—¡Está bien! No le subiré el jornal, pero haré una cosa que será de su agrado.
Hizo venir a Wichi y a Siri, y las recibió en la habitación principal de la casa, que era una deferencia que no tenía con otros trabajadores. Es más, Siri ayudaba a la señora, pero siempre sin pasar de la cocina. Ellos tampoco usaban casi nunca esa habitación que estaba muy bien amueblada y presidida por un retrato en vivos colores de su majestad el rey Rama IX, de quien el señor Pimok, como buena parte de los tailandeses, era muy devoto; solo se servían de ella cuando tenían que recibir a los que venían a comprar grandes partidas de arroz, o cuando se reunía con otros arroceros para hablar de precios o discutir sobre la conveniencia de constituirse en cooperativa.
No solo las recibió sino que las hizo sentar en unos asientos reclinados, de caña de bambú, con cojines bordados a mano que eran el orgullo de la señora Pimok, quien había preparado un té con unos pastelillos de dulce de coco. «¿Qué bendición del cielo nos aguarda para ser recibidas así?», le susurró Siri a Wichi.
Esa bendición tardó en llegar ya que el señor Pimok comenzó con un interrogatorio muy severo sobre el trabajo de Wichi en el arrozal, haciéndole diversas consideraciones sobre el tiempo que llevaban allí: ¿siete meses, ocho? ¿Y qué era lo que la joven había hecho durante ese tiempo? Buena parte lo había dedicado a los peces, que no dejaba de ser un trabajo menor que no requería especial esfuerzo y hasta lo podía hacer un niño. Todo esto sonaba como un reproche y la joven, azorada, contestaba con monosílabos, como disculpándose por ese quehacer tan poco importante, hasta que el señor Pimok reconoció que últimamente se había esmerado en la fase final del proceso, particularmente delicada, pues separar bien la cáscara del grano, y quitarle la capa que contenía almidón, requería especial cuidado y de ella dependía la buena presentación del grano de arroz. Por todo lo cual había decidido que a partir de ese día dejaría de cobrar el medio jornal y lo percibiría entero como los demás trabajadores.
Siri se puso de rodillas como muestra de reconocimiento y le hizo una seña a Wichi para que hiciera otro tanto. La niña no estaba tan acostumbrada como su tía adoptiva a esas pleitesías, pero obedeció muy azorada y musitó unas palabras de agradecimiento muy sentidas. Le salió del corazón decir al señor Pimok que estaba resignada a no servir para nada, y a que todo le saliera mal ya que había perdido a su padre y a su madre, aunque del primero no estaba segura del todo, y a tener una abuela que no deseaba lo mejor para ella, por lo que el reconocimiento, tanto del señor como de la señora Pimok, de su valía como arrocera le hacía un gran bien. Luego le diría Siri que el ángel de la guarda, en el que la niña no creía, pero lo tenía, había puesto esas palabras en su boca, porque hablando con el corazón había llegado al corazón de sus jefes, que desde ese día las miraban de un modo distinto. Sobre todo la señora Pimok. Por ejemplo, cocinaba fideos de harina, fritos, con gambas secas, para los desayunos colectivos, y decía: «Esto le gusta mucho a la niña del arrozal», y le ponía a Wichi un plato tan abundante que apenas podía con él. Y, además, le servía la primera, después, claro está, del señor Pimok.
A Siri le daba muchos consejos sobre cómo debía cuidar de «la niña del arrozal», siempre en la línea de que le buscara un extranjero de mediana edad, ya que muchos de ellos acababan desposando a la que al principio tomaran como criada-concubina, y cuando la pakeñó le decía que le gustaría algo mejor para la niña, la señora Pimok se sorprendía: «¿En sus circunstancias puede haber algo mejor que un extranjero?». Desarrollando esa idea, le explicaba que era muy habitual que de esas uniones nacieran unos niños
tbai-farang
, mestizos medio blancos, medio
tbais
, que solían convertirse en gente famosa como cantantes, o presentadores de televisión, e, incluso, estrellas de cine. ¿Por qué? Porque la mezcla producía sorpresas muy originales, y, con lo guapa que era Wichi, bastaba con que el extranjero no fuera muy feo para que obtuvieran un buen resultado. Como queda dicho la señora Pimok era muy insistente en sus ideas y una de las veces, con la confianza que ya mediaba entre ellas, Siri se atrevió a objetarle:
—Es que, con arreglo a mi religión, no es lo mejor para una joven el que sea tomada como concubina.
Sorprendió esta salida a la señora, quien le replicó:
—Pero tu religión es muy estrecha en ese punto y, por fortuna, no es la religión de Wichi.
—Entonces, que se busque ella esa solución, pues no seré yo, ya que no debo actuar en contra de los principios de mi religión.
La respuesta dejó perpleja a la señora Pimok, que se replegó en sus posiciones, pero sin abandonarlas del todo. El cariño que había tomado a aquellas dos mujeres durante aquellos meses, casi un año, era ostensible, pero no obstante les recordaba que su marido tenía otros planes para el arrozal, incluso había pensado en formar una cooperativa con otros arroceros con la idea de que trabajaran solo hombres que contratarían en Birmania y puede que hasta en Laos, y en tal caso no tendrían cabida ellas. Cuando les hablaba así Siri le contestaba siempre lo mismo: que cuando eso sucediera ya verían lo que hacían, pero que de todos modos les estarían muy agradecidas por el trato que habían recibido y por el dinero que les había permitido ahorrar, de suerte que cuando se fueran no se encontrarían en la indigencia, como lo estaban cuando llegaron allí.
Wichi no se sentía tan conforme con que algún día, quizá a no mucho tardar, las despidieran, pues en aquel año su vida había dado un vuelco muy grande y se sentía muy a gusto en el arrozal. Por lo único que padecía era por la posibilidad de que su padre la estuviera buscando, ya que era imposible que fuera a dar con ella en aquel lugar perdido del mundo. Cuando se le presentaba esta pena Siri le recordaba que casi con toda seguridad su padre se habría ido a trabajar a China y que de allí nadie volvía, y que echara la cuenta de los años que llevaba ausente como para seguir conservando esperanzas. Uno de los días que le dio más fuerte la nostalgia de su padre, le dijo Wichi: «Pues me iré yo a China en su busca», y la mujer montó en cólera: ¿No había ido a la escuela? ¿No sabía que China era como todo un continente, cien o doscientas veces mayor que Tailandia? ¿Cómo podía pensar en semejante necedad? Estos enfados terminaban en lágrimas, abrazos de reconciliación y grandes promesas de Siri de lo felices que serían cuando dispusieran de un arrozal propio, de suerte que la que comenzara siendo «la niña del arrozal», como la llamaba la señora Pimok, terminaría convirtiéndose en propietaria de uno de ellos.
Wichi se encontraba muy satisfecha allí por diversos motivos. En primer lugar la señora Pimok les había permitido habilitar el barracón a su gusto montando una mampara de cañas de bambú que separase sus lechos de los de las birmanas, con las que se llevaban muy bien, pero se llevarían mejor si estableciesen un razonable distanciamiento. Las birmanas también eran excelentes trabajadoras, madres de familia en su país, al que todos los meses mandaban el jornal casi íntegro, y les enseñaban fotos de sus hijos con sonrisas de gran satisfacción o con lágrimas de pena por no poder estar con ellos. Contaban los días que faltaban para que se terminase la recogida de la cosecha y poder volver a Birmania. Pero eran un poco descuidadas en su higiene y no siempre se lavaban cuando volvían del trabajo, agotadas, y por eso olían mal.
Para este menester el señor Pimok había habilitado un pilón de riego no lejos del barracón, y sostenía muy convencido que era muy bueno que se bañasen allí, porque la suciedad de la que se desprendían servía de abono para el arroz que recibía aquellas aguas. Estas aguas no eran las del río, sino que procedían de un pozo muy profundo, y cuando acababan de llenar el pilón estaban muy frías, buenas para beber, pero no tanto para bañarse en ellas, y era cuando las birmanas se resistían a hacerlo.
Wichi, conforme a la pudorosa costumbre tailandesa, se bañaba vestida, con una ropa ligera y amplia que le permitiera enjabonarse, pero las birmanas lo hacían desnudas, con grandes gritos y risas, y como ya no eran demasiado jóvenes no resultaba agradable de ver el movimiento bailarín de sus flácidos pechos. Siri les llamaba la atención, pero las mujeres hacían como que no entendían, aunque cada día comprendían mejor el idioma tailandés.
La parte de barracón que se habían reservado la habían adornado poco a poco con algunos trastos viejos que Wichi, que era muy habilidosa, convertía bien en banquetas, bien en sillas, o en alguna mesa baja. Como el local disponía de electricidad, se hicieron con un hornillo en el que calentaban el té, que tomaban sentadas en sillas, y Siri comentaba: «No nos falta de nada. ¿Qué más podríamos desear?».
Uno de los días se presentó, sin avisar, el señor Pimok y pidió permiso para entrar. Con la seriedad habitual en él, recorrió con la vista las modificaciones que habían introducido las dos mujeres, y salió sin decir ni media palabra, por lo que se quedaron preocupadas pensando que quizá le había parecido mal lo que habían hecho. Pero al otro día, por la mañana temprano, volvió a aparecer con una litografía que contenía la efigie de su majestad Rama IX, muy parecida a la que colgaba del cuarto principal de la casa grande, y les dijo:
—Este es el adorno que no puede faltar en una casa tailandesa.
Y les ayudó a clavarla con chinchetas en la pared, cuidando de que quedara centrada y bien extendida. Wichi, que cada día se sentía menos vergonzosa, con mucho desparpajo le dijo que a partir de ese día se sentirían más seguras sabiendo quién cuidaba de su modesta vivienda, y le dio las gracias con palabras muy efusivas. Siri se deleitaba oyendo hablar con tanta soltura a su protegida, aunque le advertía que debía tener cuidado en sus elogios, sobre todo en los dirigidos a varones, ya que, dada la torcida condición de la mayoría de ellos, podían interpretarlos de otra manera. «¿Pero cómo eres capaz de pensar eso del señor Pimok?», se reía Wichi, a lo que Siri le replicaba con un dicho universal, según el cual el hombre cuanto más viejo, más pellejo.
Otro de los motivos de satisfacción de Wichi era el cuidado de los peces en los cuarteles en los que se criaban, y el trasvase que tenía que hacer de unos a otros, según fueran alevines o peces crecidos, pero todos muy bonitos y juguetones, con sus escamas amarillas y colas rojas. Decía medio en broma, medio en serio, que distinguía unos de otros y tenía sus favoritos, a los que sacaba del arrozal, metía en una pecera que se había hecho con un recipiente de plástico transparente y luego se los llevaba a la vivienda del barracón. Pero al cabo de unos días le daba pena que estuvieran dando vueltas y vueltas en el recipiente, como buscando una salida que no encontraban, y acababa soltándolos en el arrozal. «Es preferible», les decía, «que acabéis en una sartén a que os tenga encerrados».
Con los hijos de los señores se llevaba muy bien, sobre todo con la niña de nueve años, la que ayudaba a la madre a cocinar, pero que también iba a la escuela en un autobús que hacía el recorrido recogiendo niños dispersos, aunque no todos los días lo tomaba la niña y siempre iba retrasada en sus estudios. Wichi, que había sido muy buena estudiante cuando creía que haciendo buenas acciones conseguiría que sus padres no se separasen, a veces la ayudaba a hacer los deberes, y la pequeña sentía bastante admiración por ella.
Pero un motivo de especial satisfacción fue el día en que se presentó en el arrozal Saduak, el joven conductor del
tuk-tuk
que las trajera allí, no en el vehículo de tres ruedas, sino en una motocicleta ligera, bastante vieja pero muy cuidada, aunque se le notaban manos de pintura ajenas a las de origen.
Se presentó con mucho respeto primero ante el señor Pimok, al que buscó hasta dar con él, y lo hizo como un estudiante de informática, becado por el gobierno tailandés, que había tenido la oportunidad de conocer a la señora Siri y a su sobrina Wichi, a las que tendría mucho gusto en volver a saludar, siempre fuera de sus horas de trabajo, y si al señor Pimok le parecía bien. A la que le pareció muy bien fue a la señora Pimok porque el joven no tenía mala presencia y, aunque obviamente no era un extranjero acomodado, podía labrase algún porvenir con sus estudios.
Esto ocurría de atardecida y el señor Pimok miró a su reloj, así como la altura del sol, y calculó que faltaba más de una hora para que las mujeres terminaran su importante trabajo de separación de la cáscara del grano. Así se lo hizo saber al joven, quien se mostró dispuesto a esperar, pero la señora Pimok, que casualmente se encontraba junto a su marido, dijo que si se trataba solo de saludarlas ella le podía llevar hasta la parte del arrozal en la que se encontraban, y el marido consintió.
Se encontraban las cuatro mujeres descascarillando el arroz sobre una tabla colocada a la sombra del único árbol del arrozal, un pino gigantesco que en su soledad extendía sus raíces con holgura, de modo que su copa era tan cerrada y frondosa que a su sombra cabían hasta una docena de personas. El señor Pimok consideraba que los árboles eran enemigos del arrozal, que precisaba de espacios libres, y muchas veces sentía la tentación de cortar aquel pino, pero su esposa no se lo consentía ya que gustaba de sentarse a su sombra para hacer labores de aguja, amén de que servía para otras actividades del arrozal que precisaban recogimiento.
Wichi se acababa de incorporar a esta tarea, ya que venía de hacer un trasvase de alevines, por lo que iba calzada con unas botas de goma que le subían por encima de la rodilla. Toda su figura estaba llena de barro, y la cabeza, con el pelo recogido en un moño, se la cubría con un pañuelo atado al cuello, de suerte que sus encantos naturales permanecían ocultos. Luego se lamentó con Siri: «¿Qué habrá pensado ese joven viéndome así?», a lo que la mujer le replicó: «Lo que haya pensado no lo sé, pero que tú te has ocupado de enderezar sus pensamientos lo tengo por cierto».
Habló así porque el joven llegó muy comedido y vestido como suelen ir en Tailandia los estudiantes, con una camisa blanca y un pantalón azul largo, y en este caso la camisa la llevaba impoluta, como recién lavada, y de su persona se desprendía un olor a colonia bastante penetrante. Su llegada produjo desconcierto ya que la señora Pimok se limitó a decir que aquel joven venía a saludar a la señora Siri y a su sobrina, y estas, de primeras, se quedaron sorprendidas porque no reconocieron en aquel estudiante al conductor del
tuk-tuk
que meses atrás las condujera allí. Por su parte el joven tampoco las reconoció a ellas y miraba sorprendido a las cuatro mujeres, tratando de adivinar cuáles serían las que buscaba, limitándose a hacer el saludo ritual de colocar las manos juntas, a la altura del pecho, inclinando un poco la cabeza.