincuenta días, yo puedo construiros algo en un periquete. No me llevará más que unas horas.

—También hace falta cemento —continuó Nashe—. ¿Vas a traernos una máquina, o tendremos que mezclarlo nosotros?

—Os traeré las bolsas de cemento de la ferretería del pueblo. Hay unas cuantas carretillas en el cobertizo de las herramientas, podéis usar una de ellas para mezclarlo. No necesitaréis mucho, sólo un pegote o dos en los sitios adecuados. Esas piedras son sólidas. Una vez que estén arriba nada las derribará.

Murks enrolló los planos y volvió a meterlos en el tubo de cartón. Luego Nashe y Pozzi le siguieron fuera y volvieron a subir los tres al todoterreno y se dirigieron al otro extremo del prado. Murks explicó que la hierba estaba corta porque él la había segado unos días antes, y la verdad era que olía bien, añadiendo un matiz de dulzura al aire que a Nashe le recordó cosas de tiempos lejanos. Le puso de buen humor, y cuando terminó el breve trayecto ya no estaba preocupado por los detalles del trabajo. El día era demasiado hermoso para inquietarse por eso, y con el calor del sol dándole en la cara parecía ridículo preocuparse por nada. Toma las cosas como vengan, se dijo. Alégrate de estar vivo.

Mirar las piedras desde lejos era una cosa, pero ahora que las tenía allí le resultó imposible no desear tocarlas, pasar las manos por su superficie y descubrir cómo eran al tacto. Pozzi pareció responder de la misma manera, y durante los primeros minutos los dos vagaron en torno a las pilas de granito palmeando tímidamente los suaves bloques grises. Había algo imponente en ellos, una inmovilidad que casi daba miedo. Las piedras eran tan inmensas, tan frescas al contacto con la piel, que era difícil creer que hubiesen pertenecido a un castillo. Parecían demasiado viejas para eso; como si hubiesen sido extraídas de los estratos más profundos de la tierra, como si fueran reliquias de un tiempo anterior a la mera concepción de la existencia del hombre.

Nashe vio una piedra separada al borde de uno de los montones y se agachó para levantarla, sintiendo curiosidad por saber cuánto pesaba. El primer tirón produjo un nudo de presión en la región lumbar y cuando consiguió levantarla del suelo gruñía por el esfuerzo y notaba como si los músculos de las piernas estuvieran a punto de acalambrársele. Dio dos o tres pasos y luego la dejó.

—¡Jesús! —exclamó—. No es muy manejable, ¿eh?

—Pesan entre treinta y cinco y cuarenta kilos —dijo Murks—. Lo suficiente como para que se note cada una.

—La he notado —dijo Nashe—. Vaya si la he notado.

—Entonces, ¿cuál es el plan, viejo? —dijo Pozzi—. ¿Movemos todos estos cantos con el todoterreno o nos vas a dar otra cosa? Estoy mirando por aquí a ver si hay un camión, pero no veo ninguno en las proximidades.

Murks sonrió y meneó despacio la cabeza.

—No creeréis que son idiotas, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Nashe.

—Si os damos un camión, lo usaréis para escaparos de aquí. Es bastante evidente, ¿no? No es lógico daros la oportunidad de escapar.

—No sabía que estuviéramos en prisión —dijo Nashe—. Pensé que nos habían contratado para hacer un trabajo.

—Sí —contestó Murks—. Pero no quieren que dejéis de cumplir el trato.

—Así que ¿cómo las movemos? —preguntó Pozzi—. No son terrones de azúcar, ¿comprendes? No podemos metérnoslas en los bolsillos.

—No hace falta enfadarse —dijo Murks—. Tenemos un carrito en el cobertizo; os servirá estupendamente para eso.

—De ese modo se tardará una eternidad —dijo Nashe.

—¿Y qué? En cuanto hagáis vuestras horas, estaréis libres. ¿A vosotros qué os importa lo que se tarde?

—Vaya —dijo Pozzi, haciendo sonar los dedos y hablando en el tono de un palurdo estúpido—. Gracias por hacérmelo comprender, Calvin. Quiero decir, diantre, ¿de qué nos quejamos? Ahora tenemos nuestro carrito y, pensando en lo mucho que nos va a ayudar con el trabajo, que también es el trabajo del Señor, hermano Calvin, supongo que deberíamos sentirnos felices. Lo que pasa es que yo no lo enfocaba bien. Aquí Jim y yo debemos ser los tipos más afortunados de la tierra.

Luego volvieron al remolque y descargaron el equipaje de Nashe del todoterreno, depositando las maletas y las bolsas de los libros y cintas en el suelo del cuarto de estar. Después se sentaron otra vez a la mesa de la cocina e hicieron la lista de la compra. Murks era el que escribía, y formaba las letras tan lenta y trabajosamente que tardaron cerca de una hora en anotarlo todo: los distintos alimentos, condimentos y bebidas, la ropa de trabajo, las botas y los guantes, más ropa para Pozzi, gafas de sol, jabones, bolsas de basura y una palmeta matamoscas. Una vez que hubieron apuntado lo esencial, Nashe añadió un radiocasette portátil y Pozzi pidió varios artículos pequeños: una baraja, un periódico, un ejemplar de la revista
Penthouse
. Murks les dijo que volvería a media tarde y luego, reprimiendo un bostezo, se levantó y se dirigió a la puerta. Justo cuando iba a salir, sin embargo, Nashe recordó una pregunta que había querido hacerle antes.

—Quería saber si podria hacer una llamada telefónica —dijo.

—Aquí no hay teléfono —contestó Murks—. Como puedes ver.

—Entonces tal vez podrías llevarme a la casa en el coche.

—¿Para qué quieres hacer una llamada?

—No creo que eso sea asunto tuyo, Calvin.

—No, supongo que no. Pero no puedo llevarte a la casa sin saber por qué quieres ir.

—Quiero llamar a mi hermana. Me espera dentro de unos días y no quisiera que se preocupara cuando no aparezca.

—Lo siento, no me permiten llevaros allí. Me dieron órdenes especiales.

—¿Y un telegrama? Si te escribo el mensaje, podrías mandarlo por teléfono tú mismo.

—No, tampoco puedo hacer eso. A los jefes no les gustaría. Pero puedes mandar una postal si quieres. Yo te la echaría al correo.

—Prefiero que sea una carta. Puedes comprarme papel y sobres en el pueblo. Si la envío mañana, supongo que le llegará a tiempo.

—De acuerdo, papel y sobres.

Después de que Murks se alejara en el todoterreno, Pozzi se volvió a Nashe y le dijo:

—¿Crees que la echará?

—No tengo ni idea. Si tuviera que apostar diría que hay bastantes probabilidades. Pero es difícil estar seguro.

—De una forma u otra, nunca lo sabrás. Te dirá que la envió, pero eso no quiere decir que puedas fiarte de él.

—Le pediré a mi hermana que me conteste. Si no lo hace, sabré que nuestro amigo Murks mentía.

Pozzi encendió un cigarrillo y luego empujó el paquete de Marlboro hacia Nashe, el cual titubeó un momento antes de aceptarlo. Al fumar el cigarrillo se dio cuenta de lo cansado que estaba, absolutamente falto de energía. Lo apagó después de dos o tres caladas y dijo:

—Creo que voy a dormir una siesta. No tenemos nada que hacer, así que voy a probar mi nueva cama. ¿Qué cuarto prefieres, Jack? Yo ocuparé el otro.

—Me da igual —contestó Pozzi—. Elige tú.

Al levantarse, Nashe se movió de tal forma que las figuritas de madera que llevaba en el bolsillo se descolocaron. Notó que le presionaban contra la pierna y, por primera vez desde que las robó, se acordó de que las tenía allí.

—Mira esto —dijo, sacando a Flower y Stone y poniéndolos de pie sobre la mesa—. Nuestros dos amiguitos.

Pozzi frunció el ceño, luego sonrió despacio mientras examinaba a los minúsculos hombrecitos, que parecían vivos.

—¿De dónde coño han salido?

—¿De dónde crees?

Pozzi miró a Nashe con una extraña expresión de incredulidad.

—¿No las habrás robado?

—Claro que sí. ¿Cómo crees que acabaron en mi bolsillo?

—Estás loco, ¿lo sabes? Estás aún más loco de lo que yo pensaba.

—No me parecía bien marcharme sin llevarme un recuerdo —dijo Nashe, sonriendo como si acabara de recibir un cumplido.

Pozzi le devolvió la sonrisa, claramente impresionado por la audacia de Nashe.

—No les va a hacer demasiada gracia cuando lo descubran —dijo.

—Peor para ellos.

—Sí —dijo Pozzi, cogiendo a los dos hombrecitos y examinándolos más de cerca—, peor para ellos.

Nashe cerró las persianas de su cuarto, se tumbó en la cama y se quedó dormido mientras los sonidos del prado le inundaban. Los pájaros cantaban a lo lejos, el viento pasaba por entre los árboles, una cigarra chirriaba debajo de su ventana. Su último pensamiento antes de perder la conciencia fue Juliette y su cumpleaños. El doce de octubre es dentro de cuarenta y seis días, se dijo. Si tenía que pasar las próximas cincuenta noches en aquella cama, no podría ir. A pesar de lo que le había prometido, él estaría aún en Pennsylvania el día de su fiesta.

A la mañana siguiente Nashe y Pozzi descubrieron que construir un muro no era tan sencillo como habían imaginado. Antes de empezar la construcción en si había que hacer toda clase de preparativos. Había que trazar líneas, cavar zanjas, crear una superficie plana.

—No podéis dejar caer las piedras simplemente y esperar que quede bien —les dijo Murks—. Tenéis que hacer las cosas como Dios manda.

Su primera tarea fue desenrollar dos cuerdas paralelas y tenderlas entre las esquinas del prado para delimitar el espacio que ocuparía el muro. Una vez que esas líneas estuvieron fijadas, Nashe y Pozzi ataron las cuerdas a unas pequeñas estacas de madera y luego clavaron las estacas en la tierra a intervalos de metro y medio. Era un proceso laborioso que obligaba a tomar medidas constantemente, pero Nashe y Pozzi no tenían demasiada prisa, puesto que sabían que cada hora pasada con la cuerda significaba una hora menos que tendrían que pasar levantando piedras. Teniendo en cuenta que había que clavar ochocientas estacas, los tres días que tardaron en acabar esa tarea no parecían excesivos. En otras circunstancias tal vez la habrían prolongado un poco más, pero Murks nunca estaba muy lejos y a sus ojos azul pálido no se les escapaba ningún truco.

Al día siguiente les dio palas y les dijo que cavaran una zanja poco profunda entre las dos cuerdas. El destino del muro dependía de que el fondo de esa zanja fuera lo más llano posible y por lo tanto procedieron con cautela, avanzando muy lentamente. Dado que el prado no era perfectamente plano, se veían obligados a eliminar los varios montículos y desniveles que encontraban en su camino, arrancando las malas hierbas con las palas y recurriendo a los picos y las palancas para extraer las piedras que hubieran bajo la superficie. Algunas de estas piedras resultaron ser terriblemente resistentes. Se negaban a desprenderse de la tierra, y Nashe y Pozzi pasaron la mayor parte de seis días librando batalla con ellas, peleando por arrancar cada uno de aquellos impedimentos del obstinado suelo. Las piedras más grandes dejaban agujeros tras ellas, naturalmente, y era preciso llenarlos con tierra; luego había que transportar en carretillas todo el sobrante de materia producido por la excavación y tirarla en los bosques que rodeaban el prado. El trabajo iba despacio, pero ninguno de los dos lo encontraba particularmente difícil. En realidad, cuando llegó el momento de darle los últimos toques, casi lo estaban disfrutando. Durante toda una tarde no hicieron otra cosa que alisar el fondo de la zanja y luego allanarlo con la azada. Durante esas pocas horas, la tarea no les pareció más agotadora que trabajar en el jardín.

No tardaron mucho tiempo en adaptarse a su nueva vida. Al cabo de tres o cuatro días en el prado, la rutina ya les era familiar y al final de la primera semana ni siquiera tenían que pensar en ella. El despertador les levantaba todas las mañanas a las seis. Después de turnarse para entrar en el cuarto de baño iban a la cocina y se preparaban el desayuno (Pozzi tomaba zumo de naranja, tostadas y café, Nashe prefería huevos revueltos y salchichas). Murks se presentaba puntualmente a las siete y daba un golpecito con los nudillos en la puerta del remolque. Entonces salían al prado y comenzaban su jornada laboral. Después de hacer un turno de cinco horas por la mañana, regresaban al remolque para comer (una hora libre sin paga) y luego trabajaban otras cinco horas por la tarde. La hora de dejarlo eran las seis y ése era siempre un buen momento para los dos, el preludio de los placeres de una ducha caliente y una cerveza tranquila en el cuarto de estar. Entonces Nashe se retiraba a la cocina y hacía la cena (cosas sencillas generalmente, los clásicos recursos norteamericanos: solomillos, chuletas, estofados de pollo, montones de patatas y verduras, budines y helados de postre), y una vez tenían el estómago lleno, Pozzi hacía su parte fregando los platos. Entonces Nashe se tumbaba en el sofá del cuarto de estar escuchando música y leyendo un libro y Pozzi se sentaba a la mesa de la cocina y hacía solitarios. A veces hablaban, otras no decían nada. A veces salían fuera y jugaban a una especie de baloncesto que se había inventado Pozzi: tirar piedras dentro de una lata de basura desde una distancia de tres metros. Y una o dos veces, cuando el aire de la tarde era especialmente agradable, se sentaron en los escalones del remolque y contemplaron cómo el sol se ocultaba detrás de los bosques.

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