Pozzi esperaba una oportunidad para acusar a Flower y Stone, pero los millonarios no aparecían por allí. Su ausencia era inexplicable y, a medida que pasaba el tiempo, Nashe estaba cada vez más perplejo. Había supuesto que acudirían a fisgar todos los días. El muro era idea suya, después de todo, y parecía natural que quisieran ver cómo iba el trabajo. Pero transcurrían las semanas y seguían sin dar señales de vida. Siempre que Nashe le preguntaba a Murks dónde estaban, Calvin se encogía de hombros y decía que estaban ocupados. No tenía ningún sentido. Nashe trató de hablar con Pozzi del asunto, pero el muchacho estaba ya en otra órbita y siempre tenía la misma respuesta preparada:
—Eso quiere decir que son culpables —decía—. Esos hijos de puta saben que voy por ellos y están demasiado asustados para asomar la cabeza.
Una noche Pozzi se bebió cinco o seis cervezas después de cenar y cogió una buena cogorza. Estaba de pésimo humor y al cabo de un rato empezó a tambalearse de un lado a otro por el remolque, farfullando toda clase de incoherencias sobre la injusticia que se estaba cometiendo con él.
—Les voy a dar su merecido a esos cabrones —le dijo a Nashe—. Voy a hacer que ese seboso de mierda confiese.
Sin detenerse a explicar qué pensaba hacer, cogió una linterna de la repisa de la cocina, abrió la puerta y se lanzó a la oscuridad. Nashe se puso de pie y le siguió, gritándole que volviera.
—Déjame en paz, bombero —dijo Pozzi, agitando la linterna como un loco—. Si esos cabrones no vienen aquí a hablar con nosotros, tendremos que ir a buscarlos.
Nashe comprendió que, aparte de darle un puñetazo en la cara, no tenía forma de detenerle. El muchacho estaba borracho, más allá del influjo de las palabras, y tratar de disuadirle no serviría de nada. Pero Nashe no deseaba pegar a Pozzi. La idea de golpear a un muchacho desesperado y borracho no le parecía una solución, así que decidió no hacer nada, seguirle la corriente y procurar que Pozzi no se metiera en líos.
Atravesaron el bosque juntos, guiándose por la luz de la linterna. Eran casi las once y el cielo estaba nublado, oscureciendo la luna y las estrellas que pudiera haber. Nashe caminaba esperando ver aparecer alguna luz de la casa, pero todo era oscuridad en aquella dirección y al cabo de un rato empezó a dudar de si la encontrarían. Tenía la impresión de que tardaban mucho en llegar, y con Pozzi tropezando en las piedras y metiéndose en los matorrales espinosos, la expedición comenzó a parecerle completamente insensata. Pero luego, al fin, estaban pisando el borde del césped y acercándose a la casa. Parecía demasiado pronto para que Flower y Stone se hubieran acostado, pero no había una sola ventana con luz. Pozzi dio la vuelta a la casa y llamó al timbre de la puerta principal, que volvió a tocar las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. El muchacho masculló algo entre dientes, ni la mitad de divertido que el primer día, y esperó a que les abrieran. Pero no ocurrió nada y al cabo de quince o veinte segundos llamó de nuevo.
—Parece que están pasando la noche fuera —dijo Nashe.
—No, están ahí dentro —contestó Pozzi—. Lo que pasa es que son demasiado gallinas para abrir.
Pero no se encendió ninguna luz después de la segunda llamada y la puerta continuó cerrada.
—Creo que es hora de dejarlo —dijo Nashe—. Si quieres volvemos mañana.
—¿Qué me dices de la sirvienta? —dijo Pozzi—. Supongo que estará en casa. Podríamos dejarle un mensaje.
—Puede que tenga el sueño pesado. O puede que le hayan dado la noche libre. A mí me parece que no hay nadie ahí dentro.
Pozzi le dio una patada a la puerta en un gesto de frustración, y luego, de pronto, se puso a maldecir a voces. En lugar de llamar una tercera vez, retrocedió y siguió gritándole a una de las ventanas del piso superior, descargando su ira contra la casa vacía.
—¡Eh, Flower! —vociferó—. ¡Sí, gordinflón, a ti te hablo! Eres un mal bicho, ¿lo sabías? Tú y tu amiguito, los dos sois unos bichos, ¡y me las vais a pagar por lo que me hicisteis!
Siguió así durante sus buenos tres o cuatro minutos, un desahogo beligerante de disparatadas e inútiles amenazas, que incluso, a medida que crecía en intensidad, se hacia progresivamente más patético, más triste por la misma estridencia de su desesperación. El corazón de Nashe se llenó de compasión por el muchacho, pero no podía hacer mucho hasta que la cólera de Pozzi se agotara. Permaneció en la oscuridad, observando los insectos que hervían en el rayo de su linterna. A lo lejos un búho ululó una vez, dos, luego calló.
—Venga, Jack —dijo Nashe—. Volvamos al remolque para dormir un poco.
Pero Pozzi no había acabado. Antes de marcharse, se agachó en el camino, cogió un puñado de guijarros y lo arrojó contra la casa. Era un gesto estúpido, la rabia rencorosa de un chiquillo de doce años. La grava rebotó como perdigones contra la superficie dura y luego, casi como un eco, Nashe oyó el débil sonido atiplado del cristal al romperse.
—Basta ya —dijo Nashe—. Creo que hemos tenido suficiente por esta noche.
Pozzi se volvió y echó a andar hacia el bosque.
—Gilipollas —dijo para sí—. El mundo entero está gobernado por gilipollas.
Después de aquella noche, Nashe comprendió que tendria que vigilar más de cerca al chico. Los recursos interiores de Pozzi se estaban agotando, y ni siquiera habían llegado a la mitad de su condena. Sin darle importancia, Nashe empezó a hacer más trabajo del que le correspondía, a cargar y transportar piedras él solo mientras Pozzi descansaba, pensando que un poco más de sudor por su parte podría contribuir a mantener la situación bajo control. No quería más estallidos de ira ni más borracheras, no quería estar constantemente preocupado pensando que el chico estaba a punto de derrumbarse. Podía soportar el trabajo extra y a la larga le parecía más sencillo eso que intentar enseñarle a Pozzi las virtudes de la paciencia. Todo habría terminado dentro de treinta días, se dijo, y si no lograba llegar hasta entonces, ¿qué clase de hombre era?
Dejó de leer después de cenar y dedicó esas horas a Pozzi. Las noches eran un momento peligroso y no era conveniente dejar que el chico se quedara solo en la cocina dándole vueltas a la cabeza, concibiendo ideas asesinas y poniéndose frenético. Nashe trató de hacerlo con sutileza, pero a partir de ese momento se puso a disposición de Pozzi. Si el chico tenía ganas de jugar a las cartas, jugaba a las cartas con él; si le apetecía tomar unas copas, abría una botella y le acompañaba vaso tras vaso. Con tal que estuvieran hablando, no importaba cómo ocuparan el tiempo. De vez en cuando Nashe le contaba historias acerca del año que había pasado en la carretera o le hablaba de algunos de los grandes incendios que había apagado en Boston, deteniéndose en los detalles más espantosos para provecho de Pozzi, pensando que tal vez el muchacho se distraería de sus propios problemas al oír las penalidades que otros habían sufrido. Durante un corto tiempo al menos, la estrategia de Nashe pareció dar resultado. El chico estaba notablemente más tranquilo y la enconada conversación respecto a enfrentarse con Flower y Stone cesó repentinamente, pero no pasó mucho tiempo sin que aparecieran nuevas obsesiones para sustituir a las viejas. Nashe pudo manejar la mayoría de ellas sin mucha dificultad —las chicas, por ejemplo, y la creciente preocupación de Pozzi por echar un polvo—, pero de otras no resultaba tan fácil librarse. No era que el muchacho amenazase a nadie, pero de vez en cuando, en mitad de una conversación, salía con cosas tan demenciales y esquizoides que Nashe se asustaba sólo de oírlas.
—Todo iba exactamente como yo lo había planeado —le dijo una noche—. Te acuerdas, Jim, ¿no? Iba verdaderamente rodado, lo mejor que uno podía desear. Yo casi había triplicado nuestra apuesta y me estaba preparando para el tiro de gracia. Esos mierdas estaban acabados. Era cuestión de tiempo el que cayeran panza arriba. Yo lo sentía en los huesos. Esa es la sensación que siempre espero. Es como si un interruptor saltara dentro de mí y entonces todo mi cuerpo empieza a zumbar. Siempre que noto esa sensación, quiere decir que he llegado a la meta, que puedo deslizarme sin esfuerzo hasta el final. ¿Me sigues, Jim? Hasta esa noche nunca me había equivocado, ni una vez.
—Siempre hay una primera vez para todo —dijo Nashe, no muy seguro de adónde quería ir a parar el chico.
—Puede. Pero es difícil de creer que fuera eso lo que nos pasó. Una vez que tu suerte empieza a rodar no hay nada que pueda pararla. Es como si el mundo entero encajara de pronto en su sitio. Tú estás como fuera de tu cuerpo, y durante el resto de la noche te quedas allí viéndote a ti mismo hacer milagros. En realidad ya no tiene nada que ver contigo. Escapa a tu control, y con tal que no pienses mucho en ello, no puedes equivocarte.
—Parecía ir bien durante un rato, Jack, lo reconozco. Pero luego empezó a volverse en contra nuestra. Así son las cosas y no se puede hacer nada al respecto. Es como un bateador que ha hecho cuatro de cuatro y luego el juego entra en el final de la novena, y la vez siguiente lanza fuera con las bases llenas. Su equipo pierde, y tal vez se pueda decir que él es el responsable, pero eso no quiere decir que haya tenido una mala noche.
—No, no me estás escuchando. Te estoy diciendo que en esa situación es imposible que yo lance fuera. A esas alturas yo veo el balón tan grande como una sandía. Me meto en el cajón de bateo, espero mi lanzamiento y entonces le doy de lleno y hago el tanto que gana el partido.
—De acuerdo, haces una línea fenomenal. Pero el central va por el balón como una flecha y, justo cuando está a punto de escapársele, da un salto y lo atrapa en su guante. Es una cogida imposible, una de las grandes cogidas de todos los tiempos. Pero es un fuera, ¿no?, y no por ello se puede culpar al bateador de no haber hecho todo lo que podía. Eso es lo que intento decirte, Jack. Hiciste todo lo que pudiste y perdimos. Cosas peores han pasado en la historia del mundo. No hay por qué preocuparse más por eso.
—Sí, pero sigues sin entender lo que te estoy diciendo.
—Me parece bastante sencillo. Durante la mayor parte de la noche parecía que íbamos a ganar. Pero luego algo salió mal y no ganamos.
—Exacto. Algo salió mal. ¿Y qué crees que fue?
—No lo sé, muchacho. Dímelo tú.
—Fuiste tú. Tú rompiste el ritmo y a partir de ahí todo se estropeó.
—Que yo recuerde, eras tú el que estaba jugando a las cartas. Lo único que yo hacía era estar allí sentado mirando.
—Pero tú eras parte de ello. Hora tras hora, estuviste sentado justo detrás de mi, respirándome en el cuello. Al principio me distraía un poco tenerte tan cerca, pero luego me acostumbré, y al cabo de un rato supe que estabas allí por una razón. Me estabas insuflando vida, colega, y cada vez que notaba tu aliento, la buena suerte penetraba en mis huesos. Era todo absolutamente perfecto. Lo teníamos todo equilibrado, todas las ruedas giraban y era maravilloso, tío, verdaderamente maravilloso. Y entonces se te ocurrió levantarte y marcharte.
—Una llamada de la naturaleza. No esperarías que me meara en los pantalones, ¿verdad?
—Sí, claro, puedes ir al cuarto de baño. No tengo ningún problema por eso. Pero ¿cuánto se tarda? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos? Por supuesto, puedes ir a echar una meada. Pero coño, Jim, ¡estuviste fuera una hora!
—Estaba agotado. Necesitaba echarme un rato y dormir una siestecita.
—Ya, pero no dormiste una siestecita, ¿verdad? Subiste al piso de arriba y te pusiste a merodear por esa estúpida Ciudad del Mundo. ¿Por qué coño tenias que hacer una cosa tan absurda? Yo estoy abajo esperando a que vuelvas, y poco a poco empiezo a perder la concentración. No paro de preguntarme: ¿dónde está? ¿Qué le ha pasado? Las cosas van empeorando y ya no gano tantas manos como antes. Y luego, justo en el momento en que las cosas están realmente mal, se te ocurre robar una pieza de la maqueta. No puedo creer que cometieras una equivocación semejante. Una falta de clase, Jim, una treta de aficionado. Hacer una cosa así es como cometer un pecado, es como violar una ley fundamental. Lo teníamos todo en armonía. Habíamos llegado al punto en que todo se estaba convirtiendo en música para nosotros, y entonces se te ocurre subir arriba y destrozar todos los instrumentos. Desordenaste el universo, amigo mío, y cuando un hombre hace eso, tiene que pagar el precio. Lo que lamento es que yo tengo que pagarlo contigo.
—Estás empezando a hablar como Flower, Jack. El tipo gana la lotería y de repente se cree elegido por Dios.
—Yo no estoy hablando de Dios. Dios no tiene nada que ver en esto.
—No es más que otra palabra para la misma cosa. Tú quieres creer en algún propósito oculto. Estás intentando convencerte de que hay una razón para todo lo que sucede en el mundo. Me da igual cómo le llames, Dios, suerte, armonía, todo viene a ser la misma gilipollez. Es una forma de rehuir los hechos, de negarse a mirar cómo funcionan realmente las cosas.
—Tú te crees muy listo, Nashe, pero no tienes ni puta idea de nada.
—Exactamente, no la tengo. Y tú tampoco, Jack. No somos más que un par de ignorantes, tú y yo, un par de zopencos que se creyeron alguien. Ahora estamos tratando de ajustar las cuentas. Si no lo estropeamos, saldremos de aquí dentro de veintisiete días. No digo que sea muy divertido, pero puede que aprendamos algo antes de que se acabe.
—No deberías haberlo hecho, Jim. Es lo único que te digo. Desde que robaste a esos hombrecitos, las cosas se salieron de madre.
Nashe lanzó un suspiro de exasperación, se levantó de la silla y sacó las figuras de Flower y Stone de su bolsillo. Luego se acercó a Pozzi y las sostuvo delante de sus ojos.
—Mira bien y dime lo que ves —dijo.
—Diablos —dijo Pozzi—. ¿Para qué quieres hacer estos jueguecitos?
—Tú mira —dijo Nashe secamente—. Venga, Jack, dime que tengo en la mano.
Pozzi miró fijamente a Nashe con expresión dolida y luego obedeció de mala gana.
—Flower y Stone.
—¿Flower y Stone? Yo pensé que Flower y Stone eran más grandes. Quiero decir, míralos, Jack, estos dos tipos no miden más de cuatro centímetros.
—De acuerdo, no son realmente Flower y Stone. Es lo que se llama una réplica.
—Es un pedazo de madera, ¿no? Un estúpido pedacito de madera. ¿No es cierto, Jack?
—Si tú lo dices.
—Y sin embargo tú crees que este trozo de madera es más fuerte que nosotros, ¿no? En realidad, crees que es tan fuerte que nos hizo perder nuestro dinero.