La depresión de Siri consistió en que la dominaba una tristeza que la obligaba a andar con la cabeza gacha, y el único remedio era trabajar en el arrozal a todas horas, como si estar siempre ocupada le fuera a ayudar a olvidar lo que era inolvidable, y había noches de luna llena, o menos llena, que se las pasaba en el almacén ordenando los sacos de arroz. El señor Pimok le advertía que no por ello iba a aumentarle el jornal, aunque luego le daba gratificaciones extras, porque aquella mujer ya le hacía la tarea de dos, y en ella descansaba de los trabajos del arrozal, lo que le permitía dedicarse a la constitución de la cooperativa con la que soñaba. Sufría menos que las mujeres por la ausencia de Wichi, pero también la echaba en falta. Sobre todo cuando llegaba el ciclo de soltar peces en los arrozales anegados y le venía a la memoria la ilusión con la que hacía ese trabajo la niña del arrozal, entonces se preguntaba: «¿Qué habrá sido de esa criatura?». Pensaba que tal vez su mujer y Siri exageraran respecto de su destino, y que su abuela la había reclamado, anciana como era, solo para que cuidara de ella, pero una vez lo comentó con su mujer y nunca más volvió a hacerlo porque le tachó de necio, que quería vivir de espaldas a la realidad. ¿O es que no sabía para qué querían los viejos como él a las niñas como Wichi? Eso solo se lo creía Saduak, que había demostrado ser un estúpido y con un corazón menos enamorado de lo que hacía presumir su comportamiento exterior, tan rendido hacia la joven desaparecida.
La señora Pimok y Siri se habían puesto de acuerdo en no contarle a Saduak la verdad de lo sucedido. Temían que le diera un arrebato, o cometiera una locura. La desaparición de Wichi coincidió con unas pruebas académicas que le hicieron estar unos días sin aparecer por el arrozal, y cuando lo hizo ya se encontraba Siri en él, y se limitaron a decirle que a Wichi la había reclamado la abuela y que su obligación era estar con ella.
—Pero ¿por cuánto tiempo? —se extrañó el joven.
—Eso no se sabe —balbuceó Siri.
—Será hasta que se muera —dijo la señora Pimok, para zanjar la cuestión, pero sin conseguirlo porque Saduak hizo muchas preguntas, a las que no le contestaban de manera satisfactoria.
Terminó por preguntar a Siri la dirección de la abuela para ir a verla, y Siri le contestó que lo ignoraba, lo que provocó la cólera del joven, que la tachó de mentirosa. Se creó una situación confusa y tensa entre Saduak y las mujeres del arrozal, y también con el señor Pimok, que a sus preguntas respondió que lo que no supiera su mujer, no lo iba a saber él. No dudó de que le ocultaban algo y tomó a pecho el que no confiaran en él, por lo que dejó de aparecer por el arrozal de manera oficial, aunque de vez en cuando se daba una vuelta con su moto para ver si había vuelto Wichi, pero se volvía a marchar, sin apenas cambiar palabra con nadie.
Esta postura la interpretó la señora Pimok como de cierto desapego del joven y bajó mucho en su estima, en contra del parecer de Siri, que, sumida en su depresión, lo único que tenía claro era que no le podían decir al joven que su enamorada iba pasando de mano en mano, sin que ellas, ni él, pudieran hacer nada por evitarlo. Le replicaba a la señora Pimok: «Prefiero eso que usted entiende por desapego, a que Saduak conozca la verdad».
Es de imaginar, por tanto, la emoción con la que se recibió el correo de Wichi en el arrozal, y cuando el señor Pimok requirió la presencia de su mujer, y esta la de Siri, ambas mujeres se quedaron fascinadas ante la pantalla, sin saber muy bien lo que querían decir aquellas letras, que una y otra vez repetía el señor Pimok, ya que ambas mujeres andaban muy mal de lectura, y como no entendían nada de ordenadores no se imaginaban quién lo había escrito. Pero ¿seguro que era Wichi la que había escrito aquello? ¿Y cómo lo había escrito? ¿Y desde dónde lo había escrito? ¿No sería desde el prostíbulo? A lo que el señor Pimok, con la suficiencia que le daba su conocimiento informático, les explicaba que solo Wichi podía haberlo escrito, porque solo ella conocía su correo, y que seguramente lo habría hecho desde un locutorio, de cuya existencia él tenía conocimiento por sus viajes a Chiang Mai. Y tuvo una idea muy acertada:
—Lo mejor, si está en un locutorio como supongo, es que nos llame a mi teléfono móvil.
Las dos mujeres, perdidas en el misterio de los avances electrónicos, dudaban de cuanto decía el señor Pimok, al tiempo que admiraban su determinación en encontrar soluciones a una situación que no podían terminar de creer, y le hacían repetir lo de que Wichi se encontraba en Bangkok, fuera de peligro. ¿Qué quería decir «fuera de peligro»? ¿A qué clase de peligros se refería? Esto preguntaba Siri, a lo que la señora Pimok le replicaba que aunque hubiera perdido la virginidad, que eso era casi seguro que la había perdido, lo relevante era que ahora se encontraba bien, y que a un rico extranjero le importaría poco que fuera virgen o hubiera dejado de serlo.
El señor Pimok, al mando del ordenador, envió el correo que le pareció más oportuno, haciendo caso omiso de lo que decían las mujeres.
Para hablar con Vietnam el señor Din Bo compraba en el locutorio una tarjeta con la que las llamadas le resultaban muy económicas y por eso sus conversaciones con sus primos eran de larga duración, pues no hablaba solo con uno, sino con varios, ya que pertenecía a un colectivo familiar muy unido y se sentían muy tristes porque su primo mayor tuviera que estar trabajando en un basurero. Solían darle detalladas explicaciones de cómo marchaban los trámites documéntanos para su regreso, al tiempo que le comunicaban noticias familiares, a las que correspondía el señor Din Bo contándoles novedades del vertedero.
Así se le pasó cosa de media hora, mientras Wichi, sentada al ordenador, se admiraba de las bellezas con las que contaba Bangkok, tanto el Gran Palacio Real, como el templo de Buda Reclinado, o el de Esmeralda, hasta que su patrón le indicó que ya había terminado y podían irse. Wichi, antes de cerrar el ordenador, quiso asegurarse de que su mensaje había sido enviado correctamente, abrió la carpeta del correo y no podía dar crédito a sus ojos cuando vio que tenía un e-mail enviado desde [email protected], que decía así:
Dekying thongna
. Siri está con nosotros, bien de salud, pero echándote en falta. La señora Pimok, también, y yo también. Llama a mi celular que es el 629367725.
Pimok
Cuando, temblorosa, le comunicó al señor Din Bo que ya había recibido respuesta a su correo, el hombre se quedó admirado y dijo:
—Lo primero que haré cuando vuelva a Vietnam será aprender a manejar ese maravilloso aparato.
Lo que le costaba entender era que tuvieran que llamar por teléfono, como le suplicaba la joven encarecidamente, asegurándole que trabajaría para él lo que fuera preciso con tal de que le permitiera hacer la llamada. Como la tarjeta de la que se servía el señor Din Bo era para llamadas internacionales, negoció con la mujer china el precio de una nacional, que le pareció muy barata, y consintió que la joven marcara el número que aparecía en el mensaje.
Fue el señor Pimok quien recibió la llamada, pero después de un breve saludo le pasó el aparato a Siri, que cuando oyó la voz de Wichi rompió a llorar, y como la niña hacía otro tanto, no había forma de que se entendieran, de suerte que tuvo que coger el teléfono la señora Pimok, con ganas de saber si seguía virgen o no, pero que procuró enterarse de dónde estaba, y no entendía bien lo del vertedero. ¿Pero en un vertedero, de qué? De basura, le explicaba Wichi, y la mujer se quedaba aterrorizada, temiendo que estuviera ejerciendo la prostitución en un basurero. Lo único que quedó claro en aquella confusa conversación era que el sueño de Wichi era regresar al arrozal, pero que era impensable que pudiera hacerlo, ya que allí volvería a localizarla la abuela, con el riesgo consiguiente. Por fin la señora Pimok se echó también a llorar, y con mayor serenidad tomó el teléfono su marido, quien confirmó que la joven estaba hablando desde un locutorio, y le comunicó que estudiarían la situación y que en un par de días volviera a abrir su correo, en el que le darían una solución. Porque el señor Pimok no dudó de que alguna solución tenía que haber, y no le cabía en la cabeza que la autoridad de una abuela llegara al extremo de poder disponer despóticamente de una criatura hasta el extremo de convertirla en una mercancía. Y bien que se lamentaba de no haber discurrido así cuando se presentaron los de la comisión judicial.
Su mujer y Siri tan pronto lloraban de alegría por haber encontrado a la niña, como se sumían en un mar de confusiones sobre su situación actual, pidiéndole Siri una y otra vez a su patrona que le explicara bien lo del basurero, y qué era lo que hacía en él aquella criatura, a lo que la interpelada le contestaba que bien claro le había dicho que de puta no estaba, lo cual era una buena noticia, pero que no le había dado más explicaciones sobre su situación. «Pero ¿qué puede estar haciendo en un vertedero?», se preguntaba Siri, que desconocía la magnitud y las posibilidades que podía ofrecer un basurero en una ciudad de millones de habitantes. Como la señora Pimok también lo ignoraba, le daba respuestas extravagantes, mientras su marido, en un día de aciertos, feliz de servirse del ordenador para intentar solucionar lo que le parecía una situación disparatada, se comunicaba con el correo electrónico del abogado, doctor en leyes, que estaba llevando el asunto de la cooperativa arrocera de la región sur de Chiang Mai, anunciándole que la consulta que iba a hacerle estaba al margen de sus obligaciones cooperativistas y que los honorarios corrían de su cuenta. Y en unas pocas líneas le exponía el caso de una joven cuya tutela correspondía a una abuela desaprensiva que se temían que la hubiera vendido para la industria del sexo, y que era previsible que volviera a hacer lo mismo si se le presentaba la ocasión. ¿Qué se podía hacer en tal caso?
El abogado contestó a la mañana siguiente aclarando que, aunque era doctor en leyes, su especialidad era el derecho mercantil, y que si se trataba de un asunto de industria del sexo y prostitución infantil su consejo era que se pusieran en contacto con una fundación radicada en Bangkok, perteneciente a una orden religiosa extranjera, pero muy de fiar por las referencias que de ella tenía, dados los buenos resultados que obtenían con niñas desamparadas, como era el caso que le consultaba su apreciado cliente señor Pimok, de quien quedaba a su disposición para cualquier aclaración que precisara y tuviera en su mano dársela. Y en una posdata le daba los detalles de la citada fundación.
Wichi no sabía a quién dar las gracias por lo que estaba sucediendo, si al Chao Thi o al ángel del que le hablaba Siri. De momento se las dio al señor Din Bo, que mejor no se podía estar portando, casi como un padre, o por lo menos mejor que el suyo, que la había abandonado hacía años. También comparaba el interés que mostraba la señora Din Bo por su situación con el desapego del que le diera muestras su propia madre en los últimos años de su vida. O sea, que los de su sangre se habían portado regular con ella, excepto la abuela, cuya maldad no admitía excusa, y aquellos extraños le daban muestras de un cariño que no sabía cómo agradecer.
El señor Din Bo, de acuerdo con las indicaciones del arrocero, la acompañó de nuevo al locutorio a los dos días y allí estaba el correo del señor Pimok en el que le indicaba que a la mayor brevedad posible se pusiera en contacto con un señor conocido como «padre Antonio», cuya residencia se encontraba en una calle que salía del Monumento de la Victoria, y aunque ignoraba el número exacto, no sería difícil de localizar por tratarse de un señor sobradamente conocido en el barrio.
Era tarde ya para buscar esa dirección y quedaron en dejarlo para el día siguiente. Como el señor Din Bo, por muy bueno que fuera, se lamentaba de las horas de trabajo que este asunto les estaba haciendo perder, Wichi lo comprendió y decidió compensarle trabajando por la noche con un casco en cuyo frente se situaba una lámpara de pilas que proyectaba un haz de luz muy potente. Este casco se lo facilitó Amphica que, a veces, en grupo y muy unidos, trabajaban de noche, ya que podía resultar provechoso por ser horas en las que descargaban algunos camiones de la basura. Provechoso, pero muy peligroso, sobre todo para los niños, ya que, aprovechándose de las sombras de la noche, los robaban, según decían, para extraerles los órganos.
El señor Din Bo se extrañaba de que aumentaran los montones de desechos recolectados y miraba a Wichi con desconcierto, pero no decía nada.
Para ir a visitar al padre Antonio, como el señor Din Bo siguiera rezongando por las horas de trabajo que iban a perder, su mujer determinó que sería ella quien acompañaría a la joven, y a su marido le pareció bien y se estudió en un plano de la ciudad cómo tenían que llegar hasta el Monumento de la Victoria. La señora Din Bo estaba fascinada con lo que había sucedido, y como era de la misma religión que Siri le aseguraba a Wichi que tenía un ángel muy especial, de lo contrario no se comprendía que fuera saliendo con bien de tantos peligros como le acechaban por doquier, el más señalado el del prostíbulo, en el que le faltó poco para quedar marcada de por vida, y que viniera a dar con ellos, que de todo el basurero eran los únicos que habían sabido conservar la dignidad dentro de la miseria, ¿no es cierto?, a lo que Wichi contestaba afirmativamente, pero recordándole que Amphica también se portaba bien con ella.
También le explicaba que ese tal padre Antonio pertenecería a alguna organización católica, ya que entre los católicos era costumbre llamar «padre» a los sacerdotes, que no lo eran de sangre, pero sí espiritualmente. Esto no lo entendía muy bien la joven, pero se fiaba del señor Pimok, al que consideraba muy listo e instruido, y la prueba era lo bien que le iba su negocio y las posibilidades que tenía de ampliarlo, y por eso marchaba ilusionada a aquel encuentro.
Aunque habían salido temprano por la mañana y era cerca del mediodía, todavía no habían dado con la residencia del «padre», ya que no acertaban con el autobús que les correspondía e iban dando tumbos de un lado para otro. Llegó un momento en que la señora Pimok dijo que sería mejor que lo dejaran y que volviera ella otro día con su marido, que se movía mejor en el dédalo de calles de aquella inmensa ciudad, en la que para colmo la circulación era tan densa que se podían pasar horas sin apenas avanzar unos pocos metros. Wichi le suplicó que hicieran un último intento, y por fin acertaron.