La niña del arrozal (14 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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A Wichi se le arreboló el rostro ante semejante elogio y por defender a los muchachos, con los que se llevaba muy bien, se atrevió a decir:

—Discúlpeme, señor Pimok, pero en el colegio en que estudiaba antes de venir aquí nos enseñaron a escribir sobre el teclado de una máquina, y eso es una ventaja que les llevo. Además, soy mayor que ellos.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó el arrocero.

—Voy a cumplir dieciséis.

—Pues apenas eres algo mayor que ellos —insistió el hombre—, y yo quiero que mis hijos aprovechen bien las clases, que me cuestan un dinero, porque tú cualquier día nos dejarás, y a ellos les corresponderá continuar con este negocio, en tiempos más modernos.

—No es mi intención dejarles, pues no creo que en otro sitio me encontrara mejor que aquí —dijo Wichi, convencida de lo que decía.

—Pues a pesar de todo nos dejarás —dijo el arrocero, ignorando que faltaban pocas horas para que eso sucediera.

Esto tenía lugar en un descanso del mediodía, cuando tomaban, reunidos, un breve refrigerio compuesto de frutas, antes de reanudar el trabajo de la tarde, y Wichi, en su deseo de corresponder a las atenciones del arrocero, le dijo que si ella sabía un poco más que sus hijos, eso tenía fácil remedio, ya que estaba dispuesta a transmitirles esos conocimientos en sus ratos libres. El mayor de los chicos, el que tenía catorce años, le susurró a la joven:

—¡No fastidies, Wichi, más clases no!

Pero al señor Pimok le pareció una buena idea y le dio las gracias.

Que el señor Pimok le diera las gracias por algo le resultaba tan halagador que no cabía en sí de satisfacción. Primero se lo contó a Siri, quien le dijo:

—Te estás haciendo la reina del arrozal, pero no te vayas a envanecer demasiado porque lo echarías a perder. Sé muy humilde, como tenemos que serlo las que nada tenemos. Pero ¿cómo puedo compararme yo contigo, que lo tienes todo?

Aunque Wichi, como la mayoría de los tailandeses, tendía a no exteriorizar sus sentimientos, cuando le oía expresarse así a Siri la abrazaba y le decía que cuanto estaba recibiendo se lo debía a ella, y que nunca podría pagárselo, a lo que la mujer le contestaba que ya se lo estaba pagando portándose tan bien, y que del ascendiente que Wichi tenía con el señor Pimok también ella se beneficiaba, pues era evidente la diferencia de trato del arrocero desde que llegaron, hacía ya más de un año, cuando se dirigía a ella como a una jornalera más, al igual que hacía con las birmanas, solo para darle órdenes, mientras que ahora le hablaba de otro modo, y a veces hasta le pedía su parecer, por ejemplo, sobre cómo mejorar el trasplante de los tallos del arroz. A esto le replicaba Wichi que si se lo consultaba era porque se había dado cuenta de lo mucho que sabía sobre el cultivo del arroz, porque, aunque apenas supiera escribir, del arroz entendía más que otros muy letrados. Y concluyó:

—¿Sabes lo que te digo, Siri? ¡Que tú también vas a aprender a manejar el ordenador! Te hará falta cuando tengamos nuestro arrozal. Es más fácil escribir en un ordenador que con lápiz y papel.

A la mujer le dio un ataque de risa con esta salida, pero Wichi insistió en que debían echar cuentas de los ahorros que tenían y pedirle a Saduak que les comprase uno barato, de ocasión, solo para ellas.

—Si se lo pides tú —le dijo Siri en medio de grandes risas—, seguro que roba otro de su facultad para traértelo.

A la caída de la tarde apareció Saduak, que, aunque no le tocara clase, no desaprovechaba ocasión de rendir visita a su enamorada, y Wichi, gozosa, le dio cuenta de los elogios que públicamente le había hecho el señor Pimok y de su idea de hacerse con un ordenador para enseñar a Siri. ¿Le parecía un disparate? En absoluto, le contestó el joven. Hoy en día todo el mundo tendría que saber manejar un ordenador. Siri, un poco angustiada ante lo que se avecinaba, dijo:

—¡Pero cómo voy a aprender yo, si apenas sé leer y escribir!

—Lo suficiente. Con un buen profesor, claro que puedes aprender.

Obviamente el buen profesor era él, y eso lo dijo con un tono magnánimo, de persona dispuesta a mostrarse generosa con aquella pobre mujer, causándole una excelente impresión a Wichi.

La visita de Saduak fue corta ya que los faros de la motocicleta le funcionaban mal y no quería que le sorprendiera la noche. Fue la primera vez que Wichi consintió en que al despedirse, tomándole ambas manos, le rozara con una de ellas la mejilla sin apartarle como hiciera en otras ocasiones. Se sentía feliz minutos antes de que se presentara la comisión judicial.

Los componentes de la comisión judicial eran tres. Uno iba uniformado de policía, otro vestía de paisano, con una camisa de flores abrochada al cuello, luciendo una corbata muy chillona, y el tercero era el que peor aspecto ofrecía ya que una cicatriz, con los bordes amoratados, le surcaba la mejilla derecha; también le faltaba algún diente.

Llegaron al arrozal en una furgoneta bastante vieja, cuyo motor emitía un ruido estruendoso, como si le faltara el tubo de escape, y venían discutiendo entre ellos porque se habían perdido y llevaban horas dando vueltas por el paraje hasta dar con el arrozal, echándose la culpa unos a otros por la pérdida. Sobre todo el uniformado de policía y el de la camisa de flores. Llegaron, por tanto, furiosos y con prisas ya que por culpa del extravío se les echaba la noche encima.

Dirigieron el coche hacia el lugar más ostensible, la casa grande, que ya estaba entre sombras, e hicieron sonar la bocina con estridencia. La primera que salió alarmada fue la señora Pimok, y el de la camisa floreada se presentó como funcionario de un juzgado de Chiang Dao, y le preguntó si allí residía una mujer llamada Siri y una niña llamada Wichi. La mujer no contestó ni que sí ni que no, y entró al interior de la casa para hablar con su marido. Como Siri en su día le había contado el peligro que había corrido la niña a causa de una abuela desaprensiva, no dudó sobre el objeto de aquella visita y de primeras le dijo a su marido:

—Vienen a por ellas. Lo mejor es que digamos que no están aquí y que no las conocemos de nada. O que sí las conocemos, pero que se han ido.

El señor Pimok se hizo explicar este galimatías y, cuando lo entendió, se quedó callado, muy reflexivo, mientras que del exterior llegaban nuevos bocinazos, acompañados de una voz que les advertía que venían en nombre de la justicia.

—No podemos hacer eso —dijo el señor Pimok y salió al exterior a enfrentarse con la justicia, que le sometió a un interrogatorio.

¿Era el dueño de aquel arrozal? Y ante su respuesta afirmativa le hizo otras preguntas sobre una mujer y una niña escapadas de la justicia, y cuando el señor Pimok admitió que trabajaban allí, le hicieron preguntas muy desagradables sobre las condiciones laborales, advirtiéndole que la niña era menor de edad y que quizá el arrocero la estaba explotando. El señor Pimok, ante este interrogatorio, iba perdiendo la serenidad y explicaba que la niña solo se ocupaba de los peces, que era como no trabajar, y también que estaba tomando clases de informática por su cuenta, y la señora Pimok, que se había unido a su marido, a todo asentía con la cabeza, y aprovechaba para decir que tanto la mujer como la niña eran muy buena gente, a lo que el funcionario judicial replicaba que no serían tan buenas, sobre todo la mujer, cuando habían abandonado a su suerte a una anciana sola y enferma. Y procedió a leerles el documento que portaba consigo por el que se ordenaba la detención de la mujer llamada Siri y la vuelta al hogar de la joven Wichi.

—Si se opone usted a esa detención puede ser considerado como cómplice del secuestro —le advirtió el funcionario.

—¿Y qué les puede pasar si se las llevan? —preguntó angustiada la señora Pimok.

—Eso no me corresponde a mí determinarlo —le contestó el funcionario—. Eso es función de la justicia.

Y les conminó a cumplimentar rápidamente la diligencia porque la noche ya estaba encima y todavía les quedaba un largo camino de regreso hasta Chiang Dao.

Era la primera vez que el señor Pimok tenía un encuentro con la justicia y se quedó tan confuso y atemorizado que su mujer le dijo:

—Yo iré a buscarlas.

—Pero no tarde mucho, señora, que el tiempo apremia. Y adviértanles que no se les ocurra escapar. —Luego se lo pensó mejor y añadió—: Por si acaso, que le acompañe el agente.

La señora Pimok se dirigió al barracón en compañía del policía, al que rogó que esperase en la puerta. Siri se encontraba sentada sobre uno de los sillones de bambú, dando una cabezada, y Wichi seguía bañándose en el pilón de riego porque el día, aunque placentero, había sido muy caluroso. Cuando la señora Pimok le contó lo que sucedía Siri, instintivamente, se levantó como para salir corriendo, pero el policía, que no había atendido la indicación de la señora y había entrado en el barracón, tomó por un brazo a la mujer, advirtiéndole que estaba detenida. Al tiempo se produjo una situación de confusión porque las dos birmanas, que estaban en Tailandia sin los papeles en regla, temieron que aquel policía viniera por ellas y comenzaron a lamentarse y gritar hasta que la señora Pimok les mandó salir del barracón.

A los lamentos de las birmanas acudió Wichi, que se bañaba vestida, empapada de la cabeza a los pies, y a la señora Pimok se le enterneció el corazón viéndola tan joven e indefensa. En lugar de explicarle lo que pasaba la tomó entre sus brazos y se puso a sollozar, mientras le decía:

—¡Dekying, dekying!
¡Qué va a ser de ti! Siri, prendida de un brazo por el policía, no acertaba a pronunciar palabra y se limitaba a mirar a Wichi, intentando algo tan imposible como tratar de tranquilizarla. Por fin habló:

—Wichi, estamos detenidas, por mi culpa. —Y como viera que el policía no quitaba el ojo del cuerpo de la joven, cuyas formas se resaltaban con la tela húmeda, añadió—: Vístete.

La señora Pimok encareció al policía para que saliera fuera puesto que aquel barracón tenía una única puerta y, por tanto, solo se podía salir por ella. A continuación ayudó a vestirse a Wichi y a recoger todas sus pertenencias en una bolsa, explicándole lo que pasaba, sin que la niña acertara a comprender nada de lo que sucedía, pero dejándose hacer por la señora Pimok, a quien de vez en cuando se le escapaba un sollozo.

El señor Pimok no se atrevió a salir a despedirlas y su mujer, durante meses, le afeó esa conducta, sin que el hombre tratara de defenderse, admitiendo que la cobardía de la que había dado muestras la pagaría en las sucesivas reencarnaciones.

La señora Pimok, por el contrario, estuvo con ellas hasta el momento de la partida, y con la esperanza de que las trataran mejor intentó sobornar, con éxito, a los componentes de la comisión judicial. Les pidió disculpas por no haberles ofrecido un refresco, como demandaba la hospitalidad tailandesa, cansados y sedientos como venían, y, en compensación, les ofreció un saco de arroz. ¿Qué otra cosa, si no, se podía ofrecer en un arrozal? El funcionario judicial se quedó pensando y dijo:

—¿Qué vamos a hacer con un saco, si somos tres? Entendió la mujer la indirecta y mandó a su hijo mayor —que junto con sus otros hermanos seguían desde una ventana lo que no alcanzaban a comprender— que trajera tres sacos del almacén. El policía había sentado a Siri en la parte trasera de la furgoneta y la había esposado a un asiento del vehículo, pero, cuando aquella señora tan amable les ofreció los sacos de arroz, el funcionario judicial dispuso que la soltara y la sentara en un asiento más cómodo, junto a la joven.

—Pero ¿le quito las esposas? —preguntó el guardia. —No del todo —contestó el funcionario para que el agente lo interpretara a su buen juicio. Y lo interpretó uniendo con las esposas a Siri y a Wichi, aunque advirtiendo a esta última que ella no iba detenida y que, por lo tanto, si le molestaban se las quitaba. Wichi, que no había pronunciado ni una palabra en todo el proceso de la detención, también calló en esta ocasión, limitándose a arrebujarse en el regazo de Siri.

Pese a la tradicional reserva de los tailandeses a la hora de reflejar sus sentimientos, cuando el muchacho terminó de colocar los tres sacos en el coche, con arreglo a las indicaciones que le daban, se asomó al interior y se inclinó muy respetuoso ante las dos mujeres, con las manos juntas a la altura del pecho. Pero en el último momento le venció la emoción y se abrazó primero a Siri y luego a Wichi, y, dejando escapar algún sollozo entrecortado, les deseó mucha suerte y les prometió que encendería una candela al Chao Thi, para que alejara de ellas a los malos espíritus. Esto le hizo gracia al funcionario judicial, que se rio y le preguntó que si esos malos espíritus eran ellos. A continuación, tranquilizó al joven:

—No te preocupes tanto, que nadie les va a hacer daño.

Bueno, la justicia se tiene que cumplir, pero el asunto del que se le acusa a esta mujer no es demasiado grave.

Durante el camino a Chiang Dao a Wichi se le soltó la lengua, con un torrente de preguntas a Siri a las que la mujer no sabía contestar. ¿Por qué las habían apresado? ¿Adónde las llevaban? ¿Qué iba a ser de ellas? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Por qué el señor Pimok había consentido que les hicieran eso? Como Siri le daba respuestas evasivas, la joven se dirigió al funcionario, que iba al volante del vehículo, de buen talante porque la diligencia del arresto se había consumado sin mayores problemas y encima se traía consigo un saco de arroz. Además, el hombre de la cara surcada por una cicatriz, que era un sicario enviado por el señor Naya, el agente del sexo de Chiang Mai, había tenido con él una atención en dinero muy de agradecer, ya que su sueldo apenas alcanzaba a mantener a su familia. Por eso cuando la niña le preguntó el motivo de aquella detención, el hombre se limitó a contestarle que ella no tenía por qué preocuparse: no la iban a meter presa, sino a devolverla con su abuela. Y al oír esto Siri saltó con rabia:

—¡Pues más valdría que la metieran conmigo en la cárcel, antes que mandarla con esa arpía!

El hombre se quedó muy sorprendido con esa salida y no volvió a hablar más durante el resto del viaje.

A Wichi las esposas le laceraban un poco la muñeca, pero no se quejaba porque eso le permitía acurrucarse junto a Siri, que le susurraba palabras de consuelo y le recordaba cómo se había emocionado el hijo mayor de los Pimok, pues no se imaginaba que las quisiera tanto. Procuraba decirle otras cosas buenas del tiempo que habían vivido en el arrozal, en el que ella había pasado de ser
dekying thongna
, «la niña del arrozal», a sentirse casi tan querida como una hija y, bien pensado, las lágrimas del hijo mayor serían porque le quitaban una hermana. Pero lo que no acertaba a decirle era lo que tenía que hacer cuando la devolvieran a la abuela. Por fin añadió:

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