La primera que cayó en la cuenta y correspondió al saludo fue Siri, quien sospechó lo que buscaba por allí, quedándose desconcertada.
—¿Cómo es que vienes por aquí?
—Pasaba no lejos de este lugar —mintió el joven— y sentí curiosidad por saber de vuestra suerte en el arrozal.
Mientras mentía de manera tan poco convincente, acabó por descubrir que la mujer cubierta de barro debía de ser la joven llamada Wichi, a la que entre el lodo y el pañuelo apenas se le distinguía el rostro, aunque sí lucía su figura dado que la humedad hacía que la ropa se le pegara al busto, resaltando así sus formas, que ya no le parecieron las de una adolescente.
Wichi se supo observada y, sin que sintiera una especial atracción por aquel joven del que guardaba un recuerdo remoto, tuvo la necesidad de mostrarse con mejor aspecto, porque sí recordaba que meses atrás había iniciado un discreto cortejo y se sintió muy halagada de que, transcurrido tanto tiempo, tratara de reanudarlo. Y, si no, ¿qué hacía allí? ¿Era posible que gustara a los hombres? Wichi, en sus sueños, deseaba agradar a los hombres para poder elegir entre todos ellos al que sería su marido, que debía parecerse a su padre, pero con más paciencia que este, que acabó abandonando a su madre. Cuando Siri y otras personas alababan su belleza se sentía confortada, pero solo en parte, porque su madre había sido la más hermosa de todas, y al final de poco le había servido. Todas estas reflexiones la sumían en la confusión y no sabía bien lo que quería. Hasta llegó a pensar en meterse a vivir en un monasterio, del movimiento Santi Asoke, que admitía mujeres en su comunidad.
Mas aquel día, en concreto, sintió un rubor interior que no sabía cómo interpretar; lo primero que hizo fue quitarse el pañuelo que cubría su cabeza, para a continuación deshacerse el moño y, metiendo las manos en una cuba de agua situada sobre la tabla, limpiarse el barro de la cara. Solo entonces, muy seria y comedida, correspondió al saludo del joven estudiante. Por eso le dijo luego Siri que bien que se había cuidado de enderezar los pensamientos del estudiante.
Este, bajo la vigilancia de la señora Pimok, manifestó la satisfacción que le producía verlas trabajar con tanto provecho en aquel hermoso arrozal, y que cuando las había dejado hacía unos meses temió que otra fuera su suerte. Por eso, en más de una ocasión, había pensado en ellas, y a la primera oportunidad que se le había presentado había venido a visitarlas. Siri, que sabía ser muy maliciosa, le recordó cómo en aquel viaje les había dicho que para él trabajar en un arrozal era lo último, a lo que el joven respondió con presteza que se refería a otra clase de arrozales, no a aquel, que a todas luces era ejemplar. Estas explicaciones las oía con agrado la señora Pimok, que consintió en que el joven siguiera hablando y explicara, poniendo especial énfasis en ello, la beca que le había concedido el gobierno —procurando disimular sus méritos—, la cual le había permitido comprarse una motocicleta de segunda mano, aunque bien cuidada, que podía prestar los servicios como si fuera nueva.
Wichi permanecía callada, sin abandonar su trabajo de descascarillar arroz, pero cuidando, cada poco, de ahuecarse su hermosa mata de pelo negro. A su vez, el joven solo se dirigía bien a Siri, bien a la señora Pimok, pero procurando mirar de reojo a Wichi para comprobar que seguía siendo la atractiva joven que conociera. Por fin se dirigió a ella para decirle que, aun comprendiendo que en sus actuales circunstancias no pudiera hacerlo, quería recordarle cómo le había encarecido que no abandonara del todo sus estudios, y, aunque aparentando modestia, le hizo ver cómo él, procediendo de una familia muy humilde, había conseguido acceder a la universidad. ¿No podía hacer ella otro tanto? Wichi, por toda respuesta, le preguntó si seguía con el
tuk-tuk
y el joven le contestó que ahora trabajaba en el ramo de hostelería, pero no le aclaró que se dedicaba a repartir pizzas y otros platos cocinados los fines de semana, sirviéndose de su motocicleta.
A una distancia prudencial apareció la figura del señor Pimok, siempre ojo avizor a todo lo que sucediera en el arrozal, y su mujer consideró oportuno dar por terminada la entrevista, advirtiendo al joven que, si deseaba hablar con más calma con sus amigas, podía hacerlo otro día de la semana, quizá el miércoles siguiente, pues tenían previsto terminar el trabajo antes de media tarde, y sería muy bien recibido.
A partir de ese miércoles rara fue la semana que Saduak no visitara el arrozal y ya no quedaban dudas de cuál era el motivo por el que lo hacía. Uno de esos días le preguntó Wichi:
—Si tantas ganas tenías de verme, ¿por qué tardaste tantos meses en venir?
—Porque me parecía que me mirabas con desprecio conduciendo aquel destartalado
tuk-tuk
y que no te habías creído que fuera un estudiante. Además, ¿cómo iba a venir hasta aquí? Hasta que no me compré la moto no podía hacerlo.
Wichi, por educación, no le aclaró que no había sentido desprecio alguno, ni se había creído, o dejado de creer, lo de que fuera estudiante, por la sencilla razón de que apenas se había fijado en su persona. Ahora se sentía halagada por la devoción que le mostraba, pero cuando se alargaba su visita llegaba a aburrirse un poco porque el joven siempre estaba hablando de su porvenir. Su sueño era llegar a estudiar en la Universidad de Chulalongkorn, en Bangkok, la más prestigiosa de Tailandia, de manera que obtener un título allí era garantía de salir colocado. Saduak insistía tanto en su futuro para que advirtiera que podía llegar a ser un buen partido como marido.
El cortejo, conforme a las costumbres tailandesas, era muy comedido y las conversaciones entre los dos jóvenes solían tener lugar en presencia de Siri e incluso, en alguna ocasión, de la señora Pimok, que estaba muy interesada en aquella relación y le aconsejaba a Siri que cuidase de que el joven no le tomase la mano a Wichi, ni se permitiera otras licencias.
Saduak estaba preocupado no solo por su porvenir, sino también por el de Wichi. ¿Acaso pensaba trabajar toda su vida en un arrozal?
—¿Y por qué no? —le contestaba ella, de humor festivo—. ¿No sabes que me llaman la niña del arrozal? Es, ya, de lo único que entiendo.
—Pero ya no eres una niña.
—Bueno, pues cuando sea un poco mayor tendré mi arrozal propio. Así lo hemos decidido Siri y yo.
—Ese es un negocio de hombres. No se conoce de ninguna mujer que explote un arrozal.
—Pues alguna vez tiene que ser la primera. Además, en nuestro arrozal solo trabajarán mujeres.
Cuando no hablaban del porvenir de cada uno de ellos, Saduak procuraba llevar la conversación por terrenos más románticos, siempre referidos a los encantos de la joven, y se permitía licencias poéticas sobre el fulgor de sus ojos, o la maravillosa negrura de sus cabellos, o el nacarado de sus dientes, pero cuidaba de no referirse a otras partes de su cuerpo que eran las que de verdad le atraían y con las que soñaba torpemente por las noches; ante ella procuraba ocultar la parte de esa pasión que se correspondía con los instintos más bajos de su naturaleza.
Si alguna semana no se presentaba el joven, Wichi le decía a Siri: «¡Qué alivio! Hoy podemos estar tranquilas sin ese pesado». Y la mujer le contestaba: «¿Estás segura de que es un pesado?». «Bueno», decía Wichi, «echo en falta el chocolate». Porque Saduak siempre le traía un pequeño presente, generalmente una tableta de chocolate con nueces. Pero en el fondo de su corazón Wichi no estaba segura de nada. Cada vez encontraba más guapo a su admirador y algunos días que no venía con el uniforme de estudiante, sino con un pantalón corto y una camisa de flores, se fijaba mucho en sus piernas, que las tenía muy torneadas y vigorosas, porque jugaba en el equipo de fútbol de su universidad. De eso también hablaba mucho, de los partidos que jugaba y de los goles que metía. Pero a Wichi no le parecía correcto que él fuera a alabarle los ojos o el pelo, y que ella hiciera otro tanto con sus pantorrillas. En suma, no sabía si le gustaba o no, pero en ningún caso se veía casada con él, aunque para eso faltaran todavía unos cuantos años. En cambio, Siri le decía que si Saduak llegaba a terminar sus estudios, eso sería mejor que lo del arrozal.
Como era de esperar la noticia del cortejo llegó hasta el señor Pimok, a través de su esposa, y dictaminó que la carrera de informático tenía un gran porvenir en Tailandia, y que a él mismo no le iba a quedar más remedio que manejar un ordenador porque en muchas ocasiones los pedidos se los querían hacer por ese medio, y que otros arroceros ya se servían de ese aparato y no se cansaban de ensalzar sus ventajas. Sobre todo, si acababan montando la cooperativa de la que llevaban años hablando, no le quedaría más remedio.
Este comentario llegó a oídos de Saduak, quien le dijo a Wichi:
—Yo le puedo enseñar a manejar un ordenador al señor Pimok. Seguro que antes o después tendrá que aprender, en particular si quiere llegar a ser un gran comerciante de arroz.
Le dio luego una explicación muy larga sobre las excelencias del ordenador, que Wichi entendió a medias, y el joven concluyó:
—También te puedo enseñar a ti. Entonces nos podríamos comunicar por el correo electrónico, yo te escribiría todos los días y tú me contestarías.
—¿Y qué me dirías todos los días? ¿Que tengo el pelo muy negro o los dientes muy blancos? —bromeó la joven, que no concebía que ella pudiera disponer de un ordenador, cuando todavía ni tan siquiera tenían dinero para que Siri se hiciera unas gafas nuevas. O, si lo tenían, era para algo más importante que comprarse un ordenador.
—Está bien —se enfadó Saduak—, tú sigue con tus peces y con el barro hasta las cejas; el señor Pimok es un hombre moderno y entenderá lo que digo mejor que tú.
Prudentemente, no le dijo nada al arrocero, que se mostraba muy distante con él, limitándose a corresponder a su saludo cuando se lo encontraba en el arrozal, pero le comunicó la idea a la señora Pimok, y esta se quedó muy reflexiva. Cierto que su marido había expresado sus deseos de tener un ordenador, aunque eso costaría una fortuna, ¿no?
—No, señora, por unos pocos cientos de bahts, yo le podría conseguir uno, de segunda mano, que, para empezar, le serviría. Y si me explica qué servicio espera del ordenador el señor Pimok, yo le puedo dar unas lecciones. Tenga en cuenta, señora Pimok, que estoy en el tercer curso de la carrera y dentro de dos años me graduaré.
—¿Y qué le cobrarás? —le preguntó recelosa.
—¿Cobrarle? —fingió admirarse Saduak—. Para mí será un honor dar clases a quien me ha recibido en su casa y me permite frecuentarla sin trabas.
Wichi se encontraba presente durante esta conversación y fue la primera vez que sintió un punto de admiración por el joven, haciéndoselo saber:
—¡Qué bien te expresas cuando te interesa algo!
—A mí lo único que me interesa eres tú, y si quiero dar clases al señor Pimok es para tener un pretexto y verte con más frecuencia.
Ese día Saduak vestía de pantalón corto y calzaba unas zapatillas deportivas que parecían de marca, y de toda su figura emanaba un aire de seguridad que impresionó a Wichi. Daba la sensación de ser un hombre que sabía lo que quería, mientras que ella andaba perdida en la vida, todavía suspirando por un padre que era casi imposible que volviera. O, en caso de regresar, nunca daría con ella, ya que había dejado de existir para la familia a la que un día perteneció.
Al cabo de tres semanas, cuando ya habían comenzado con las primeras fases de un nuevo cultivo del arrozal, el señor Pimok se presentó en el barracón, coincidiendo con una visita de Saduak, y se lo llevó consigo a la casa grande. Al rato volvió el joven con el rostro transformado por la emoción: el señor Pimok le había encargado que le comprase un ordenador y que le enseñara a manejarlo. Wichi se quedó sin habla y fue Siri la que comentó:
—Si tú tienes algo que enseñar al señor Pimok es que de verdad eres un hombre importante.
Y aquella noche Siri se pasó un rato más largo del habitual de rodillas al pie de su lecho, rezando a su Dios porque todo aquello le parecía milagroso. Y se lo comentó a Wichi:
—Piensa cómo llegamos aquí sin un baht en el bolsillo, perdidas, que no sé lo que hubiera sido de nosotras si por cualquier causa no nos hubieran dado trabajo. ¡Cuántas veces nos ha recordado la señora Pimok que, si de ella hubiera dependido, al día siguiente nos hubieran despedido! Y sin duda el señor Pimok lo hubiera hecho, de no haberte encontrado ese trabajo de los peces. ¿No ves en todo ello la mano de la providencia? Y ahora, para colmo, un pretendiente tuyo, al que haces poco caso, va a entrar en la casa grande como profesor. ¿Te das tú cuenta?
Wichi no se daba cuenta de lo que tenía que darse cuenta, pero desde ese día comenzó a mirar con más respeto a su enamorado. En cuanto a las consideraciones de su tía adoptiva sobre la mano de la providencia, estaba de acuerdo aunque referido al Chao Thi o espíritu protector de la casa, la que se habían habilitado en el barracón, cada día más completa, sobre todo desde que las dos birmanas habían regresado a su tierra por haber finalizado la cosecha para la que habían sido contratadas. Así pues, se había quedado el barracón para ellas solas, aunque ya les había advertido la señora Pimok que las birmanas, esas u otras, o quizá hombres, volverían a no mucho tardar, pero mientras esto sucediera se encontraban a sus anchas y Wichi había levantado un pequeño templete, colocado sobre un madero, a la altura de los ojos estando de pie, dedicado al Chao Thi, y en ese templete Siri le había pedido permiso para colocar una estampa, en colores, muy bonita, que representaba a la madre de su Dios, que a pesar de ser Dios se había hecho hombre por unos pocos años, y había nacido de una mujer muy corriente, de suerte que las dos mujeres se arrodillaban delante del mismo templete, cada una para rezar a espíritus distintos.
A la semana siguiente apareció Saduak en el arrozal con un aire muy distinto. Ya no venía únicamente como pretendiente de la niña del arrozal, sino también como profesor del dueño del lugar. Traía consigo a la espalda una gran mochila que contenía no solo un ordenador, sino dos: el que comprara para el señor Pimok y el suyo propio.
—Pero ¿tú tienes un ordenador? —se admiró Wichi.
Y Saduak se echó a reír con suficiencia ante la ingenuidad de la pregunta.
—¡Naturalmente, mujer! Todos en la facultad tenemos un ordenador, si no ¿cómo vamos a aprender a manejarlo?