La niña del arrozal (17 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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—Pero ¿es que os dan drogas? —se escandalizó Wichi.

—A veces, sí. —Y añadió Watana—: Y no es lo peor que te puede pasar.

Esa misma mañana llevaron a Wichi al «salón de belleza», advirtiéndole, para su tranquilidad, que solo era para probarle algunos vestidos. De paso la peinaron recogiendo su hermosa cabellera en un moño muy alto, para que el cuello, que lo tenía largo y estilizado, luciera al descubierto. La encargada del salón de vez en cuando le preguntaba:

—¿Qué te parece? ¿Te gusta? ¿A que estás más guapa?

Wichi no contestaba a ninguna de estas preguntas; en aquel salón era donde perfumaban a las niñas, y el olor le producía náuseas.

A continuación la señora Yuphin en persona le advirtió que al día siguiente, o a lo más en un par de días, tendría su primer encuentro con un auténtico caballero. Luego la dejó en manos de una mujer mayor, con el pelo blanco, que vestía una túnica hasta los pies, quien la instruyó sobre la «danza de la cosecha», que al principio bailaba con movimientos que resultaban graciosos, para terminar con otros muy obscenos, que Wichi se resistió a practicar. La mujer, muy amable, le dijo que no importaba, ya que siendo doncella no tenía por qué conocer esa versión del baile del arroz. Cuando llegó el momento de bailar en la barra fija o americana, la mujer se rio de su poca destreza, pero consideró que esa torpeza no venía mal, pues confirmaba su condición virginal, por la que iban a pagar una fortuna.

Cuando la devolvieron a la habitación se echó sobre su lecho, sollozando, y sus compañeras la dejaron un rato porque todas, más o menos, habían pasado por ese trance. Además, era la hora de la serie en la televisión, y si no se seguía con atención se perdía una en la trama argumental. Cuando se terminó el capítulo, se ocuparon de ella, procurando darle consuelo y consejos. En este último aspecto la opinión de Duangta y Graitpason era terminante: cuanto antes lo hagas, antes terminas y dejas de sufrir. Si te resistes lo único que conseguirás es que te lo hagan a la fuerza, y sales perdiendo. El secreto estaba en sonreír y dar toda clase de facilidades. Así, incluso, obtenías premios. Y para animarla le enseñaron una cartera en la que guardaban el dinero que les daban cuando se portaban bien. Watana le tomó una mano para acariciársela, y admitió que las otras dos tenían razón, pero que era un asco. E hizo una declaración sorprendente:

—Si supiera cómo hacerlo, me quitaría la vida.

Esta declaración hizo reaccionar a Wichi, quien la reprendió:

—No puedes quitarte la vida. Eso atenta contra tu karma y te expones a reencarnarte en un miserable gusano.

—Prefiero ser un gusano que una prostituta —fue la respuesta de Watana, que, contagiada por Wichi, estaba a punto de llorar.

Graitpason le razonó:

—Como no te puedes matar, pórtate bien. Si no te mandarán a Garuda y allí seguro que coges el sida. Aquí, por lo menos, no tenemos ese peligro.

Esto también lo dudaba Watana porque, con clientes tan repulsivos como los que pasaban por allí, era difícil librarse por muchos medios que pusieran.

Capítulo 14

Wichi no llegó a conocer al comerciante chino que le tenían reservado, pagando su precio por ello.

El día señalado, con antelación, trataron de sacarla de su habitación sin conseguirlo porque se aferró a uno de los barrotes de las literas y demostró disponer de una fuerza asombrosa, porque ni dos celadoras podían con ella. Al fin vino una tercera que fue quien terminó de estropearlo. Le tapó la boca y la nariz, para que, al sentir síntomas de asfixia, se relajara y les permitiera actuar, pero Wichi consiguió liberarse dándole un mordisco tan tremendo que a poco le arranca un dedo, lo que provocó tal furia en la mujer que la estrelló contra la pared, con tan mala suerte que se rompió la nariz y se hizo una tremenda brecha en la frente, de la que empezó a manar sangre con tal abundancia que en pocos minutos le cubría toda la cara y parte del pecho, perdiendo el conocimiento.

La autora del desaguisado recibió a la señora Yuphin, cuya presencia fue requerida en el acto, de rodillas, pidiendo perdón por lo que había hecho, pues comprendía que había dejado inservible, al menos por unos días, a la joven. La señora Yuphin se enfrentó a la situación con una frialdad gélida. Cuando vio a Wichi sangrando de aquel modo y sin conocimiento, le dijo a la celadora:

—Como se muera, date tú también por muerta.

Y la mujer, comprensiva, asintió con la cabeza.

A continuación mandó que viniera un sanitario que le hizo a Wichi aspirar unas sales, y luego le puso una inyección de un compuesto de alcanfor que la hizo reaccionar, abrir los ojos y comenzar a lamentarse a causa de los dolores.

—Que sufra —dijo la señora Yuphin—, y más que le va a tocar sufrir como siga así.

El sanitario advirtió a su jefa que no convenía que sufriera demasiado, ya que los dolores podían retrasar la curación de las heridas y, por tanto, era preferible darle algún analgésico antiinflamatorio. Luego añadió, realista:

—Tardará en curar. Mire cómo tiene la cara.

Aparte de la nariz sangrante, cuyos orificios se había apresurado a taponar con algodones, tenía la brecha de la frente, que se había inflamado de manera alarmante y requeriría varios puntos de sutura, y uno de los ojos completamente amoratado. En aquel rostro tumefacto no había visos de belleza alguna.

—Y no sé —prosiguió el sanitario, que era un médico que había perdido la licencia por realizar operaciones prohibidas— si no habrá que operar esa nariz. Creo que tiene el cartílago roto.

El único comentario de la señora Yuphin fue dirigirse a la celadora culpable y amenazarla:

—Esto me lo vas a pagar.

A continuación, la cólera contenida se desbordó y propinó una patada a la mujer, que la recibió con muestras de agradecimiento. Se disponía a seguir con el castigo corporal, cuando apareció el
thai-farang
, quien la contuvo y le razonó que aquella mujer merecía un castigo más severo que unos simples golpes. Había cometido la peor de las faltas: golpear a una de las pupilas en un lugar visible, hasta dejarla inservible. Era evidente que temían más al
thai-farang
que a la patrona, porque la culpable, aterrorizada, se atrevió a levantar la cabeza e intentar justificarse mostrando el dedo casi seccionado por el bocado de Wichi: había sido un accidente provocado por el mordisco.

—Un accidente que nos puede costar un montón de dinero, y a ti, la pérdida de algún dedo más —la amenazó el mestizo.

Luego apartó al sanitario, que con un hilo cosía la brecha de la frente, miró con detenimiento el rostro de Wichi, que seguía emitiendo quejidos de dolor, y se dirigió a las dos celadoras que habían intervenido primero:

—Si sabíais que era así de estúpida, ¿por qué no la sedasteis con una droga?

Como no obtuviera respuesta se dirigió al sanitario, también pidiéndole cuentas de lo sucedido, pero este, menos medroso, dijo que ni tan siquiera conocía la existencia de esa joven y en ningún momento se habían requerido sus servicios.

—Está bien. Procura arreglarla pronto —concluyó el
thai-farang.

Wichi pasó dos días horribles en el espacio destinado a enfermería, bajo el cuidado del sanitario, que le hurgaba cada poco en la nariz y le daba la buena noticia de que el cartílago no estaba roto del todo, explicándole con detalle que, en realidad, los cartílagos de las fosas nasales eran tres y que el afectado en este caso era el cuadrangular, el más importante, pero que solo ofrecía una fisura que no requeriría intervención quirúrgica. Había tenido suerte. ¿Suerte?, se preguntaba Wichi en medio de curas tan dolorosas que apenas le permitían discurrir. Suerte hubiera sido que quedara tan deformada que ya no sirviera para la industria del sexo. Pero como consecuencia de los calmantes se le atenuaba el dolor y discurría de otra manera: se retrotraía a los tiempos felices del arrozal del señor Pimok, y aún más a los de su infancia cuando sus padres vivían juntos y en armonía, y soñaba que aquellos buenos tiempos pudieran volver. En el fondo de estos pensamientos siempre estaba Siri: ¿qué sería de ella? ¿Seguiría en la cárcel? Seguro, porque si no ya la estaría buscando. ¡Pero cómo la iba a encontrar con tantos kilómetros por medio! También pensaba en Saduak, que no estaba en la cárcel y disponía de una moto con la que trasladarse a Bangkok para ir en su busca. Así soñaba.

Al tercer día remitieron los dolores y la trasladaron, de nuevo, a su habitación, donde fue recibida con gran alborozo por sus compañeras, que no hacían más que compadecerse de ella, al tiempo que procuraban darle ánimos diciéndole que pronto estaría bien, a lo que Wichi les replicaba que ella no quería ponerse bien, pues sabía lo que la esperaba. Y Graitpason trataba de tranquilizarla diciéndole que la próxima vez sería mejor: le darían una droga y casi no se enteraría. Lo había dicho el
thai-farang.

El sanitario la visitaba dos veces al día y comprobó que la sutura de la frente se estaba infectando; comenzó a darle antibióticos. «Esto retrasará tu curación», dijo como una mala noticia, que a Wichi le pareció buena. En cambio lo del cartílago de la nariz marchaba mejor de lo previsto, y lo decía muy ufano porque lo consideraba un logro personal. También la auscultaba con el fonendoscopio y tuvo la impresión de que le tocaba los pechos; cuando lo comentó con sus compañeras, estas se echaron a reír.

—¡No te preocupes! Es homosexual.

A los pocos días compareció en la habitación la señora Yuphin, en compañía del temible
thai-farang
, quienes la hicieron ponerse debajo del lucernario para verla mejor, y la señora Yuphin le dio una buena noticia:

—Sigues horrible.

Incluso ofrecía peor aspecto que el día del accidente ya que el ojo amoratado se había puesto de un tono amarillento, como si tuviera la ictericia, y la infección de la frente mostraba un abultamiento mayor. En cuanto a la nariz, siempre llena de gasas y algodones, presentaba un aspecto deforme.

El
thai-farang
se mostró muy disgustado por esa imagen y la amenazó:

—¿Has probado alguna vez la corriente eléctrica? Pues prepárate a recibirla como sigas portándote estúpidamente.

¿Es que pensaban ejecutarla en la silla eléctrica, como había oído que hacían en Norteamérica? No, le explicó Watana, era solo un poco de corriente que daban a las más rebeldes, que dolía mucho, pero no dejaba señales en el cuerpo. A ella estuvieron a punto de administrársela.

—¿Y por qué no te la dieron? —le preguntó Wichi.

—Imagínatelo —fue la respuesta.

A la semana dejaron de llevarle la comida a la habitación y comenzó a desayunar en el comedor. Su aspecto despertaba gran curiosidad y temor en las otras niñas porque consideraban aquellas lesiones producto no de un accidente, sino de una paliza. Las celadoras cuidaban de no deshacer el equívoco y les decían: «Mirad que a vosotras no os pase lo mismo».

La celadora que había provocado el accidente desapareció del comedor, y esto también daba lugar a comentarios entre las compañeras de cuarto, que lo habían presenciado, y en susurros se lo comunicaban a las de las otras mesas. ¿Qué habría sido de ella? Se inclinaban por que la hubieran castigado mandándola a Garuda. ¿Pero no era un poco vieja para eso? En Garuda servían todas, hasta las que tenían el sida. Duangta, que era la que menos hablaba, se despertó una mañana diciendo que había soñado que a esa celadora la habían sacrificado, como a aquella niña rebelde, y que cualquier día se la servirían cocida y troceada. Las otras lo tomaron a broma, pero cuando en la comida les sacaban arroz con carne se miraban unas a otras, y les costaba tragar.

La que apareció después de varios días de ausencia fue Yu Pan, la que se negaba a comer, a la que las demás ya daban por perdida. Se comentó en corrillos que la razón era que había un cliente, de los más ricos, pero también de los más asquerosos, que estaba encaprichado con ella, y había reclamado su presencia. Impresionaba la cara que mostraba Yu Pan, con un aire como de enajenada, y la prueba de que lo estaba fue lo que sucedió esa misma noche.

Se había hecho con unas tijeras y con una caja de cerillas y, cuando las compañeras de cuarto se durmieron, comenzó a deshacer el colchón, que era de materia inflamable, y a acumular cuanto encontraba en la habitación que pudiera arder, todo con bastante cálculo, como si llevara tiempo planeándolo, puesto que recurrió a los frascos de colonia y a otros productos de belleza que contenían alcohol, y no hizo una única pira, sino que formó cuatro montones, dos dentro de la habitación y los otros dos en el pasillo, en un vano que pudiera hacer de tiro. Un pirómano no lo hubiera hecho mejor. Esperó a que la noche estuviera bien entrada y la celadora de guardia dormida para prenderlos a la vez.

Cuando sonaron las alarmas el sótano ardía por los cuatro costados, aunque la única que murió fue ella, que se había rociado con alcohol y colocado junto a la hoguera principal. Luego dijeron sus compañeras que en más de una ocasión había dicho que prefería quemar el burdel y morir en el incendio, con tal de que muriesen también los que la estaban explotando. Lo de morir ella lo consiguió, pero lo otro no, porque el fuego no llegó hasta la planta de habitaciones, que era donde dormían los explotadores.

Las celadoras comenzaron a evacuar a las niñas en medio de una enorme confusión, y, como algunas mostraran síntomas de asfixia por el humo, las sacaron a la calle, entre ellas a Wichi, que se apercibió de que no iba a encontrar otra oportunidad como aquella de escapar.

El caos reinante en la calle era grande porque de los edificios colindantes comenzaron a salir vecinos cuando se oyeron las sirenas de los coches de los bomberos, y se quedaron ayudando o curioseando ante el espectáculo de aquellas jóvenes semidesnudas en medio de la calle, mezcladas con clientes que todavía quedaban en el piso de arriba y que también tuvieron que ser desalojados.

Cuando sonaron las alarmas a Wichi no se le pasó por la cabeza escapar; predominó tan solo en ella el instinto de supervivencia y echó a correr para apartarse de las llamas que se habían adueñado del pasillo. Pero como tuviera muy arraigado el sentido del pudor, propio de las campesinas tailandesas, acertó a tomar consigo un vestido floreado de colores, se calzó unas zapatillas con suela de goma y atendió a las indicaciones de las celadoras que las encaminaron al primer piso, en el que se encontraba el espacioso salón de baile, con su larga barra de bar, en el que todavía quedaban músicos y clientes rezagados, algunos borrachos, que recibieron a las jóvenes con el jolgorio de la inconsciencia.

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